La elección del presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, fue un triunfo de la derecha. Respaldado por la élite brasileña, fue llevado a la victoria por un envalentonado movimiento conservador encabezado por iglesias evangélicas fundamentalistas y partidarios de la dictadura militar que duró entre 1964 y 1985.
Desde que asumió el poder en 2019, se ha debatido si el gobierno de Bolsonaro puede calificarse de fascista. Al mismo tiempo, envalentonado por su victoria, el fascismo inequívoco ha experimentado un aumento de popularidad en Brasil. La afiliación a grupos neonazis brasileños creció un 270% entre enero de 2019 y mayo de 2021. En Brasil es un crimen hacer, comercializar y distribuir material nazi. Este tipo de delito también ha aumentado desde 2015, con un fuerte incremento desde 2019. Mientras tanto, tanto un famoso podcaster brasileño como un diputado expresaron que los partidos nazis deberían ser legalizados.
Aunque Bolsonaro ha sufrido golpes en su popularidad desde que asumió el cargo, con su índice de aprobación hundiéndose hasta el 22%, es evidente que la ideología de extrema derecha sigue estando muy presente en la sociedad brasileña. Por lo tanto, hay que tomar en serio la posibilidad de que juegue un papel en las elecciones previstas para octubre de 2022.
Aunque se especula que, si está cerca de perder, Bolsonaro podría optar por un escaño en el Congreso para asegurarse un estatus privilegiado, los brasileños están actualmente preparados para una carrera de Bolsonaro contra Lula. Y aunque el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva es actualmente el favorito para ganar, sería un terrible error considerar la derrota de Bolsonaro como un hecho.
Una encuesta reciente muestra que, mientras Lula ganaría contra cualquiera de los posibles oponentes en la segunda vuelta —incluyendo a Sergio Moro, el juez que lo persiguió y encarceló injustamente—, su ventaja frente a Bolsonaro ha caído de 22 a 15 puntos porcentuales. Dado que las bases de Bolsonaro suelen hacer referencia a la invasión del Capitolio de Estados Unidos, y que el propio Bolsonaro ha hecho amenazas de golpe de Estado en el pasado, tampoco se puede descartar el peligro de juego sucio.
A la luz de estas amenazas, la izquierda brasileña necesita pensar estratégicamente qué alianzas son necesarias para ganar… y cuáles son demasiado contradictorias para mantenerlas.
Breve historia de contradicciones
La historia democrática de Brasil está llena de grandes dramas. En las tres cortas décadas desde que se estableció su actual constitución, dos presidentes han sido destituidos, uno fue elegido indirectamente y otros dos fueron vicepresidentes que ocuparon cargos interinos.
Uno de estos procesos de destitución fue el de Dilma Rousseff en 2016, liderado por la clase capitalista del país y sus aliados de la derecha. Después de años de negociar bajo el proyecto del Partido de los Trabajadores (PT) de conciliación de clases como forma de garantizar la gobernabilidad, los capitalistas estaban hartos. La estrategia del PT fue mixta, incluyendo concesiones a la derecha en el Congreso y una dosis de austeridad bajo el exministro de Finanzas Joaquim Levy. Pero estos acercamientos no fueron suficientes para evitar el golpe parlamentario que destituyó a Rousseff, orquestado con la ayuda del vicepresidente de Rousseff, Michel Temer.
La izquierda brasileña debe reflexionar estratégicamente sobre qué alianzas son necesarias para ganar, y cuáles son demasiado contradictorias para mantenerlas.
En un intento por sacar lecciones del golpe de 2016, Rousseff ha subrayado que la fuerza de un gobierno reside en la organización del pueblo, y que el PT había perdido gran parte de su capacidad de movilización como partido. La movilización contra el golpe fue errática al principio, y tal vez demasiado tarde si se tiene en cuenta que la derecha brasileña había empezado a aprovechar el descontento popular durante las masivas y heterogéneas protestas de junio de 2013 y empezó a pedir un golpe en cuanto Rousseff fue reelegida en 2014.
