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Los manifestantes celebran la renuncia de la primera ministra de Bangladesh, Sheikh Hasina, en Shahbag, Dhaka, Bangladesh, el 5 de agosto de 2024. (Sazzad Hossain/SOPA Images/LightRocket vía Getty Images)

La revancha de los desposeídos en Bangladesh

El derrocamiento de la primera ministra se produjo a manos de una fuerza inédita en la historia de Bangladesh: un movimiento de masas plural y sin afiliación partidaria, con capacidad de modificar las relaciones de fuerza entre las clases del país. Eso, en sí mismo, ya es un dato alentador.

El Ganabhaban es un palacio precioso y tranquilo ubicado en Dhaka, capital de Bangladesh. Abunda en espacios verdes típicos de la selva bengalí, caracterizada por su diversidad botánica. Fue construido a principios del siglo XVIII por los maharajas, la nobleza india, como una finca exclusiva para aislarse de las castas bajas. Un paraíso en la tierra.

Luego de la independencia de Pakistán en 1971, el entonces líder bangladesí Sheik Mujibur Rahman lo convirtió en la residencia de los primeros ministros. Durante décadas fue el lugar más custodiado de Bangladesh. Pero mientras la belleza interior del Ganabhaban se cuidaba y mantenía a diario, el resto del país se hundía en la pobreza. Era un monolito simbólico del poder inquebrantable de quien lo ocupe.

O al menos así fue hasta el pasado lunes 5 de agosto. Amanecía sobre Bangladesh, con el cielo naranja y un sol rojo escondido tras la polución del aire. Las estrechas callejuelas aún estaban vacías. Columnas de humo producto de los incendios de días anteriores se elevaban. El calor húmedo y la densidad del carbón en el aire volvían al ambiente irrespirable. Las numerosas fábricas textiles de la capital estaban todas cerradas para evitar que sean destrozadas.

La Guardia Fronteriza y la Policía custodiaban cada esquina con barricadas, esperando la marcha a Dhaka, una convocatoria nacional del Movimiento Antidiscriminación, liderado por estudiantes universitarios. La incertidumbre había invadido a los 170 millones de bangladesíes: «Hoy quizás terminemos todos muertos», decían.

Sheik Hasina, hasta ese entonces primera ministra y líder del partido la Liga Awami, se encontraba junto a su hermana menor, Sheikh Rehana. Estaban escondidas y asustadas en el despacho principal, al exterior del palacio. Una verdadera marea humana se acercaba hacia la residencia. A las 14:30 horas, un integrante de la seguridad personal de Hasina abrió las puertas del despacho al grito de «tenemos que irnos ahora».

Ambas mujeres corrieron hacia la terraza del edificio donde las esperaba un helicóptero ya en marcha. Entre las palmeras que rodean el palacio pudo visualizarse cómo la máquina alada remontaba vuelo en dirección desconocida. Los espectadores la vieron alejarse y, en el fondo, tenían la certeza de quién iba en su interior. Por un segundo se hizo el silencio. Todo el mundo contuvo la respiración. Luego, explotaron en gritos de festejo.

Sin necesitar mucho esfuerzo, los manifestantes derribaron las vallas del lugar más rico del país. Más de un siglo después, la toma del palacio de Ganabhabanal rememora el octubre ruso. Cientos de estudiantes, mujeres y bangladesíes pobres irrumpieron en aquel recinto, símbolo por excelencia del poder.

Era la revancha de los desposeídos. La gente recorrió las habitaciones de la residencia, disfrutó de descansar en sus aposentos, usó sus sofás, posó para las selfies, tomó artículos de lujo y se sirvió comida de las heladeras. Un merecido botín luego de haber perdido a alrededor de 400 compañeros en las manifestaciones desde principios de julio. En las paredes del interior del palacio aparecieron pintados los nombres de los caídos en las protestas. Pocos minutos más tarde, Waker-uz-Zaman, el jefe del ejército, tomó las riendas del país y prometió formar un gobierno interino hasta las nuevas elecciones.

La caída de la dama de hierro asiática

La caída de la primera ministra Hasina hizo añicos la fantasía que la pintaba como una dama de hierro, indestructible. Los últimos días de la política bangladesí revelaron la naturaleza frágil de su régimen, que parecía inmune al desafío de cualquier protesta pero terminó derrumbándose en cuestión de horas. Con el objetivo de asegurar la autopreservación de la clase dominante, Hasina construyó su hegemonía a partir de la superposición del Estado, el gobierno y su partido. Una élite económica dirigía los esfuerzos estatales para impulsar el desarrollo económico mientras absorbía la competencia y neutralizaba a los adversarios. Con esta estrategia logró hacerse con el apoyo de gran parte del empresariado nacional y el visto bueno de aliados internacionales diversos, desde India y Estados Unidos hasta China.

