El artículo a continuación fue publicado en Communis. Lo reproducimos en Revista Jacobin como parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.
El 5 de marzo, varias familias mexicanas a la búsqueda de familiares desaparecidos hicieron un macabro descubrimiento en un rancho de Teuchitlán, Jalisco: doscientos pares de zapatos, montones de ropa y fragmentos de huesos. El lugar había sido allanado por la Guardia Nacional el pasado mes de septiembre y se habían realizado un puñado de detenciones, pero hasta ese momento las autoridades no habrían presenciado los horrores que yacían bajo el suelo, que enseguida se interpretaron como prueba de que el rancho se había utilizado para perpetrar sistemáticas masacres.
El caso Teuchitlán provocó una renovada indignación contra el gobierno, tanto por la manera en que había gestionado la investigación como por su incapacidad para poner freno al número cada vez mayor de muertes y desapariciones que ha marcado con una cicatriz a México desde que en 2006 el Presidente Felipe Calderón declarara su «guerra contra el narcotráfico». Las estadísticas pueden transmitir sólo una fracción de todo lo que ese cataclismo ha provocado, pero no por ello dejan de ser asombrosas: más de 400.000 homicidios desde 2006, la mayoría de ellos relacionados con la narcoviolencia, y más de 127.000 personas aún desaparecidas, a las que hay que añadir muchas decenas de miles más de desplazados internos por causa de la violencia. Dos décadas después, no se vislumbra el final, y a pesar de las espectaculares transformaciones políticas a las que condujo la victoria de Andrés Manuel López Obrador en 2018 y la de su sucesora, Claudia Sheinbaum, en 2024, al menos en ese sentido se ha mantenido una monstruosa continuidad.
Las consecuencias se dejarán sentir en la sociedad mexicana durante las próximas décadas. Es posible que aún tardemos más en conocer la magnitud de la devastación. Para el antropólogo mexicano y destacado intelectual público Claudio Lomnitz, la pérdida demasiado evidente del monopolio de la violencia por parte del Estado es sólo una señal de un desplazamiento más profundo. «Más que una guerra —escribe en Sovereignty and Extortion: A New State Form in Mexico (2024)— la violencia actual en México es una forma de vida y tiene como contrapartida un nuevo Estado que aún no sabe cómo llamarse a sí mismo ni cómo contar la historia de su propio origen.»
Desde hace tiempo, Lomnitz es uno de los analistas más sagaces de la sociedad y la cultura mexicanas. Nacido en Chile en 1957, se trasladó con su familia a México en 1968, año del movimiento estudiantil y de la matanza de Tlatelolco. Se formó en antropología en Stanford en la década de los ochenta y desde 2006 ha enseñado en la Universidad de Columbia. A través de sus columnas para los periódicos mexicanos Excélsior y La Jornada, así como para la revista Nexos, ha contribuido constantemente a los debates públicos y a la vida intelectual de México. En libros como Las salidas del laberinto (1992) y Deep Mexico, Silent Mexico (2001) nos ofrece una brillante disección del nacionalismo mexicano, mientras que en Death and the Idea of Mexico (2005) rastreó el significado totémico de la muerte en la cultura del país a lo largo de varios siglos, desde la violencia fundacional de la conquista española hasta los cultos modernos de la Santa Muerte. También ha producido obras históricas de rica textura como The Return of Comrade Ricardo Flores Magón (2014) —traducido al español y publicado en 2016 con el título El regreso del camarada Ricardo Flores Magón—, en que se exploran los vínculos transnacionales entre anarquistas mexicanos y sus simpatizantes estadounidenses en vísperas de la Revolución Mexicana. En clave más personal, Nuestra América (2021) es una conmovedora crónica de los múltiples exilios a que se viera sujeta su familia, de Alemania y Besarabia a Perú y Chile, y de ahí a México.
