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Calle de La Habana, Cuba. (Vía Wikimedia Commons)

La Revolución cubana frente a los desafíos de sus propias conquistas

A pesar del entorno de severas restricciones internacionales a que se enfrenta Cuba y del consiguiente hiperdeterminismo que privilegia la coyuntura sobre alternativas posibles y decisiones concretas, el elemento fundamental radica siempre en la dinámica interna: es el «margen de maniobra», en términos económicos y políticos, el que se amplía o se reduce a partir de condiciones más o menos favorables.

El presente artículo es una versión abreviada, revisada y actualizada del ensayo «La Revolución hoy. Vigencias de las conquistas históricas y desafíos de las conquistas futuras», que se publicara en: Atilio A. Borón et al, Vivir sin tener precio. Presente y futuro de la revolución cubana, Luis Zarranz y Francisco Farina (comps.), Buenos Aires, Marea Editorial, 2023, pp. 33-66. Se publica hoy simultáneamente en español en la revista digital cubana La Tizza —de cuyo colectivo editorial es miembro el autor—y en Jacobin América Latina, así como en traducción al francés en Contretemps. Revue de critique communiste.

 

El proyecto de la Revolución cubana y el poder estatal y social que lo ha sostenido y desplegado a lo largo de los últimos 65 años se enfrentan a la mayor crisis de su historia. Crisis que no es un fenómeno exclusivamente interno ni aislado, sino que refleja y responde a las múltiples crisis de las sociedades contemporáneas, del modelo civilizatorio global dominante, de una manera de organizar la economía, poner en valor la existencia cotidiana, pensar y experimentar la cultura, el cambio social, la posibilidad misma de lo que algunos llaman «policrisis», que no es más que una fase aguda de los malestares que el capitalismo y el imperialismo en su etapa neoliberal han incubado y desatado desde los años ochenta, con todos sus «síntomas mórbidos».

Para Cuba, en particular, ese contexto se articula con un momento de transiciones y transformaciones radicales de las formas en las que, desde su nacimiento, se ha organizado el poder revolucionario: el llamado proceso de «actualización del modelo económico y social cubano», el traspaso del liderazgo del Partido y del Estado de manos de la «generación históricа» a las tres primeras generaciones nacidas tras el triunfo revolucionario, la redacción de una nueva constitución y la creación de un nuevo orden institucional, la introducción en gran escala de los servicios de internet y, con ello, el acceso masivo a las redes sociales, la crisis posterior a la pandemia de COVID-19. Todo lo anterior ha hecho que la sociedad cubana haya metamorfoseado de una forma que la hace prácticamente irreconocible a lo que era quizás un lustro atrás.

¿Cómo pensar la Revolución hoy, no meramente en cuanto acontecimiento consumado sino también en cuanto horizonte estratégico? ¿Cómo salvaguardar todo lo que se ha conquistado y avanzar en un proyecto de libertad, justicia, solidaridad e igualdad efectivas más ambicioso? En lo que sigue, sintetizo reflexiones, elaboraciones y debates que han tenido lugar en el seno del colectivo que anima la revista digital comunista y revolucionaria La Tizza y que se han reflejado en mayor o menor extensión en editoriales y artículos aparecidos en esa publicación, algunos de los cuales se citan más adelante.

Presiones internacionales

Quisiera comenzar por recalcar el entorno de restricciones y constricciones internacionales a que se enfrenta el poder revolucionario, sin dejar de destacar —frente a cierto hiperdeterminismo que privilegia la coyuntura sobre alternativas posibles y decisiones concretas— que el elemento fundamental radica siempre en la dinámica interna: es el «margen de maniobra», en términos económicos y políticos, el que se amplía o se reduce a partir de condiciones más o menos favorables.

Del complejo escenario global cabe destacar cuatro elementos que constituyen desafíos a los que se enfrenta no sólo Cuba, si bien dos de ellos tienen una manera específicamente cubana de desenvolverse. El primer problema global tiene que ver con el cambio climático, la intensificación de los fenómenos climáticos extremos; en particular, la intensificación de los fenómenos hidrometeorológicos extremos y de los períodos de sequía y lluvia, así como el aumento del nivel del mar. Cuba, en cuanto pequeño país insular, se encuentra en un lugar sumamente vulnerable y en condiciones económicas precarias que disminuyen la capacidad adaptativa del país ante esos desafíos. Incluso en condiciones económicas más favorables, el reto que significa enfrentar el cambio climático, que se coordina hoy a través del plan estatal denominado Tarea Vida, sería causa de incertidumbre total.

En segundo lugar, me parece importante señalar los cambios que en las subjetividades sociales ha traído aparejados el acceso masivo a las redes sociales, que en todo el mundo han ganado en extensión de la cobertura y en el número de usuarios en las últimas dos décadas, pero que en Cuba son un fenómeno relativamente reciente. Desde finales de 2018, con la expansión del acceso a internet en los teléfonos móviles y, luego, con el confinamiento durante la pandemia, se fomentó una cultura de las redes muchísimo más intensa, que ha generado transformaciones en la manera en que producimos, consumimos e intercambiamos información y en que nos expresamos y participamos en la conversación política y social, en que se crean afinidades o se mantienen relaciones afectivas. Un buen ejemplo de ello es la peculiar profundización del vínculo, potenciado como nunca antes, con la migración y con los cubanos que viven en otras latitudes.

Un tercer elemento general son las «corrientes culturales transnacionales», de las cuales quisiera mencionar dos variantes. Una minoritaria y otra con muchísimo más arraigo en la población. La victoria de Javier Milei, candidato de La Libertad Avanza, en las elecciones presidenciales en Argentina ha sorprendido a la región. El arma predilecta de Milei, las redes sociales, lo había llevado ya a convertirse en una figura conocida en microespacios y entre usuarios cubanos en las redes, que no solo están familiarizados con Milei, sino con todo el fenómeno del libertarismo de derecha en América Latina. Ahora bien, la presencia de libertarios cubanos de derecha es mínima comparada con el arraigo y la fuerza, no solo digital, sino además territorial y política, del fundamentalismo evangélico. En lo que de por sí constituyó una manifestación de dinámicas de movimiento social de corte religioso, un conjunto de iglesias cubanas presionó y exhibió musculatura política en Cuba durante buena parte de los debates sobre la nueva Constitución y el Código de las Familias. La presencia de esas corrientes culturales transnacionales es prueba de que Cuba no se encuentra aislada de esos flujos y de que los debates dentro del país han dejado de tener lugar en un espacio cerrado a todo tipo de influencias o, al menos, controlado.