De la misma manera, consiguió que los dos partidos de izquierda más importantes —el Partido de los Trabajadores y el Jatiya Samajtantrik Dal (JASAD)— se unan al gobierno de la Liga Awami. Con ello generó una enorme división hacia dentro de las fuerzas de la izquierda (en su mayoría de tradición maoísta), lo que le permitió reprimir a la oposición política y cualquier disidencia, recurriendo tanto a detenciones como a desapariciones forzadas, censura de los medios de comunicación y leyes de seguridad digital que tenían como objetivo la supresión de cualquier crítica al gobierno.

La caída de la ministra puede explicarse como producto de la convergencia de dos procesos. El primero es la lucha estudiantil contra al llamada Ley de Cupos. La Ley de Cupos, sancionada en 1972 tras la independencia de Pakistán e impulsada por el entonces líder de la Liga Awami, Sheik Mujibur Rahman, establecía un sistema de cupos para que los graduados universitarios accedan a trabajar al Estado que reservaba un determinado porcentaje a los familiares de los héroes de la guerra de liberación nacional. Se estima que entre 300 000 y un millón de personas murieron en la guerra de independencia de 1971.

En Bangladesh, no acceder a un trabajo en el Estado significa quedar descartado, ser lanzado a una vida como vendedor ambulante de comida, té o baratijas en las calles de las grandes ciudades o trabajar por menos de dos dólares en las plantaciones de té. No existe punto medio. O uno, o lo otro. Por tanto, de aquella fracción de jóvenes que tenían el privilegio de estudiar, solo una pequeñísima porción podía ver algún futuro más allá de la finalización de sus carreras.

A lo largo del tiempo, el porcentaje de los cupos establecidos por la ley de 1972 fue variando. Pero en 2018 se articuló un poderoso movimiento estudiantil cuyo objetivo era conseguir la derogación de la Ley de Cupos. En aquel momento, los estudiantes consiguieron que el Tribunal Supremo suspendiera la normativa por seis años. Ese lapso pasó, y en junio de 2024 la medida quedaba sin efecto, por lo que el sistema de cupos volvería a aplicarse. Durante todo julio, miles de estudiantes universitarios, en su mayoría mujeres, volvieron a las calles en protesta contra la Ley de Cupos. En un principio, el reclamo apuntaba contra la restricción que implica el sistema para los estudiantes que terminan sus estudios: de 400 000 graduados por año, el Estado otorga tan solo 3000 puestos en el servicio público, es decir, menos del 1%.

El segundo factor que concurrió a la crisis que terminó por derrocar a la primera ministra fue más subterráneo, pero también tuvo en su centro a los estudiantes. En sus acciones, reivindicaciones y protestas, varios sectores sociales —fundamentalmente de la clase trabajadora, tradicionalmente marginada de la política—, vieron la oportunidad de expresarse en el marco de un movimiento que no levantaba la bandera de ninguno de los partidos tradicionales. Los estudiantes lograron así transversalizar sus reclamos y captar la solidaridad de casi toda la sociedad civil: profesores, secundarios, trabajadores precarios, artistas, personalidades destacadas, etc.

Fueron largas semanas de universidades tomadas y bloqueos en las principales avenidas de las grandes ciudades como Dhaka o Chittagong, en donde viven decenas de millones de personas. El debate, por su parte, también fue creciendo; el modelo de país en el que devino Bangladesh desde su independencia, se puso cada vez más en discusión.

Aunque entre 1971 y 1975 Sheik Mujibur buscó impulsar un modelo basado en la industrialización, fue rápidamente depuesto por una seguidilla de gobiernos militares. Ataron al país a las cadenas globales de valor como productor de materias primas, abriendo las puertas al FMI y el Banco Mundial, desregulando las leyes laborales y destruyendo los sindicatos. Tras la dictadura militar de Ershad, la vuelta al sistema democrático electoral en 1990 estuvo marcada por la alternancia en el gobierno de los dos partidos más grandes: el Partido Nacionalista de Bangladesh y la Liga Awami. Desde entonces, las Fuerzas Armadas fueron un factor importante para mantener el equilibrio de poder.

Ninguno de esos dos partidos cambió la estructura económica del país. Las desigualdades sociales aumentaron y una pequeña porción de la población fue convertida en élite, a través del control de los bancos, las industrias textiles (principal fuente de exportaciones), la obra pública y el negocio inmobiliario.

