Perder a David Lynch es tan horrible que es difícil saber qué decir o cuál es la mejor manera de decirlo.
Aunque se había alejado de la dirección de largometrajes después de Inland Empire (2006), dejando como su canto del cisne el impresionante regreso de la serie de televisión Twin Peaks (2017), mientras vivió siempre hubo esperanza de una última película de Lynch. Y el mero hecho de saber que estaba ahí —vivo, raro, alegre y dispuesto a estrenar en cualquier momento un cortometraje loco o un informe meteorológico o un dibujo animado con El perro más enojado del mundo— era motivo de alegría. Si había lugar en el mundo para que David Lynch fuera exitoso y ampliamente admirado, quizás también pudiera haberlo para tu singularidad.
Ni un solo homenaje —en los próximos días se generarán millones, inevitablemente—podría transmitir la deslumbrante importancia de las películas de Lynch. O, más personalmente, de ciertas experiencias que nos brindó a los que estuvimos allí para ver surgir su obra cuando se lanzó por primera vez al mundo, irrumpiendo en una cultura mortalmente enferma que ya se deslizaba cuesta abajo a toda velocidad. Su vigorosa visión te hacía sentir que él también lo sabía y lo desafiaba. Se negaba incluso a reconocer que algo estaba acabado, al menos mientras estuvieras dispuesto a mirarlo de frente y a representarlo sin miedo tal y como lo veías.
Este desafío silencioso vinculó su obra al cine negro, ese género desafiante que considera a la experiencia estadounidense moderna como una larga pesadilla viviente. Lynch siempre tendría al menos un pie en el cine negro, pero también expandió los límites del género, viviendo una vida de expresión creativa y visionaria que él llamaba «la vida del arte».
La visión noir de Lynch era aún más impresionante si se tiene en cuenta su entusiasmo por los aspectos más ingenuos de la cultura estadounidense, que siempre abrazó. El lado más convencional de David Lynch también encontró plena expresión en sus películas, lo que no hizo más que intensificar la emoción salvaje de sus momentos más desconcertantes.
Es importante señalar que hay idiotas que consideran a Lynch como un bicho raro cualquiera que sólo atrae a cinéfilos pretenciosos. Pero Lynch fue uno de los pocos directores que asumió el proyecto del cine negro de ver la vida estadounidense como un desastre que se desmorona a través de una lente apropiadamente oscura y desorientada. Y encontró la forma de continuar con esa visión significativa sin caer en el débil pastiche característico del llamado neo-noir.
Nadie, aparte de Raymond Chandler y Mike Davis, plasmó una visión de Los Ángeles tan bella, aterradora y completa como David Lynch con Mulholland Drive (2001). La vi mientras vivía allí, trabajando en los márgenes del cine independiente, y sentí como si alguien se hubiera infiltrado en mi mente y supiera lo que yo había visto. Como esos trayectos nocturnos por carreteras sinuosas y aterciopeladas de Hollywood Hills de camino a una fiesta en una casa modernista iluminada, paseos que siempre me parecieron tan hermosos como un sueño y tan amenazadores como la propia muerte, inevitable y probablemente violenta.
¿Y esa víctima quemada/monstruo en el contenedor detrás de la cafetería donde siempre había reuniones de la industria cinematográfica? Una forma brillante de concentrar en una sola figura el sentimiento omnipresente de terror y fatalidad en los círculos cinematográficos de Los Ángeles.
Eso es lo que pasa con Lynch. No generaba símbolos artísticos; observaba el mundo que le rodeaba, nuestro mundo, e intentaba encontrar una forma de transmitir lo que implica vivir en él.
