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Los socialistas no deberían ceder el terreno de la libertad a la derecha. (Ilustración: Scott Balmer)

Socialismo es libertad

Traducción: Florencia Oroz

La libertad en el capitalismo es la «libertad» de explotar o ser explotado. La verdadera libertad es la ausencia de todas las barreras que impiden a las personas vivir la vida al máximo: el movimiento socialista lucha por un mundo así.

«Esto es en lo que creemos», dijo abrazando Los fundamentos de la libertad, de F. A. Hayek, y golpeó el libro contra la mesa. Margaret Thatcher, aún líder de la oposición en aquel momento, se dirigía a una sala repleta de personalidades conservadoras y demostraba su autoridad en el partido.

O eso dice el relato. La historia puede ser apócrifa, pero la fidelidad profesada por Thatcher a la idea de libertad no se pone en duda. Influenciada por gente como Hayek y Milton Friedman, Thatcher privatizó industrias, desreguló las finanzas y aplastó a los sindicatos, todo ello en nombre de la libertad.

Retratando al Estado como un impedimento para la libertad, prometió hacerlo retroceder, dando rienda suelta al mercado sobre vastas franjas de la vida de las personas. Junto con Reagan y otros líderes de derechas de su generación, Thatcher intentó desmantelar el consenso de posguerra.

Los neoliberales como Thatcher intentaron monopolizar la idea de libertad. Mientras que la izquierda podía tener otros valores —igualdad, por ejemplo, o justicia social—, la derecha se erigía en la única defensora de la libertad. El Partido Conservador actual hereda esta narrativa. Sus políticos llenan sus discursos de referencias a la libertad y prometen que los mercados libres hacen personas libres.

Su argumento es claro: eres libre cuando nadie se interpone en tu camino, cuando puedes hacer lo que te plazca. ¿Y qué hace el Estado? Se interpone. Piensa en los límites de velocidad o en la prohibición de fumar: te dicen lo que puedes o no puedes hacer, restringen tus opciones, que de otro modo serían libres. Si ignoras estas leyes, el Estado se hará notar con la amenaza del castigo y el encarcelamiento. Si se hace retroceder al Estado, aboliendo una ley u otra, se libera la libertad individual. O eso es lo que dicen.

Pero esta visión simplista de la libertad olvida un elemento fundamental de nuestra sociedad: la clase. Lejos de ofrecer libertad para todos, el capitalismo se basa en una distribución desigual de la libertad, protegiendo la libertad de unos pocos ricos mientras impone enormes restricciones al resto de la gente.

Su libertad y la nuestra

Es cierto que la clase multimillonaria puede hacer lo que le plazca. Su riqueza le da acceso a casi todo. Cuando le apetece algo a una persona rica —una nueva mansión, por ejemplo, o un viaje en jet privado— solo tiene que sacar su tarjeta de crédito para adquirir derechos sobre esos bienes, que ya no están bloqueados por el poder coercitivo del Estado. Y si no quiere trabajar, no pasa nada: su riqueza trabajará por ella, generando ingresos mientras descansa y pasa el día.

Pero la libertad de los ricos no significa libertad para el pueblo. La libertad que proporciona la riqueza es solo una cara de la moneda; en la otra están las limitaciones impuestas a quienes carecen de ella. Por ejemplo, la propiedad. Cuando un promotor inmobiliario se hace con terrenos recién privatizados, el Estado se ve obligado a expulsar a los intrusos. La tierra que antes era de libre acceso para el pueblo pasa a ser accesible solo para los superricos. La libertad de los propietarios es la falta de libertad de los desposeídos.

Lo mismo ocurre en el trabajo. Piensa en el poder que tiene tu jefe para dictar tu salario, controlar tus condiciones de trabajo o cambiar tu horario. Ahora piensa cuánto más libre te sentirías si estas cosas estuvieran garantizadas, si no pudieras cobrar por debajo de un salario digno o verte obligado a trabajar turnos que hicieran imposible un equilibrio decente entre la vida laboral y personal.

Los derechistas argumentarán que los trabajadores tienen la libertad de abandonar hogares o trabajos que no les gustan. Y, hasta cierto punto, es cierto. Pero mientras los trabajadores pueden tener la libertad de vender su trabajo a un jefe u otro, el capitalismo les obliga a tener que vender su trabajo a alguien. La amenaza de la pobreza y la miseria lo garantiza.

No ocurre lo mismo con los ricos, cuya riqueza les genera por sí sola ingresos de los que vivir. Esta posición negociadora desigual otorga a los patrones un enorme poder sobre la vida de los trabajadores, un dominio apuntalado por el Estado y su aplicación coercitiva de la propiedad privada.