La izquierda radical, mucho más pequeña que el PT y sus aliados de la izquierda moderada, también estaba dividida en ese momento. Por ejemplo, mientras que partes del Partido Socialismo y Libertad (PSOL) salieron a la calle contra el golpe (y más tarde contra el encarcelamiento de Lula), otros en el PSOL adoptaron una posición de «fuera todos» contra el gobierno del PT y otros políticos del establishment. Algunos incluso apoyaron la investigación Lava Jato en su fraudulenta cruzada contra la corrupción.
El tema de la corrupción ha tenido durante mucho tiempo una resonancia emocional en Brasil, pero la izquierda ha luchado por politizarlo, a veces imitando narrativas débiles que reducen la corrupción a un defecto personal en lugar de una característica de la democracia capitalista y los conflictos que conlleva dentro del Estado capitalista. Mientras tanto, el bolsonarismo se nutre de falsas pretensiones «anticorrupción» diseñadas para apelar al moralismo y al nacionalismo chauvinista. Los ataques a Lula como corrupto y ladrón no empezaron con Lava Jato ni con el bolsonarismo, pero la asociación se ha reforzado en los últimos años y se renovará en una nueva ola de fake news y manipulación en línea a medida que se acercan las elecciones.
El uso de fake news contra la izquierda es cada vez más común. Desgraciadamente, hay incluso casos de afirmaciones difamatorias hechas a propósito por izquierdistas contra otras personalidades y organizaciones de izquierda, lo que es sintomático de la actual crisis y fragmentación de la izquierda brasileña. Esta fragmentación está provocando debates sobre cómo abordar la carrera de Lula en 2022 y, en caso de victoria electoral, cómo movilizarse y negociar bajo un nuevo gobierno del PT. Aquí es donde entra la cuestión de las alianzas.
En junio de 2002, antes de ganar su primera carrera presidencial, Lula publicó una «carta al pueblo brasileño» que era, en realidad, una carta al sector financiero. Su principal mensaje era que, de ser elegido, el gobierno de Lula llevaría a cabo una agenda de «amplia negociación nacional», al tiempo que respetaría los contratos anteriores y perseguiría el equilibrio fiscal. Por ejemplo, aunque mencionaba la reforma agraria, la carta también afirmaba que se debía valorar el agronegocio. Para resolver la crisis económica, decía la carta, el gobierno del PT tendría que dialogar con todos los sectores de la sociedad, comprometiéndose a controlar el gasto público, aunque persiguiendo un programa de cambios valientes pero «responsables».
La carta de Lula marcó el tono de su gobierno, así como el de Rousseff. Promovió programas sociales clave y mejoró la calidad de vida de millones de brasileños. Sin embargo, la ambigüedad del lulismo hizo que los banqueros y el agronegocio también crecieran y se beneficiaran en niveles récord, algo de lo que Lula suele enorgullecerse, a pesar de que esas mismas clases se organizaron para derrocar a Rousseff, promovieron reformas antiobreras con el gobierno de Temer y luego ayudaron a elegir a Bolsonaro.
Una cosa es hacer campaña por la candidatura de Lula y Alckmin en un estado de la región sur, pero en São Paulo los trabajadores tienden a recordar la crueldad de Alckmin.
Esta contradicción también está presente en 2022. El ministro de economía de Bolsonaro, Paulo Guedes, prometió la recuperación económica, pero ha dejado a la clase capitalista con ganas. Incluso los miembros más ricos y educados de la base de apoyo de Bolsonaro piensan que el gobierno carece de estrategia y que los rasgos autoritarios de Bolsonaro conducen a una inestabilidad innecesaria. Cuando las amenazas de Bolsonaro contra el Tribunal Supremo se hicieron demasiado evidentes, Temer tuvo que intervenir y calmar sus nervios con una carta. En otras palabras, las élites brasileñas no están totalmente comprometidas con Bolsonaro. Están en el aire, y Lula se ha dado cuenta.
Para atraer a estas élites que flotan libremente, Lula ha optado por un vicepresidente de derechas. Desde el punto de vista de la izquierda, esto es decepcionante, sobre todo si se tiene en cuenta que en 2018 la candidatura del PT contó con Manuela D’Ávila, del Partido Comunista de Brasil (PCdoB), de izquierda moderada, como candidata a la vicepresidencia.
