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Boris Kagarlitsky habla en un acto en Moscú, Rusia, el 2 de marzo de 2013. (Wikimedia Commons)

Boris Kagarlitsky: El mundo hobbesiano de la «multipolaridad»

El preso político ruso Boris Kagarlitsky escribe para Jacobin desde su celda en la cárcel de Zelenograd SIZO-12. Habla de la necesidad de una alternativa a la «lógica individualista del liberalismo moderno y a la agresividad totalitaria del nuevo conservadurismo».

El siguiente ensayo está escrito por Boris Kagarlitsky, marxista ruso y crítico antibelicista de Vladimir Putin, retenido en un brutal centro de detención bajo acusaciones infundadas. Firma esta carta para exigir su liberación.

 

En las cárceles rusas de hoy en día, un signo de una celda próspera y materialmente acomodada es la presencia de un televisor, que normalmente se proporciona junto con una heladera. Para mí, la televisión es menos una fuente de placer que de tormento, como ya he explicado varias veces. Las voces chillonas y maliciosas de los propagandistas me taladran literalmente los oídos, mientras que el humor vulgar me da ganas de vomitar. Pero la televisión, constantemente encendida, también tiene un efecto positivo. Desde el punto de vista científico, es una ventana abierta al discurso dominante.

En este sentido, me gusta especialmente el programa «Lugar de encuentro» de [Andrei] Norkin en el canal NTV. Aquí te explican, con inteligencia, con calma y sin la histeria que se oye en los otros programas, por qué es correcto y necesario matar a la gente, apoderarse de las tierras de los demás y privarles de sus propiedades, al tiempo que se restringen los derechos de todos los que discrepan de las autoridades existentes. Todo muy bonachón, ofrecido con una sonrisa agradable, educada y amablemente.

Durante dicha emisión, uno de los expertos invitados explicó a los presentadores y telespectadores en qué consiste un «mundo multipolar». En opinión de este estimado experto, un mundo multipolar es aquel en el que no existen reglas ni límites morales, normas o principios comúnmente compartidos, y en el que cada cual actúa a su antojo y busca su propio beneficio en la medida en que sus poderes se lo permiten. Los demás participantes en la retransmisión sonrieron benignamente y asintieron con la cabeza. Por fin todo estaba en su sitio.

Cualquiera que sepa algo de filosofía podrá observar fácilmente que esta descripción del mundo multipolar concuerda completamente con lo que Thomas Hobbes denominó en su libro de 1651 Leviatán «la guerra de todos contra todos». Esta era la situación que prevalecía en la Europa moderna temprana, ante la que los pensadores del siglo XVII no veían salvación del caos inevitablemente resultante  excepto por vía de la instauración del duro gobierno de una autoridad única, capaz de imponer el orden incluso a costa de restringir la libertad de una u otra persona.

El hegemón y soberano, el «Leviatán» que imponía su orden, podía parecer antipático, pero Hobbes no veía ninguna alternativa a él. De lo contrario, el mundo se hundiría en un caos sangriento. Desde los tiempos de Hobbes, la necesidad de mantener el orden se utilizó en las relaciones internacionales para justificar la hegemonía de las principales potencias y, a medida que la civilización fue avanzando, esas reglas se formalizaron como acuerdos y normas que pretenden no sólo garantizar los derechos de los poderosos sino también proteger a los débiles y asegurar la humanización de la práctica política. En realidad, como sabemos perfectamente, los poderes dirigentes que se arrogan la tarea de mantener el orden y velar por su observancia lo incumplen constantemente, mientras inventan todo tipo de excusas hipócritas. Sin embargo, tener normas que se incumplen de vez en cuando es mejor que no tener ninguna. Esto parece obvio y fue reconocido por todos.

Los alborotadores y enemigos del orden fueron en general diversos tipos de revolucionarios que prometieron derribar el viejo «mundo de la coacción» para construir un mundo nuevo. Como sabemos, no siempre salió bien. Esto no se debe tanto a la destrucción del viejo mundo como a que el nuevo mundo que se estaba construyendo demostró una y otra vez parecerse sospechosamente al viejo. Hoy, sin embargo, asistimos a una situación completamente nueva, en la que el caos y la desestabilización no los siembran los radicales y los anarquistas, que ahora parecen bastante inofensivos, sino los conservadores comprometidos, defensores de los valores tradicionales.

En muchos casos, su retórica suena casi revolucionaria, ya que constantemente oímos quejas sobre la injusticia del orden liberal, quejas con las que, de hecho, es difícil no estar de acuerdo. El problema es que estas quejas no van seguidas ni siquiera de la sugerencia de que podrían ser posibles unas relaciones socioeconómicas diferentes. Las reglas fundamentales del capitalismo no sólo no se ponen en duda sino que, por el contrario, se llevan al extremo, ya que en este caso sólo importa la competencia.

¿Por qué, sin embargo, los tradicionalistas están ahora dispuestos a sembrar el caos a una escala con la que ni siquiera los más fervientes anarquistas de los siglos XIX y XX podrían haber soñado? Al fin y al cabo, los anarquistas no ostentaban el poder, mientras que los revolucionarios, tras tomar el poder, trataron en general de defenderse (con el resultado de que se transformaron rápidamente en líderes estatales relativamente moderados con interés en cumplir las normas, incluidas las que protegían su derecho a existir). Los políticos conservadores de hoy son muy diferentes. Poseen poder y recursos reales y, por tanto, pueden desatar una actividad destructiva casi sin límites.

El problema aquí es que las prácticas y valores tradicionales que los conservadores intentan preservar o restaurar hace tiempo que entraron en contradicción con la lógica de reproducción de la economía y la sociedad actuales. En consecuencia, el tradicionalismo no sólo dejó de ser una ideología que aboga por la preservación del orden existente sino que, por el contrario, se convirtió en una herramienta de su destrucción.

Como argumentó Fredric Jameson, el liberalismo actual se ajusta mucho mejor a la lógica cultural del capitalismo tardío. Otra cosa es si tiene sentido defender esta ideología y su lógica. Lo importante aquí no son los locos excesos del liberalismo moderno, con su culto a las minorías y su demostrativa ignorancia de los intereses y necesidades de la mayoría. Las condiciones de vida, las oportunidades sociales y las necesidades siguen cambiando, y la ideología liberal, en la forma que había adoptado a principios del siglo XXI, está en crisis.

Naturalmente, la solución a esta crisis no es un régimen de competencia total combinado con la represión de todo aquel que no esté dispuesto a respaldar los «valores tradicionales». La guerra de todos contra todos que proclaman los ideólogos del «mundo multipolar» significa el fin no sólo de la civilización liberal, sino de cualquier civilización. La sociedad, e incluso las relaciones internacionales, necesitan desde hace tiempo cambios cuya base sólo puede residir en una nueva cultura de cooperación y solidaridad, sin la cual será sencillamente imposible resolver los numerosos problemas a los que se enfrenta la humanidad no sólo a escala nacional sino también planetaria.

La aparición de un nuevo Leviatán, ahora a escala global, difícilmente podrá dar respuesta a esta situación. La respuesta debe buscarse en cambios sociales que permitan superar tanto la lógica individualista del liberalismo moderno como la agresividad totalitaria del nuevo conservadurismo.

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Publicado en Artículos, Crisis, Élites, homeIzq, Imperialismo and Relaciones internacionales

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