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Hayao Miyazaki (Ingram Books)

Las raíces comunistas de Hayao Miyazaki

Traducción: Florencia Oroz

Studio Ghibli no es el Disney japonés, sino el anti-Disney. Ideado por animadores con raíces en el movimiento comunista japonés, sus películas celebran el trabajo creativo y la solidaridad humana contra el capitalismo y la guerra.

Las raíces de uno de los estudios de animación más exitosos de las últimas décadas se encuentran en el sindicato de Toei Doga, el departamento de animación de una de las mayores corporaciones cinematográficas de Japón. A mediados de la década de 1960, las condiciones de trabajo en la industria eran brutales, con equipos de animadores produciendo cientos de dibujos diarios para series animadas de televisión como Astro Boy. Los plazos eran ajustados y la calidad, irrelevante: al menos un animador murió trabajando. Dos de los delegados sindicales más destacados de Toei eran los jóvenes animadores Hayao Miyazaki e Isao Takahata. Existe una fotografía de un joven Miyazaki, megáfono en mano, dirigiendo una huelga. Veinte años después, Miyazaki y Takahata formarían juntos su propio estudio: Studio Ghibli.

Ghibli pretendía ser todo lo que los estudios existentes no eran, aunque siguiera dedicándose a crear entretenimiento popular. Sus fluidas y ricas animaciones describirían abiertamente los peligros de la destrucción medioambiental, la guerra y el capitalismo, pero de alguna manera flotarían —como su héroe el «cerdo rojo» Porco Rosso— por debajo del radar político. Miyazaki no pudo evitar declarar: «Debo decir que odio las obras de Disney», incluso cuando en 1996 Ghibli firmó un acuerdo de distribución en el extranjero con el consorcio multinacional. Las películas de Ghibli nunca son propagandísticas, pero a su manera relajada han encarnado un tipo muy particular de ecosocialismo. Miyazaki y Takahata se cuentan entre los pocos cineastas marxistas que el artesano y pensador socialista William Morris habría reconocido como espíritus afines.

Al mismo tiempo, la política de Ghibli nunca ha sido un secreto. En 1995, el director de Patlabor y Ghost in the Shell, Mamoru Oshii, cuyos orígenes se sitúan en la nueva izquierda libertaria, describió a Takahata como un «estalinista», a Miyazaki como «un poco trotskista» y al estudio Ghibli como «el Kremlin». El sindicato Toei, como muchos sindicatos en los años 60, estaba dirigido en gran medida por el Partido Comunista Japonés, y aunque Miyazaki ha declarado que nunca fue miembro orgánico, no cabe duda de que él y Takahata eran, al menos, compañeros de ruta del partido.

En sus películas se pueden encontrar algunas astutas referencias a ello. El as del aire de Porco Rosso (1992), por ejemplo, se niega a alistarse en las fuerzas aéreas de Benito Mussolini, exclamando: «Mejor un cerdo que un fascista» y, en una escena, su amante Gina canta el himno de la Comuna de París «Le Temps des Cerises». Pero la política de Ghibli aflora sobre todo en sus obras relacionadas con el campo, en Japón y en otros lugares, que aparece como sueño y pesadilla a la vez.

Ghibli tiene su sede en Tokio, la metrópolis más grande del mundo, y quizá sea precisamente la ausencia de un campo cercano lo que la convierte en el centro de atención de la obra del estudio. En Mi vecino Totoro (1988), las criaturas de un bosque fantástico y transfigurado ayudan a consolar a dos niños de la ciudad cuya madre está siendo tratada de una enfermedad crónica.

Pero uno de los mundos oníricos rurales más políticamente reveladores de Ghibli aparece en la anterior El castillo en el cielo (1986), en la que un niño de un pueblo minero se encuentra explorando la destruida ciudadela flotante de una sociedad de alta tecnología caduca que se disputan unos aristócratas malévolos. Los paisajes de la película están directamente inspirados en la visita de Miyazaki y Takahata al sur de Gales en 1985. Con la intención de hacer una película sobre la Revolución Industrial, la pareja se embarcó en un viaje de investigación a los Valles, una zona de extraños paisajes rurales-industriales con casas adosadas intercaladas con montañas, minas y acerías.

