Daca, Bangladés — 19 de diciembre de 2025.
El aire invernal de Daca estaba espeso por los gases lacrimógenos, el papel quemado y el olor persistente de la destrucción. Cerca de la plaza Shahbagh, estudiantes y trabajadores avanzaron hacia los restos calcinados de los edificios de los diarios Prothom Alo y The Daily Star, agitando pancartas que decían «¿Quién mató a Hadi?» y «Medios de la élite, enemigos del pueblo».
Las luces de la calle titilaban sobre los vidrios rotos y los escombros de la violencia de la noche anterior. La policía se agazapaba detrás de los camiones hidrantes. Esta vez, los manifestantes no coreaban consignas por salarios o empleo, sino por justicia para Sharif Osman Hadi, el fogoso dirigente de treinta y tres años cuya vida y muerte volvieron a convertir a Bangladés en un epicentro de rebelión.
El 12 de diciembre, Hadi fue baleado por atacantes encapuchados cuando salía de una mezquita en el centro de Daca. Se estaba preparando para competir en las elecciones de febrero de 2026 como candidato independiente, el primer dirigente político surgido del levantamiento juvenil posterior a 2024 que desafiaba en las urnas al orden político enquistado del país.
Tras casi una semana luchando por su vida en un hospital de Singapur, Hadi murió el 18 de diciembre. La llegada de su féretro al Aeropuerto Internacional Hazrat Shahjalal encendió la chispa. En cuestión de horas, miles de personas salieron a las calles.
Para el 19 de diciembre, Daca estaba bajo toque de queda. Pero el levantamiento ya se había extendido: desde los cordones industriales de Chittagong hasta los campus universitarios de Rajshahi, desde las ciudades fronterizas de Jashore hasta las plantaciones de té de Sylhet. Manifestantes atacaron puestos policiales, oficinas gubernamentales y, de manera especialmente simbólica, las sedes de las mayores redes mediáticas del país.
La revolución inconclusa
Durante quince años, Sheikh Hasina, hija del padre fundador de Bangladés y primera ministra más longeva del país, gobernó con mano de hierro, amparada en las instituciones y el lenguaje de la democracia. Su gobierno presidió años de crecimiento económico, pero también aplastó la disidencia, amordazó a la prensa y redujo las elecciones a rituales de control.
Cuando su régimen finalmente colapsó en agosto de 2024, derribado por un levantamiento encabezado por estudiantes y trabajadores, muchos dentro y fuera de Bangladés celebraron el momento como un renacer democrático. Las embajadas occidentales elogiaron una transición popular y los medios internacionales celebraron lo que llamaron la «Primavera de Bangladés».
Pero las celebraciones ocultaban una inquietud más profunda. La revuelta que puso fin al gobierno de Hasina todavía no había cumplido su promesa. Lo que emergió en su lugar fue un frágil orden de transición: una transición democrática sin democracia.
En las semanas posteriores a la caída de Hasina, los grupos estudiantiles y jóvenes activistas que habían paralizado Daca con protestas y huelgas masivas comenzaron a buscar un camino desde la calle hacia la política formal. Por un momento, pareció posible que la juventud que había impulsado ese levantamiento transformara la protesta en poder. En el centro de esa esperanza estaba Sharif Osman Hadi.
Graduado en Ciencia Política por la Universidad de Daca, Hadi emergió de las revueltas de 2024 como símbolo y estratega. Rechazando alinearse con los partidos dominantes del país, la Liga Awami y el Partido Nacionalista de Bangladés, se posicionó como parte de una nueva generación que buscaba reconstruir la política desde abajo.
Como vocero del espacio Inqilab Moncho [Plataforma de la revolución], Hadi se convirtió en una de las principales voces de la movilización juvenil, la participación cívica y la reforma democrática. Hacia fines de 2025, se preparaba para presentarse como candidato independiente en las próximas elecciones nacionales. Su asesinato este mes desató protestas en todo el país y una ola de duelo.
Mientras tanto, la energía del movimiento juvenil de 2024 chocaba con las realidades del gobierno. A comienzos de 2025, un gobierno provisional encabezado por el asesor principal Muhammad Yunus asumió el control, prometiendo estabilidad y elecciones mientras luchaba por contener el descontento.
Hadi se mantuvo activo durante ese período, participando en actos y foros públicos como una de las figuras políticas más visibles surgidas del movimiento posterior a 2024. Su asesinato conmocionó al país, desatando protestas, detenciones y renovadas preguntas sobre si la prometida transición de Bangladés alguna vez alcanzaría su destino.
Una democracia administrada desde arriba
Para entender la furia que hoy recorre Bangladés, hay que ver cómo la promesa de la «transición» ocultó la continuidad del poder de las clases dominantes.
Tras el levantamiento que expulsó del cargo a la primera ministra Sheikh Hasina, el gobierno provisional de Yunus quedó a cargo de restaurar la estabilidad y preparar elecciones. Presentado como temporal e imparcial, rápidamente quedó envuelto en controversias, con su manejo del descontento, las libertades civiles y las reformas, cuestionado en medio de crecientes enfrentamientos y tensiones políticas.
