El artículo que sigue forma parte de un dossier dedicado a Colombia que impulsamos desde Jacobin en el marco de la consulta popular impulsada por el gobierno del Pacto Histórico.

Colombia tiene la particularidad de ir a contramano de la historia política de la región. Mientras la mayoría de los países latinoamericanos sufrían dictaduras cívico-militares, el discurso oficial colombiano se jactaba de no haber interrumpido su Estado de derecho. Algo similar ocurrió a comienzos del siglo XXI: mientras varios países enfrentaban profundas crisis económicas acompañadas por revueltas populares bajo la consigna «¡Que se vayan todos!», la élite colombiana celebraba el supuesto éxito de su modelo económico. Ejemplos como estos abundan en su mitología nacional: un relato diseñado para aislar a Colombia de América Latina y presentarla como el motor económico-militar del continente. Sin embargo, al examinar ese relato con ojo crítico, la trama comienza a deshilacharse. Millones de desplazamientos forzados, cientos de miles de personas desaparecidas, miles de asesinatos sistemáticos perpetrados por fuerzas militares y paramilitares, y cientos de fosas comunes repartidas por todo el país son solo algunos de los datos escandalosos que el discurso oficial ha intentado ocultar durante décadas.
El triunfo del Pacto Histórico vino a ponerle un freno de mano a la brutal embestida neoliberal y autoritaria contra el pueblo colombiano. Por primera vez en la historia republicana, una fuerza popular logró ganar las elecciones y acceder al poder del Estado. Es también la primera vez que ese acumulado histórico —sostenido contra viento y marea por las resistencias negra, indígena, campesina y popular— alcanza el gobierno en uno de los países más violentos de la región. Esta conquista evidenció que el mito de prosperidad nacional no era más que una mitología oligárquica, construida para encubrir el rostro fascista de un proyecto de nación edificado sobre la base de un único enemigo interior: el pueblo colombiano.
Por eso, aunque hoy el avance de las extremas derechas regionales suele percibirse como un fenómeno inédito, valdría la pena preguntarse desde cuándo este monstruo fascista nos viene respirando en la nuca.
Cuando miramos de cerca las estrategias que implementan gobiernos como el de Javier Milei en Argentina, Nayib Bukele en El Salvador o Daniel Novoa en Ecuador, nos damos cuenta que expresan aires de familia con el experimento colombiano inaugurado por Álvaro Uribe Vélez con su famoso proyeco de seguridad democrática (2002-2010). Inspirado, todo hay que decirlo, en el estatuto de seguridad (1978-1982) de Julio César Turbay. Para entender mejor estas conexiones entre viejos y nuevos fascismos resulta necesario, entonces, dar un paso atrás en la historia y tirar de uno de los hilos más opacos del continente: el Plan Cóndor.
Las dos caras del Plan Cóndor
Por lo general, suele analizarse el papel que desempeñó esta operación en la configuración de las dictaduras cívico-militares del Cono Sur. Sabemos que se trató de una estrategia —fraguada con la participación activa de la CIA y el Mosad— orientada a eliminar de raíz cualquier atisbo revolucionario con vocación popular que pudiera obstaculizar el control irrestricto del capital y los territorios por parte de las oligarquías locales.
Lo que no suele mencionarse, sin embargo, es que esta operación adquirió un rostro diferente en países fuera del Cono Sur. Tal es el caso de Colombia, en donde no hizo falta un golpe de Estado para instaurar el neoliberalismo. Allí, el Plan Cóndor se reconfiguró en torno a tres ejes específicos. El primero —en contraste con la experiencia del Cono Sur— fue la continuidad de la democracia formal y el Estado de derecho. El segundo, vinculado a las particularidades de la formación social colombiana, consistió en el diseño de una burocracia estatal-democrática profundamente atravesada por el crimen organizado, hasta el punto de superponer política y narcotráfico. El tercero, más cercano a la lógica de las dictaduras cívico-militares del Cono Sur, fue la construcción de un «enemigo interno» concentrado en la figura del guerrillero.
Entre los años 1980 y 1990, la oligarquía colombiana fue incluso más allá y puso en marcha el autodenominado «Baile rojo», plan que consistió en el exterminio de uno de los partidos políticos más audaces en su concepción de la democracia: la Unión Patriótica. Como resultado, dos candidatos presidenciales, nueve congresistas, setenta concejales, decenas de diputados, alcaldes, dirigentes de juntas comunales, líderes sindicales y miles de militantes de base fueron asesinados o forzados a partir al exilio.