El cuarto y último elemento tiene que ver con el proceso que se vive hoy de transformaciones en el sistema internacional, habida cuenta del ocaso imperial de los Estados Unidos, la emergencia de China como segundo actor geopolítico, militar y económico más importante en la escena mundial, la expansión de los BRICS+ y la guerra en Ucrania, factores todos que han acelerado las tendencias antes mencionadas. La nueva coyuntura mundial ha revivido una necesaria polémica sobre el imperialismo y la dependencia. El declive de los Estados Unidos no significa que estos se resignarán a perder poco a poco los espacios que conquistó en su momento, sino más bien todo lo contrario: más que nunca, los Estados Unidos están dispuestos a usar la fuerza, tanto coercitiva —mediante todo tipo de sanciones diplomáticas, económicas, comerciales, financieras— como militar para reconquistar esos espacios, en particular en una región como América Latina y el Caribe. Cuba ha ocupado el centro de esa agenda y esa voluntad de reconquista desde que desafió a ese poder imperial en 1959.

Uno de los resultados directos de ese antagonismo es la peculiar manera en que Cuba se ve obligada a lidiar con su inserción económica en el sistema internacional, limitada por la imposición de sanciones unilaterales de efectos extraterritoriales. El bloqueo económico, comercial y financiero impuesto desde hace casi 65 años por los Estados Unidos a Cuba ha sido y sigue siendo la zona más persistente de todo un arco de agresiones que van de la guerra bacteriológica, los actos de sabotaje y el terrorismo de Estado a intentos de asesinato, operaciones psicológicas y financiamiento de la subversión interna. Ese marco de sanciones no ha hecho más que profundizarse, ampliarse y hacerse más preciso en aras del objetivo de estrangular a la economía cubana y provocar un malestar y un descontento cada vez mayores en la población, fermentando así el caldo de cultivo de la contestación y la protesta a todos los niveles tanto de la sociedad como del Estado y que, según el Informe de Cuba de julio de 2023, publicación anual del Ministerio de Asuntos Exteriores de Cuba de conformidad con la resolución 77/7 de la Asamblea General de las Naciones Unidas titulada «Necesidad de poner fin al bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por los Estados Unidos de América contra Cuba», ocasiona al país pérdidas que, solo en el año transcurrido del 1 de marzo de 2022 al 28 de febrero de 2023, se calcularon en el orden de los 4,867.00 millones de dólares —lo que «representa una afectación de más de 405 millones de dólares mensuales, más de 13 millones de dólares diarios, y más de 555 mil dólares por cada hora de bloqueo»—, con su consiguiente efecto acumulativo y progresivo de pauperización de la economía.

A todo ello se suman la desaceleración y el estancamiento de la economía mundial, la inflación global y la terrible situación de la deuda externa. La inserción económica de Cuba en el sistema mundial ha estado mediada en lo fundamental por el alineamiento político, ya fuera con la Unión Soviética y los países excomunistas de Europa del Este hasta finales de los ochenta, ya fuera con gobiernos progresistas en América Latina durante gran parte de la primera década del siglo XXI. De ahí que, precisamente por haber estado esa inserción sujeta a la voluntad política de gobiernos afines, los vínculos económicos y los acuerdos de cooperación que de ella se han derivado hayan sido de una gran fragilidad, como sucedió con las misiones médicas cubanas, clausuradas por gobiernos como el de Jair Bolsonaro en Brasil, elegido poco después del golpe constitucional contra el gobierno progresista de la presidenta Dilma Rousseff.

Otra zona de gran vulnerabilidad en términos de su viabilidad económica en medio de un mundo tan cambiante es el sector del turismo, que desde los años noventa se convirtió en una de las apuestas fundamentales para impulsar la economía cubana.

En lo que respecta a las restricciones y constricciones a que se ve sometida Cuba, cabe recordar lo que Roberto Regalado llamó el «Triángulo de las Bermudas» por el que navega el país, en el cual su antagonismo fundacional con la política de los Estados Unidos tiene muchísimo que ver con el lugar que ocupa Cuba en América Latina y con la fuerza o la debilidad de un movimiento regional de solidaridad con Cuba que impugne al imperialismo estadounidense. En palabras de Regalado:

«El cambio en la correlación regional de fuerzas adverso a los movimientos populares, las fuerzas políticas y social-políticas y los gobiernos de izquierda y progresistas de América Latina agrava las condiciones para el desarrollo económico y social de Cuba en dos sentidos: 1. por el cese de la presión que, desde el gobierno de sus respectivos países, esos movimientos y fuerzas ejercían sobre el gobierno de los Estados Unidos a favor de la normalización de relaciones con Cuba; y, 2. por la desaparición casi absoluta de las relaciones económicas, comerciales, de cooperación y colaboración solidarias y mutuamente ventajosas que, por conducto de sus gobiernos, esos movimientos y fuerzas habían establecido con Cuba.» (Roberto Regalado, «El socialismo cubano necesita un debate y un nuevo consenso programático», La Tizza, 26 de julio de 2021).

En esa triangulación estriba también una parte importante del margen de maniobra del que dispone Cuba para llevar a buen puerto sus propias iniciativas de transformación.

Cambios internos

En tan convulso panorama, la sociedad cubana no se enfrenta a esa crisis en un contexto de estabilidad interna, sino en uno de hasta hace relativamente poco inimaginables cambios y convulsiones. La sociedad cubana de hoy, como diría Fernando Martínez Heredia, es «hija de los últimos treinta años».

Desde las estrategias de subsistencia a inicios del Período Especial hasta las de superación de la crisis, de la Batalla de Ideas, liderada por Fidel —quizás el último gran momento de movilización política en Cuba—hasta el VI Congreso del Partido Comunista y la puesta en marcha de la «Actualización del modelo económico y social cubano».