Para cualquiera que conozca los Valles, la película es bastante inquietante, pero el sur de Gales les proporcionó algo más que inspiración visual. La casualidad quiso que estuvieran allí inmediatamente después de la huelga de mineros de 1984-85. Al año siguiente, Miyazaki expresó su admiración por el «verdadero sentido de la solidaridad» que encontró en los pueblos mineros, y la película está claramente inspirada en ello.

Al igual que su película anterior, la fábula ecológica postapocalíptica de 1984 Nausicaä del Valle del Viento, El castillo en el cielo es una afirmación de una visión particular de la naturaleza y una visión particular del trabajo. A Ghibli, a pesar de lo grotesco de algunas de sus películas, nunca le ha interesado ser provocador u ofensivo. Hablando en 1982 de su rechazo a la ola de cómics gekiga nihilistas posteriores a 1968, Miyazaki relató su decisión de que era «mejor expresar de forma honesta que lo que es bueno es bueno, lo que es bonito es bonito y lo que es hermoso es hermoso». Y el trabajo manual es una de las cosas que Miyazaki y Takahata constantemente presentan como algo bello.

Desde las fundiciones de El castillo en el cielo hasta las trabajadoras que ensamblan aviones en Porco Rosso, las películas de Ghibli están llenas de imágenes de gente haciendo cosas. Las películas pueden ser fácilmente caricaturizadas como antitecnológicas, dada la cantidad de destrucción ecológica que retratan, especialmente con películas más recientes como Ponyo (2008) que tratan explícitamente sobre el cambio climático.

Pero Studio Ghibli adhiere más a una distinción inspirada en Morris entre «trabajo útil» y «trabajo inútil», este último representado de forma especialmente memorable en el trabajo interminable, purgatorial y despóticamente organizado de El viaje de Chihiro (2001). En 1979, Miyazaki criticó los espectáculos de robots meka por los que Japón se estaba dando a conocer en el extranjero, debido al enfoque inevitablemente juvenil y alienado de la tecnología. Prefería que «el protagonista luchara por construir su propia máquina, la arreglara cuando se estropeara y tuviera que manejarla por sí mismo».

Eso es exactamente lo que hacen las personas en las películas de Ghibli, expresarse a través del trabajo que realizan con sus manos. Las películas de Miyazaki pueden registrar tanto una admiración por los logros del trabajo humano como un horror por sus consecuencias, como en Se levanta el viento (2013), una obra de época ambientada en los años 30 que es una amorosa descripción del desarrollo y la construcción del avión Mitsubishi A6M, así como una demostración de cómo llegó a ser utilizado por el imperialismo japonés.

Takahata siguió siendo marxista hasta su muerte en 2018, mientras que Miyazaki perdió la fe en la década de 1990, cuando completaba la versión manga de Nausicaä del Valle del Viento. En palabras de Miyazaki, «experimentó [lo que] algunas personas podrían considerar una venta política»; es decir, decidió «que el marxismo era un error». Subrayó que esto no tenía nada que ver con ningún acontecimiento político o personal, sino que era más bien un rechazo filosófico del romanticismo obrerista («las masas son capaces de hacer infinidad de estupideces», dijo) con un rechazo del «materialismo marxista» y del ethos del progreso material.

El propio Miyazaki resumió su trayectoria política como «haber vuelto a ser un auténtico simplón». Quizá el hecho de ser copropietario de una empresa de gran éxito respaldada por Disney haya tenido algo que ver. Aunque se sabe que las condiciones de trabajo en Ghibli son mucho mejores que en la mayoría de las empresas de animación japonesas, sigue siendo una empresa capitalista, que gana millones con los productos de marca.

