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Recolección de hoja de coca. (Wikimedia Commons)

En los límites de la política

La iniciativa tomada por el gobierno colombiano para transformar y/o abolir el prohibicionismo y dejar atrás la política de limpieza cívico-militar-clerical que caracterizó a la llamada «guerra contra las drogas», constituye un punto de inflexión histórico.

Serie: Dossier Colombia

El artículo que sigue forma parte de un dossier dedicado a Colombia que coordinamos desde Jacobin en el marco de la consulta popular impulsada por el gobierno del Pacto Histórico.

En mi libro Si Latinoamérica gobernase al mundo (2010), propuse que la historia del sentido histórico y la identidad de los Estados Unidos se había forjado de cara al sur. Y, al tiempo, que Latinoamérica no solo llevaba en sus historias y conflictos la traza del impacto que en ella había producido la emergencia del coloso del norte sino que también le mostraba a este una imagen posible de su propio futuro. Al invertir de esta manera la imagen lineal del desarrollo histórico sugería que una suerte de historia oculta del mundo moderno resulta evidente al entrelazar las trayectorias del norte y sur de las Américas. Además, dicho entrelazamiento permite observar la cercanía cada vez mayor entre ambas partes del hemisferio, por razones geopolíticas y etno-culturales, como un proceso que ha puesto en movimiento fuerzas cuyo choque y volatilidad constituyen el teatro donde se hacen visibles los conflictos presentes y venideros del siglo veintiuno. Este choque nos empuja a los límites de la política. En la práctica y como práctica intelectual.

Mi argumento era pionero. Quizás por ello fue considerado en aquel entonces «contraintuitivo».  Sin embargo, ha sido confirmado en época reciente. No solo por autores norteamericanos que lo han hecho suyo al elaborarlo en sus propias investigaciones —como en el caso de America, América del historiador Greg Grandin— sino también por los hechos noticiosos recientes. ¿Quién puede negar la inspiración Latinoamericana de Donald Trump al ver la foto del reciente encuentro entre Bukele y Trump en la Casa Blanca o al examinar las «justificaciones» de los aranceles impuestos por esta a sus socios comerciales norteamericanos?

Esto último nos interesa. No se tata solamente de la posible inspiración de Trump en los «hombres fuertes» del pasado reciente latinoamericano —Uribe Vélez, Bolsonaro, Milei, el propio Bukele— sino también, de forma más contundente y significativa, del impacto en reverso de la mentalidad de autodefensa que desde tiempos coloniales ha caracterizado a la gubernamentalidad latinoamericana, a la violencia que dicha mentalidad justifica y a su continuidad histórica a pesar de la discontinuidad liberal-republicana. Esta violencia continua es aparente en dos fenómenos profundamente entrelazados en las Américas: el racismo (proveniente de la conquista y esclavitud) y la guerra de limpieza dirigida contra elementos percibidos como impuros o contaminantes, humanos y no humanos. Desde plantas —como la marihuana y la coca, entre otras— hasta los indígenas campesinos (u otras poblaciones racializadas) y su medio ambiente.

Por ello, la iniciativa tomada por el gobierno colombiano de izquierda para transformar y/o abolir el prohibicionismo como policía global de limpieza cívico-militar-clerical constituye un punto de inflexión histórica. En marzo del 2025, la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas en Viena hizo suya una resolución colombiana en este sentido, con el apoyo de la mayoría de los países presentes y solo tres votos en contra. Asegurar su posterior desarrollo y cumplimiento no será fácil. Pero hace tan solo unos años era impensable encontrar tal nivel de escucha y aceptación más o menos universal. Casi tanto como el que un gobierno colombiano enfrentase con madurez intelectual e independencia la posición corriente de su par estadounidense, arriesgándose a la ira de este, la descertificación y el retiro de su «apoyo» militar-financiero.

Es un gesto revolucionario. De una parte, porque solo cabe entenderlo en el contexto de una disyunción creciente, a nivel mundial, encarnada en los BRICS+ y un grupo de países y pueblos que, a la vista de lo que sucede en Gaza (también en Sudán, el resto de África, la frontera este de Europa y Haití), hartos del intervencionismo-en-esteroides militar y financiero de los últimos años, y atentos a la profunda división interna (y externa) causada por la deriva autoritaria de los EE.UU., se encuentran en proceso de reinventar el tricontinentalismo y el llamado a un nuevo orden internacional de los años 60 y 70 del siglo pasado o a inventar uno nuevo a partir de las lecciones de la «marea rosa» de los tempranos 2000.