El país de la desigualdad

La prensa internacional gusta destacar a Bangladesh como ejemplo de globalización y desarrollo: una economía que crecía al 6% anual, en donde aumentaban los ingresos y varios indicadores sociales mejoraban en términos relativos. Sin embargo, el 10% más rico acapara más del 41% de los ingresos totales, mientras que el 10% más pobre recibe apenas un poco más del 1%. Esto se puede ver caminando por las calles donde circulan camiones vendiendo arroz a bajo precio, que rápidamente se llenan de gente luchando por conseguir un puñado para alimentar a su familia. A pocas cuadras, un barrio cerrado de ricos. La misma desigualdad se vive en las carreteras, con choferes desnutridos de Rickshaw pedaleando por centavos junto a los autos de alta gama.

Los hospitales, abarrotados, transcurren sus días con interminables filas de personas en busca de atención. Los ríos contaminados por los desechos de la industria textil y el carbón como matriz energética son fuente permanente de enfermedades. Puede verse habitualmente gente revolviendo en las montañas de basura, amontonada en las calles, tratando de encontrar algo que comer.

Así, la protesta fue convirtiéndose en una verdadera rebelión de los perdedores de la globalización. Ante el temor a perder el control de la situación, Hasina confrontó a los estudiantes, denominándolos «terroristas» y razakars (término despectivo para referirse a los colaboradores de Pakistán en la guerra que cometieron crímenes atroces). También denunció que las manifestaciones no eran más que una jugada de los opositores del Partido Nacionalista de Bangladesh y del Jamat-al-Islamia (de orientación islámica).

Mientras se mostraba preocupada, envió a la policía antidisturbios, al Batallón de Policía Armada, a miembros del SWAT (Armas y Tácticas Especiales) y a la Guardia Fronteriza con toda su artillería a dispersar las protestas. Pero lo realmente impactante fue el uso de la Liga Chhatra, una agrupación estudiantil paramilitar con tradición de fuerza de choque para reprimir las movilizaciones.

Durante cinco días el gobierno cortó todas las comunicaciones e internet. También realizaron redadas nocturnas para encarcelar y atemorizar a los manifestantes, quienes luego denunciaron torturas. El saldo, según fuentes oficiales, fuer de 400 muertos. Pero en las calles se habla de muchos más, junto a miles de heridos y alrededor de once mil personas presas.

En respuesta a la represión gubernamental, los estudiantes llamaron a conformar un Movimiento de No Cooperación, bajo una sola consigna: la dimisión de Hasina. La multiplicación de los cortes de rutas y de calles volvieron imposible la circulación de mercancías textiles. Los puertos se bloquearon, provocando un cuello de botella en la cadena de suministro, lo que condujo a un paro total de la industria. Los empresarios denunciaron pérdidas por 58 millones de dólares en pocos días.

La ampliación del movimiento alcanzó a las obreras textiles, que fueron uniéndose a las huelgas y protestas. Las trabajadoras textiles de Bangladesh constituyen la principal posición estratégica del país: representan el 90 % de las exportaciones y la principal fuente de ingreso de divisas. Hace una década vienen protagonizando huelgas salvajes por condiciones laborales y mejoras salariales (en promedio, cobran setenta dólares mensuales); un importante ejercicio de lucha que fue desgastando la posición del gobierno, razón por la cual durante los últimos quince años fueron brutalmente reprimidas. Pero este 2024 no las encontró solas, y en la protesta general la suerte de Hasina fue echada.

Un nuevo capítulo

La nueva etapa que ahora indefectiblemente se abrirá, trae consigo no pocos interrogantes sobre el devenir político de Bangladesh. La juventud está exultante por lo que consideran un gran triunfo: «por fin en mi vida me siento libre, es nuestra segunda independencia», afirma Stir, estudiante de la Universidad de Jahangirnagar. «Todos estos años los vivimos como si esto fuera una dictadura», agrega. Durante el conflicto se formaron Comités de Lucha y Resistencia, organizados para combatir a la Liga Chhatra, protegerse de los secuestros de la policía y boicotear al gobierno en cada esquina. 

Durante una semana el vacío de poder se hizo notar. Mientras tanto, los estudiantes organizados lograron hacerse cargo de varias funciones públicas, como dirigir el tránsito o proteger los templos de las minorías religiosas (el 80% es musulmán y el 20% restante hindúes, budistas y cristianos, entre otros) y a los grupos étnicos que fueron atacados por grupos extremistas.

Los líderes del movimiento se reunieron con Waker-uz-Zaman, Jefe del Ejército, para discutir el gobierno de transición. Naturalmente, en la misma reunión participaron líderes de las cámaras empresariales para avanzar en un nuevo acuerdo. Los estudiantes plantearon allí que no aceptarían ningún gobierno militar y menos de los partidos opositores, como el BNP o Jamat al Islamia, presionando en cambio por un gobierno civil y legítimo.

