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El historiador marxista Christopher Hill, en su escritorio, el 22 de enero de 1965. (Hulton Archive / Getty Images)

Christopher Hill, pionero de la historia desde abajo

Traducción: Natalia López

La obra de Christopher Hill sobre la Inglaterra del siglo XVII ha sido muy influyente. En libros como El mundo trastornado recuperó la historia de radicales derrotados como los niveladores y los cavadores, y los vinculó con nuestra época.

El artículo a continuación es una reseña de Christopher Hill: The Life of a Radical Historian, de Michael Braddick (Verso Books, 2025)

 

Christopher Hill es probablemente el único historiador de la Inglaterra del siglo XVII que ha conseguido mantener un público masivo durante los últimos cincuenta años. Es poco probable que alguien en la actualidad sea capaz de igualar algo así. Su libro más famoso, El mundo trastornado (publicado por primera vez en inglés en 1972), se centraba en el Interregno, el período comprendido entre la destitución de Carlos I —posteriormente fue ejecutado— y la Restauración monárquica de 1660.

Sin embargo, los temas elegidos por Hill no fueron los reformadores de élite que anticiparon la Inglaterra liberal, burguesa y parlamentaria que finalmente prevaleció en la Gloriosa Revolución de 1688. En cambio, se centró en los radicales derrotados: librepensadores que negaban la revelación bíblica, niveladores que pedían un amplio derecho al voto, cavadores que intentaban implementar el comunismo primitivo y fanáticos que pronunciaban profecías impactantes, a veces desnudos.

El libro se sigue imprimiendo. Muchos izquierdistas posteriores, de Max Fraser a Amit Bhattacharyya, han recuperado su título (tomado de una balada inglesa de mediados de la década de 1640) hasta transformarlo casi en un eslogan para referirse a un cambio repentino y disruptivo. El compositor socialista Leon Rosselson incluso convirtió el libro de Hill nuevamente en una balada, lo que demuestra que Hill, además de inspirarse en los movimientos y la cultura populares, también podía inspirarlos.

Historia desde abajo

¿Cómo logró esta popularidad duradera? Cristopher Hill escribía una prosa viva y comprensible y fue pionero en lo que se denominó la «historia desde abajo». Abordó grandes problemas sobre las causas de los cambios históricos y encontró analogías entre el siglo XVII y su propia época.

Y lo hizo, como muestra la nueva biografía de Hill escrita por Michael Braddick, debido a la poderosa influencia liberadora del pensamiento marxista y porque se esforzó por escribir la historia en paralelo a la lucha por el socialismo de su época. El libro de Braddick está bien documentado, es fácil de leer y resulta sumamente reflexivo. Aunque discrepo en algunos aspectos de su valoración final, contiene precisamente el material necesario para entender acabadamente la obra de Hill.

Braddick sitúa a Hill en una generación de intelectuales desencantados; argumenta que abrazó el marxismo en general y el Partido Comunista de Gran Bretaña en particular, tanto por un sentido modernista de alienación como por creencias específicas en la teoría económica marxista. Hill nació en 1912 en el seno de una familia metodista próspera y comprometida. Estudiante precoz, fue reclutado para estudiar historia en el Balliol College de Oxford. Alcanzó la mayoría de edad durante la tumultuosa década de 1930. La Gran Depresión asolaba Gran Bretaña y el resto del mundo capitalista. Mientras tanto, la URSS se industrializaba rápidamente y parecía mejorar el nivel de vida de la gente común.

Cuando estalló la guerra entre los republicanos y las fuerzas de Francisco Franco en España, los gobiernos de Gran Bretaña y Francia se mantuvieron neutrales, y solo la Unión Soviética prestó ayuda a la República Española contra el fascismo. Debido al uso polémico que los neoconservadores estadounidenses han hecho en los últimos tiempos de la política de Neville Chamberlain hacia el nazismo, tendemos a olvidar que los países capitalistas no cedieron ante Adolf Hitler y compañía por timidez, sino porque temían más al socialismo que al fascismo.