De la otra, porque no solo se trata de un mensaje poderoso para el resto del mundo sino también para un sector considerable dentro de los mismos EE.UU.: la violencia proyectada hacia afuera —véasela como «periferia» o «patio trasero»— termina regresando a casa. Si estos sectores estadounidenses quieren evitar que la violencia que se ha volcado sobre el resto de las Américas termine ahogándolos, no cabe otra alternativa que aliarse con sus sectores más progresistas, aprender de sus experiencias y reorientar esfuerzos en común para reformar el encuadre prohibicionista y abolir la mentalidad defensivista de las prácticas gubernamentales. Algo así como atravesar juntos la modernidad, caminando hacia atrás mientras semira hacia adelante, para observar desde una posición mejor a los enemigos y vislumbrar un nuevo día más allá de la apoteosis de la guerra.

Como se sabe, el origen próximo de la llamada guerra contra las drogas puede encontrarse en la administración Nixon de los EE.UU., al final de un arco narrativo cuya trayectoria prohibicionista en las leyes y relaciones internacionales puede extenderse desde, al menos, la Conferencia de 1909 de la Comisión del Opio de Shanghai. Pero deberíamos prestar más atención al hecho de que esta guerra contra las drogas es el único caso en el que un conjunto de normas de derecho nacional e internacional moderno regula la biodiversidad desde una perspectiva puramente moralista y teológica. Se la hace explicita en la Convención Única de 1961 cuando el prohibicionismo declara una guerra de exterminio y erradicación contra la «maldad» de ciertos elementos, plantas, medios ambientes y formas simbólico-culturales, desatando así una ola de violencia sin par sobre la vida vegetal y las comunidades que se han formado históricamente alrededor de esa vida. Ello revela como desde la era colonial, cuando las drogas se usaron como medio para que las potencias coloniales occidentales desequilibraran en su favor el gobierno y el comercio internacional adquiriendo poder soberano en el Sur y el Este Global, construyéndose de esta manera a sí mismas como estados-derecho con potestad global, hasta la era de la llamada independencia poscolonial, cuando el control sobre el comercio rentable de drogas se pierde ante el «empoderamiento de las organizaciones mafiosas», el objetivo ha sido exterminar y sujetar mediante la violencia lo que no puede ser controlado.

El prohibicionismo se relaciona, por un lado, con la experiencia formativa de un grupo clerical-militar, origen del Estado y sus gobiernos, que al atravesar el período de incompleta secularización de nuestras vidas responde con fortaleza. Es decir, como lo sugiere la ambigüedad de ese término en castellano, desplegando un dispositivo militar promovido desde un centro imperial como un sistema técnico de defensa, imaginado perimetral, relativo a un estado de guerra permanente o «de sitio», que se percibe como espacio asediado por todas partes de enemigos o amenazas indeterminados e innumerables y necesitado de conservar, asegurar, y/o restaurar sus límites y fronteras. Del otro lado, y al mismo tiempo, la percepción de la fortaleza como virtud moral-cívico-militar o «espiritual» —algo muy diferente a la virtud del coraje plebeyo y la visión secular de la esperanza— implica desplegar modos de construcción de la subjetividad que llaman a los propios sujetos que viven bajo el ordenamiento de la política de la seguridad y la conservación a cultivar tal espiritualidad.

No será por coincidencia si esta descripción del binomio prohibicionismo-fortaleza le resulta familiar a quienes se preguntan por el origen de las aparentes inconsistencias en la retórica e ideología de alguien como Trump y su eficacia persuasiva a pesar de dichas contradicciones. Estamos frente a una formación psico-histórica, una mentalidad cuyo esquema limita y enmarca las formas de sentir, percibir y afectar lo político.

Dicha mentalidad de guerra, acompañada de una moral y una técnica, habría hecho posible el manejo de la centralidad europea, ahora global, tras el fortuito encuentro de 1492. Para el siglo XVII, dicho sistema técnico-defensivo había sido exaltado en la segunda escolástica y el cartesianismo a principio regulador del gobierno de sí-mismo y de otros y, como tal, elevado a la categoría de un horizonte estable de la identidad individual y de un espacio-tiempo geometrizado, visto como vacío y homogéneo y, por lo tanto, apropiable y controlable. Este es el principio que sirve de supuesto a las nociones de «terra nullius» comunes tanto al derecho internacional y el liberalismo económico clásico del XVIII y XIX como a la geografía, la antropología y la jurisprudencia kantianas. Incluyendo las diversas versiones de la «guerra justa» en el «afuera» para sostener la paz, la grandeza y riqueza «interior». Es esta amalgama de segunda escolástica (Vitoria + Molina – Las Casas y de Jaca & Moirans) y liberalismo (Smith + Hume + Locke) a la que habrían atendido James Brown Scott y Elihu Root a la hora de construir una «cultura popular de derecho internacional» para las Americas que, desde los EE.UU., permitió darle una nueva vuelta de tuerca a la trayectoria revolucionaria y anti-colonial —ya visible en la innoble historia de la Doctrina Monroe— hacia la justificación de lo que puede llamarse, con Daniel Immerwahr, un «imperio oculto» bajo su control.