De manera que Cuba se encuentra desde hace diez años en un escenario de reformas que no se han llevado a cabo de manera lineal ni podrían leerse de manera lineal. En la realización de las «reformas» dentro de la «Reforma», han sido inevitables las interrogantes y los debates sobre qué reformar: ¿Qué tipo de socialismo construir? ¿Cómo debe funcionar la economía? ¿Qué alternativas institucionales habría que elaborar? ¿Cuál es el lugar de la política si «la batalla principal es la economía»? ¿Qué significa la Revolución hoy? Puede decirse que, a pesar del mayor acceso a la información, los debates han transcurrido en un contexto marcado por carencias y déficits tanto en términos de información como de análisis.

Esas carencias guardan relación, sobre todo, con lagunas en el conocimiento del propio proceso de la historia de la Revolución cubana. Con frecuencia, los análisis superficiales que se hacen sobre la Revolución se asocian con dos mitos persistentes. En primer lugar, el mito acumulado bajo capas y capas de propaganda adversa que han cimentado el prejuicio según el cual, desde el 1 de enero de 1959 hasta nuestros días, la historia de Cuba es una secuencia interminable de errores y horrores, una especie de infierno sobre la tierra en que la presunta imposición, arbitraria y a la fuerza, del «comunismo» interrumpió el normal desarrollo de una sociedad de bienestar, abundancia, paz social e ilimitadas perspectivas de desarrollo. El otro mito sostiene que el proceso que se inicia en enero de 1959 no solamente inaugura una época, lineal y homogénea, de justicia social, desarrollo, nuevas y verdaderamente democráticas formas de poder popular, independencia nacional y solidaridad internacionalista, sino además que a esa época le son ajenos los conflictos internos. Ambos relatos son falsos e ignoran la historia real de cómo se constituyó el poder revolucionario y las variaciones institucionales de ese poder que hubieron de sucederse en respuesta a cambios y transformaciones en la propia sociedad y a nuevos tiempos y nuevos objetivos. La ausencia de esa historia es una carencia latente en la experiencia vivida de varias generaciones de cubanos; el hecho de que no se haya tomado conciencia de esa carencia y de que no se haya sistematizado y pensado esa historia es un déficit significativo, en un momento de crisis como el que vivimos, a la hora de considerar el futuro de la Revolución.

En lo que sigue, intentaremos pensar esta singular coyuntura en tres planos: la producción y reproducción de la vida, la superestructura institucional concebida, diseñada y establecida para gestionar los conflictos de esa sociedad en transformación y, por último, las ideas, el liderazgo y el marco de acción política en el interior del proceso.

Reproducción de la vida

Cuando hablamos de economía cubana, y de producción y reproducción de la vida, habría que colocar en primer término, como hace Michael Lebowitz en Las contradicciones del socialismo real. El dirigente y los dirigidos (Santiago, Chile, Ediciones LOM, 2018), el problema de «la escasez crónica. Escasez para los consumidores, escasez para los productores; en todos los aspectos de la vida en el socialismo real había escasez. En realidad, responder a la escasez era un modo de vida». (Lebowitz, op. cit., p. 48, subrayado en el original).

La escasez ha sido un problema persistente de la economía cubana, asociada, por un lado, con el tipo de restricciones y constricciones que describíamos al inicio, pero también con los límites de un modelo particular de asignación centralizada de recursos, típico de las economías del socialismo eurosoviético. Los rasgos generales de ese modelo son los de una economía en general con bajas tasas de crecimiento en el mediano plazo, poca introducción de los avances científicos, ineficiencias en la distribución de los recursos, desequilibrios en las inversiones y baja productividad.

Ello ha impuesto límites al consumo, ya fueran dictados por el diseño o límites de facto. De hecho, una de las consignas más famosas y extendidas del proceso de reforma era precisamente la creación de un socialismo «próspero y sostenible»: no solo proveer una mejoría en el consumo y superar la condición de escasez, sino también lograr que ello fuera sostenible y estable.

Ahora bien, habida cuenta de que la escasez es un rasgo permanente, a su vez no es factor explicativo suficiente para todas las dinámicas que se manifiestan. Es preciso detenerse en las «modulaciones de la escasez», en la manera en que esta se «distribuye», por así decirlo, a partir de un determinado «pacto social». Es ahí donde nos tropezamos, precisamente, con una de las variaciones más radicales del «nuevo modelo» propuesto respecto del modelo anterior. En el «pacto social revolucionario» la escasez se presentaba como una restricción fuerte sobre el consumo individual y sobre el consumo suntuario, si bien extendía una garantía mínima y universal de acceso a determinados bienes básicos, racionados a través de mecanismos de asignación directa como la «libreta de abastecimiento». Por ejemplo, un cierto nivel de consumo en términos de alimentación formaba parte de las expectativas, pero era más difícil —y, en algunos casos, imposible— conseguir determinados bienes como ropa, calzado, efectos electrodomésticos o automóviles o recibir servicios de reparación de mantenimiento de la vivienda, aun cuando se fuese propietario de esta.

No obstante, ese pacto social comprendía un conjunto de servicios sociales universales de acceso gratuito o fuertemente subvencionado: salud pública, educación, cultura y esparcimiento, deportes. También se lograron altos índices de seguridad ciudadana. Por otro lado, la garantía de pleno empleo coexistía con una actitud generalizada de laxitud en cuanto al control y la disciplina de la fuerza de trabajo. No solo el empleo y el consumo, sino además la vida social en su conjunto, transcurrían en el interior del circuito estatal, de sus instituciones, establecimientos y empresas. Sin embargo, en la época que se abre con el Período Especial, ese pacto social, si bien se mantiene en sus líneas generales, se va desdibujando en la práctica por las dificultades que implicaba sostener esa amplia red de garantías universales en las nuevas condiciones de aislamiento y asedio y de productividad y eficiencia económica insuficientes.

La crisis del modelo anterior, en medio de desastres naturales como los huracanes Ike y Paloma, la crisis financiera de 2008 y el comienzo de un retroceso del primer ciclo progresista en América Latina a finales de la primera década del nuevo milenio generó un gran debate social sobre sus insuficiencias, de manera que en el discurso de aquellos años se puede observar un cambio de énfasis, en virtud del cual las reformas económicas se convirtieron en el elemento fundamental.