En este contexto, el atractivo del marxismo parecía bastante obvio. Como el propio Hill sostuvo en sus últimos años, Braddick sugiere que estaba «preparado para el marxismo (…) por sentimientos de alienación personal y social (…) su camino hacia el marxismo fue humanista, no a través de la política y la economía». Tras leer a escritores como T. S. Eliot, Hill llegó a sentir que el marxismo ofrecía una respuesta a la «disociación de la sensibilidad» moderna, el palpable desajuste entre pensamiento y emoción que Eliot había diagnosticado, con los consiguientes sentimientos de inquietud existencial y alienación. Eliot, por supuesto, sacó conclusiones profundamente reaccionarias de esos mismos sentimientos. Pero no Hill.

Mientras se esforzaba por leer El capital de Karl Marx (que calificó de «bastante difícil») y trataba diligentemente de estudiar la historia a través de los registros financieros, las estadísticas sobre la producción de minerales y otros datos similares, nunca llegó a desarrollar un gusto por ello. Lo que obtuvo de Marx fue más bien el impulso de correlacionar las ideas con los contextos materiales, y la teoría de que el cambio histórico no es un movimiento suave y consensuado hacia la iluminación, sino más bien un proceso impulsado por conflictos y contradicciones sociales.

Marxismo humanista

El Hill más viejo encontró agradable la idea de describir su marxismo como «humanista», al igual que Braddick. A medida que su visión del experimento soviético se tornaba más pesimista y la posibilidad de una revolución socialista en la Europa industrializada se desvanecía, la noción de un «marxismo liberal» (como Braddick describe las ideas de Hill) pasó a describir no solo las razones para convertirse al comunismo o los intereses intelectuales, sino también lo que sobrevivió de ese marxismo tras «la experiencia de la derrota», por tomar prestado el título del libro de Hill de 1984. Sin duda, Hill siempre parece haber entendido el marxismo como un complemento o un perfeccionamiento —más que un rechazo— de la tradición liberal de la libertad de expresión, el debate abierto y la exploración individual.

Independientemente de cómo Hill llegara al marxismo, este le ayudó a transformar la escritura de la historia inglesa del siglo XVII. Según la narrativa whig que heredó de estudiosos como S. R. Gardiner, como escribe Braddick, fue «el desarrollo del entendimiento humano y el poder de las ideas» lo que impulsó el progreso político. Gardiner había escrito una historia en catorce volúmenes de la «Revolución Puritana» del siglo XVII, que abarca desde 1603 hasta 1660.

Gardiner, un erudito magistral, era también un victoriano liberal de alto rango (y descendiente directo de Oliver Cromwell y Henry Ireton, líderes del Parlamento durante la Guerra Civil). Tendía a celebrar el progreso gradual de las buenas ideas, especialmente la tolerancia religiosa y las normas constitucionales. Por el contrario, el largo ensayo inicial de Hill, «La revolución inglesa de 1640», relata esta historia desde una perspectiva marxista.

Escrito durante el tricentenario de la revolución, Hill enfatizó la ruptura en lugar del desarrollo fluido. En 1640, al igual que en 1940, la visión del mundo aceptada parecía radicalmente inadecuada. Los escritores ingleses, complacientes y excepcionalistas, solían sugerir que su país, único en Europa, había entrado en la modernidad sin una revolución sangrienta; según esta visión, el Interregno no había sido más que una anomalía desafortunada e insignificante.

Por el contrario, Hill insistió en que la Guerra Civil fue precisamente, en sus propias palabras, «la destrucción de un tipo de Estado y la introducción de una nueva estructura política en la que el capitalismo podía desarrollarse libremente». Las ideas no prevalecieron simplemente porque eran buenas, sino porque los cambios materiales crearon nuevas fuerzas para luchar por ellas. Es «la lucha la que gana las reformas».

Hill subrayaba que la Guerra Civil había sido una «guerra de clases», en la que una dirección burguesa puritana se alió temporalmente con los trabajadores radicales contra la vieja aristocracia. Cuando las nuevas élites consiguieron lo que querían, por supuesto, traicionaron a los radicales. Sin embargo, en la época de Hill, el proletariado industrial era finalmente lo suficientemente fuerte como para completar la revolución y alcanzar el socialismo.

