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La Revolución de los Claveles en Lisboa, Portugal, el 25 de abril de 1974. (Jean-Claude Francolon / Gamma-Rapho a través de Getty Images)

La Revolución Portuguesa y las luchas por la memoria

Traducción: Natalia López

La Revolución portuguesa sigue siendo un campo de batalla por su sentido histórico. Más que una simple transición democrática, fue una irrupción popular que desbordó los márgenes del antifascismo convencional. Recuperar su memoria subversiva es también disputar el presente.

El año pasado se conmemoraron en Portugal y más allá de sus fronteras los 50 años del 25 de abril de 1974: el día que marcó el fin de una dictadura de casi cincuenta años y que también fue el inicio de un proceso revolucionario que duró 19 meses, hasta el 25 de noviembre de 1975.

Las conmemoraciones son, evidentemente, momentos de celebración, pero lo que es igualmente evidente es que no hay —ni puede haber— consenso sobre el objeto mismo de tales celebraciones: ¿qué se celebra cuando se celebra el 25 de abril? Dicho de otro modo, lo que se celebra en una revolución, y el significado mismo de la palabra «revolución», es siempre un objeto de lucha: luchas por la memoria, que son luchas eminentemente políticas y que tienen que ver con las luchas de clase, no solo las luchas de clase de alta intensidad que tuvieron como escenario el Portugal revolucionario de 1974-75, sino también las relaciones de clase y las luchas de clase que caracterizan la época en la que nosotros mismos intentamos decir algo sobre la Revolución portuguesa.

Por otra parte, es significativo que el resurgimiento de los levantamientos populares a escala internacional, desde las revoluciones árabes de 2011 hasta los levantamientos chilenos o iraníes, pasando por las ocupaciones de plazas en Grecia y España a principios de la década de 2010 o los chalecos amarillos en Francia en 2018-2019, haya traído consigo en los últimos diez años un retorno de las reflexiones y los trabajos sobre las revoluciones. Prueba de ello es la recopilación colectiva publicada hace unos meses por la editorial La Découverte o el libro de Enzo Traverso, publicado recientemente, que ofrece una amplia historia cultural de las revoluciones.

Este retorno de la cuestión revolucionaria se produce en un contexto marcado tanto por la crisis múltiple del capitalismo (política, social y medioambiental), que reaviva la búsqueda de alternativas al mundo tal y como es, como por el auge de la extrema derecha, incluso en Portugal con Chega. Estas derechas extremas siguen siendo revanchistas con las revoluciones, sobre todo cuando estas, aunque derrotadas, han dejado huella en las instituciones (conquistas democráticas y sociales), pero también en la memoria del cuerpo social. Este contexto debe llevarnos a reflexionar sobre los medios para conservar y prolongar las conquistas democráticas y sociales de las revoluciones, y esto vale, evidentemente, para la Revolución portuguesa.

No obstante, este movimiento de retorno, aunque sea parcial, al problema de la revolución se produce tras cuatro décadas en las que un conjunto de historiadores liberales han tratado de imponer la idea propiamente termidoriana de un necesario fin de la historia, suponiendo cerrar de una vez por todas el capítulo de las esperanzas revolucionarias. François Furet lo afirmó ya en 1978: «La Revolución ha terminado». Y detrás de estas cuatro palabras había mucho más que una constatación, más bien una consigna: se trataba de acabar con la Revolución y, en un sentido más amplio, de acabar con la cultura revolucionaria que había marcado y impregnado tan profundamente la cultura política de su país, Francia, pero también de otros países que habían conocido revoluciones.