Es decir, en medio de la fiesta democrática global, el Estado colombiano persiguió, masacró y erradicó a una fuerza política entera por representar una amenaza real al orden dominante.
Una vez eliminada la oposición, el siguiente paso fue adosar a la figura del «guerrillero» la del «narcotraficante», estableciendo una continuidad absoluta entre ambas bajo el nuevo mote de «terrorista». Tal maniobra dio por resultado una contradictorio doble conciencia social, dado que los ingenieros en las sombras de la estructura narcoestatal eran, al mismo tiempo, sus más fervientes opositores en el discurso público.
Así, el esquizoide vínculo entre terrorismo de Estado y democracia formal no se experimentó en Colombia como una dicotomía —como sí sucedió en el Cono Sur—, sino como parte de un continuum.Para la oligarquía colombiana, tal estrategia tenía la ventaja de permitirle jactarse de combatir el crimen organizado desde el Estado a través de una «democracia ininterrumpida» y, al mismo tiempo, emplear los recursos de la violencia estatal y parapolicial empleados por los gobiernos de facto.
Ahora bien ¿por qué nos interesa resaltar esta cara oculta del Plan Cóndor experimentado en países como Colombia? La respuesta es muy sencilla. Las dictaduras cívico-militares del Cono Sur concluyeron su papel en la historia pero el modelo narcoestatal diseñado para Colombia está en pleno auge dentro de la región.
Esto se puede observar muy bien si tomamos, por ejemplo, la tensión regional alrededor del genocidio cometido por el Estado de Israel en Palestina. Mientras el presidente de Colombia, Gustavo Petro, tomó la decisión de romper vínculos con el Mosad y el Estado de Israel, el presidente argentino Javier Milei, en cambio, no hizo más que estrecharlos, mediante variopintas acciones que van desde una mediática conversión al judaísmo hasta alineamientos geopolíticos temerarios.
Recordemos que pocos meses atrás, Gustavo Petro había descubierto un acuerdo secreto e ilegal entre el Estado de Israel y el gobierno de extrema derecha de Iván Duque (discípulo y versión bastante devaluada de Álvaro Uribe) para la compra del software Pegasus. Este software es promocionado por el Estado de Israel como un desarrollo tecnológico para combatir el terrorismo, pero lo cierto es que suele ser usado por los Estados autoritarios para el espionaje y la vigilancia ilegal de líderes políticos, militantes y periodistas opositores.
No es casualidad que por la misma época en que este escándalo adquiría carácter público en Colombia, Javier Milei anunciaba la firma de un memorándum de entendimiento con Israel para «combatir el terrorismo y las dictaduras» y aprobaba un decreto para que las Fuerzas Armadas vuelvan a «intervenir en asuntos de seguridad interior». Esta es otra conexión entre las «nuevas derechas» y el más añejo «fascismo tropical» colombiano: la estrategia de emplear la «guerra contra el narcotráfico» o contra el «crimen organizado» como brazo oculto para consolidar el poder oligárquico, neutralizar la politización social y proscribir de facto a movimientos sociales y partidos políticos contestatarios.
Cuando, bajo el pretexto de combatir el «narcotráfico», las organizaciones sociales son perseguidas y las iniciativas populares de cooperación son obstaculizadas, el territorio, los barrios populares, quedan a merced del crimen organizado, el tejido social se erosiona, los vínculos de solidaridad y articulación política se quiebran y se allana el camino para la futura expropiación de los recursos naturales y la «tokenización» de nuestros países. Ese, y no la «guerra contra el narco», es el objetivo de fondo de este tipo de políticas.
El lado A de la historia: auge y derrumbe del «mundo libre»
Para comprender la articulación entre la persecución del enemigo interno, la expansión del crimen organizado y la consolidación de una democracia de libre mercado, es necesario atender —en clave global— a la trama narrativa que le dio sustento: el relato del «mundo libre».
En Las nuevas caras de la derecha, el pensador italiano Enzo Traverso ofrece algunas claves fundamentales para entender las transformaciones recientes del campo reaccionario. Me voy a permitir aquí una lectura algo laxa de sus tesis, en la medida en que su núcleo resulta útil para señalar el punto que me interesa.