¿Qué proponía el nuevo modelo? Reducir ese núcleo racionado de garantías universales en favor de una situación en la que la productividad y el crecimiento de la economía garantizaran todos esos servicios sin necesidad de una asignación administrativa, a la vez que se conservara un esquema limitado y focalizado de asistencia social. Privilegiar la productividad y la eficiencia económica, reducir el «excedente» de fuerza de trabajo que empleaba el Estado y, a la vez, eliminar el esquema de estatalización total de la economía, prevaleciente desde el año 1968, en favor de la dinamización de la empresa estatal concebida como centro de una economía que incluyese cooperativas, pequeñas y medianas empresas privadas y trabajadores autónomos por cuenta propia. Así, el Estado asumía la dirección de la economía y de sus medios fundamentales, desembarazándose de aquellas consideradas «no esenciales», al tiempo que regulaba el resto de las formas no estatales.

Los debates «económicos» acerca de la autonomía empresarial, la política de subsidios, las condiciones de empleo y el tipo de ajuste que habían pasado a primer plano en los noventa reflejaban también la disfunción, teórica y práctica, de un paradigma de socialismo, el que se había derrumbado en la URSS y Europa del Este, y las dificultades para pensar una alternativa. Hasta ese momento, el Estado se había pensado como el centro de la transición. ¿Qué hacer en una situación donde en la práctica esas capacidades se han visto enormemente reducidas y la presencia de ese Estado se ha visto mermada?
La reproducción de la vida no puede detenerse por ese retraimiento del circuito estatal, la gente busca cómo satisfacer sus necesidades y comienzan a proliferar nuevos circuitos autónomos de reproducción de la vida, circuitos que alimentan todo un espacio de empleo, de consumo y de vida cotidiana y que se van autonomizando cada vez más y alejando del Estado, y reafirmándose y haciéndose más fuertes. El sector privado, antes de ser reconocido en gran escala por la Reforma, ya existía de una manera soterrada en actividades y mecanismos informales tolerados y, de esa forma, se iban creando esos espacios de autonomía en el tejido social cubano.

Ese proceso de autonomización también había tenido lugar a nivel de las empresas estatales que pugnaron durante años por un mayor espacio de autonomía en la gestión de sus propios ingresos, en la distribución de sus salarios y en la definición de sus inversiones y de sus utilidades y que intentaban retener una mayor parte de lo producido para sí mismas y su sector. Esa autonomía de los empresarios entraña un conflicto con los mecanismos de asignación centralizada, una contradicción que no solo se decide a favor de empresas concretas, sino de sectores enteros de la economía y modifica la política de inversiones. Un ejemplo muy claro es lo sucedido con el turismo, que se ha presentado durante estas décadas como motor impulsor de la economía y ha logrado, efectivamente, modificar la política de inversión del país en favor de la construcción de nuevas unidades hoteleras, del crecimiento y expansión de su infraestructura o, incluso, de la introducción de determinados beneficios para sus trabajadores, en detrimento de otros sectores productivos o presupuestados. La fragmentación del tejido social en múltiples circuitos privados, formales o informales, y la fragmentación del tejido empresarial en favor de lo sectorial, configuran lo que Reinaldo Iturriza llama, para el caso venezolano, «neoliberalización de facto», es decir un «fenómeno que guarda relación directa con la pérdida de capacidad estatal para reglamentar la economía […] De dicha hipótesis se derivarían dos conclusiones preliminares: 1) […] es un fenómeno que tiene lugar a pesar de la voluntad del liderazgo político chavista, al margen de la presencia de elementos neoliberales en el Gobierno, lo que ciertamente tendría que haber facilitado tal desenlace; dicho de otra forma, sería la consecuencia de su derrota en el plano económico; 2) en tal contexto, las clases populares no se convierten súbitamente al neoliberalismo, adoptándolo pasivamente como patrón de sociabilidad; no obstante, se ven obligadas a lidiar con la racionalidad predominante, reproduciéndola y adaptándose a ella, pero de manera ambivalente, beligerante, no exenta de crítica.» (Reinaldo Iturriza, «Un primer balance general de la etapa post-Chávez (segunda parte y final)», La Tizza, 11 de febrero de 2022).

A pesar de ese proceso de autonomización, que se da como una desconexión hacia formas de vidas separadas, individuales, familiares y diferenciadas del Estado y su circuito, la política social de la Revolución continuó siendo el núcleo duro de justicia, de la capacidad de la propia Revolución para dignificar la vida cotidiana de las grandes mayorías. Existía consenso sobre la necesidad de conservar en el socialismo cubano aquellas conquistas de la educación, la salud, la cultura, la seguridad y la asistencia sociales. Lo que no quedaba tan claro era cómo estas se relacionaban entre sí o cómo podían permanecer incólumes frente a todas las transformaciones que estaban sucediendo.

La sociedad cubana que emprende la Reforma estaba lejos de ser la sociedad más igualitaria de los años ochenta. Pero podemos distinguir entre el patrón de desigualdad que se había producido en esos veinte años y el que la propia dinámica de la Reforma había generado. Y se hacen visibles, como nunca antes en grupos sociales determinados, fenómenos de polarización social.

En su estrato superior, un sector vinculado ya no solo a la presencia del capital transnacional y las empresas mixtas, sino todo un naciente sector privado; por otro lado, más abajo en esa escala, un sector empobrecido; una pobreza distribuida desigualmente en términos de género, de raza y de territorio. La reducción del circuito estatal y su patrón más igualitario de distribución afectan en mayor medida a las mujeres, quienes suelen asumir una carga superior de los cuidados, ha tenido un impacto más alto en aquellos sectores marginalizados y racializados de negros y mulatos que, de los noventa en adelante, habían comenzado a chocar con patrones históricos y nuevos de desigualdad en términos de oportunidades, ingresos, movilidad social y, por supuesto, territoriales, cuando también comenzaba a reemerger esa otra estructura profunda de desarrollo de la historia cubana, en que La Habana y sus condiciones eran distintas a las del resto de las provincias.