El mito del libre mercado

Por eso es tan errónea la visión libertaria de derechas de que el capitalismo y el Estado están de algún modo reñidos. Las grandes disparidades entre la minoría que posee la riqueza y la mayoría que trabaja para ella solo podrían perdurar en una sociedad en la que el Estado estuviera dispuesto a defender los derechos de propiedad con la amenaza de la violencia. De lo contrario, ¿cómo impedirían los propietarios que los miles de sin techo de nuestras calles encontraran un hogar en sus inversiones?

También es erróneo afirmar que el neoliberalismo significa un retroceso del Estado. A pesar de su retórica, Thatcher no hizo retroceder realmente al Estado, como pudieron comprobar de primera mano los mineros en huelga de Orgreave y otros lugares. Se vendieron industrias de propiedad pública, se rompieron los derechos de los trabajadores y se redujo la financiación estatal de los servicios de los que dependemos. Pero en otros lugares, los poderes del Estado para garantizar las desigualdades del capitalismo aumentaron. El Estado fue, en efecto, reformado para servir mejor a los intereses de los ricos.

Esta es la realidad del capitalismo. No libera a la gente, sino que divide a la sociedad distribuyendo la libertad por clases: acaparada por unos pocos y negada a la mayoría. Esta sociedad dividida es lo que los socialistas buscan desterrar al pasado. En su lugar, pretendemos construir una sociedad de libertad igualitaria, en la que todos tengan la oportunidad de realizarse. No se trata de una utopía ni de un ideal abstracto. En última instancia, todo se reduce a quién posee qué.

Tomemos como ejemplo la sanidad. Un sistema privatizado determina el acceso en función de la capacidad de pago. Así que si eres rico y necesitas atención médica, tu riqueza puede comprar los mejores medicamentos, médicos y enfermeras. Puedes pagar la factura y eliminar así las barreras a este servicio. Pero si eres pobre, no puedes eliminar esas barreras porque no puedes pagar la factura. Si te presentas en un hospital privado, te rechazarán, con la amenaza de violencia por parte del Estado si te niegas. Por tanto, un sistema privatizado significa que los ricos son libres de vivir su vida sabiendo que tienen asistencia sanitaria, pero esa libertad se niega a los pobres.

El Servicio Nacional de Salud del Reino Unido (NHS, por sus siglas en inglés) demuestra que esa división no es inevitable. Se fundó sobre el principio de acceso en función de las necesidades, no de la capacidad de pago. Financiado por los impuestos generales, es de propiedad colectiva y gratuito para todos. O, al menos, eso es lo ideal: desde el principio se vio socavado por quienes no creían en sus principios.

En aquel entonces, fueron las comisiones por receta por las que dimitió Aneurin Bevan; hoy es el recargo sanitario para los inmigrantes. En el medio, estuvieron las reformas promercado de Thatcher. Todas ellas son formas de recortar la libertad que ofrece a los ciudadanos un sistema sanitario público, universal y gratuito en el punto de acceso.

En lugar de un sistema que concede libertad a una clase pero se la niega a otra, el NHS pretendía garantizar la misma libertad a la asistencia sanitaria. Este principio socialista es en parte la razón por la que el NHS es enormemente popular. Pero no hay razón para limitar este modelo a la sanidad.

¿Por qué no habría que organizar así otros aspectos esenciales? La vivienda es tan fundamental para vivir una vida libre como la asistencia sanitaria. Pero se compra y se vende como una mercancía, convirtiéndose en una inversión más para los ricos, sin importar las consecuencias para el resto de nosotros. Su libertad para acaparar propiedades deja fuera a la clase trabajadora, y millones de personas se ven obligadas a luchar en un mercado de alquiler en el que los propietarios tienen el poder. La riqueza de los superricos les da libertad para utilizar la tierra y los edificios a su antojo, una libertad que se niega a la clase trabajadora.

Del mismo modo que el NHS distribuye equitativamente el acceso a la sanidad, la vivienda pública en función de las necesidades igualaría las condiciones. En lugar de proteger la libertad de unos pocos ricos, la vivienda pública puede garantizar viviendas asequibles y de buena calidad para todos.

Esta lección es generalizable. Donde la mercantilización significa libertad para los ricos y falta de libertad para la clase trabajadora, garantizar el derecho a la vivienda mediante la propiedad pública ofrece la perspectiva de una libertad real: libertad para todos. Esto puede lograrse en toda la sociedad con propuestas como los Servicios Básicos Universales, en los que se garantiza el suministro público de las necesidades vitales, desde la vivienda y la alimentación hasta la atención sanitaria y el transporte.

A los neoliberales les gusta presentar el capitalismo como la cúspide de la libertad humana. En realidad, la libertad capitalista es la libertad de los superricos para dominar y explotar a la clase trabajadora, que tiene que luchar por lo básico.

Los socialistas no deberían ceder el terreno de la libertad a los derechistas. Trascendiendo la opresión y la dominación del capitalismo, el socialismo promete construir un mundo de libertad igual para todos.

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