En la práctica, las prioridades del gobierno provisional se alinearon estrechamente con las de la élite económica de Bangladés. Restaurar la estabilidad financiera y tranquilizar a los inversores pasó a primer plano, con prestamistas globales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial respaldando un programa ya conocido de ajustes económicos.
La industria textil, que emplea a más de cuatro millones de personas y sostiene las exportaciones del país, quedó intacta. Su rentabilidad siguió apoyándose en salarios bajos y débiles protecciones laborales, condiciones que produjeron huelgas y estallidos recurrentes, incluidas las masivas protestas de trabajadores textiles de 2023.
El movimiento de Hadi, organizado a través de Inqilab Moncho, inquietó al establishment político y empresarial. Su llamado a una mayor equidad social, a derechos laborales más fuertes y a una ruptura decisiva con las redes de patronazgo de las viejas élites alarmó tanto a dirigentes políticos como a empresarios. En los meses previos a su asesinato, comentaristas influyentes lo retrataron cada vez más como un idealista desconectado de las «realidades económicas» de Bangladés.
Hadi percibió el cerco. En sus últimas apariciones públicas advirtió que la nueva generación de reformistas enfrentaba intereses enquistados que nunca cederían su poder de manera pacífica. Días después, fue acribillado en Daca, confirmando los temores que venía expresando desde hacía tiempo.
Los medios como campo de batalla
El incendio de las sedes de Prothom Alo y The Daily Star conmocionó a muchos en Bangladés y provocó una amplia condena de asociaciones de periodistas y organizaciones internacionales por la libertad de prensa, que denunciaron los ataques como agresiones contra la independencia periodística.
Durante años, estos diarios se habían presentado como referentes éticos: medios en inglés y bengalí que moldeaban la opinión de las élites y las clases medias de la capital. Pero para muchos jóvenes manifestantes de origen trabajador que tomaron las calles de Daca en 2024, a menudo parecían menos perros guardianes que el rostro pulido del consenso del establishment.
Si bien los diarios informaron sobre el descontento y llamaron a la moderación, muchos manifestantes los acusaron de alinearse con los intereses de la élite y del poder político, especialmente en medio de la indignación por la represión estatal y las desapariciones forzadas.
Tras la llegada al poder del gobierno provisional de Yunus, estos medios amplificaron los mensajes oficiales centrados en la «recuperación económica» y la «reconciliación». La cobertura sobre Hadi solía presentarlo como un populista confrontativo que amenazaba la estabilidad, más que como el producto de un movimiento democrático de masas.
Ese encuadre persistió. Cuando fue asesinado, muchos de sus seguidores vieron a los medios no como testigos, sino como cómplices. Los ataques a las redacciones no fueron actos aleatorios de violencia de masas; fueron represalias simbólicas contra instituciones ampliamente percibidas como corresponsables de marginar a la revolución.
«No es la libertad de prensa lo que defienden», dice Arifa, una manifestante de veintitrés años, en una conversación telefónica tras pasar la noche levantando barricadas. «Es la libertad de lucro».
Su enojo refleja una erosión más amplia, aunque desigual, de la confianza en los medios tradicionales, visible también en otros países donde los grandes medios están estrechamente entrelazados con las élites políticas y económicas. En Bangladés, donde los canales de televisión dependen en gran medida de patrocinadores corporativos y financiamiento de donantes, la frontera entre periodismo y relaciones públicas se volvió cada vez más difusa.
Hadi intentó sortear estas limitaciones dialogando directamente con el público en línea, combinando reportes de base con formación política. Pero ninguna de las plataformas que lanzó logró un alcance duradero. Los intentos por amplificar las voces juveniles fueron interrumpidos una y otra vez por la censura y los apagones informativos.
Desde entonces, las imprentas periodísticas incendiadas se convirtieron en un símbolo potente de la crisis mediática de Bangladés; un ajuste de cuentas sobre qué ocurre cuando la «libertad de prensa» es percibida como un servicio al poder y no al público.
La sombra de India
Si la muerte de Hadi expuso las contradicciones internas de Bangladés, también agudizó las externas, sobre todo las preocupaciones por la influencia de India en el país.
Durante décadas, India y Bangladés mantuvieron vínculos estrechos, con Nueva Delhi viendo a Daca como un socio clave en la geopolítica del sur de Asia y en la conectividad regional. Bajo Hasina, las relaciones bilaterales se profundizaron mediante acuerdos de defensa, cooperación militar conjunta y la expansión del comercio y los proyectos de infraestructura, aun cuando la competencia estratégica con China y las disputas sobre influencia económica siguieron formando parte del contexto regional más amplio.
Esa relación quedó en entredicho en agosto de 2024, cuando Hasina huyó a India, poniendo fin de manera abrupta a su largo gobierno y dejando a Nueva Delhi asociada, justa o injustamente, con el viejo orden político.
