En memoria de los 43 de Ayotzinapa, vivos los queremos
El México moderno y contemporáneo se hizo en gran medida a golpe de revueltas, a machetazos pues. Iría más lejos, de revueltas más que de revoluciones que, por lo demás, en gran medida fueron derrotadas, fallidas, truncas, interrumpidas o simplemente imaginarias. Y que a diferencia de lo que nos andan diciendo, no se cuentan con los dedos de la mano. Una, dos, puede que dos y media, difícilmente tres, seguramente no cuatro.
La historia de las revueltas del pasado ha sido narrada, pero solo pocos se han detenido a pensar su secuencia y su recurrencia en la mediana larga duración. Insisto en esta palabra, que coloqué en el título y cuya etimología latina recursus-recurrere nos abre un compás interpretativo: lo recurrente de las rebeliones remite a un recurso reiterado, algo que retorna, que reaparece. Un recurso de emergencia de cara a una urgencia frecuente. Y la lógica redundante y algo circular de este recurso recurrente, no casualmente, evoca la metáfora de Marx del topo revolucionario que asoma su cabeza no solo en la historia sino en la misma obra del barbudo: en el 18 brumario (1852), los Grundrisse (1857-1858), La guerra civil en Francia y en una carta a Kugelmann (ambos 1871). Para usar otra metáfora: la latencia y repentina aparición de estas revueltas recurrentes —pero no permanentes— se debe posiblemente a su modalidad volcánica: se gestan silenciosamente en las profundidades sociales y se manifiestan abrupta y repentinamente en la superficie de la arena política cuando se acumuló una tensión incontenible a nivel infrapolítico.
¿Será que el topo y las erupciones de nuestros tiempos se manifiestan en las revueltas? ¿Que solo ellas, eventualmente, dejando en suspenso el optimismo revolucionario, son portadoras de las eventuales y posibles grandes transformaciones del panorama socio-político? Las transformaciones que realmente ameritan la mayúscula, ex post cuando demuestran merecerla y no ex ante por propaganda o simple deseo de hacer historia.
Cabe la pregunta, pero creo que no hay que apresurarse en canjear definitivamente revolución por revuelta. Así como no confundimos revuelta o revolución con lucha armada, con guerrilla, una forma específica de rebelión, encabezada por un grupo armado respaldado por una porción de las clases subalternas o simplemente que actúa en nombre de ella. Sobre la recurrencia de la guerrilla, escribió Carlos Montemayor en un ensayo del 1999 (La guerrilla recurrente, 2007, Random house, México), un título que obviamente inspiró el uso del adjetivo que propongo aquí. Aunque hay que decir, con toda la admiración y el respeto, que Montemayor no se interrogó a fondo, sistemáticamente, sobre el enigma teórico y práctico que esta palabra designa: un secreto o un misterio que habla mucho de la labor historiográfica —situada entre conservación y transformación, continuidad y cambio— que podríamos incluso definir como el arte de descifrar el enigma de la combinación desigual entre lo persistente, lo emergente y lo recurrente.
La cultura de la revuelta
En la reconstrucción y narración de las rebeliones campesindias en México, Leticia Reyna, John Tutino y John Coatsworth son aquellos que, con mayor intencionalidad y claridad, intentaron situar a las rebeliones en la mediana-larga duración como clave de lectura de la historia nacional. En este esfuerzo ordenador nos ofrecieron algunas pistas conceptuales e interpretativas que pueden resonar para los fines de una caracterización general a la cual necesariamente tenemos que aspirar.
Leticia Reina, una pionera en el estudio comparado y secuencial de estos fenómenos en la historia mexicana, —a quien aprovecho para saludar— propuso dos tipologías. Una que distingue a los objetivos: (1) Rebeliones mesiánicas; 2) Rebeliones por la autonomía comunal; 3) Rebeliones por la democracia agraria; 4) Rebeliones anticolonialistas; 5) Rebeliones por el socialismo agrario (p. 35-39). Y otra de corte clásico (una forma elegante de decir marxista), a partir de los tradicionales criterios de conciencia y organización, que separa rebeliones pre políticas y políticas, en donde las primeras —que nombra por grado de politicidad sublevaciones, levantamientos y alzamientos— corresponden realmente a revueltas mientras que las políticas se acercan a una definición de revolución[1]Leticia Reina, Las rebeliones campesinas en México, 1819-1906, Siglo XXI, México, 1980..