Un momento visible de ese patrón de desigualdad es el cambio en la estructura de ocupación. Los «ajustes de plantillas infladas» y el «proceso de disponibilidad», que eran parte también de la Reforma e implicaban que un número considerable de trabajadores del sector estatal se desplazasen hacia formas no estatales de ocupación. Si bien ese proceso no se llevó a término y ese traspaso sucedió de manera más gradual, en los últimos años se han producido dos transformaciones importantes: por un lado, un tercio de la fuerza laboral activa está empleada en el sector privado y, por otro, existe una zona significativa de la población en edad laboral que no se encuentra incorporada a ningún empleo formal, ya sea en el sector privado o en el estatal.

En el primer caso, el del sector privado, el empleo se ejerce en condiciones laborales mucho más estrictas, precarizadas pero con salarios mayores a los del sector estatal y todavía bajo las salvaguardas universales de la política social, que hasta cierto punto aseguran sus condiciones de vida. Ese empleo en el sector privado no ha terminado de configurarse, pero sus futuros conflictos por la ausencia de derechos laborales, por su sesgo discriminatorio y su falta de garantías, ya son visibles en la misma medida en que se va consolidando. En el caso del empleo informal, su única y precaria garantía es la existencia autónoma del circuito de fondo —el de la reproducción simple— al que muchos prefieren referirse como circuito de la economía marginal.

El crecimiento del sector privado formal e informal sigue ese patrón de desigualdad descrito más arriba y es impensable sin una relación molecular con el mercado mundial a través del contrabando de importación y las remesas, sin una relación más porosa con el exterior y sin un cambio en las necesidades y las aspiraciones. La cultura cubana, de hecho transnacional, es una cultura en flujo. Se altera lo que la gente piensa, imagina, las ideas de lo que quieren para sus vidas en un ir y venir a través de visitas, videollamadas, mensajes de voz, reels, recargas de saldo, publicaciones e influencers, ropa, zapatos, bienes de consumo, relaciones. En virtud de una modificación íntima de los deseos, sueños e imaginarios, el futuro se dibuja ahora, en el mejor de los casos, no como destino colectivo sino como elección estrictamente individual o familiar. En el peor y más común de los escenarios, como una fantasía cuyas figuraciones no tienen otro motor o anclaje que una obsesión de fuga… hacia cualquier otro lugar. La migración a la primera oportunidad que se presente es la realización de esa fantasía.
En el deterioro del pacto social socialista y la degradación del espacio común, ya sea, laboral, político, local o nacional se cifra un malestar que se convierte en la búsqueda de salidas individuales. En la estratificación, la desigualdad, la fragmentación, en esa mayor heterogeneidad, no existen mecanismos capaces de sintetizar la idea de comunidad. Sobre esa sociedad y las fuerzas materiales que los movilizan, ¿qué instituciones podrían garantizar estabilidad, representación, síntesis y acceso a los bienes esenciales?

Un nuevo modelo institucional en tiempos de cambio

El modelo institucional que rige en el país, por lo menos en términos de diseño, es el de la Constitución de 2019, aprobada en referendo por el 82 % del padrón electoral. La propia Constitución fue resultado a mediano plazo del proceso iniciado con la «Actualización».

El modelo institucional anterior se percibía no solo como inadecuado para los objetivos de la Reforma, sino en general como demasiado a la zaga de los cambios que habían ocurrido en la sociedad cubana desde el Período Especial. La «desviación» —como denomina Valdés Paz a ese desfasaje— había llegado a un punto crítico. Adicionalmente, en ausencia de Fidel, era inevitable preguntarse cómo construir un conjunto de instituciones que pudieran desempeñar las funciones de representación, escucha social, arbitraje y movilización que hasta entonces había desempeñado su liderazgo indiscutido, omnipresente y carismático. ¿Cómo estructurar un contrapeso a las dinámicas de burocratización, hasta ese entonces no menos omnipresentes en el proceso cubano? ¿Cómo modernizar y reducir el aparato estatal y gubernamental para crear una eficiente administración pública?

En gran medida, el proceso de actualización, que el discurso oficial ha solido presentar como apenas una modificación de la estructura socioeconómica, es también un proceso de reconfiguración institucional. ¿En qué sentido? Podríamos plantear que, después del desbordamiento hacia lo social y lo político que caracterizó a la Batalla de Ideas, se vuelve a la política constituida y al Estado como centro exclusivo del proceso. Se refuerza la idea de que las instituciones gubernamentales y estatales son garantes de la legalidad y del carácter ordenado de los procesos y se despliega una intensa labor para protocolizar y legislar en todas las instancias administrativas. Se hace hincapié en la profesionalización de los cuadros «decisores». Se tiende a limitar al mínimo los momentos de excepción, harto frecuentes en la historia de la Revolución, sobre todo en las épocas de politización y movilización más intensas, en favor de normas y procedimientos estandarizados. Lo jurídico toma por asalto a la política, del mismo modo que la economía había ocupado lo social y parece indistinguirse de ella.

Si, con esas reformas, lo privado obtiene reconocimiento y espacio propios (en lo familiar y en lo económico) y el Estado se reconstituye y traza nuevamente sus bordes administrativos, hay un ancho espacio de lo social que queda descolocado en la ecuación. Esa ausencia es palpable, por ejemplo, en las escasas menciones que del término sociedad civil se hacen en los documentos de política sometidos a debate durante el período, al punto de no aparecer en la Constitución, a pesar de que la noción misma de sociedad civil ocupa hoy un lugar central en la disputa política.

Una de las maneras de representar ese conflicto puede verse en el debate sobre la autonomía municipal. La municipalización es una de las grandes promesas de ese nuevo orden institucional y, por tanto, presenta un punto de vista privilegiado desde el cual observar algunas contradicciones, persistentes en términos institucionales y pertinentes para el conjunto de la experiencia.