En el período posterior, funcionarios indios enfatizaron públicamente la estabilidad y la necesidad de elecciones pacíficas y creíbles. Pero las relaciones se tensaron en medio de disputas por la permanencia de Hasina en India y preocupaciones de seguridad en torno a las misiones diplomáticas indias en Daca.
Cuando estallaron las protestas tras la muerte de Hadi, los manifestantes corearon: «¡Delhi, manos fuera de Daca!». Frente a la Alta Comisión india, miles de personas levantaron carteles acusando a India de «proteger asesinos» y de «exportar contrarrevolución».
El gobierno indio condenó la violencia y negó cualquier injerencia en los asuntos internos del país. Sin embargo, la percepción de interferencia persistió, alimentando la retórica nacionalista y la desconfianza creciente que sigue moldeando las relaciones entre Daca y Nueva Delhi.
Se trata de un patrón regional conocido. Desde las negociaciones de Sri Lanka con el FMI hasta las crisis constitucionales de Nepal, a menudo se percibe a Nueva Delhi no tanto como un socio democrático, sino como un administrador de la inestabilidad, que privilegia la continuidad por sobre la transformación cuando están en juego intereses estratégicos o económicos.
«Luchamos por una liberación en 1971», dijo por teléfono un organizador estudiantil, en referencia a la guerra de independencia de Bangladés. «Ahora estamos luchando por otra, desde las sombras que proyectan nuestros amigos».
La generación sin líder
El vacío político que dejó el asesinato de Hadi es profundo. Dentro de su movimiento, el duelo se mezcló con el miedo. Varias sedes fueron atacadas y las redes sociales se inundaron de narrativas enfrentadas: algunas que lo retratan como un «agente extranjero», otras que califican a sus seguidores de extremistas.
Sin embargo, la energía desatada por la muerte de Hadi no se disipó. En Daca y otras ciudades, miles de personas salieron a las calles exigiendo justicia, coreando su nombre. En varias universidades, estudiantes realizaron sentadas y protestas en su honor. Las manifestaciones siguen interrumpiendo el tránsito y bloqueando arterias clave, mientras el duelo público se expandió más allá de la capital, con concentraciones en todo el país que reclaman responsabilidades.
Su muerte, de manera paradójica, radicalizó a una nueva generación. «Nos enseñó que la política no es esperar permiso», nos dice por teléfono Munir, un trabajador textil que se sumó por primera vez a las protestas en 2024. «Ahora sabemos cuánto cuesta eso».
La lucha de Bangladés por el cambio siempre tuvo un costo elevado. Noor Hossain, asesinado por la policía durante una protesta prodemocrática en 1987, se convirtió en un símbolo perdurable de la resistencia. El asesinato en 2019 de Abrar Fahad, un estudiante universitario golpeado hasta la muerte en la Universidad de Ingeniería y Tecnología de Bangladés, desató protestas nacionales contra la violencia en los campus y la intimidación política. En conjunto, estos episodios subrayan los riesgos que enfrentan los movimientos juveniles cuando desafían al poder enquistado.
Pero la muerte de Hadi se siente distinta. Ocurre en un momento en que los movimientos juveniles de todo el mundo, desde la Primera Línea de Chile durante el levantamiento de 2019–2020 hasta las protestas #EndSARS en Nigeria contra la brutalidad policial, pasando por las revueltas impulsadas por la Generación Z en el sur de Asia, enfrentaron el mismo dilema: cómo transformar la energía de la calle y la autoridad moral en influencia política duradera sin ser aplastados ni cooptados.
Después del fuego
Días después de la muerte de Hadi, Daca seguía tensa bajo un fuerte despliegue de seguridad. El gobierno provisional de Yunus desplegó fuerzas policiales y paramilitares para «restaurar el orden».
Vehículos blindados se apostaron en cruces clave; soldados custodiaban los accesos al distrito de prensa de la capital. En el lugar donde Hadi habló en público por última vez, personas en duelo se reunieron con banderas rojas y velas, coreando su nombre y reclamando justicia para una generación que se negó a ser silenciada.
En un callejón angosto cercano, un grupo de jóvenes compartía té a la luz de las velas. Hablaban del agotamiento, de compañeros desaparecidos o presos, pero también de una esperanza obstinada. Uno de ellos, Shakib, un estudiante universitario que abandonó la carrera, lo resumió así: «Mataron a un hombre. No a la idea».
Sus palabras capturan la paradoja del Bangladés actual: un país suspendido entre la rebelión y la resignación, con calles habitadas por el recuerdo de una revolución que casi fue.
La pregunta ahora no es si la juventud volverá a levantarse, porque ya lo hizo, sino si esta vez el mundo la escuchará, más allá del ruido de la democracia administrada y las manipulaciones mediáticas.


