John Tutino, por su parte, dialogando con el debate conceptual fundacional de la sociología histórica y la antropología política (Barrington Moore, Skopol, Scott, Wolf, etc.) propone una perspectiva basada en la combinación entre agravios y oportunidades, insistiendo en esta secuencia, es decir en la primacía de los agravios y su percepción que sintetiza en la fórmula de Barrington Moore de «indignación moral políticamente efectiva». Por otra parte, coloca una clave de lectura particularmente significativa tanto a nivel general, es decir teórico o universal, como concreto, para el caso de México y América Latina, es decir la cuestión de la autonomía —junto a las de inseguridad y movilidad— de campesinos e indígenas: autonomía no solo como independencia sino, uso términos que él no utiliza, como autosuficiencia y autodeterminación. Permítanme leer el último párrafo del libro de Tutino sobre rebeliones en México porque lo amerita:
Los insurrectos agrarios no hicieron la historia moderna de México por sí solos; pero se aseguraron de que la élite no hiciera esa historia sin ellos. Al enfrentarse a cambios sociales que les negaban autonomía y les imponían una lacerante pobreza, subordinación e inseguridad, los mexicanos del agro se afrentaron ante la injusticia de sus vidas. Aprovecharon toda ocasión disponible para armar insurrecciones, sin ganar nunca, pero garantizando que ninguna élite perduraría en el gobierno sin reconocer los agravios del campo. Esa tenacidad ante el repetido fracaso acabó por llevarlos a una victoria limitada: la destrucción de la élite terrateniente y el reparto en masa de tierras en comunidades ejidales. Los rebeldes del agro habrán imaginado una victoria más completa. Sin su lucha, sin embargo, los mexicanos del campo habrían conseguido mucho menos.[2]John Tutino, De la insurrección a la revolución en México Las bases sociales de la violencia agraria, 1750-1940, Era, México, 1990.
Por su parte, Coatsworth hizo un meticuloso trabajo de sistematización de las «guerras» campesinas, indias y las que llama regionales (de pobres rurales o sea campesindias) y señaló el vínculo entre rebeliones rurales y urbanas pero le faltó imaginación sociológica cuando definió a la revuelta simplemente «acción colectiva ilegal»[3]Coatsworth, J. H. (1990). «Patrones de rebelión rural en América Latina: México en una perspectiva comparativa», en Katz, Friedrich (comp.). Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en … Continue reading.
A estos tres autores habría que agregar a Adolfo Gilly quien, a la hora de pensar el levantamiento zapatista de 1994, recurriendo a su sensibilidad política y a su pluma privilegiada, colocó de forma particularmente sugerente la cuestión fundamental de la recurrencia de la rebelión en la historia mexicana como elemento de la cultura política nacional.
Y lo hizo, permítanme aquí un paréntesis autobiográfico, en una entrevista que le hice en 1997 que salió en Nexos bajo el título La rebelión como cultura, cuando yo era un chavo de 26 años y acaba de traducir al italiano su libro sobre el levantamiento zapatista que se titulaba Chiapas La razón ardiente. Ensayo sobre la rebelión en el mundo encantado (ERA, México, 1997) porque consideré que era el más esclarecedor entre todo lo que había leído sobre este acontecimiento estruendoso de la historia de México.
En el libro, escribía Gilly, cito:
La rebeldía rural termina insertándose, en los tiempos largos, como uno de los modos de conformación y de existencia de la comunidad estatal mexicana. O, en otras palabras, como uno de los elementos potenciales constitutivos de la relación de mando-obediencia entre dirigentes y dirigidos, entre gobernantes y gobernados.
Y aquí asienta una clave de lectura muy relevante, ligada a la hegemonía y la subalternidad, inspirada en Gramsci, Guha y Thompson, que marca su obra posterior a La revolución interrumpida y que caracteriza en particular su lectura del cardenismo que, dicho sea de paso, no comparto plenamente.
Decía Adolfo en esa entrevista cuyo título —La rebelión como cultura— retomaba una parte del libro:
Resulta que en ese tiempo largo la rebelión es uno de los recursos normales en la relación entre gobernantes y gobernados cuando las cosas tocan un límite. En casi cinco siglos la sociedad ha asimilado ese recurso como una forma aceptable de relación con la autoridad cuando las otras formas pierden visibilidad y legitimidad o no son aceptadas. Se me dirá que no es una forma de relación sino de destruirla. Si y no. Porque la historia de las rebeliones campesinas e indígenas, es la historia de las rebeliones que negociando: o son aplastadas, o el gobierno debe ceder y negociar. (…) Llamo a esto una cultura mexicana de la rebelión.