Desde su constitución, el poder revolucionario desplegó una estructura altamente centralizada y verticalmente organizada. En primer lugar, en cuanto efecto del origen del poder revolucionario en una organización político-militar; en segundo, por la historia del propio poder ejecutivo en Cuba; en tercer lugar, en cuanto efecto de la gestión de las crisis y, por último, como parte del diseño. Esa centralización, típica de los años sesenta y que se mantuvo hasta principios de los setenta, influyó por lo menos en dos aspectos. Primero, en la cultura política y la autopercepción de los funcionarios cubanos, en su desarrollo profesional, en el lugar de lo local frente a lo que viene «de arriba», en la relación con sus subordinados. Después, incluso cuando a partir de los setenta comienzan a crearse estructuras descentralizadas, el centralismo pesa sobre la dinámica de las instituciones. Los órganos locales seguían sin tener prerrogativas suficientes para gestionar integralmente sus respectivos territorios.

Llegados al contexto actual, una reforma integral hacia la descentralización del Estado sin una desconcentración efectiva de sus recursos, crearía sobrecargas a nivel territorial y reforzaría el patrón de desigualdad presente hoy. Por otro lado, en el nuevo diseño el predominio de las asambleas o de los órganos colegiados como forma política se debilitó en favor de la reconstitución de toda una línea diferenciada del Poder Ejecutivo en la reaparición de la figura del Primer Ministro y los gobernadores provinciales, que sustituyeron a los cuerpos asamblearios a ese nivel. La experiencia de la pandemia vigorizó esa línea ejecutiva

El municipio se nos presenta de manera muy directa como síntesis de esas tres contradicciones.
Una de las modalidades de esa pugna es la que se manifiesta en la distribución de los recursos, dimensión fundamental de su funcionamiento. Hay una fuerte tendencia a distribuir los escasos recursos mediante vías altamente centralizadas, concentradas y ejecutivas: el combustible, los alimentos, etc. El problema es cómo se deciden esas prioridades, cómo se hace participar a la sociedad en la definición de estas. Aparte del déficit funcional, o de la cuestión de cómo funcionan esas prioridades y si lo hacen, está presente el problema de un déficit en su elaboración democrática, o cómo decidir colectivamente sobre la gestión de lo común.

El problema del liderazgo ético-político

A inicios de la Reforma, ya se observaba un desgaste de las organizaciones sociales y de masas, reconocido incluso en la Primera Conferencia del Partido realizada en 2012. Existía en esa fecha un entendimiento de que los mecanismos de funcionamiento de esas organizaciones se veían cada vez más limitados y ya no eran tan efectivos para movilizar y hacer participar a amplias franjas de la sociedad de la misma manera que antes. Si bien en su discurso y proyección la Reforma se presentó como «económica y social», llevaba implícito un proyecto de refundación política del Estado y de sus capacidades de maniobra y funcionamiento.

Ese proyecto de necesaria refundación política se estructuró en torno a un paradigma de normativismo y estabilidad. Sin embargo, los últimos años no han sido prueba de ello. Un problema central de la política revolucionaria es que, al haber desplazado su centro hacia las instituciones constituidas, pero sobrepasadas por los conflictos que surgen de ese torbellino de desajustes y transformaciones, ha negligido su capacidad de reacción y respuesta para intervenir en tiempos de excepción y de crisis. Esos mismos tiempos en que el liderazgo, la audacia y las soluciones, en esos momentos fluidos, afirmativos y creativos de la política, son determinantes.

El malestar social generado por las condiciones económicas adversas, las deficiencias institucionales y la anomia y la enajenación con relación con la institucionalidad del proyecto revolucionario (el Partido, el Estado, el Gobierno), ejemplificado en la expresión tan común con que amplias zonas de la sociedad se refieren a «ellos» —es decir, a los dirigentes del Partido, el Estado, el Gobierno, en cuanto cuerpo político a la vez indistinguible y confuso, fue y sigue siendo fuente de una repolitización acelerada de sectores no despreciables, activos o cooptados por una agenda antigubernamental en sus distintas modalidades.

Para salirles al paso a los numerosos conflictos latentes o abiertos, provocados por errores propios en ese estrecho margen de maniobra, catalizados por agendas mediáticas hostiles y operaciones de inteligencia subversivas, no existen a nivel local y territorial liderazgos capaces de reconstruir esos consensos, exigir una rendición de cuentas efectiva o movilizar para la búsqueda de soluciones. Ante esa ausencia, proliferan los liderazgos alternativos y antigubernamentales como conductores del descontento. Cuando la politización no es de signo revolucionario, la desafiliación y la reacción extremas campean a sus anchas.

La pandemia de COVID-19, como un gran acelerador, colocó al país en una situación límite y alteró los escenarios probables de evolución de la sociedad a resultas de una nueva crisis en la que emergieron con fuerza todos los elementos anteriormente esbozados. La gravedad de la situación sanitaria limitó las posibles soluciones y generó un estado generalizado de incertidumbre cuando se atravesaba por el peor pico pandémico. El 11 de julio de 2021 fue consecuencia directa de esa situación límite y una alerta en términos de la erosión de la hegemonía de las fuerzas revolucionarias y su liderazgo.

Cuando hablo de liderazgo, no me refiero a la existencia de una persona en particular que desempeñe las funciones de líder, sino a la unidad de propósito y acción, al horizonte compartido, a las creencias comunes, a una determinada lectura y diagnóstico del contexto, un recuento histórico y una perspectiva de futuro inmediata que sintetice en una práctica política y que convoque a la movilización y disponga de los mecanismos para llevarla a cabo con amplitud y sostenimiento. Para ello el poder revolucionario y su base social contaban con fuentes de legitimidad, que se han modificado a lo largo de la última década.
A la hora de ejercer su liderazgo, el equipo que tiene hoy en sus manos las riendas del Estado y del Gobierno no puede valerse de una fuente de legitimidad que hasta ese momento había sido determinante dentro del proceso, legitimidad que Juan Valdés Paz llamaba «histórica». Histórica en el sentido de que emanaba de la experiencia, reconocida en la primera generación encabezada por Fidel Castro y, muy de cerca —en cuanto sucesor designado—, por Raúl Castro—, en el manejo del Gobierno y del Estado. Con el traspaso generacional ocurrido en los escalones más altos del poder revolucionario, esa fuente está en proceso de disolución.

