A principios de 2021, los cubanos se enfrentaban a una triple crisis. Desde 2017, Donald Trump había decretado 243 medidas presidenciales dirigidas a endurecer el embargo estadounidense —en vigor desde hace más de sesenta años— con más fuerza que en ningún otro momento desde mediados de la década de 1960. La pandemia de COVID-19 agravó el problema cuando Cuba tuvo que cerrar sus fronteras al turismo, que es una importante fuente de divisas. Entretanto, en enero de 2021, la tan esperada fusión del problemático sistema cubano de doble moneda generó preocupantes incertidumbres y precios más altos para la mayoría.
Tres años después, la crisis parece haber empeorado en lugar de aliviarse. A pesar de las esperanzas iniciales, Joe Biden no derogó las medidas adoptadas por Trump y, en cambio, aumentó las presiones sobre la economía cubana.
Para colmo, Washington no se ha deshecho del regalo de despedida que Trump les hizo a los cubanos antes de dejar la Casa Blanca: su jugada de incluir a Cuba en la lista de «Estados patrocinadores del terrorismo», calificación que rechazan la mayoría de los gobiernos, pero que de facto reconocen cada vez más las empresas de seguros y los bancos europeos, recelosos de las sanciones estadounidenses.
Otros factores que recrudecen la crisis son el aumento del precio del petróleo, lo cual afecta gravemente al transporte y la producción de energía, así como la reciente decisión de los Estados Unidos de denegar la exención de visado tramitado por el sistema electrónico de autorización de viajes a los europeos que hayan visitado Cuba en los seis meses anteriores, lo que de inmediato repercute negativamente en las reservas de viajes organizados y de cruceros.
Después de Raúl Castro
Por otra parte, en 2021, luego de abandonar su cargo como Primer Secretario del Partido Comunista, Raúl Castro dejó a Cuba en manos de una nueva generación y de un nuevo Presidente —Miguel Díaz-Canel— que carecían de la legitimidad histórica, la experiencia y la autoridad de que gozaban los Castro entre la gente. De ahí que no haya sido una coincidencia que en julio de 2021 estallaran disturbios pocas semanas después de que Raúl abandonara la escena política, tras una campaña parcialmente orquestada de disidencia abierta (y a menudo violenta) que intentaba aprovecharse de la presunta debilidad del Gobierno.
No es menos cierto que Raúl se había convertido en el causante (quizás involuntario) del nuevo fenómeno más preocupante de Cuba: el espectacular aumento del número (más de quinientos mil) de jóvenes cubanos que emigran, luego de que se suspendieran en 2012 las restricciones a la salida de cubanos, con la esperanza de contener la herida abierta del sentimiento de frustración entre los jóvenes.
No obstante, los conocidos éxitos de Cuba en materia de educación llevaron cada vez más a que jóvenes cubanos trataran de valerse de sus aptitudes para conseguir empleos más lucrativos en el extranjero. A esa tendencia contribuyó sustancialmente la Ley de Ajuste Cubano de 1966, que, para fomentar la «fuga de cerebros», otorgaba a los inmigrantes cubanos el derecho a solicitar la residencia en los Estados Unidos y, posteriormente, la ciudadanía estadounidense. El más reciente éxodo preocupa a muchos cubanos, pues amenaza con dar paso a una población envejecida y a una fuerza laboral insuficiente.
Más allá del simple deseo de trasladarse a un país mucho más desarrollado, siguen sin estar claros los factores que impulsan esa emigración. Sin embargo, algunos indicios apuntan a que no se debe tanto a un rechazo frontal de «la Revolución» propiamente dicha, sino a la simple apatía ante un sistema que ya no inspira a la gente como antes, lo que es reflejo de una preocupante deriva ideológica respecto de los niveles de compromiso o aceptación en el seno de una generación que a menudo carece de la conciencia o los imperativos políticos de quienes la precedieron.