El candidato propuesto fue Muhammad Yunus, Premio Nobel de Economía en 2006 e inventor de los microcréditos para las clases bajas. El principal objetivo de su candidatura es salvar todo lo posible del status quo bangladesí (es decir, mantener las mismas relaciones de explotación que condujeron a la situación política hasta este punto). Según Abdul Akter, estudiante de la universidad de Dhaka, Yunus «es una persona que tiene el apoyo de Estados Unidos y los liberales del país». El pasado jueves 8 de agosto, luego de arribar desde París, Yunus tomó posesión del gobierno.

Por el momento, Yunus es aceptado y respetado. Propuesto por el Ejército, su objetivo inicial era frenar las protestas y poner paños fríos al conflicto. Se trata de un candidato de consenso entre diversas partes. La falta de figuras dentro del liderazgo estudiantil dejó en manos de la misma élite la tarea de proponer al nuevo jefe de Estado. Este deberá lidiar con una inflación creciente y una deuda externa que en diciembre de 2023 trepó a su máximo histórico: 100,6 mil millones de dólares. Además, deberá continuar recibiendo refugiados de la etnia rohingya provenientes de la persecución en Myanmar, en Bangladesh ya hay casi un millón.

Por otro lado, como advierte la investigadora Naomi Hossein, del Departamento de Estudios de Desarrollo de la SOAS University of London, los sectores más importantes del país —las trabajadoras de la industria textil— no están representados en el gobierno provisional; circunstancia que responde a la fragmentación sindical y las dificultades que han encontrado los sindicatos para trasponer el ámbito reivindicativo gremial y hacer pie en la política general. Como explica la experta,

las trabajadoras de la industria textil llevan décadas luchando por la democracia y la libertad de asociación en Bangladesh. Los sindicatos han sido prohibidos o criminalizados con el objetivo de que los trabajadores puedan seguir siendo tratados como mano de obra barata. Sé a ciencia cierta que muchas de las aproximadamente 4 millones de trabajadoras textiles de Bangladesh salieron a apoyar el movimiento por la democracia. Son quienes más tienen para ganar. No creo que los sindicatos o los partidos políticos de la oposición hayan salido a la palestra formalmente (puede que me equivoque), pero los individuos involucrados eran activos en el movimiento, que por supuesto estaba liderado por estudiantes.

El panorama es aún incierto para Bangladesh. En los últimos días, el mayor partido de la oposición ha intentado, sin éxito, robar la dirección del movimiento. Sin embargo, el BNP aún mantiene una enorme influencia y miles de seguidores, como pudo verse en la manifestación más reciente. Su principal líder, Khaleda Zia, fue liberada este martes tras seis años de prisión por cargos de corrupción. Desde 1990, Zia se convirtió en la archirrival de Hasina en la disputa por el poder, alternando entre ambas la dirección del país.

Así es que la calma y la victoria están todavía lejos y aún hay razones para preocuparse. Para evitar lo que hubiese sido un verdadero baño de sangre, los militares fallaron a favor de las masas, como lo hicieron también entre 2007 y 2008. Aunque, si bien se pronunciaron a favor del pueblo (pese a haber sido sus represores días atrás), todo indica que no tolerarán ninguna reforma estructural.

¿Qué sigue? Es probable que en unos meses se llame a nuevas elecciones para que asuma un gobierno civil electo, lo que supondrá una nueva carrera y tensiones entre los grandes partidos organizados. Esto puede significar un regreso al pasado; aquí reside el principal problema del movimiento que derrocó a Hasina: aún no ofreció una visión clara del futuro, más allá de los llamados a un «nuevo tipo de acuerdo político». Todas las energías y la determinación del movimiento popular pueden disiparse si no logra una organización política sostenida en el tiempo, como representación alternativa a los partidos tradicionales.

Más allá de todo, la irrupción independiente de un sujeto político que logró derribar a un gobierno casi vitalicio es sin duda un dato más que alentador. El derrocamiento de la dama de hierro se produjo a manos de una fuerza inédita en la historia de Bangladesh: un movimiento de masas sin afiliación partidaria, con capacidad de modificar las relaciones de fuerza entre las clases del país. Que un movimiento basado en el poder popular haya podido acabar con una autócrata virtualmente indestructible debe ser una inspiración para todos. Pero no se puede perder de vista que la incertidumbre es enorme y los desafíos inconmensurables.

La batalla no está ganada y hay motivos de sobra para preocuparse (y ocuparse) por el porvenir. Sin embargo, hoy, las calles bangladesíes celebran el comienzo de una nueva era y colman de esperanza a jóvenes de todo el mundo.

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