Cómo se busca acabar con las revoluciones

La forma más común y consensuada de acabar con una revolución, de acabar con ella, en el caso de la Revolución portuguesa como en muchas otras revoluciones, no es deslegitimarla en bloque (una operación simbólicamente demasiado costosa, dado el prestigio persistente de la Revolución entre la población), sino tratar por todos los medios de separar el grano de la paja. Se opone entonces una buena revolución —la de los comienzos, alegre y floreciente, la del unanimismo antifascista del 1 de mayo de 1974, en la que gran parte de la población portuguesa, pocos días después del 25 de abril, se manifiesta para comulgar en la libertad recuperada— a una mala revolución: esta última tumultuosa, impredecible, a veces violenta, divisoria y, en cualquier caso, muy conflictiva. Y, por supuesto, se busca entonces por todos los medios, incluyendo a menudo la reescritura de la historia, descartar esta revolución vergonzosa, que habría causado tanto daño.

Así, las revoluciones solo son conmemoradas, o incluso exaltadas, por las autoridades de forma parcial y condicional. Se dividen en partes para despojarlas mejor de los episodios y los actores —individuales o colectivos— considerados demasiado radicales, inasimilables en la memoria legítima; y solo se conservan las partes que refuerzan el nuevo orden político. Pero al hacerlo, solo se celebran las revoluciones a condición de privarlas de su carácter propiamente revolucionario, relegando a un segundo plano —o incluso borrando los rastros— de la incursión de las clases explotadas y oprimidas en la escena política. Porque esta resulta necesariamente tumultuosa y agitada: adopta las formas y utiliza los medios que son específicamente los de los subalternos (manifestaciones callejeras, huelgas, ocupaciones, etc.), pero sobre todo porque lo que persiguen los movimientos populares durante las secuencias revolucionarias es la trastocación del orden social, y ¿cómo podría producirse tal trastocación sin tumultos y sin efervescencia?

En última instancia, las revoluciones se convierten entonces en simples traspasos de poder entre una élite considerada retrógrada y otra considerada ilustrada, en transiciones entre una forma de poder considerada superada y otra nueva considerada moderna y legítima, en períodos que, en definitiva, se consideran desafortunados por haber dado lugar a tanto estruendo, luchas obstinadas, esperanzas ardientes, todo ello reducido retrospectivamente a ilusiones superfluas, por no decir mortíferas, ya que, en la vulgata contrarrevolucionaria, las revoluciones solo saben producir baños de sangre o gulags.

La descolonización y la democracia portuguesa son fruto de la Revolución

En el caso portugués, esto es olvidar que el 25 de abril de 1974 fue un producto tardío de las luchas de descolonización, y que la liberación de las colonias fue todo lo contrario de una transición en orden. No se consiguió de forma pacífica, sino al término de un largo proceso —una revolución anticolonial— en el que fueron fundamentales las luchas político-militares de los pueblos colonizados y, en segundo lugar, la acción en Portugal —a veces violenta y armada— de los movimientos anticolonialistas y, finalmente, del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA)[1].

Pero reducir la Revolución portuguesa a una simple transición, o lamentar que esta Revolución no se limitara a una simple transición[2], lleva también a olvidar que algunos de los principales derechos democráticos y sociales —las libertades públicas (de expresión, de organización, de manifestación, etc.), la legalización de los sindicatos, el derecho de huelga, la protección social, los sistemas de salud y educación públicos, la reforma agraria en las zonas rurales del sur (al menos parcial), las vacaciones pagadas, la legalización del divorcio, la emancipación jurídica de las mujeres, etc.— son consecuencia directa del proceso revolucionario. Para retomar la acertada fórmula del historiador portugués Fernando Rosas: la democracia portuguesa lleva la marca genética de la revolución. Porque estos derechos —democráticos y sociales— no fueron concedidos de buen grado por las nuevas élites políticas, sino conquistados con gran esfuerzo, en los meses que siguieron al 25 de abril, por el formidable impulso de las movilizaciones obreras, campesinas, estudiantiles y de los habitantes de los barrios pobres y los barrios marginales.