Apoyo al sistema
Ello pone sobre el tapete la debatida cuestión del apoyo de los cubanos al sistema surgido de la Revolución. En 1994, basándome en el análisis de las estadísticas electorales, sostuve que existía un patrón que se correspondía estrechamente con lo que un destacado disidente, Elizardo Sánchez, llegaría a afirmar. Según Sánchez, en cualquier momento dado, entre el 20 y el 30 por ciento de los adultos mantenía una actitud de incuestionable apoyo al sistema, a los líderes y a los valores de la Revolución, mientras que un rango porcentual similar mantenía una actitud de invariable oposición o se mostraba activamente desencantado.
Ello dejaba de un 40 a un 60 por ciento cuya actitud era de tolerancia pasiva y de aceptación del sistema, sus líderes y sus valores. Lo que en cada caso determinaba el rango era la escala de la crisis que tuviese lugar en esos momentos, con lo que el «término medio mixto» se convertía así en el elemento crucial del apoyo pasivo que sostenía la popularidad en términos generales del sistema.
Si ello era cierto entonces, cualquier aumento de la apatía podría indicar un grado peligrosamente alto de desencanto. Raúl pudo haber calculado que una combinación de patrones culturales y nacionalismo innato haría regresar a los emigrantes. Tal como están las cosas, ello parece menos probable de lo que Raúl pudiese haber imaginado. Además, la apatía parece haber afectado a las generaciones mayores, lo que ha propiciado una curiosa tendencia a negar la realidad del embargo y culpar de los problemas al gobierno posterior a los Castro.
Lo cual nos lleva de vuelta al propio embargo. Conviene recordar que, a lo largo de seis décadas y media, la política estadounidense hacia Cuba ha cambiado de carácter y justificación, adaptándose a diferentes agendas. Sin embargo, en ningún momento deberá subestimarse el impacto de esa política. El embargo socavó la estrategia a largo plazo de desarrollo poscolonial que el gobierno revolucionario se proponía llevar a vías de hecho mediante alguna forma de socialismo, tras solo dieciocho meses de Revolución, y la continuación de ese embargo no ha dejado nunca de determinar, distorsionar y limitar las capacidades y los planes autónomos de Cuba.
Asimismo, el embargo sigue siendo una clara violación del derecho internacional. Es esa una realidad que las sucesivas y abrumadoras votaciones en las Naciones Unidas han corroborado desde principios de la década de 1990, de manera habitual con la sola excepción de los Estados Unidos e Israel.
Justificaciones cambiantes
Inicialmente, las limitadas sanciones a las exportaciones al mercado estadounidense fueron una respuesta punitiva a la «insuficiente» compensación recibida de Cuba por las propiedades estadounidenses expropiadas en respuesta al recorte por el gobierno de los Estados Unidos de la cuota anual de azúcar correspondiente a Cuba. A principios de 1962, cuando la Organización de los Estados Americanos (OEA) expulsó de su seno a Cuba, la justificación pasó a ser la presunta amenaza del comunismo, que enlistó a toda América Latina (con la excepción de México) en un embargo hemisférico.
Si bien tras la Crisis de los Misiles de 1962 quedó demostrado que la «amenaza» era mínima y que el comunismo de Cuba era harto diferente de los modelos o las restricciones imperantes en la URSS, el embargo pasó a tener como justificación la presunta amenaza que para la seguridad de las Américas entrañaba el activo apoyo de Cuba a la toma revolucionaria del poder por la vía de las armas. A principios de la década de 1970, la administración de Richard Nixon suavizó el bloqueo y facilitó que los países latinoamericanos reconocieran a Cuba y comerciaran con ella, al tiempo que Moscú por fin permitió que Cuba se incorporara a la red comercial del bloque socialista conocida como Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME).
En 1977, Jimmy Carter decidió reconocer parcialmente a Cuba y se establecieron «secciones de intereses» en embajadas de terceros países en preparación para un eventual reconocimiento pleno. A ello siguió el gesto sin precedentes de autorizar a cubanos residentes en los Estados Unidos (aunque no así a ningún otro ciudadano estadounidense) a visitar a sus familiares en Cuba.