La experiencia de la derrota

O al menos eso parecía, durante unos pocos y gloriosos años. En 1940, como muchos izquierdistas de su generación, Hill había aprendido ruso y estudiado en la URSS. Gran parte de sus primeros escritos, algunos de los cuales aparecieron bajo un seudónimo, explicaban con simpatía el experimento soviético al público inglés. Durante la Segunda Guerra Mundial sirvió en el Ministerio de Asuntos Exteriores como enlace con los soviéticos.

El libro de Braddick desmiente de forma definitiva y exhaustiva una desagradable acusación que Anthony Glees hizo en la década de 1980, en la que acusaba a Hill de haber sido un espía de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial. Braddick demuestra que Glees era un lector incompetente de los Archivos Nacionales y que además había malinterpretado por completo el contexto de la guerra. Hill consiguió su trabajo precisamente porque sabía ruso y podía trabajar con sus homólogos soviéticos. Es obvio que el Estado británico sabía que era comunista, y sus funcionarios lo mantuvieron bajo estrecha vigilancia durante la guerra y mucho después de ella.

En la década de 1980, Margaret Thatcher y Ronald Reagan intentaron destruir el comunismo por completo, pero la posición del capitalismo occidental había sido mucho más débil durante la guerra. En esa etapa anterior, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt necesitaban desesperadamente a la URSS para derrotar a Alemania, y la opinión pública británica era fuertemente prosoviética. Al final de la guerra, en otras palabras, Hill podía ser optimista y pensar que la alianza de 1640 entre la burguesía y los trabajadores había resurgido, pero que esta vez el futuro estaba en manos del proletariado industrial plenamente formado.

Se equivocó por dos razones: en primer lugar, la realidad de la URSS era ahora una pesadilla estalinista y dictatorial, a la que, como analiza detalladamente Braddick, el Partido Comunista de Gran Bretaña estaba desastrosamente atado. Esta situación llevó al partido y a intelectuales comprometidos como Hill a adoptar posiciones vergonzosas.

En 1950 Hill dio una conferencia sobre la Unión Soviética y, según sus propias palabras, «pintó un panorama muy optimista del modo de vida comunista», restando importancia a los informes sobre la hambruna masiva e ignorando la existencia del gulag. Todavía en 1953, Hill elogió a Iósif Stalin como historiador, escribiendo que el líder soviético «era un líder muy responsable» cuyas opiniones representaban «la más alta sabiduría del pensamiento colectivo de la URSS». Como escribe Braddick, con benévola subestimación, «es difícil saber qué pensar de este panegírico a Stalin».

Sin embargo, como también muestra Braddick, Hill entendía que sus propios avances históricos se derivaban directamente del ejemplo del socialismo soviético. Por un lado, se basaba en las ideas analíticas de los historiadores soviéticos de Inglaterra. En términos más generales, cuando los primeros artículos de Hill sobre Thomas Hobbes, Andrew Marvell y James Harrington descubrieron en el pensamiento de estas figuras tanto una novedad radical como tensas contradicciones internas, solo pudieron hacerlo gracias al análisis marxista con el que Hill se identificaba con el partido y con la URSS. La apología de Stalin por parte de Hill refleja la incómoda verdad existencial de que las principales innovaciones de Hill estaban ligadas al experimento soviético.

Si la valoración de Hill sobre Stalin era errónea, tampoco previó el rápido desmoronamiento de la alianza bélica entre el Occidente capitalista y la URSS, ni el desmantelamiento sistemático de la izquierda comunista en el contexto de la Guerra Fría. Es cierto que Gran Bretaña no experimentó nada tan cruel ni tan extendido como el «miedo rojo» estadounidense. Sin embargo, como ha demostrado el historiador Matthew Gerth, el gobierno laborista del primer ministro Clement Attlee tomó medidas drásticas contra el comunismo al mismo tiempo que nacionalizaba industrias clave y creaba el Servicio Nacional de Salud.

El gobierno de Attlee tildó a los mineros y los estibadores en huelga de títeres del comunismo, al tiempo que creaba un Departamento de Investigación de la Información para difundir propaganda anticomunista y purgar a los comunistas de los puestos gubernamentales. Braddick no dedica a esta represión el espacio que merece. Solo menciona brevemente la denegación de un puesto académico a Hill en 1949 por sus ideas políticas y lo contrarresta con una queja del historiador conservador Hugh Trevor-Roper, quien afirmaba que los estudiosos marxistas se habían unido para criticar sus escritos. Al hacer hincapié en la debilidad interna del PCGB, Braddick nos da la impresión de que su declive era inevitable, restando importancia a la presión externa ejercida por los políticos laboristas aliados con Estados Unidos durante la Guerra Fría.