En Sovereignty and Extortion, Lomnitz dirige su atención al presente y sostiene que la violencia de la «guerra contra el narcotráfico» se ha entrelazado con el surgimiento de un nuevo tipo de Estado. Basado en una serie de conferencias pronunciadas en 2021 con motivo de su ingreso en el Colegio Nacional de México, el libro se propone ofrecer explicaciones más sustantivas y estructurales de la actual narcocrisis del país, por lo que rechaza los simplistas encuadres morales que son tan habituales en el discurso público. El título original del libro en español era El tejido social rasgado, un tropo recurrente que, según Lomnitz, postula una cohesión social perdida que de algún modo podría recomponerse restableciendo antiguas normas morales. A su juicio, semejantes apelaciones ofrecen poca información sobre las razones de esa pérdida de cohesión social o sobre los mecanismos a través de los cuales funcionó en primer término. Equipado con las herramientas del análisis antropológico, a lo largo de la media docena de capítulos del libro Lomnitz ofrece sorprendentes reflexiones sobre una amplia gama de temas, desde los cambios en la naturaleza de la policía mexicana hasta los cambios en la organización social de los cárteles y desde la evolución de la economía ilícita hasta las alteraciones en las prácticas locales del secuestro de novias en el México rural.
No obstante, la preocupación central de Lomnitz es explicar la transformación del Estado mexicano desde la década de los ochenta. En el centro de su análisis se encuentra el proyecto neoliberal —inaugurado bajo Miguel de la Madrid a principios de esa misma década pero acelerado drásticamente bajo Carlos Salinas de Gortari— de integrar a México en los mercados globales y, en particular, de profundizar sus lazos con Estados Unidos en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Para Lomnitz, la transformación neoliberal de México conllevó no sólo una rápida privatización y desregulación de la economía, sino también reformas jurídicas y policiales nominalmente diseñadas para ampliar el «estado de derecho» y, de ese modo, proporcionar igualdad de condiciones para la libre competencia en los mercados. Si bien los presupuestos policiales se incrementaron, los salarios aumentaron y agentes y funcionarios recibieron más formación, esas reformas —según sostiene Lomnitz— también socavaron un sistema de clientelismo y vínculos oficiosos. Lomnitz describe cómo la labor policial era antes un mecanismo de «regulación de la informalidad», consistente en gran medida en la extracción de rentas de empresas locales y delincuentes por parte de la policía. Aunque ineficaz a la hora de resolver delitos o administrar justicia, ese sistema mantenía no obstante una apariencia de orden. En opinión de Lomnitz, el intento neoliberal de imponer un nuevo conjunto de normas se atascó en la resistencia de ese sistema oficioso al mismo tiempo que, en parte, lo desarticulaba, dejando a México en una peligrosa tierra de nadie entre arquitecturas jurídicas rivales: un «islote de derechos» rodeado por un «mar de extorsión».
El desmoronamiento del sistema informal coincidió con otros dos desplazamientos cruciales. Uno fue la mengua de la hegemonía del gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI) que, tras haber amañado abiertamente las elecciones presidenciales de 1988, se vio obligado a ceder ante presiones cada vez más fuertes en favor de la democratización. En 2000, éstas finalmente desembocaron en la pérdida por el partido de su monopolio sobre el poder tanto a nivel presidencial como también, cada vez más, a nivel estatal y local. Sin embargo, como observa Lomnitz, ese entorno político pluralizado no hizo sino aumentar las oportunidades para la corrupción; además, sucesivos gobiernos pusieron cada uno en marcha sus propias reformas jurídicas y policiales, ninguna de las cuales se aplicó plenamente, lo que amplificó la confusión judicial.