En la década de 1980, tanto Ronald Reagan como George H. W. Bush, cuyas administraciones tenían centrada su atención en la Unión Soviética y el bloque que ésta encabezaba, dejaron más o menos intactos tanto el embargo como el reconocimiento parcial a que había dado lugar la administración de Carter. Aunque Reagan mostró una mayor hostilidad hacia lo que definió como la fuente de la nueva ola de rebeldía en América Central, descargó la responsabilidad en lo relativo a Cuba en el nuevo y poderoso lobby cubanoamericano, especialmente en la Fundación Nacional Cubano Americana, y financió la nueva guerra propagandística a través de Radio y TV Martí.
Cuando en 1989-91 se vino abajo el bloque encabezado por la URSS, Cuba volvió a ocupar el centro del escenario. Con la isla sumida en una crisis existencial aparentemente terminal, tras haber visto desaparecer instantáneamente el 80 por ciento de su comercio junto con la protección soviética, el nuevo lobby diseñó la Ley Torricelli de 1992, con la que se pretendía hacer extensivo el alcance del embargo a las relaciones de otros países con Cuba. Claramente, se avizoraba entonces el fin de la «Cuba de Castro» —fijación obsesiva con la figura del líder cubano en cuanto único factor que explicaría la supervivencia de la revolución—, última ficha del dominó comunista que faltaba por caer.
En 1996, se promulgó la Ley Helms-Burton. Bill Clinton, que en su momento se había planteado vagamente suavizar las relaciones con Cuba, se vio obligado a firmar la ley tras el furor que sobrevino cuando Cuba derribó dos avionetas cubanoamericanas que habían penetrado deliberadamente en su espacio aéreo. Consciente de la airada oposición mundial a los objetivos extraterritoriales de la ley, que amenazaban la libertad de otros países para comerciar con Cuba e invertir en la isla, Clinton puso en marcha una serie de exenciones presidenciales semestrales del componente más conflictivo de la ley (el Título III).
No obstante, Helms-Burton aportó algo nuevo. A partir de ahora, el embargo podría ser derogado solo por un improbable voto de dos tercios de ambas cámaras del Congreso y solo cuando ningún miembro de la familia de los Castro estuviera en el poder.
El lobby de Florida
Para 1992, finalizada la Guerra Fría, se habían debilitado las razones que hasta ese momento sirvieran para para justificar el embargo; en su lugar, la continuación del embargo aparecía vinculada al historial de derechos humanos de Cuba. No obstante, no había dudas sobre las verdaderas razones de la persistencia del embargo: la importancia cada vez mayor de Florida en cada elección nacional otorgaba un poder real al lobby cubanoamericano de ese estado.
El embargo era reflejo de la importancia política de Florida más que de cualquier deseo real de los Estados Unidos de poner fin al sistema cubano. Ese poder se pondría de manifiesto en 2000, cuando la maquinaria electoral del estado determinó la victoria de George W. Bush.
Ese poder pareció desvanecerse con Barack Obama, quien confiaba en el respaldo de los votantes negros e hispanos (no cubanos) de Florida y en la posibilidad de prescindir del atrincherado voto cubanoamericano. Sin embargo, se trataba de una engañosa impresión. Habida cuenta de que la legislación de 1996 había hecho del embargo una realidad a largo plazo, Obama podía fácilmente elevar el nivel de limitado reconocimiento concedido por Carter en 1977, convirtiendo las respectivas secciones de intereses en embajadas de pleno derecho, pero no podía modificar al propio embargo.
Si bien Obama suavizó algunas restricciones, como las relativas a los viajes a Cuba o a los límites de las remesas, lo que hizo que mejorara el estado de ánimo, el embargo quedó intacto. De hecho, el Tesoro estadounidense siguió imponiendo fuertes multas a los principales bancos europeos que violaban el embargo. Hoy parece probable que Obama haya tenido plenamente en cuenta esas limitaciones en un nuevo enfoque del «cambio de régimen».