Aunque todavía no se ha hecho oficial, Lula y el PT han indicado su preferencia por Geraldo Alckmin. Alckmin fue gobernador de São Paulo en cuatro ocasiones y su administración estuvo marcada por los escándalos de corrupción y el trato violento a los movimientos sociales. Fue bajo el mandato de Alckmin que, en 2012, miles de familias fueron desalojadas de su territorio y sus casas fueron destruidas mientras la policía atacaba violentamente a mujeres embarazadas, niños y ancianos en Pinheirinho. Alckmin siempre se ha opuesto al PT y se ha empeñado en asociar a Lula con la criminalidad y la corrupción.
Sin embargo, parece que Lula está dispuesto a enterrar el hacha de guerra. Esto no le sienta bien a la izquierda, que encuentran la idea de Alckmin como vicepresidente repugnante y desmoralizante. Una cosa es hacer campaña por la candidatura de Lula y Alckmin en un estado de la región sur, pero en São Paulo los trabajadores tienen bien presente la crueldad de Alckmin.
Algunos miembros del PT afirman que unirse a Alckmin es la única manera de derrotar a Bolsonaro, y están desestimando las objeciones de la izquierda como contraproducentes en el mejor de los casos. Los moderados están extendiendo la alfombra roja para Alckmin —que, incluso si aspira a una carrera política más allá de Bolsonaro, se erige como un representante del golpe de 2016—, mientras que condenan a la izquierda como obstruccionistas. El asunto ha reavivado los debates de junio de 2013, que llevaron a enmarcar a la izquierda radical como responsable del golpe.
Make Lula president again
Hace unos meses, algunos activistas e influencers empezaron a aparecer con gorras de béisbol rojas en las que se leía «Make Brazil 2002 Again», en referencia a la primera elección de Lula como presidente de Brasil.
La ironía de la gorra y su eslogan es que, al imaginar 2002 como el comienzo de una gran era, los partidarios de Lula avalan involuntariamente un marasmo de contradicciones que finalmente permitió a la derecha derrocar al gobierno del PT e instalar a un líder con ideales fascistas. La elección de Lula significó esperanza, pero también moderación. Millones de personas pudieron comer tres veces al día, pero los multimillonarios se enriquecieron por el camino y, cuando el programa del PT ya no les servía, esta clase capitalista empoderada lo derribó.
Es cierto que Brasil tuvo una vez un presidente al que le importaba si la gente vivía o moría, algo que podría haber marcado una gran diferencia durante la pandemia, que ha matado a más de seiscientos mil brasileños bajo el liderazgo de Bolsonaro hasta ahora. Pero es importante ir más allá de este estado de nostalgia melancólica y empezar a plantear preguntas estratégicas sobre a quién se puede convertir en aliado, y qué líneas no se deben cruzar. Volver a hacer presidente a Lula es un objetivo importante. Hay otras alternativas de izquierda, pero ninguna tan fuerte como él en este momento. Sin embargo, Lula no es un dios. Su elección no está garantizada, y su práctica de conciliación de clases crea al mismo tiempo estabilidad y profundas vulnerabilidades.
Quienes justifican la elección de Alckmin como su vicepresidente afirman que Lula sabe lo que hace. Pero si Dilma Rousseff tiene razón en que el PT debería haber movilizado al pueblo para apoyar un gobierno de izquierdas, es una decisión peligrosa elegir a un vicepresidente conocido por la brutal represión contra los manifestantes y por promover el golpe de Estado que dio a Temer la presidencia durante más de dos años. De todos los políticos de centro y derecha que Lula podría elegir como vicepresidente para su estrategia de gobernabilidad, ¿es realmente la mejor opción alguien que jugó un papel importante en el golpe de 2016?
Lula ha sido el mejor presidente de Brasil hasta ahora, pero incluso él puede cometer errores. Esperemos que, si gana, pueda volver a hacer de la movilización popular una prioridad.