En su libro, y en la entrevista, Gilly hace referencia a las cartas recibidas por CCS después del fraude electoral de 88 cuando, desde distintas regiones campesinas cardenistas (en particular Michoacán y La Laguna), se le solicitaba o simplemente se le manifestaba la disposición a la rebelión (armada). Una rebelión que posiblemente pudo ser, pero fue abortada desde arriba, no emito aquí juicios de valor, a partir de una lectura de la correlación de fuerzas y de un opción pacífica e institucional, que se plasmó en la fundación del PRD en mayo de 1989. Un proceso que traté de reconstruir, desde la perspectiva de las izquierdas socialistas, en un libro que publiqué, hace más de 20 años, en 2003 y que presentó el mismo Gilly en la casa Reyes Heroles en Coyoacán.
La rebeldía zapatista
Gilly decía estas cosas a la luz del estallido en las cañadas de Chiapas. Este fue el acontecimiento político y simbólico que situó nominalmente a la rebeldía en el corazón de la lucha social en México. Los zapatistas del EZLN colocaron explícitamente a la rebeldía al lado de la resistencia, —como una versión potenciada de resistencia— y como alternativa a la revolución.
A partir de 1994 la palabra apareció y circuló en forma oral y escrita a través del discurso zapatista para nombrar prácticas, lugares y eventos políticos. Apareció en un par de ocasiones marginalmente en las primeras tres Declaraciones de la Selva Lacandona (enero 94, junio 94 y enero 95), mientras que adquirió fuerza en el discurso inaugural a la CND en el cual el Comandante Tacho habló de territorio rebelde contra el mal gobierno (3-8-94), posteriormente figuró en la declaración de los municipios rebeldes (19-12-94) y se asentó definitivamente en la IV Declaración de la Selva Lacandona que iniciaba solemnemente con la frase «Somos la dignidad rebelde» (1-1-96). De allí resonará en varios encuentros y comunicados posteriores, hasta cristalizar en la formación los Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas (MAREZ) en 2003.
En la Cuarta Declaración, además de la oración inicial, la idea-imagen de la rebelión figura en un pasaje de gran calado histórico:
Quiere el soberbio apagar la rebeldía que en su ignorancia ubica en el amanecer de 1994. Pero la rebeldía que hoy tiene rostro moreno y lengua verdadera no se nació ahora. Antes habló con otras lenguas y en otras tierras. En muchas montañas y muchas historias ha caminado la rebeldía contra la injusticia. (…) (NdR: Enlista a continuación las lenguas originarias pero incluye al castilla para concluir…) La rebeldía no es cosa de lenguas, es cosa de dignidad y seres humanos.
Ya en 2002, la idea de Rebeldía, ahora con mayúscula, aparece en el nombre de la revista zapatista oficial, auspiciada por el FZLN y bendecida por la comandancia. Y en una carta del Subcomandante Marcos, enviada en septiembre de 2002, a Fernando Yañez, ex fundador de las FLN, a quien le invita a participar en la revista encontramos un primer esbozo de caracterización de la figura del rebelde.
El rebelde es, si me permites la imagen, un ser humano dándose de golpes contra las paredes del laberinto de la historia. Y, que no se malinterprete, no es que se dé de topes buscando el camino que lo llevará a la salida. No, el rebelde golpea las paredes porque sabe que el laberinto es una trampa, porque sabe que no hay más salida que rompiendo las paredes. Si el rebelde usa la cabeza como mazo, no es porque sea un cabeza dura (que lo es, a no dudarlo), sino porque el romper con las trampas de la historia, con sus mitos, es un trabajo que se hace con la cabeza, es decir, es un trabajo intelectual. Así que, en consecuencia, el rebelde padece un dolor de cabeza tan fuerte y continuo que olvídate de la migraña más severa.[4] Septiembre de 2002, Para el Arquitecto Fernando Yáñez Muñoz
Solo un mes después, en octubre de 2002, aparece una caracterización todavía más sugerente en otra carta, en la cual, en el relato del Sub Marcos, Durito sostiene haber escrito con José Saramago un cuento titulado «La Rebeldía y Las Sillas». Vale la pena revisar en extenso este pasaje porque combina diversos registros históricos e ideológicos.
-Bueno, se trata de que la actitud que un ser humano asuma ante las sillas es la que lo define políticamente. El Revolucionario (así, con mayúsculas) mira con desprecio las sillas comunes y dice y se dice: «no tengo tiempo para sentarme, la pesada misión que la Historia (así, con mayúsculas) me ha encomendado me impide distraerme en pavadas». Así se pasa la vida hasta que llega frente a la silla del Poder, tumba de un tiro al que esté sentado en ella, se sienta con el ceño fruncido, como si estuviera estreñido, y dice y se dice: «la Historia (así, con mayúsculas), se ha cumplido. Todo, absolutamente todo, adquiere sentido. Yo estoy en La Silla (así, con mayúsculas) y soy la culminación de los tiempos». Ahí sigue hasta que otro Revolucionario (así, con mayúsculas) llega, lo tumba y la historia (así, con minúsculas) se repite.