Traverso recuerda que, durante el período de entreguerras, existía una frontera clara entre dos modelos de sociedad: el fascismo y el antifascismo. Esta dicotomía, construida por la resistencia republicana y comunista, fue sin embargo rápidamente eclipsada tras la Segunda Guerra Mundial. La configuración del nuevo orden global exigía desplazar esa frontera y erigir una nueva oposición, en la que los legados marxistas, socialistas y emancipatorios del Tercer Mundo quedaban ahora ubicados en el «lado equivocado» de la historia.
La oposición fascismo vs. antifascismo fue reemplazada por otra: la que enfrentaba a la política y la economía. Más precisamente, entre un “autoritarismo” politizado, ideologizado y anacrónico, y un supuesto «mundo libre» apolítico, desideologizado y eficiente. Pero esta nueva frontera no era solo política, sino también temporal. Y aquí añado una capa a la tesis de Traverso: la politización —asociada a la izquierda— quedaba identificada con el pasado y el fracaso, mientras que la tecnocracia neoliberal era proyectada como la encarnación del futuro y del progreso.
Nacía así el gran proyecto ideológico del siglo: la democracia de libre mercado como utopía despolitizada y destino ineluctable.
Esta nueva frontera trazó un horizonte de sentido liderado por los Estados Unidos y legitimado por los principales gobiernos de Europa occidental. Su intervención en la historia operó en dos direcciones. Por un lado, sirvió para mantener a raya cualquier proyecto emancipador, ya surgiera en el corazón del entramado occidental o en las llamadas “periferias” del mundo. Por otro, impuso una relectura del pasado: es decir, estableció cómo debía interpretarse el período que va desde fines del siglo XIX hasta mediados del siglo XX.
No resulta casual que, en paralelo con este intento de despolitizar el pasado, comenzara a instalarse —desde ciertos sectores de la academia metropolitana y de élite— la idea de que habíamos alcanzado el «fin de la historia». Una tesis que no solo proclamaba el agotamiento de los grandes relatos modernistas, sino que sugería una transformación antropológica del sujeto humano: el paso de lo político a lo posthistórico, del universalismo humanista al repliegue tecnocrático y la reivindicación de las minorías.
Esta inteligencia académica —autopercibida como antiacademicista— terminó por hegemonizar la narrativa según la cual los procesos guiados por proyectos socialistas o populistas estaban atrapados en metafísicas universalistas e identitarias, consideradas obsoletas y, en sus extremos, cercanas al fascismo. Esta crítica coincidió con el viraje hacia posiciones intelectuales particularistas, antiestatales, autonomistas y marcadamente alérgicas a toda tentativa de repensar el problema del Estado y de lo universal como herramientas posibles para la transformación colectiva de la humanidad.
Más aún, la intelectualidad del nuevo orden mundial se bifurcó. Por un lado, una inteligencia centrista, orientada a construir marcos teóricos que situaran a la democracia de libre mercado como el único horizonte legítimo, instalando las retóricas del consenso, las libertades de carácter estrictamente individual y la primacía del consumo como forma de ciudadanía. Por otro lado, emergió una nueva sensibilidad de izquierda que, en su búsqueda de una brújula fuera de los grandes movimientos de masas del siglo XX, quedó atrapada en una fascinación por el giro hacia los particularismos, las ancestralidades y las luchas minoritarias organizadas en compartimentos estancos.
Así, muchos teóricos de izquierda se transformaron en revolucionarios boutique, capaces de producir ruido solo dentro del mercado de las ideas. Para esta nueva sensibilidad, las luchas universalistas del Tercer Mundo —que buscaron articular raza, clase y género como parte de un horizonte emancipador común— pasaron a ser vistas como un vestigio del pasado, una vieja reliquia de la modernidad militante.
De modo que, además del estigma impuesto por el relato hegemónico del «mundo libre», los procesos políticos latinoamericanos con vocación universalista, soberana y emancipadora sufrieron también un revés en el ámbito académico. Las corrientes teóricas más influyentes de la inteligencia del norte global decidieron soltarles la mano y volcarse a experimentaciones minoritarias. De allí surgió, en parte, el entusiasmo criollo posobrerista, posmoderno y autonomista con consignas como «que se vayan todos» y, más tarde, la desilusión frente a los procesos estatales de corte populista y bolivariano.