De manera que las nuevas fuentes de legitimidad accesibles al actual equipo de gobierno encabezado por el Presidente Díaz-Canel serían tres: a) su capacidad para mantener, expandir y hacer efectiva la política social de la Revolución; b) su capacidad para legislar y hacer cumplir la ley y actuar dentro del marco jurídico establecido en la Constitución; c) su capacidad de articular y unificar políticamente a través del consenso y de hacerlo incluso con otros mecanismos de consenso, distintos de los hasta ahora habituales. Esas tres fuentes son hoy, en medio de las crisis, en extremo complejas de capitalizar y equilibrar.

Los cambios en el consenso pueden verse, por ejemplo, en el comportamiento electoral diferenciado en las votaciones realizadas en 2022 y 2023, ya fuera en las elecciones municipales o nacionales o en el referéndum sobre el Código de las Familias. Es notable el deslizamiento de una aprobación casi unánime, reflejado en índices de voto afirmativo superiores, en todos los casos, al 90 %, a índices que, aunque todavía mayoritarios, se han visto inusualmente reducidos. Ello es también indicativo del tránsito hacia un consenso mucho más pasivo, no solo en términos electorales, sino también en términos de participación en las distintas instancias colectivas y asamblearias, organizaciones sociales y de masas y, en general, la vida pública. Si bien todavía se pueden percibir momentos de consenso activo y mayor participación en la consulta popular para la redacción de algunos cuerpos jurídicos (la Constitución, el propio Código de las Familias), ese no ha sido el caso respecto de todos los actos legislativos importantes aprobados en fecha reciente ni tampoco en el de la propuesta y la aplicación de medidas de enfrentamiento a la crisis económica. En sentido general, se observa una ostensible merma de los momentos participativos más amplios o más acotados y locales.

La extensión de las redes ha ampliado y modificado los espacios de discusión pública. La forma en que se elaboran, se divulgan y se asocian los intereses ha generado estrategias de movilización ya añejas en el resto del mundo, pero novedosas en Cuba, donde las redes se han convertido en escenario de violentos enfrentamientos ideológicos virtuales que han escalado y filtrado a las calles y las casas. Dicho esto, el efecto acumulado de las redes ha sido más catártico que movilizador y más disolvente que aglutinante en esa dimensión de la política que requiere «poner el cuerpo» y no simplemente dejar un comentario.
De hecho, es posible entender los últimos años en esa imbricación y potencialidad de la movilización virtual/real en la vida cotidiana. En las colas, pero también en otras formas de movilización como los grupos de compra y ventas en WhatsApp, en Facebook, en Telegram, podríamos encontrar «una multitud, en fin, extendida a todo lo largo del país, de manera simultánea, con regularidad diaria y con una intensidad microlocal y grupal considerable» (Leyner Javier Ortiz Betancourt, «Las masas en julio», La Tizza, 11 de julio de 2022). La efervescencia de lo social y sus conflictos está ahí, la cuestión es cómo encuentra expresión y qué les dará forma a través de «mediaciones institucionales y simbólicas que canalicen y contengan, en simultaneidad, los anhelos y frustraciones de las gentes». (Ibidem)
Cabría preguntarse ¿cómo incrementar la representación, la participación y el debate sobre lo común y cómo darles cauce formal y eficaz a los conflictos en una dirección emancipadora? Lo que han revelado las dinámicas de los últimos años es la emergencia cada vez más abierta de conflictos. Conflictos que se dan en todos los niveles y que requieren de mecanismos de arbitraje que logren saldarlos sin llegar a ningún tipo de confrontación violenta o destructiva. Esa capacidad de arbitraje depende en gran medida de la legitimidad y del consenso alrededor de la fuerza encargada de interceder. En el interior del Estado, cuando las contradicciones se canalizaban en el marco institucional y por conducto de la clase política, Fidel, primero, y Raúl, después, fungían como árbitros y preservaban la unidad del conjunto. Esas situaciones hipotéticas serían inéditas en Cuba, pero no se puede descartar la posibilidad de que se materialicen, llegado el caso de que esas contradicciones se tornen más abiertas y más directas, como resultado de la propia crisis que pone en juego la supervivencia de sectores y ramas de la economía, que pujan por redistribuir los recursos económicos a su favor, o en virtud de la existencia de visiones alternativas que lleven a desencuentros agudos sobre las salidas de la crisis. Así deben leerse los constantes llamados a la unidad que han marcado la pauta a partir de la intervención de Raúl Castro el 1 de enero del 2024 como intento de exorcizar esas angustias. ¿Qué mecanismos poner en marcha para lograrla? ¿De qué tipo de unidad se habla?

Especialmente, cuando consideramos una variable adicional que requeriría de un tipo de arbitraje «de lo social», pues si algo se ha hecho visible en la Cuba de los últimos años es la protesta: la manifestación pública y autónoma del descontento, incluso sin una normativa que la regule aún, a través de movilizaciones de distinto tipo y de distinta escala. Comenzaron en mayo de 2019 con una marcha autoconvocada por un sector del activismo LGBTI y de ahí en adelante se pueden mencionar la sentada del 27 de noviembre de 2020 frente al Ministerio de Cultura, la movilización de La Tángana en el Parque Trillo, el ya mencionado 11 de julio, la Sentada de los Pañuelos Rojos y un número considerable de micromanifestaciones de signo político diverso, hasta las más recientes, ocurridas en marzo en Santiago de Cuba, pero marcadas por su convocatoria al margen de las orientaciones estatales, las cuales han respondido siempre bajo el signo de «la tranquilidad y el orden». La ocupación del espacio público que hasta ahora había sido iniciativa y obra exclusivas de la política revolucionaria tradicional se ha convertido en otro territorio en disputa. ¿Cómo metabolizar ese dato de lo social que es la protesta, no solamente como un derecho sino como un mecanismo para ampliar la participación y redescubrir, por ejemplo, la presión social?