-El rebelde (así, con minúsculas), en cambio, cuando mira una silla común y corriente, la analiza detenidamente, después va y acerca otra silla, y otra y otra, y, en poco tiempo, eso ya parece una tertulia porque han llegado más rebeldes (así, con minúsculas) y empiezan a pulular el café, el tabaco y la palabra, y entonces, precisamente cuando todos empiezan a sentirse cómodos, se ponen inquietos, como si tuvieran gusanos en la coliflor, y no se sabe si fue por el efecto del café o del tabaco o de la palabra, pero se levantan todos y siguen su camino. Así hasta que encuentran otra silla común y corriente y la historia se repite.
-Sólo hay una variación, cuando el rebelde topa con la Silla del Poder (así, con mayúsculas), la mira detenidamente, la analiza, pero en lugar de sentarse va por una lima de esas para las uñas y, con heroica paciencia, le va limando las patas hasta que, a su entender, quedan tan frágiles que se rompan cuando alguien se siente, cosa que ocurre casi inmediatamente. Tan, tan.[5] Octubre del 2002 Para: Angel Luis Lara, alias El Ruso. De: Sup Marcos.
Y acto seguido hace un guiño al anarquismo, en un deslizamiento comunista libertario que parece estar en sintonía fina con cierta sensibilidad que prosperó en los movimientos altermundistas de los años anteriores. Pero es difícil pensar que la metáfora no esté evocando el episodio de la silla presidencial que protagonizaron Villa y Zapata en el Palacio Nacional en diciembre de 1914. De allí que decía anteriormente que se cruzan diversos registros históricos e ideológicos en este pasaje olvidado del pensamiento zapatista que es emblemático de una concepción emergente de rebelión.
Con estos matices no siempre visibles, operando en buena medida como significante vacío para los nadie, los de abajo y a la izquierda, la perspectiva rebelde del zapatismo va a marcar un momento de la historia mexicana, el fin del siglo XX y el inicio del XXI. Siendo que fue precursora y/o coetánea de una tendencia que se manifestó a nivel mundial, hay que preguntarnos qué tanto está presente en el México de hoy, más allá de la influencia política del EZLN que se mantiene viva pero se ha visiblemente restringido.
El nombre de la cosa
Después del recorrido por estas huellas mexicanas y antes de volver al México del siglo XXI permítanme dos breves desvíos que considero importantes el primero para introducir claves de lectura teóricas, primero, y después claves de lecturas latinoamericanas y con el objetivo de desprovincializar una perspectiva nacional que puede terminar siendo excepcionalista, o sea asumir que México siempre es una excepción, que se cuece solo.
El primer giro, de corte sociológico, sobre el nombre de la cosa implica un apretón de tuercas conceptuales porque sin ello perdemos capacidad de interpretación histórica y corremos el riesgo de ahogarnos en la crónica.
Levantamiento, rebelión, revuelta, estallido, alzamiento y sublevación son nombres usados como sinónimos para designar una modalidad de protesta extensa (socialmente masiva y prolongada temporalmente) e intensa (por radicalidad de demandas, impactos y repertorio de acción), que podemos llamar «disruptiva», caracterizada por formas y dinámicas antagonistas (Modonesi 2010 y 2016)[6]La noción de antagonismo, de origen marxista, adquiere especificidad y alcance analítico en tanto indica y permite caracterizar a los procesos de subjetivación política centrados en experiencias … Continue reading, que desbordan los límites de contención de los sistemas políticos y se proyectan como hipótesis y prácticas de ruptura simbólica y concreta de un orden político-institucional (es decir se propongan o no, alcancen o no, efectos destituyentes). Así que un perfil específico de radicalidad disruptiva los distingue de simples ciclos de movilización o de protesta[7]En un plano más concreto, las revueltas se refieren a expresiones intensas de la protesta que pueden ser temporalmente puntuales o espacialmente locales pero también llegan a subir de escala, es … Continue reading, rasgo que se ramifica en dos direcciones: las formas y los alcances disruptivos potenciales o reales (es decir que logren o no realizarse plena o parcialmente). Se trata, por lo tanto, de ciclos de protesta que se caracterizan por un repertorio y un alcance antagonista disruptivo, radicalmente confrontacionales en su forma e impacto, que apuntan a la «ruptura o interrupción brusca» —según la definición de «disrupción» ofrecida por la RAE— de las reglas de reproducción del orden, la jerarquía o el régimen de dominación a la cual se atribuyen la responsabilidad de los agravios que están en el origen de la protesta.