Otro aspecto no abordado directamente por Traverso, pero que puede explorarse a partir de este mismo trazo explicativo, es la configuración de un universo de estados de ánimo vinculados al éxito simbólico del mundo libre. Estas cadenas anímicas han moldeado los contornos de la realidad contemporánea no solo en lo social, político y económico, sino también en los planos simbólico, estético y académico, hasta impregnar todo tipo de sensibilidades. Lo más significativo es que han operado como una fuerza espiritual orientada a controlar la experiencia de la temporalidad. El mayor logro del ethos del «mundo libre» ha sido, en última instancia, imponer un régimen temporal: situar a Europa occidental y a Estados Unidos como centros gravitacionales de la temporalidad neoliberal, relegando al resto de los bloques regionales a una experiencia subordinada y dependiente de estos centros productores.
Lugares como América Latina no solo fueron forzados a identificarse con el atraso, sino que vieron desmantelados sus proyectos de producción económica, política, cultural y, sobre todo, simbólica, concebidos como ejercicios de soberanía e integración local, nacional y regional. Sin embargo, la posibilidad de experimentar el tiempo humano de otro modo —aniquilada en nuestra región por el Plan Cóndor— volvió a abrirse con el laboratorio bolivariano del siglo XXI, cifrado en los nombres del populismo y el socialismo del siglo XXI.
Es decir, el ciclo de gobiernos populares latinoamericanos interrumpió las dos tramas narrativas —de izquierda y de derecha— que se enlazaban con la temporalidad del «mundo libre». Por un lado, quebró la identificación inmediata entre democracia y libre mercado, arrojó una lanza hacia el pasado para reescribir la historia desde otro lugar y sacudió a la inteligencia progresista de su consuelo metafísico particularista y exotizante. Por otro, devolvió al centro de la escena política la organización de las masas populares y su vocación por reconectar el significante democrático con proyectos emancipadores de carácter universal. O, dicho de otro modo: desarmó la narrativa que ataba, por un lado, la comprensión tecnocrática y particularista de la democracia con el porvenir, y, por el otro, los procesos emancipatorios de masas con el fracaso totalitario del pasado.
El lado B de la historia: El ascenso del fascismo libertario
Nos interesa subrayar que, si bien la distinción propuesta por Traverso entre autoritarismo y «mundo libre» resulta esclarecedora para comprender el entramado económico-político que ha sostenido el orden mundial contemporáneo en Occidente, también creemos que no alcanza a captar del todo la mutación que estamos presenciando en la actualidad. Hoy, el fascismo se reactiva en nuestra región desde el corazón mismo del ethos del «mundo libre», democrático, provocando un realineamiento en el clivaje tradicional con que se había organizado el mundo occidental.
En esta tercera década del siglo XXI, paradójicamente, los principales exponentes de la ultraderecha promueven un nuevo experimento fascista libertario desde las cenizas del relato de la democracia del libre mercado. Pero este no es un ensayo inédito, sino que está amasado con ingredientes de larga data en la región, provenientes de ese «fascismo tropical» colombiano. Dicho de otra manera, son los sedimentos de aquella otra cara del Plan Cóndor los que entran en juego ahora para dar forma al nuevo ethos posdemocrático regional.
O, para decirlo de otra manera, son los sedimentos de ese lado B del Plan Cóndor los que están moldeando el nuevo ethos postdemocrático regional. Tener presente esto ayuda a entender cómo el poder imperial, aunado desde la CIA, la DEA y el Mosad (en complicidad con las oligarquías locales) ensayan a pequeña escala modelos de gobernanza mundial que luego replicarán a gran escala en diferentes países del mundo. Pero, al mismo tiempo, nos ayuda a descifrar cómo Colombia, país piloto de este experimento fascista, logró darle un revés a este esquema de dominación imperial.
La dicotomía «mundo libre» vs. autoritarismo se ha vuelto obsoleta porque omite hasta qué punto estas nuevas ultraderechas de tintes fascistas son deudoras de los mismos valores que hasta ahora promovía el «mundo libre». Sin ir más lejos, son los principales defensores del mundo libre, esos mismos que dicen aborrecer a los líderes de extrema derecha, quienes avalan el genocidio en Palestina como un lucha antisemita en nombre de la libertad del pueblo judío. Instrumentalizan al pueblo judio como una operación de dominio imperial. Estamos frente a una forma de autoritarismo sofisticado, que no se presenta como negación de la libertad —como en las dictaduras o los fascismos clásicos— sino que se apropia del significante «libertad» hasta hacerlo coincidir con nuevas formas de persecución, exclusión y control.