Muchos encontraron —y aún encuentran— incomprensible su asombroso primer largometraje, Eraserhead (1977). Pero nosotros, los fanáticos de Lynch, no lo consideramos así. Lo vimos, probablemente, en alguna función de medianoche y sentimos como si hubiéramos conocido a un amigo: un amigo perturbado, sí, pero también profundamente perspicaz, que señaló aquello que nosotros mismos habíamos sentido pero no podíamos articular. Es decir, la cualidad dominante de nuestras jóvenes vidas: deambular en un estado de alienación impotente por el infierno de ladrillos y contaminación del paisaje postindustrial de este país, intentando imaginarnos en un sistema significativo, aunque fuera uno gobernado por el melancólico, manipulador y aparentemente enfermo «Hombre en el Planeta», y consolado por la dulce y cósmica «Dama del Radiador».
Lynch basó Cabeza borradora en sus propias experiencias aterradoras viviendo en un barrio decadente de Filadelfia, una ciudad en decadencia, como joven empobrecido con mujer y bebé y sin ningún punto de apoyo económico o profesional seguro. Lo llamó «mi Historia de Filadelfia».
Vi Terciopelo azul ( Blue Velvet, 1986) en el cine de un centro comercial, junto con multitud de personas cuya taquilla la convirtió en la película de vanguardia de mayor éxito jamás producida en Estados Unidos. Aún recuerdo vívidamente la proyección matinal, el agobio sensorial y el silencio palpitante que le sucedió. Parecía como si, de alguna manera, ese tipo de cine no se permitiera en los cines convencionales. Sin embargo, allí estaba. Mis amigos y yo nos marchamos aturdidos, mientras nos cruzábamos con un montón de gente indignada que se quejaba de la enorme extrañeza sadomasoquista de la película. Aún recuerdo cómo nos miramos unos a otros, vacilantes, y murmuramos: «Estuvo genial, ¿verdad?».
Pero no podíamos decir inmediatamente por qué, lo cual es un sello distintivo de la obra de Lynch. Sus películas siempre tienden a ir más allá de la retórica sabelotodo de los cinéfilos. ¡Qué alivio! No estar generando otro resbaladizo resumen de una obra maestra que la reduce a nuestras pequeñas y pretendidamente inteligentes nociones del arte cinematográfico. Leo publicaciones en Letterboxd que me dan ganas de llorar: todo es una obra maestra, con tres obras maestras por semana producidas por sus Christopher Nolan, sus Denis Villeneuve, sus Greta Gerwig, sus Luca Guadagnino, según el incesante y entusiasta murmullo de quienes se deslumbran con una de cada tres películas que se estrenan. Buena suerte con Lynch. Sus películas no se resumen fácil ni ingeniosamente.
Vi Twin Peaks (1990) en televisión cuando se estrenó. De nuevo, el impacto: ¿realmente lo dejaron hacer esta serie? Estábamos hipnotizados. Mis amigos y yo nos encontrábamos al día siguiente de cada episodio para discutir lo más básico, lo cual se reducía a preguntar: «¿Viste eso?».
Y luego nos lo describíamos mutuamente. Era como una visión paranormal. Los rígidos habitantes de la Habitación Roja, el diseño zigzagueante del suelo, los susurros, los extraños patrones de habla que parecían a punto de volverse comprensibles. Tenías que verificar con otros que realmente había sucedido y tratar de entender por qué te había afectado tan profundamente.
Hay otros cineastas emergentes maravillosamente talentosos, por supuesto, pero nadie que pueda siquiera aproximarse o apropiarse de Lynch, ni mucho menos intentar seguir sus pasos. En una época en que la vieja teoría del autor (que sostiene que el director es o debería ser el único «autor» de una película) ha sido en gran medida descartada, está Lynch para replantearla. Es irremplazable, un cineasta que puede ser señalado como una fuerza opuesta al coloso de las películas banales del mainstream, cuyas desconcertantes y sensacionales obras siempre lograron encontrar audiencia, incluso entre aquellos que no entendían del todo lo que estaban viendo. Ese es el poder más raro en el cine, el poder que hace que las personas se conviertan en cinéfilos y críticos de cine: el deseo de comprender por qué están tan conmovidos por visiones que no pueden captar de inmediato en términos racionales.
Así que te saludamos, David Lynch. Y ni hace falta decir que te extrañaremos muchísimo.