Desde el flanco derecho, las revueltas son demonizadas y criminalizadas para justificar la represión, recurriendo a expresiones como motines, tumultos y otros epítetos usados para nombrar a los protagonistas de las protestas como violentos, vándalos, anarquistas o simplemente revoltosos. Palabras que dan cuenta del pánico que provoca la irrupción de las multitudes, el terror a la muchedumbre —las hordas o la turbe— que tiene raíces antiguas como el conservadurismo que condenaba la revoluciones del siglo XIX -aunque fueran burguesas en su dirección y propósitos- y la perspectiva de la psicología de las masas que le disputaba al marxismo la interpretación de la protesta social. Por el flanco izquierdo, las revueltas se suelen distinguir de la figura histórica pero también ideal típica de la insurrección —emparentada a la de revolución, entendida como acto o evento— que en el imaginario y la práctica de la izquierda post-jacobina, socialista y comunista implicaba un grado elevado de intencionalidad estratégica, organización y de conciencia de clase. A la luz del paradigma insurreccionalista, las rebeliones se quedaban y se quedan cortas. Inclusive Gramsci, quien brillaba por su capacidad de alejarse de posturas dogmáticas, sostenía, en sus apuntes carcelarios, que inclusive en las rebeliones los subalternos no dejaban de estar sometidos a la iniciativa de las clases dominantes.
Al mismo tiempo, desde una perspectiva autonomista o inclusive anarco-autonomista, se ha tendido a exaltar a las rebeliones por su apertura, fluidez y creatividad. Escribe, por ejemplo, Donatella Di Cesare que la revuelta es «nómade», «periférica» y «destituyente», no «sedentaria», palaciega e «institucionalizante» como la revolución, e incluso —sostiene— que no corresponde a la noción de poder destituyente —a la cual otros las asociaron (Amato el al., 2024)— porque evoca un rasgo estatal, prefiriendo el nombre revuelta, que implica una inversión y una huida de la lógica de mando (Di Cesare, 2020). Lo que, veinte años antes, el EZLN trató de ilustrar a través de la metáfora de la silla del poder.
Volvemos a los dos criterios fundamentales que hemos señalado: forma y alcance antagonista disruptivo. Se suele privilegiar el primero desde una perspectiva que exalta el horizonte interior del fenómeno, los que llamo patios interiores de las revueltas. Mientras que el segundo resalta la cuestión del impacto externo, es decir el efecto sistémico o antisistémico. Una distinción no solo temática ya que atraviesa el debate entre corrientes de estudio de los movimientos sociales así como los intentos de convergencia y entrecruzamiento multidimensional (véase, por ejemplo, el énfasis sistémico de la teoría de la estructura de oportunidades políticas y, en contraste, la mirada organizacional de la teoría de movilización de recursos). Al mismo tiempo, hay ángulos de lectura que denotan posicionamientos de carácter político-estratégico: los unos más atentos a la dimensión de la autonomía, el antagonismo, el contrapoder y la contrahegemonía y los otros a la capacidad hegemónica y de construcción de poder y de proyección institucional, gubernamental y estatal. Un debate antiguo por lo menos como la 1a Internacional, pero que sigue rondándonos a pesar del dúplice fracaso reciente al que hemos referido en el escenario latinoamericano porque remite a un dilema de fondo, una antítesis y una contradicción que no se han podido todavía sintetizar diversamente.
Por ello, aceptando esta antinomia como una polaridad dialéctica inherente a las formas y las prácticas del antagonismo, se pueden ordenar algunas variables que atraviesan las distintas experiencias de revuelta, en aras de trazar un polígono de tensiones que las constituyen.
Una serie de cuestiones relativas a las formas que delinean el horizonte interior de las rebeliones latinoamericanas recientes, es decir su composición social, formatos organizacionales y repertorios de acción y, en segunda instancia, los alcances político-sistémicos-hegemónicos, su impacto disruptivo (destituyente e/o instituyente) en la arena política.
Por mi parte, destaco el peso y el valor de los patios interiores de las rebeliones en los cuales se reflejan las experiencias de subalternidad, antagonismo, autonomía, en una combinación o composición dinámica y cambiante.
No desdeño el peso de la coyunturas y las crisis política pero, vuelvo a mencionar a Gilly cuando sostenía lo siguiente:
La crisis de la comunidad estatal mexicana y la crisis de la modernización desde arriba pueden explicar el momento del estallido. Pero no explican sus modos, que hay que rastrear en la historia, como hemos tratado de hacerlo. Ni explican tampoco su singular recepción en la sociedad mexicana, tanto urbana como campesina.