Sin embargo, a pesar de la relación consustancial en Portugal —como en Francia, por cierto— entre la democracia y la revolución, incluso en sus aspectos más tumultuosos, hace mucho tiempo que se está aplicando una estrategia memorialista que consiste en borrar, marginar o deslegitimar las luchas populares de la Revolución de los Claveles, incluso en Portugal, en cierto sector de las élites políticas, mediáticas o intelectuales. Se conserva, por supuesto, el 25 de abril, porque nadie puede negar seriamente a los militares insurgentes del MFA la legitimidad, la audacia y el valor de haber liberado al país de la dictadura, pero se le desvía de su significado al intentar asentar la mitología de la unión nacional en torno a estos militares heroicos que en un solo día llevaron a Portugal de un fascismo universalmente aborrecido a una democracia tan esperada, ocultando de paso el papel central de la burguesía portuguesa, el ejército y la Iglesia católica (en particular su jerarquía) en el mantenimiento, durante tanto tiempo, de la dictadura salazarista.

El 25 de abril puede salvarse, por tanto, a condición de que se borren de la memoria legítima los diecinueve meses del proceso revolucionario, en el mejor de los casos como un paréntesis incomprensible o una pesadilla que hay que olvidar, en el peor como una calamidad que hay que condenar o, por retomar la famosa imagen que abre el Manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, un espectro que habría que exorcizar.

Memorias contrarrevolucionarias de la revolución

La memoria oficial o dominante sigue la curva de las relaciones de fuerza sociales y políticas. Por citar un ejemplo especialmente llamativo: en 1984, cuando hubo que celebrar los diez años de la revolución, mientras que la derecha —ampliamente desacreditada al salir de la dictadura en 1974— había recuperado el camino hacia el poder en 1980, se nombró al mariscal António de Spínola presidente de la Comisión de Honor de las Conmemoraciones Oficiales. Para algunos, especialmente en la derecha, esta elección podía parecer natural, pero para muchos otros, en particular para el pueblo revolucionario de 1974-75 y para los capitanes que habían derrocado la dictadura, solo podía parecer escandalosa. ¿Por qué?

En la noche del 25 de abril de 1974, cuando la dictadura se derrumbó en solo unas horas y casi sin lucha, Spínola se convirtió en jefe de la Junta de Salvación Nacional sin haber participado en absoluto en el levantamiento militar. Fue llevado al poder por el MFA, que buscaba entonces una figura conocida por el pueblo portugués, ya que los capitanes no deseaban ejercer el poder en ese momento. El dictador Marcelo Caetano, sucesor de Salazar en 1968, asediado el 25 de abril de 1974 en la sede de la gendarmería en Lisboa, exigió que se le transmitiera el poder a un general, y no a un capitán; no tenía medios para cumplir sus exigencias, pero se le permitió dictar sus condiciones (y escapar a Brasil). Spínola recibió formalmente el poder de manos de Caetano, pero en realidad del MFA, ya que en ese momento preciso —y a lo largo de todo el proceso revolucionario— fue el MFA quien constituyó el actor hegemónico en el sentido de Gramsci, tanto por el ejercicio de la fuerza (el MFA rompió la jerarquía militar, marginó a los generales y controló la institución militar) y por su fuerza de persuasión (ligada al prestigio que le rodea por haber derrocado la dictadura).

Spínola comprende progresivamente que tiene las manos atadas por el MFA y que este le hace competencia, ya que es quien tiene el poder en última instancia. Incapaz de soportar lo que ya presenta como los «excesos» de la revolución y agitando la amenaza de una «dictadura comunista», Spínola se vuelve contra la revolución e intenta en dos ocasiones detener su desarrollo y afirmar su propio poder personal (para lo cual tiene un modelo, bien conocido aquí, a saber, De Gaulle). A finales de septiembre de 1974, intentó movilizar en las calles lo que denominó, al estilo gaullista, la «mayoría silenciosa», un golpe de fuerza civil que fracasó y le obligó a dimitir. El 11 de marzo de 1975, intentó un golpe de Estado militar con el apoyo de algunos sectores del ejército que le habían permanecido fieles. Esta vez tuvo que huir del país y fundó una organización de extrema derecha que, en colaboración con corrientes nostálgicas del régimen de Salazar, cometió varios atentados en territorio portugués.