El segundo desplazamiento se produjo en la economía ilícita de México. En la década de los ochenta, después de que la cocaína se sumara a la marihuana y la heroína como drogas preferidas por los consumidores estadounidenses, las organizaciones delictivas mexicanas pasaron de hacer las veces de intermediarias de los proveedores colombianos a dirigir ellas mismas las operaciones. También cambió la geografía del poder del crimen organizado, ya que el control de las rutas de contrabando hacia Estados Unidos —a través de Tijuana y Mexicali en dirección a California en el oeste; a través de Reynosa y Matamoros en dirección a Texas en el este— se convirtió en un activo tan crucial como el mando sobre los campos de adormidera y las granjas de cannabis. El posterior auge de la metanfetamina y otras drogas sintéticas alteró una vez más esos patrones, por cuanto la importación de precursores químicos desde el este de Asia convirtió a los puertos mexicanos del Pacífico y sus zonas del interior en objeto de una feroz competencia.
Bajo el peso de esos acontecimientos, el Estado mexicano se ha vuelto incapaz de desempeñar no pocas de sus funciones básicas; al mismo tiempo, su ejercicio del poder ha entrañado una violencia y unos abusos de autoridad cada vez más frecuentes. La «guerra contra el narcotráfico» es el síntoma más flagrante de esa disfuncionalidad: mientras que los niveles de violencia habían ido en aumento antes de 2006, la profundización de la militarización desde entonces de la respuesta del Estado al crimen organizado no ha hecho otra cosa que traer consigo una constante escalada del número de víctimas. Las operaciones del ejército han resultado en la muerte de un gran número de civiles, mientras que la escisión de muchos de los cárteles ha dado lugar a letales guerras territoriales.
Lomnitz resume la destructiva combinación de incapacidad y violencia por parte del Estado mexicano en la fórmula según la cual «hay mucha soberanía, poca administración de la justicia». En su opinión, ambas cosas están interrelacionadas: por ejemplo, es precisamente porque el Estado no puede administrar justicia de forma eficaz por lo que el ejército lleva a cabo ejecuciones extrajudiciales como expresión de su voluntad soberana. Según Lomnitz, ese fácil recurso a la violencia es en sí mismo un indicio de que, contrariamente a las aspiraciones de López Obrador y de muchos en la izquierda mexicana de «recuperar» la soberanía nacional, «uno de los pocos atributos de los que no se ha desprendido el Estado mexicano es su demostrada capacidad para realizar actos soberanos». De hecho, una de las características definitorias de la nueva forma de Estado que ha surgido en México es precisamente lo que Lomnitz denomina «exceso de soberanía».
¿Hasta qué punto es persuasivo ese análisis? Sin duda, Lomnitz lleva razón cuando afirma que el Estado mexicano funciona hoy de forma diferente a como lo hacía hace unas décadas, si bien el carácter del nuevo Estado que así describe Lomnitz y la cronología de su surgimiento siguen siendo un poco opacos. Lo cual no tiene nada de descabellado, habida cuenta de que las conferencias reunidas en Sovereignty and Extortion se ofrecieron como una primera incursión en el problema más que como una teorización en toda regla. Aun así, vale la pena detenerse en el diagnóstico de Lomnitz, tanto porque algunas de sus premisas básicas parecen cuestionables como porque las cuestiones que plantean nos enrumban por un camino diferente del que toma Lomnitz.
Lomnitz distingue claramente su exposición de los dos relatos políticos dominantes de la historia reciente de México. Por un lado, la idea de la «transición democrática» respecto del régimen del PRI, que según sus defensores posibilitó la entrada triunfal de México en el siglo XXI y transcurrió sin contratiempos hasta 2018. Por otro, la «Cuarta Transformación» proclamada por López Obrador en 2018, que se presenta como la verdadera democratización de México y se basa en una visión de la renovación nacional a la altura de tres transiciones anteriores que marcaron el paso a una nueva época: la independencia de España, las reformas liberales de mediados del siglo XIX llevadas a cabo por Benito Juárez y la Revolución Mexicana. Para Lomnitz, ambos relatos autocomplacientes pasan por alto el hecho más decisivo del surgimiento de una nueva forma de Estado, que comenzó bajo el PRI y ha continuado bajo las administraciones que se han sucedido, incluida en gran medida la de López Obrador. La diferencia real a ambos lados del aparente parteaguas de 2018, según Lomnitz, es que la administración de AMLO marcó un intento de inclinar la balanza desde el proyecto neoliberal del Estado de derecho hacia la economía «incrustada» o informal en la que vive y trabaja gran parte de la población de México.