1956

Independientemente de las razones, el PCGB entró sin duda en declive. Tras las revelaciones del llamado «discurso secreto» de Nikita Jrushchov, en el que denunciaba a Stalin en 1956, la dirección comunista británica dejó clara su expectativa de que los «intelectuales» (a quienes se contraponía de forma despectiva, aunque incoherente, a los «verdaderos trabajadores») se subordinaran al partido. Rechazó las propuestas de Hill y otros, entre ellos sus compañeros historiadores John Saville y E. P. Thompson, para llevar a cabo una reforma interna.

Hill abandonó el PCGB el 1º de mayo de 1957. Si inicialmente interpretó el siglo XVII a través de los horizontes optimistas y ortodoxos del partido en su apogeo, una segunda etapa de su obra trató de abordar lo que había fallado e identificar lo que quedaba de su legado.

Otros escritores y académicos radicales —muchos de ellos, como señala astutamente Braddick, una o dos décadas más jóvenes que Hill y, por lo tanto, menos vinculados a la Unión Soviética de los años treinta— dieron forma a lo que se denominó la Nueva Izquierda. Hill, por el contrario, parece haber llegado a la conclusión de que nada sustituiría al partido. Se mantuvo progresista en términos generales y amorfos, y nunca atacó a sus antiguos compañeros, pero se sumergió en la escritura y la enseñanza. Con el tiempo, se convirtió en rector del Balliol College de Oxford.

Aunque gran parte de este escrito desarrollaba temas ya esbozados o sugeridos en la década de 1940, el material más novedoso abordaba lo que había salido mal. De forma inquietante y poderosa, El mundo trastornado narra la defensa, a menudo por parte de personas de origen humilde, de la desestabilización de la Iglesia inglesa, de actitudes más liberales hacia el sexo y el matrimonio, de la reforma agraria o del comunismo puro y duro, y de una democracia basada en un amplio derecho al voto.

Si en sus primeros relatos sobre la revolución Hill hacía hincapié en la delicada coalición entre los trabajadores y las élites progresistas, ahora ponía de relieve las tensiones entre ambos elementos. El libro mostraba el modo en que los sentimientos y los sueños del pueblo llano habían asustado tanto a Cromwell, Ireton y otros líderes puritanos que habían terminado por comprometer toda la causa.

Los personajes de Hill eran gente extraña, comenzando por Abiezer Coppe, que según se dice predicaba sermones llenos de blasfemias sobre el amor libre en desnudo. Claramente, Hill estaba buscando modelos del siglo XVII para las revoluciones sexuales y culturales de la década de 1960. Estas figuras marginales no siempre dejaron un rastro documental extenso. Además, después de 1660, muchos radicales pasaron a la clandestinidad o censuraron retrospectivamente su propia obra.

George Fox, por ejemplo, reimaginó a los cuáqueros después de la Restauración como una tendencia pacifista inofensiva, incluso cuando borró a las mujeres de la historia temprana del movimiento, pareciéndose, en la época de Hill, a muchos liberales de la posguerra que convenientemente olvidaron sus propias inclinaciones comunistas anteriores. Para reconstruir este pasado suprimido, Hill recurrió en parte a la propaganda realista y conservadora, que tendía a centrarse en los elementos más radicales de la oposición parlamentaria.

Este método es obviamente dudoso, un poco como ver Fox News y concluir que los supersoldados de Antifa están vagando por las calles de las principales ciudades estadounidenses. Pero el panorama general de una sociedad en crisis es convincente, incluso si se miran con recelo los detalles. Además, Hill anuncia desde el principio que está escribiendo sobre «otra revolución que nunca ocurrió, aunque de vez en cuando amenazó con hacerlo».

El libro, por tanto, tiene un carácter conscientemente ficticio, lo que no quiere decir que Hill se haya inventado nada, sino que ha hecho un esfuerzo por imaginar los contrafactuales que se escondían bajo la superficie social. Sin duda, lo hizo porque él mismo había anhelado una transformación paralela y había vivido su asfixia y su muerte.