Estos hechos no impidieron que Spínola fuera nombrado mariscal por Mario Soares (el principal dirigente del Partido Socialista) a su regreso del exilio a finales de los años setenta, ni de recibir las más altas distinciones del país y ser nombrado jefe de la Comisión Organizadora de la Conmemoración del 10º Aniversario de la Revolución, es que a principios de los años ochenta las relaciones de fuerza sociales y políticas se habían invertido a favor de la derecha y que el gran miedo de la clase dominante portuguesa había quedado atrás. Así, se perdonó sin problemas a Spínola por haber actuado —incluso de forma terrorista— contra la revolución portuguesa. Se le atribuyó incluso el mérito de haber anticipado en cierto modo lo que se presenta como los excesos y desbordamientos de la revolución durante el año 1975. Diez años después de 1974-1975, se trataba ya de enterrar la dinámica revolucionaria para consolidar mejor la normalización capitalista y liberal del Estado portugués, llamado a incorporarse en breve —en 1986— a la Unión Europea.

Heredar activamente la Revolución

Volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿qué se celebra cuando se celebra la Revolución Portuguesa? Una dificultad para quienes se identifican con el proceso revolucionario de 1974-75, y en particular con la dinámica popular y anticapitalista que se desarrolló intensamente entre la primavera y el otoño de 1975, es que la Revolución Portuguesa constituye lo que Daniel Bensaïd, citando a Charles Péguy sobre la Revolución Francesa, llamaba una «victoria derrotada». Victoria, sobre todo, en la medida en que permitió toda una serie de conquistas democráticas y sociales que ya he mencionado, pero derrota porque las promesas y las esperanzas de emancipación que suscitó se vieron indudablemente frustradas.

En efecto, la Revolución portuguesa es sin duda el último levantamiento popular duradero en Europa en el que se cuestionaron, a gran escala, la organización capitalista del trabajo y, más ampliamente, de la existencia, las relaciones de explotación, el dominio de una clase minoritaria sobre la gran mayoría de la población, la reducción de la democracia a su dimensión electoral y representativa, etc. Pero hay que reconocer que, en este aspecto, que es precisamente la dimensión inasimilable por la memoria dominante (o asimilable solo bajo la etiqueta infamante de exceso o desbordamiento), la Revolución no triunfó.

Este momento de celebración de la Revolución portuguesa debe ser, por tanto, una ocasión para reflexionar colectivamente sobre cómo podemos heredar activamente la Revolución, o cualquier otro levantamiento popular. La forma en que intentamos apropiarnos de la Revolución debe funcionar como una invitación a dar vida a lo mejor de ella, es decir la intervención directa, en la escena política y por sus propios medios, de los explotados y oprimidos; la invención de una democracia que no se reduzca a ir a votar una vez cada dos o cinco años, sino una democracia que tienda verdaderamente hacia el poder popular. Y desde este punto de vista, heredar activamente una revolución supone documentar en la medida de lo posible el componente popular de la revolución, pero también restituir plenamente su dimensión conflictiva (contra todas las ilusiones líricas de la unidad popular).

Esto supone dar toda su importancia a las luchas de la revolución contra sus adversarios, por supuesto, no solo los herederos visibles del Antiguo Régimen, sino a veces adversarios que se afirmaron durante el propio proceso revolucionario (Spinola, por ejemplo), pero también las luchas y divisiones dentro del campo revolucionario, y por lo tanto, inevitablemente, los debates estratégicos que agitaron y dividieron a este campo. Solo así la conmemoración puede escapar a ciertas celebraciones fáciles que a menudo suenan como elogios fúnebres.

Notas

[1] Este movimiento clandestino fue creado en 1973 por oficiales intermedios —capitanes y comandantes— inicialmente con reivindicaciones corporativistas y profesionales. A medida que avanzaban los debates, el movimiento se politizó y, tras unos meses de existencia, decidió organizar un levantamiento militar para poner fin a la guerra y al régimen salazarista.

[2] Lo que viene a ser lo mismo, ya que este pesar conduce a expurgar la Revolución de su dimensión revolucionaria y, más concretamente en este caso, de su dinámica anticapitalista.

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