No puedo desagregar ahora como se van desplegando estas perspectivas de investigación y en particular las que se interesa por los «modos», como decía Gilly, o las «formas» como prefiero decir yo. Me limito a señalar sobre estos temas han florecidos una serie de estudios en América Latina.
El espejo latinoamericano
En efecto, en diversas latitudes de América Latina surgió la necesidad de analizar las rebeliones porque reaparecieron con fuerza y frecuencia en el siglo XXI. En varios países las respectivas culturas nacionales de la rebelión mostraron su persistencia y su recurrencia. En orden de impacto estallaron revueltas que cambiaron la cara política de Ecuador, Bolivia, Argentina, Chile y Colombia, países en las cuales los levantamientos tuvieron resultados tangibles en términos destituyentes e instituyentes mientras en Perú o Nicaragua fueron simple y llanamente derrotadas.
Los topos rebeldes latinoamericanos cavaron y asomaron sus cabezas en dos oleadas que abarcan dos quinquenios del siglo XX: la primera entre 2000 y 2005, la segunda entre 2018 y 2022. Para mencionar las que tuvieron resonancia nacional en la primera ola tenemos 5 episodios Ecuador (2000 y 2005); Argentina (2001–2002); Bolivia (2000 y 2003). La segunda más fuerte que la primera y contamos 8 episodios. Nicaragua 2018, Chile 2019, Ecuador 2019 y 2022, Bolivia 2019, Colombia 2019 y 2021, Perú 2020 y 2022-3. 13 rebeliones de transcendencia nacional en un cuarto de siglo, más de una cada dos años en promedio, sin contar las locales[8]Sobre este tema, con referencia a la literatura existente, remite a mi texto “Rebeliones resistenciales. Formas y alcances del antagonismo en América Latina” Maristella Svampa, Massimo Modonesi … Continue reading.
Tengo que acelerar el paso y no me detengo en los detalles de cada una como tampoco en un ejercicio comparativo, como les decía, sobre esta historia estamos escribiendo un libro y algunas pistas las pudieron entrever en el artículo que les repartieron y las pueden encontrar también en la literatura existente sobre los distintos casos (mientras, señalo de paso, escasean las lecturas históricas y comparativas).
La rebelión en el México del siglo XXI
La persistencia y recurrencia de la revuelta como forma de lucha de las clases subalternas atraviesa el siglo XX y llega viva y coleante al siglo XXI. Más allá de situar al levantamiento zapatista como un hito y un parteaguas histórico y político, hay que buscar las huellas de una trayectoria y, en la medida de lo posible, el hilo conductor de las experiencias rebeldes del siglo XXI.
Aparentemente, por lo menos a la luz de la magnitud de las explosiones latinoamericanas, no tenemos estallidos, rebeliones o levantamientos a gran escala, de impacto nacional que son los que sobresalen a nivel histórico, como los que marcaron a los países latinoamericanos que señalé.
En función de la definición que propuse anteriormente, en ausencia de eventos que cumplan estos requisitos formales, tenemos que buscar fenómenos de otro calibre, en otra escala telúrica, que podemos llamar rebeliones porque contienen los elementos que las distinguen y que tengan cierta trascendencia nacional. O que en todo caso, contengan indicios, muestren la latencia, una disposición subterránea a la revuelta. Porque sabemos que las rebeliones son espurias, contradictorias y caprichosas y no cumplen todos los requisitos. Si lo hicieran serían revoluciones, pero de las que soñamos porque tampoco las de a deveras se ciñen al modelo.
Pero, en todo caso, mirando más de cerca y con cierta elasticidad conceptual, encontramos una estela de eventos revoltosos que nos lleva hasta el presente.
Me limito a colocar algunas coordenadas de una periodización, situando los puntos críticos.
Para empezar hay que considerar que el siglo XXI mexicano, antes del 2018, está atravesado por el fracaso de la promesa o si quieres la ilusión de la realización de la transición a la democracia, es decir de la posibilidad de una alternancia que incluya a lo que antes se llamaba movimiento democrático y popular.
En este sentido, el contexto político del siglo XXI hasta 2018 es de la crisis de un régimen post priísta que nunca logró nacer y por ello naufragó con el retorno del PRI, como evidencia de una estafa. Así que, en los primeros 18 años del siglo, el conjunto del movimiento popular estaba en la oposición, aunque una parte del mismo gobernara estados y la Ciudad de México. En parte por ello y por la apariencia democratizadora, si bien hubo políticas regresivas y picos represivos, a diferencia de los países latinoamericanos antes mencionados, en este clima no se generaron las condiciones para que brotara una revuelta de carácter nacional. Entonces tenemos que buscar a la rebelión en los momentos que estuvo presente pero no alcanzó a ser, que asomó la cabeza pero no terminó de salir. Esto ocurrió en dos oportunidades: 2006 y 2014, dos años en los que vivimos al borde de la rebelión.