No obstante, Miyazaki y Studio Ghibli conservaron su repugnancia tanto por la guerra —quizá no haya película antibelicista más grande que La tumba de las luciérnagas, de Takahata (1988)— como por el imperialismo. La representación del fascismo japonés y alemán en Se levanta el viento provocó la ira de los nacionalistas japoneses, mientras que la feroz El increíble castillo vagabundo (2004), la última verdadera obra maestra de Miyazaki, canalizó la «rabia» del director ante la guerra de Irak, durante la cual se negó a visitar Estados Unidos. El castillo de esa película, una máquina orgánica que cambia de forma y responde, es una de las imágenes más poderosas de Miyazaki de una tecnología no alienada. Del mismo modo, Miyazaki se mantuvo, al menos filosóficamente, inconforme con el capitalismo: en El viaje de Chihiro abundan las imágenes espeluznantes de la explotación industrial y el dominio de clase disfrazadas de fantasía infantil.

Las sutilezas de la visión de Ghibli sobre el desarrollo pueden apreciarse mejor en algunas de sus películas más discretas. Dos películas de la década de 1990 están ambientadas en Tama New Town, una urbanización impulsada por el Estado que arrasó enormes extensiones de campo a las afueras de Tokio en la década de 1970: Pompoko y Susurros del corazón. Pompoko es una ecocrítica a la manera de Ghibli, en la que los tanuki, perros mapache considerados en el folclore japonés como animales normales y antropomórficos, conspiran para impedir la construcción de la nueva ciudad. Es una farsa maravillosa y una descripción más optimista de los revolucionarios no humanos que cualquier obra de George Orwell.

Pero la Tama imaginada es escenario del romance adolescente aparentemente ordinario de Susurros del corazón, publicada al año siguiente. En ella, una chica que vive en un bloque danchi —las viviendas sociales construidas en gran número en la ciudad de Tama— se enamora de un chico que vive en la parte alta de la colina, en una zona más antigua y acomodada de la ciudad. El antagonismo de clase y la atracción entre ambos, ayudados por un gato fantasma antropomórfico, se representa sin acritud, y el paisaje urbano se dibuja con cariño y precisión: una imagen de la propia modernidad japonesa como algo amable y humano. Quizá esto refleje el rechazo de Miyazaki a la lucha de clases, pero también forma parte de su rechazo al nihilismo de todo tipo. También aquí, en el paisaje moderno, lo bello es bello.

La película más dialéctica de Ghibli, y la más sutilmente marxiana, es Recuerdos del ayer (1991), de Takahata. En ella, Taeko, una mujer cercana a la treintena insatisfecha con su vida en Tokio, viaja a un pueblo para ayudar en la cosecha. Un joven agricultor la conduce por el paisaje, con sus ríos, campos, pantanos y bosques, todo ello animado con un detalle exuberante y meticuloso. Ella lo contempla todo asombrada, expresando su admiración por la «naturaleza». Una película de Disney lo dejaría ahí, pero no Ghibli. El granjero, sonriente pero con cierto desdén, insiste en que todo lo que ella ve es fruto del trabajo humano. Parafraseando al marxista del sur de Gales Raymond Williams en El campo y la ciudad, le dice que «la gente de ciudad ve los árboles y los ríos y agradece la “naturaleza”». Pero que «cada pedacito tiene su historia, no solo los campos y los arrozales. El tatarabuelo de alguien lo plantó o lo podó».

Al final de la película, Taeko decide quedarse en el pueblo, precisamente porque su experiencia allí ha sido la del trabajo en comunidad más que la de mera espectadora y contemplativa. Los mundos imaginarios de Studio Ghibli son paisajes de producción y espacios de solidaridad, y aquí, en su película más realista, hay una pequeña imagen de una verdadera utopía.

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Publicado en Artículos, Cine y TV, Cultura, homeCentro4, homeCentro5, Japón and Política

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