Sin embargo, incluso según el propio Lomnitz, los términos de los binarios que establece —formal vs. informal, estado de derecho vs. incrustado— en realidad tienden a solaparse y difuminarse. Y ello es así, claro está, porque no se refieren a ámbitos separados, sino a partes interdependientes de un único sistema que ahora resulta que se categorizan y tratan de forma diferente. Los mecanismos informales de corrupción a través de los cuales funcionaba la policía en México (y sigue funcionando, a pesar de las reformas neoliberales) son un buen ejemplo: esos mecanismos funcionaban en los términos en que Lomnitz lo describe precisamente porque existía una estructura formal de leyes que podían aplicarse de forma selectiva. El «Estado de derecho» que las reformas neoliberales de México intentaron introducir no era nuevo en su carácter formal, sino en su intención y objetivos; era un tipo particular de ley, diseñada para promover un conjunto particular de intereses.
Desde ese punto de vista, es curioso que Lomnitz, aunque mordazmente escéptico sobre la «Cuarta Transformación» de López Obrador, parezca tomar al pie de la letra la autopresentación neoliberal, como si las reformas pretendieran realmente llevar el Estado de derecho a todos por igual. Pero como dejó claro la aplicación de esas medidas, el Estado de derecho era en este caso principalmente para empresas e inversores y se refería a los derechos de propiedad en gran escala mucho más que, por ejemplo, a la delincuencia común, por no hablar de la protección del trabajo o de la igualdad de acceso a los bienes públicos. Como consecuencia de esa asimetría —inherente al carácter de clase de las propias reformas neoliberales— en la década de los noventa México fue escenario de un aumento de la desigualdad y de una fuerte degradación de las condiciones laborales, especialmente en las maquiladoras. Los «islotes» de derechos de propiedad a los que se refiere Lomnitz se diferenciaban del «mar» de extorsión que los rodeaba sólo en el sentido de que se habían secuestrado de forma deliberada para proteger las ganancias privadas; y al igual que las propias maquiladoras, seguían dependiendo para funcionar de la mano de obra y de los recursos de sus zonas de influencia. Lo que en el relato de Lomnitz aparece como un proceso tristemente incompleto de transformación jurídica fue, por designio, un proceso selectivo y parcial. Ello importa en la medida en que afecta a la manera en que caracterizamos los resultados: ¿hasta qué punto consiguieron realmente lo que querían los reformadores neoliberales? Y, en última instancia, ¿es el trance en que ahora se ve México consecuencia del fracaso de esos reformadores, como da a entender Lomnitz, o de su éxito?
Otro rasgo sorprendente del argumento de Lomnitz es su idiosincrática definición de soberanía. La palabra, va de suyo, tiene múltiples valencias y abarca un amplio espectro de significados y prácticas. Tal como se utiliza en Sovereignty and Extortion, se refiere principalmente al ejercicio de la violencia soberana por parte del gobierno central. Son innumerables los pensadores en cuya obra podría haberse inspirado Lomnitz en sus exploraciones de ese tema —desde Hobbes hasta Schmitt—, pero su principal inspiración teórica son en cambio los ensayos de David Graeber y Marshall Sahlins On Kings (2017), en particular el enfoque de esos autores respecto de los orígenes de la soberanía en el ritual religioso. Se trata de un material fascinante por derecho propio, pero seguramente inapropiado para la tarea conceptual a la que hacemos frente: Graeber y Sahlins se ocupaban de sociedades premodernas y, en muchos casos, preestatales, y no de un país industrializado con una población de 130 millones de habitantes. Independientemente de lo que haya ocurrido con el Estado en el México contemporáneo, éste no ha evolucionado recientemente a partir de prácticas rituales, sino que ha mutado a partir de un amplio y complejo conjunto de instituciones y relaciones sociales ya existentes.