Los acontecimientos son de sobra conocidos, los sintetizo solo para fines argumentativos.
En 2006 se condensaron los nubarrones pero no llegó la tormenta perfecta. El cielo empezó a nublarse en 2005 con las protestas contra el desafuero; empezaron a llover estallidos locales, en Atenco que ya venía desde 2001 con un brutal represión, en Oaxaca donde la APPO representó a la expresión más acabada —pero siempre localizada— de revuelta; el EZLN colocó una perspectiva antisistémica con la Otra campaña (que, por razones de sobra conocidas, no pudo cuajar como alternativa al obradorismo naciente); el clima se enrareció en la lucha contra el fraude y el campamento que paraliza a la CDMX. Algunos, los canosos, se acordarán cuánto llovió ese verano. Pero allí mismo, en el zócalo, como en 1988, se optó por canalizar la tensión y emprender el camino de la acumulación de fuerzas electorales del movimiento político encabezado por AMLO que ahora conocemos como MORENA.
Solo pocos años después, se abrió otra coyuntura crítica que inicia en 2011 y culmina en 2014-2015.
En esta ocasión el clima empezó a crisparse en 2011 con las movilizaciones de las víctimas de la violencia, el MPJD encabezado por Javier Sicilia. Inmediatamente después surgieron el YoSoy132 y las protestas anti Peña; que tuvieron un pico rebelde en ocasión de la toma de posesión de EPN; posteriormente la lucha de la CNTE contra la reforma educativa, los movimientos en defensa de la tierra y el agua, policías comunitarias y autodefensas. Finalmente, el clímax, cuando se sintió realmente en el aire un viento de revuelta, fue en 2014, con la desaparición forzada de los 43 de Ayotzi, que en Guerrero provocó una rebelión local —otra vez el Guerrero bronco que nos narraba Armando Bartra— y a nivel nacional una protesta masiva que no desbordó los cauces institucionales que, en la CDMX, eran resguardados por el gobierno perredista de Miguel Ángel Mancera, quien en 2012 había cerrado su campaña electoral junto a AMLO en el zócalo.
Otra vez, como en 2006, estuvimos cerca de un escenario latinoamericano, pero faltó el ingrediente secreto. Que pudo ser un factor de dirección política o simplemente circunstancial, de oportunidad. Está claro que hubo quienes optaron por la vía electoral, esperando su turno en la lógica de la alternancia. No me voy a meter en ese debate, de historia contrafactual, pero, al final, tuvieron sus razones desde la lógica del progresismo, del reformismo conservador, porque finalmente llegaron a ocupar prácticamente todos los palacios de gobierno, empezando por el Nacional.
Entre una y otra coyuntura tempestuosa, el conflicto social no cesó, hubo luchas campesinas, indígenas, obreras, magisteriales, feministas, estudiantiles, la emergencia de algunos grupos anarquistas, etc. con mayor o menor intensidad según los casos. Pero después del 2015, de las elecciones intermedias con la participación de Morena que normalizaron el escenario, contamos solo con un episodio de revuelta, el gasolinazo de 2017, un episodio aislado, algo enigmático —y poco estudiado— poco «político», típico del género de las revueltas por la alza del precio del pan que narraba E.P. Thompson y que plagaron la historia mexicana.
Se ha escrito sobre todos los episodios que fui enlistando, pero no se ha historizado ni interpretado la secuencia. Lo más próximo a una reconstrucción es un libro de Laura Castellanos, Crónica de un país embozado (ERA, México, 2019) que despliega un ejercicio de periodismo de investigación que releva y conecta episodios, sin pretender ofrecer una interpretación de conjunto bosqueja un panorama de malestar social y disposición a la revuelta.
Tenemos entonces dos décadas de historia del tiempo presente (2000-2018) —entrecruzadas por dos coyunturas críticas y un episodio de rebelión— que no han sido historizadas, es decir reconstruidas e interpretadas en términos de una recurrencia no aleatoria, es decir susceptible de ser explicada, de la latencia-presencia del recurso a la revuelta.
No pretendo ir más lejos de lo que alcancé a hilar hasta aquí, apenas estoy iniciando este recorrido de investigación.
Solo agrego que, si de historia del tiempo presente estamos hablando, más temprano que tarde tendremos que incluir los años post 2018.