Pues la emergencia de la protesta hace visibles las líneas de conflicto que hemos descrito, hasta ahora se hayan o no «manifestado»: la contradicción dentro del sector privado entre los trabajadores súper-explotados y los dueños, las contradicciones entre los pobladores de una demarcación y sus autoridades tanto elegidas como no elegidas, los conflictos dentro de las empresas estatales, las manifestaciones feministas en contra de la violencia de género y un largo etcétera. La protesta, al reflejar un malestar, desafía nuestra capacidad de convertirlo en mecanismo de repolitización y reivindicación del socialismo cubano, de nuevas formas de comunidad. Puede que esas formas de protesta se encuentren en reflujo, pero ello no significa que el Estado haya vuelto a ocupar ese vacío ni que haya recuperado todas sus mediaciones y capacidades de incorporación anteriores a las protestas. Una lectura anterior a esa dinámica de protestas, que es más visible entre 2020 y 2022, puede arrojar claridad sobre lo que bulle bajo esa calma: la existencia, como reiterara varias veces Fernando Martínez Heredia, de una franja cultural desconectada de la Revolución y presente desde los años noventa.

Esa desconexión no es solo de los circuitos materiales o de los mecanismos institucionales, también se da en términos simbólicos y en términos políticos. Es una franja en la que crecieron los marcos aparentemente apolíticos de la religión, la música urbana o el emprendimiento, determinadas soluciones y visiones sobre lo social y sus tensiones. Cuando esas zonas se re-politizaron —lo cual se hizo patente el 11 de julio—, lo hicieron canalizándose sobre todo por consignas y directivas y, en general, por un liderazgo ideológico y político de los sectores de derecha, que derivaban sus posturas de un sentido común que proliferaba espontáneamente y se alimentaba de visiones de sociedad antagónicas al proyecto de la Revolución.

O sea, figuras que elaboran sistemas de creencias, certezas, ideas movilizadoras, que encuentran asidero frente a la incapacidad del desgastado discurso burocrático para resonar o conectar con esos conflictos, con esas contradicciones, con esa realidad. Son discursos que se movilizan a través de medios así llamados independientes: youtubers, influencers en redes sociales, que no siempre poseen matices explícitamente políticos, pero que van modificando el sentido común hasta hacer impensables determinadas salidas, propuestas y políticas revolucionarias y que, de ese modo, llegan a normalizar y reforzar un tipo de vida desconectada y totalmente separada y ajena al proyecto de la Revolución. Pero también son las formas de vida y las experiencias dentro de las cuales esos discursos, y no otros, o quizás en ausencia de otros, tienen sentido. ¿Cómo cambiar esas formas de vida?

A manera de conclusión

Cuba es hoy escenario de una disputa sobre el destino de la Revolución. Esa disputa es omnipresente y se plantea en un momento de definiciones fundamentales, en el que todo parece estar en juego y —como es de temer— lo está.

Esas definiciones emanarán de la respuesta a preguntas que están hoy sobre la mesa y que nos alertan de nuevos problemas sin resolver. De esos problemas, dos son los más urgentes y, por tanto, los decisivos ¿cómo re-pensar el sentido de la justicia y de la igualdad frente a una desigualdad y pobreza cada vez más visibles y agobiantes y cómo hacer que ese sentido reencarne en formas viables, convincentes, sostenibles? ¿Cómo desatar una participación protagónica y activa del pueblo que lo re-politice por cauces revolucionarios?

Frente a tales desafíos, las soluciones policiales y administrativas son insuficientes. El ejercicio de la coerción por parte del Estado puede ser suficiente para mantener el poder de coerción —círculo vicioso—, ¿pero será capaz de renovar y hacer avanzar el proyecto? Volver a la administración total de la vida y reintegrarla por completo al circuito estatal es impensable e inviable. «La solución no es policial, es política» —rezaba un editorial de La Tizza de mediados de 2021, en vísperas de las protestas del 11 julio. En él podía leerse:

«No se puede seguir llevando policías allí donde hay que llevar conciencia socialista, liderazgo y moral revolucionaria. El pueblo no puede quedar convertido en un espectador con celulares en la mano, a merced de la falta de apelación a él para que se ejercite en la batalla de ideas que Fidel lanzó y que ha sido, en la práctica, abandonada»-

La solución tampoco podrá ser administrativa. La solución no podrá venir sino de la movilización de las masas en torno a nuevas ideas, prácticas y discursos que actualicen la Revolución como presente vivido por el que valga la pena seguir apostando aquí y ahora, pero que también la doten de una perspectiva de futuro que hagan de esa apuesta una elección existencial y no solo una esperanza.

La clausura de ese futuro viene de la mano de la privatización, cierre que en cierto modo ya se ha iniciado. Por todas partes vemos emerger poderes privados, discrecionales: en el mundo empresarial —tanto privado como estatal—, en las instituciones, en el espacio doméstico; lo vemos en el énfasis de lo privado que cercena cualquier otro tipo de relación, en la tendencia a vivir hacia el interior de las casas y en la proliferación de muros, rejas y separaciones; en el temor a la calle y al encuentro con el otro. Lo vemos en el rechazo de lo común y de todo aquello considerado como estorbo, como traba frente a lo privado, lo individual, lo familiar, lo infrasocial. En la experiencia cubana, como en muchas experiencias de construcción socialista del siglo XX, el Estado era efectivamente la forma principal de comunidad, pero a su alrededor y por debajo crecían múltiples relaciones que alimentaban y fomentaban otra manera de vivir. La presencia del Estado y su vocación de regular, administrar y controlar no dejó de generar un malestar y una rebeldía comprensibles, pero hoy nuestro reto es cómo ampliar las formas de lo común más allá del Estado, cómo llevar adelante «una política de lo común».

El partido de esa política ha llevado siempre el mismo nombre: comunista. Si el poder revolucionario logra ser locus de anticipación del futuro, de sistematización de las experiencias emancipadoras de nuestra historia reciente y la historia de nuestra región, de organización de la voluntad colectiva para la transformación, de consolidación de la autonomía, pensada en clave de lo común, recobrada para el nosotros del pueblo político revolucionario, de invención y creación políticas, de síntesis de lo social; en fin, si logra ser capaz de desatar las fuerzas del pueblo, habrá logrado la Revolución cubana superar una vez más la crisis y sobrevivir para enfrentarse a nuevos problemas.

Es en ese debate programático sobre el socialismo cubano, en la refundación revolucionaria, en la profundización democrática y socialista del proyecto social de la Revolución cubana, que los comunistas y los revolucionarios cubanos demostraremos si somos dignos de ese nombre.

 

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