Contra corriente

Después de El mundo trastornado, Hill se dedicó principalmente a popularizar y reelaborar su obra anterior. En los sombríos y reaccionarios años 1980 se vio cada vez más acosado. Mientras que los estudiosos de la literatura se sentían atraídos por su obra, los historiadores más jóvenes solían abordarla con escepticismo; el historiador J. C. Davis llegó incluso a afirmar que Hill se había «inventado» a los ranters.

Los historiadores denominados «revisionistas» cuestionaban que los bandos de la Guerra Civil Inglesa se alinearan claramente con las clases socioeconómicas y que la guerra se librara por grandes ideas. En su lugar, ofrecían explicaciones contingentes de los acontecimientos históricos como disputas locales entre élites específicas. Mientras tanto, Hill era blanco de los ataques de la prensa de derecha, que incluían acusaciones falsas de que había espiado para la Unión Soviética.

Braddick evalúa con criterio la obra de Hill, explica estos desacuerdos y, finalmente, le reprocha no haberse puesto al día en el campo y haber ignorado en su mayor parte las cuestiones relacionadas con el imperio, el colonialismo o la raza. Rara vez escribió sobre las mujeres, y sus escritos sobre la sexualidad nunca fueron más allá de los binarios de represión y liberación. A pesar del creciente énfasis historiográfico en las fuentes manuscritas y los documentos privados, también realizó pocas investigaciones de archivo, basándose en gran medida en fuentes literarias y centrándose en lo que estaba impreso.

Gran parte de esta crítica es justa; sin duda, muchos académicos realizan sus trabajos más innovadores cuando son jóvenes. Pero Braddick me parece menos convincente cuando critica a Hill por no adaptarse a las nuevas técnicas historiográficas. Al fin y al cabo, estas fueron introducidas por los revisionistas, que encontraron en el estudio de los documentos privados de la élite un apoyo para su escepticismo hacia las causalidades históricas a gran escala, ya fueran marxistas o liberales. ¿Era simplemente anticuado el énfasis continuo de Hill en la imprenta?

Ciertamente, es imposible afirmar que Hill fuera perezoso, ya que, como se observa a menudo, parece haber leído y retenido más escritos ingleses del siglo XVII que nadie en la historia. Más bien, creo que reflejaba la sensación de Hill de que la historia sobre la que escribía se había desarrollado en un ámbito público y ahora le pertenecía. Por lo tanto, como le gustaba insistir, la historia debía reescribirse para cada generación, porque era en sí misma parte de la política colectiva y deliberativa.

Después de todo, la aparición de un público lector durante la Guerra Civil, a través de la lucha ideológica —la relajación de las licencias y la censura, la explosión de panfletos polémicos, etc.— fue uno de los grandes y apasionantes temas de Hill. Él siempre se consideró a sí mismo un escritor para la gente común, al margen de los eruditos, en una continuación de los medios impresos democráticos nacidos en 1640.

En este sentido, un detalle revelador del libro de Braddick se refiere a la revista Past and Present, que Hill ayudó a fundar. Braddick describe acertadamente la revista como parte de una «gran ampliación de la imaginación historiográfica en los años de la posguerra». En sus páginas, los estudiosos británicos se despojaron de su antiguo y polvoriento formalismo, abrazando la historia social, abordando cuestiones globales y comparativas, y mucho más.

Sin embargo, la revista solo era viable financieramente porque su asociación informal con el PCGB atraía suscripciones no académicas de los miembros del partido. La dependencia económica sugiere quizás una lectura alternativa de la trayectoria profesional de Hill como historiador y del relativo estancamiento de su obra posterior. La erudición de Hill, al parecer, derivaba su vitalidad de su conexión con un movimiento social y una organización política reales, cuyas brillantes perspectivas analizó con entusiasmo en un primer momento, para luego reconocer su fracaso y derrota.

Y es que los grandes libros de historia, como el propio Hill habría sido el primero en sugerir, no son solo el producto de buenas ideas, de los métodos rigurosos o de una amplia erudición. Más bien, se crean, al igual que la historia misma, a través de la participación en la lucha social colectiva.

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Publicado en Historia, homeCentro, homeIzq, Ideas, Inglaterra, Libros, Política, Reseña and Sociedad

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