Porque, ¿no ha sido la inconfesada ideología del «mundo libre», supuestamente antifascista, la responsable de convertir la libertad de no interferencia en una forma de exclusión y privilegio? Si el orden mundial de mediados del siglo XX se había caracterizado por asediar el principio de igualdad democrática para sacrificarlo en el altar de la libertad, esta nueva configuración del orden mundial parece redoblar la apuesta y sacrificar la propia democracia en nombre de una supuesta auténtica libertad. Este es el secreto compartido entre los defensores de un mundo libre en ruinas y los líderes emergentes de la extrema derecha. Solo que estos últimos tomaron la decisión de ajustar las tuercas de esta noción de libertad hasta despojarla completamente de cualquier elemento democratizante del orden anterior.
Claves para la emancipación latinoamericana
Si nos fijamos en las actitudes de varios líderes de la extrema derecha actual encontramos algo paradójico. Por un lado, sus discursos aparecen envueltos de una retórica parresiasta, que genera el efecto de estar expresando «verdades como puño». Las alocuciones habituales de Donald Trump, Javier Milei o Nayib Bukele comparten una dimensión performativa pensada para generar la sensación de que, por fin, se está diciendo una verdad: «los migrantes le quitan el trabajo a los americanos», «la dolarización es la solución definitiva para la economía argentina», etc. Esta dimensión performativa genera una ilusión de verdad cruda, incuestionable, que habilita formas renovadas de autoritarismo bajo la máscara de la sinceridad.
Sin embargo, este curioso pacto de verdad está desintegrando la antigua triangulación entre afectos, audacia y uso público de la razón. Esta forma de construir la verdad atenta contra la posibilidad misma del debate político, ya que cualquier intento de razonar es atacado emocionalmente como una amenaza a esa verdad. En definitiva, se trata de una práctica discursiva que prescinde de la relación entre pensar, decir y hacer, al punto de generar un efecto de verdad en lo discursivo que oculte el hecho de que no se piensa hacer lo que se está diciendo. No es que «la verdad» esté rota (siempre está rota); lo que se resquebraja es la verdad que habíamos construido hasta ahora.
Desde el ángulo de visión del pacto representacional y público de la verdad, observarnos que las extremas derechas hacen un uso mentiroso de las redes sociales mediante las fake news y la emisión de múltiples mensajes contradictorios a la vez. Pero si observamos con un poco más de detalle, lo que aparece no es solo una estrategia de desinformación, sino un tratamiento inédito de los estados de ánimo que produce efectos de verdad inesperados. Es decir, se generan disposiciones afectivas que reconfiguran la experiencia cotidiana del tiempo. Las nuevas derechas activan con destreza técnicas fascistas tradicionales —el pastiche, la yuxtaposición, la sobrecarga simbólica—, pero su verdadera novedad radica en algo más profundo: están desintegrando el sentido clásico de la temporalidad como duración. O, dicho de otro modo, se está desintegrando el sentido de la persistencia en las cosas y, en su defecto, se sustituye por una compulsión a la novedad que termina por parecerse a los movimientos fluctuantes del capital financiero.
Frente a la crisis de la temporalidad del «mundo libre», por un lado, y al nuevo poder temporal articulado por las extremas derechas globales, por el otro, las experiencias de gobiernos populares en América Latina cargan con una responsabilidad histórica: la de reconstruir una experiencia del tiempo humano que preserve el vínculo entre temporalidad y duración. Una temporalidad no colonizada por el vértigo del capital ni disuelta en los efectos espectrales del pastiche y la yuxtaposición, sino abigarrada, sedimentada en la historia concreta de nuestras luchas.
Eso es precisamente lo que han intentado, con sus contradicciones y límites, los dos ciclos progresistas latinoamericanos: recuperar los movimientos de masas y construir instituciones orientadas a la reproducción de la vida. Por eso no hay que perder de vista que, así como las oligarquías locales y globales utilizan nuestros países como laboratorios de experimentación posdemocrática al servicio del capital financiero, nuestros pueblos también han sabido levantar laboratorios políticos emancipatorios. Colombia es, en ese sentido, un ejemplo paradigmático.
Gracias al triunfo del Pacto Histórico, el país logró interrumpir la deriva fascista que hoy recorre buena parte del continente. Colombia vuelve a ir a contramano de la historia. Solo que, a diferencia de otros momentos en los que esa contramarcha nos hundía en la violencia más brutal, esta vez ofrece destellos de esperanza en medio del derrumbe globalista. Por eso, observar de cerca su experiencia no solo puede ayudarnos a comprender el ascenso del fascismo libertario, sino también a vislumbrar las claves necesarias para enfrentarlo y derrotarlo.