Sobre ello, en otro proyecto de investigación que coordiné en la UNAM construimos una base de datos con alrededor de 8000 eventos de protesta. No hubo rebeliones ni siquiera locales, a nivel general, disminuyó el antagonismo social y se impuso la que he definido la pax obradorista, una paz social temporal y creo efímera basada en la conciliación de clases —para el bien de todos, primero los pobres—, en la cual ha primado la negociación y la contención de la protesta en un formato de una eficaz gobernabilidad progresista.
Entender porque, en determinadas situaciones la gente se rebela va de la mano de la comprensión de porque, en otras condiciones, no lo hace. Y, sin embargo, se mantuvo viva la flama del conflicto social, en particular gracias a sectores que mantuvieron mayores niveles de independencia y de autonomía, como el movimiento feminista en un inicio, las víctimas y los movimientos socio territoriales ambientales.
Habrá que ver cuánto puede durar la pax obradorista y, si me pasan una expresión popular, de qué lado masca la iguana —derecha o izquierda, arriba o abajo— y por donde se podría desbordar el descontento social que no dejó de existir pero que se irá acumulado de forma inevitable (como se vio en TODAS, repito TODAS, las experiencias de gobiernos progresistas en América Latina en el siglo XXI)
La desconfiguración de los partidos de derecha no es ninguna garantía como tampoco lo es la inexistencia de partidos de izquierda, incluyendo en esto la institucionalización (gubernamentalización) de Morena, un proceso que procede de forma inexorable, hasta ahora sin sobresaltos.
Pepe Revueltas, vaya apellido, advertía, con sentido crítico pero sin abandonar el optimismo voluntarista propio de la época, sobre los problemas de un proletariado sin cabeza que, operando un ajuste semántico, podríamos hoy llamar masas, clases populares o clases subalternas sin perspectiva, horizonte y dirección política.
En todo caso, y con esto termino, justo nos enseña la historia de México que no hay que temerle al conflicto y al recurso recurrente a la rebelión como expresión de la crisis y como posibilidad de catarsis subjetiva que pueda indicar y eventualmente realizar una salida alternativa a una revolución pasiva o la simple y llana restauración.
Esta nota es parte de la conferencia inaugural impartida el 25 de septiembre en el Diplomado «Insurgencias sociales, protestas y rebeliones en Nueva España y México, siglos XVI-XXI,» Instituto Nacional de Antropología e Historia.
Notas
↑1 | Leticia Reina, Las rebeliones campesinas en México, 1819-1906, Siglo XXI, México, 1980. |
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↑2 | John Tutino, De la insurrección a la revolución en México Las bases sociales de la violencia agraria, 1750-1940, Era, México, 1990. |
↑3 | Coatsworth, J. H. (1990). «Patrones de rebelión rural en América Latina: México en una perspectiva comparativa», en Katz, Friedrich (comp.). Revuelta, rebelión y revolución. La lucha rural en México del siglo XVI al siglo XX. México: Ediciones Era, 27-64. |
↑4 | Septiembre de 2002, Para el Arquitecto Fernando Yáñez Muñoz |
↑5 | Octubre del 2002 Para: Angel Luis Lara, alias El Ruso. De: Sup Marcos. |
↑6 | La noción de antagonismo, de origen marxista, adquiere especificidad y alcance analítico en tanto indica y permite caracterizar a los procesos de subjetivación política centrados en experiencias y prácticas de in-subordinación y de rebelión, a contrapelo de la condición y las prácticas propias de la subalternidad (Modonesi 2010 y 2016). |
↑7 | En un plano más concreto, las revueltas se refieren a expresiones intensas de la protesta que pueden ser temporalmente puntuales o espacialmente locales pero también llegan a subir de escala, es decir a prolongarse y a difundirse. Cuando duran y trascienden se vuelven “ciclos de movilización” o de protesta y se convierten en objeto de estudio. Viceversa, los ciclos de protesta, que no necesariamente, a pesar de cierto grado de radicalización, tienen alcances disruptivos o antagonistas, pueden sin embargo desembocar en revueltas. Sobre la definición de ciclo de movilizaciones en la sociología de la acción colectiva, ver Tarrow (2002: 107). |
↑8 | Sobre este tema, con referencia a la literatura existente, remite a mi texto “Rebeliones resistenciales. Formas y alcances del antagonismo en América Latina” Maristella Svampa, Massimo Modonesi y Breno Bringel (coords.), Luchar en el interregno. Los movimientos sociales latinoamericanos ante los progresismos y los nuevas derechas, Clacso, Buenos Aires, 2025, en imprenta. |