La última encarnación de ese imperialismo «oculto» es la guerra contra las drogas. Por ello no es coincidencia que, al justificar los aranceles sancionatorios y amenazas intervencionistas contra México, Canadá y Colombia, entre otros, Trump acuda precisamente al tópico de las drogas y la restauración de los límites fronterizos (incluyendo una posible re-toma de Panamá). Desde su declaración formal por Richard Nixon, la guerra contra las drogas ha buscado subyugar tanto a sujetos poscoloniales —las naciones recién establecidas o en proceso de reconstituirse a partir de procesos revolucionarios (como México y Colombia), emergentes como sujetos jurídico-políticos internacionales en trance de transformar su «igualdad» formal en independencia económica y cultural, y sus poblaciones subalternas continuamente racializadas— como a las plantas, la diversidad cultural y cada medio ambiente.

En última instancia, los giros del siglo XX en la guerra contra las drogas nos proporcionan una imagen ejemplar de la relación entre la violencia colonial/racial y la ambiental, mostrando cómo un discurso y mentalidad compartida de ordenamiento ex ante subtiende las guerras contemporáneas contra la vida vegetal y las guerras contra los cuerpos subalternos. En este contexto, resulta claro que, si la reforma de la política de drogas ha de garantizar que la violencia actual de la guerra no se repita en una nueva forma, un mero cambio jurídico-formal no será suficiente. La historia de la guerra contra las drogas y el prohibicionismo muestran que más o «mejores» leyes corren el riesgo de convertirse en otro giro en una historia de opresión colonial y orden global extractivista.

Más bien, será necesaria una reconfiguración amplia de la política y de nuestra concepción de la violencia que en sus límites categoriza a los sujetos como humanos o no humanos, tanto en términos de sujetos racializados como de sujetos naturalizados. En este sentido, el liderazgo colombiano en esta materia corresponde no solo y no tanto a una reformulación de las formas jurídicas sino al desarrollo de una filosofía del nosotros y la diplomacia de humanos/no humanos que aprende de, y reconfigura, la trayectoria histórica de las comunidades afro-indígenas de las Américas. Pues resulta fundamental el ejercicio de crear espacios comunes entre las formas políticas, económicas y jurídicas de la paz y los principios de las culturas vivas de las Américas. Ello para garantizar que la violencia que se perpetúa continuamente contra estos sujetos en la historia moderna no se repita de forma pasiva y mimética.

Al reconfigurar la historia moderna de esta forma, invirtiendo los liderazgos de las Américas a la manera benjaminiana de una imagen dialéctica en fuga, la historia mundial toda se transforma, tanto su impacto en nosotros, en la manera en que sentimos y percibimos dicha atmósfera, como en nuestra capacidad para darle sentido y movilizarla en otras direcciones.

Para concluir, el punto es que no hay calles de una vía. Todo lo que se proyecta y viaja, regresa. No se trata de una ley de la naturaleza ni de una regla de la historia que pueda imponerse ex ante a los eventos y las cosas. Para quienes trabajamos en y junto a la naturaleza y la historia mediante la invención de conceptos, se trata simplemente de enfatizar una de las dimensiones del cruce de caminos en que consiste el filosofar: la (auto)poética de lo político. Mas aun si, como es nuestro caso, dicha labor interseca aquella otra que consiste en investigar las violaciones de derechos humanos en contextos prácticos. Mas aun si dicha investigación tiene lugar en el contexto concreto de la apoteosis de la guerra en las tierras de nuestra infancia.

Esta dimensión tiene que ver entonces con el papel que juega la imaginación activa en la introducción del conflicto en la labor intelectual que consiste en sentir y dar sentido. Aquí puede observarse ya la inseparabilidad o, mejor, el entrelazamiento entre lo político y la dimensión estética cuyo nombre es la paz. Pero se trata de una dimensión estética ampliada, que no puede reducirse al arte o la contemplación de la belleza ideal como si fuese una estrella fija en el firmamento. Mas bien, siente el poder irresistible de la naturaleza —sus plantas y sustancias transgresoras— y cuyo efecto nos anima a atravesar e ir más allá del miedo y el terror que podría causarnos el reconocer nuestra dependencia, nuestra incapacidad física al ser confrontados con fuerzas sublimes o cuando el aire nos falta. Y de esta manera dar sentido al elevarnos sobre el miedo o el terror, no solo y no tanto por ser capaces de aplicar un esquema u orden dado a todo aquello que nos rodea y causa incertidumbre porque no lo habíamos visto o escuchado antes o porque carece de precedente sino, al contrario, porque para elevarnos sobre el miedo, el terror y la impotencia no basta con tomar distancia de aquello que nos amenaza en el presente sino que es necesario también, o antes bien, proyectarnos en el pasado y el futuro para sumergir las islas de lo actual y el presente en el océano más amplio de las posibilidades adyacentes.

 

 

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