Consciente de que una mejoría de las relaciones crearía expectativas poco realistas entre los cubanos de a pie, solo para que esas expectativas se vieran frustradas, Obama esperaba socavar el sistema cubano de forma más sutil, de modo similar al enfoque de «doble vía» que Clinton había intentado seguir entre 1992 y 2000. Ese enfoque conllevaba mantener el embargo y, al mismo tiempo, promover mayores contactos con la sociedad civil e intercambios directos entre ciudadanos de ambos países. El ciclo de expectativas y de frustración fue otro factor que contribuyó a generar una crisis después de 2017.
De Trump a Biden
El año 2017 trajo a Trump y sus numerosas medidas, carentes esta vez de una justificación clara, pero que alentaron al lobby cubanoamericano a hacer alarde de su poder. La jugada de Trump también dio renovado ímpetu a las agencias de inteligencia estadounidenses para sembrar y financiar la discordia, difundir noticias falsas, orquestar guerras culturales y tratar de sabotear la economía y los acuerdos financieros concertados por Cuba. Como nunca antes, Cuba se vio en el vórtice de una tormenta perfecta, concebida para acabar con el sistema.
De esas medidas, la más significativa había sido la decisión de Trump en 2019 de poner fin a la exención del Título III, lo que tuvo el efecto inmediato de disuadir a potenciales inversores y atemorizar a entidades comerciales no cubanas para que desistieran de sus propósitos y causar alarma entre bancos e instituciones financieras europeas. La caída de las importaciones cubanas no tardó en hacerse palpable, con el consiguiente aumento de la escasez de cereales, alimentos y medicinas.
La única esperanza de alivio para los cubanos parecía residir en la elección de Joe Biden en 2020. En cuanto exvicepresidente de Obama, se esperaba que el nuevo presidente diera marcha atrás a la mayoría de las medidas adoptadas por Trump. Sin embargo, Biden defraudó severamente esas esperanzas: además de añadir sus propias restricciones, volvió a valerse de la cuestión de los derechos humanos para justificar el embargo.
La razón por la que Biden se negó a revocar las medidas de Trump sigue siendo objeto de debate. Tal vez su actitud haya sido reflejo del presupuesto según el cual Cuba no era un asunto importante y, por tanto, podía dejarse en manos de elementos atrincherados en el Departamento de Estado y en los comités de relaciones exteriores del Congreso.
De ser cierto, no son pocos los cubanos que esperan que se repita el patrón observado en el caso de Obama. Según esa hipótesis, al igual que Obama había llegado a la conclusión de que la cuestión de Cuba podía esperar hasta el último año de su mandato y entonces «resolverse» fácilmente mediante una forma políticamente barata de distensión, un segundo mandato presidencial de Biden, libre ya de toda preocupación por reelegirse, también podría conducir a un relajamiento de las relaciones.
No obstante, es recomendable que los cubanos no contengan su aliento a la espera de semejante resultado. Los funcionarios del Gobierno cubano reconocen abiertamente que el fin del embargo no se vislumbra por ningún lado y que, por tanto, deben elaborar políticas de supervivencia económica partiendo del presupuesto de que el embargo seguirá siendo una realidad permanente. Esa aceptación pesimista se suma a la sensación cada vez mayor de apatía y pesimismo.
Un lugar común que se deja escuchar una y otra vez es que Cuba se encuentra «ante una encrucijada», cuando lo cierto es que la Revolución ha estado siempre ante una encrucijada y que su rumbo se ha visto siempre configurado, determinado o limitado por la necesidad de reaccionar a presiones externas. Ello era cierto en 1959 y sigue siéndolo hoy, cuando los dirigentes de La Habana luchan por hallar la cuadratura del círculo de urgentes reformas económicas al tiempo que se trata de mantener la fe en un socialismo en permanente redefinición.
Si bien no debemos atribuir demasiada importancia a las recientes expresiones de protesta pública, que a menudo no son tan generalizadas y espontáneas como parecen, la frustración es real y la sensación subyacente de que los cubanos se enfrentan a la perspectiva de «más de lo mismo» corre el riesgo de ser corrosiva. Los cubanos leales a la Revolución tienen una urgente necesidad de buenas noticias, si se quiere aprovechar la reserva de apoyo que, a pesar de todo, parece perdurar.