El problema de la perspectiva histórica asoma la cabeza en otros puntos de la exposición de Lomnitz. El «exceso de soberanía» que Lomnitz diagnostica lo considera característico del Estado mexicano contemporáneo, pero aparentemente no del Estado gobernado por el PRI durante la mayor parte del siglo XX. Aún en sus propios términos, se trata de una tesis insostenible: si las ejecuciones extrajudiciales por parte del ejército son signos de un exceso de soberanía, lo mismo podría entonces afirmarse con toda seguridad del uso por parte del gobierno de escuadrones de la muerte para reprimir a las guerrillas izquierdistas en las décadas de los sesenta y los setenta. De hecho, según los criterios que pone en juego el propio Lomnitz, tales actos encajan mejor en la definición que los asesinatos de hoy en día, pues la cadena de mando que los conectaba con el poder soberano central —el presidente— era mucho más clara entonces que ahora.
No cabe duda de que la escala de la violencia ha aumentado enormemente desde los días de la llamada Guerra Sucia. Pero el poder represivo ejercido por los presidentes del PRI estaba mucho más estrechamente coordinado de lo que AMLO o Sheinbaum podrían tener a su disposición. Muchos de los ejemplos del propio Lomnitz apuntan igualmente no a una centralización excesiva de la soberanía, sino a lo contrario: a una pérdida de control central y a una fragmentación del poder soberano. Lo cual podría catalogarse de «exceso» sólo en el sentido de multiplicación: el número de actores que ejercen lo que parece voluntad soberana ha aumentado exponencialmente. Desde esa perspectiva, las ambiciones de AMLO de «restaurar la soberanía» se antojan otra forma de delirio: movimientos retóricos para compensar un Estado cada vez más hueco.
Aun así, la idea básica de Lomnitz sigue siendo válida —algo ha cambiado en la forma en que funciona el Estado— y, por tanto, nos queda la cuestión de cómo pensar en esa nueva forma de Estado. A ese respecto podría ser útil situar a México en el contexto más amplio de América Latina, donde varios otros países sufrieron una transformación neoliberal en la década de los noventa y se ven hoy igualmente acosados por la escalada de violencia e inseguridad de la guerra contra el narcotráfico. En esa situación de crisis, los gobiernos de toda la región están incrementando el papel represivo del Estado y militarizando constantemente la aplicación de la ley; el brutal modelo de encarcelamiento masivo de Bukele en El Salvador y el estado de excepción permanente de Noboa en Ecuador son sólo los ejemplos más atroces. Al mismo tiempo, en gran parte de la región la provisión por el Estado de bienes públicos se ha ido reduciendo constantemente bajo los dictados de la austeridad, incluso cuando el Estado ha seguido desempeñando su papel como garante del acceso del capital a los mercados. México se desmarca de esas tendencias regionales principalmente porque AMLO trató de combinar la austeridad con un aumento del gasto público en determinadas esferas y afirmó estar dando prioridad a los pobres del país por encima de los intereses de los inversores. Pero por lo demás se ajusta a un patrón más amplio de militarización en aumento y de contracción de la capacidad del Estado.
Abandono constante de la provisión de bienestar social, énfasis cada vez mayor en las funciones coercitivas, mantenimiento de los mercados: ¿no sirve todo ello para describir la esencia del Estado neoliberal, en lugar de algo totalmente nuevo? En cuyo caso, ¿no es lo que estamos viendo en México y en otros lugares de América Latina la siguiente etapa en la evolución del Estado producida por el neoliberalismo realmente existente, en contraposición a las fantasías del Estado de derecho y los mercados transparentes que en su día sus ideólogos pregonaron? Puede que el proyecto neoliberal esté en ruinas, pero sus quebrados contornos siguen marcando el camino de América Latina, mientras la forma de Estado que dejó atrás —su legitimidad erosionada, sus poderes soberanos dispersos— sigue presidiendo el interregno.
Artículo publicado originalmente en Sidecar.