La presente traducción al español del artículo «Slumlord Empire», de Alberto Toscano y Brenna Bhandar, aparecido originalmente el 27 de febrero de 2025 en Protean Magazine, se publicó al día siguiente en Communis con la autorización expresa de los autores. Se reproduce ahora en Revista Jacobin como parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.
Poco antes de la primera victoria de Trump en las elecciones de 2016, Fredric Jameson observó en An American Utopia: «Hoy en día, toda la política guarda relación con la propiedad inmobiliaria». Refiriéndose explícitamente a Palestina, Jameson promovió la idea de que la política posmoderna era «esencialmente cuestión de acaparamiento de tierras, tanto a escala local como global». La hipótesis de Jameson, de por sí harto cierta durante el ascenso inicial del casero-de-barrios-bajos-en-jefe, se ve hoy corroborada con más fuerza, y de la forma más grotesca, en lo que The New York Times —que diligentemente «lava» todas las indignidades infligidas al pueblo palestino— denomina «plan de urbanización de Gaza». En múltiples ocasiones, y de manera particularmente infame durante la visita de Estado del primer ministro israelí, el buscado criminal de guerra Benjamin Netanyahu, Trump ha jugado con la idea de trasladar a toda la población de la Franja de Gaza a otros países, especialmente a Jordania y a Egipto, antes de retirar los escombros del genocidio y transformar el territorio palestino en la «Riviera de Oriente Medio».
Osama Hamdan, alto cargo de Hamás, retrucó que las «declaraciones de Trump sobre Gaza revelan la naturaleza de la mentalidad estadounidense y su visión inmobiliaria del suelo patrio. (…) Las declaraciones de Trump alimentan el caos y, si lo que quiere es expandir Israel, debería hacerlo en su propio país». Hasta algunos aliados de la OTAN pusieron reparos: según el presidente francés, Emmanuel Macron, «la respuesta adecuada no puede consistir en una operación inmobiliaria», mientras que para el primer ministro español, Pedro Sánchez, «ninguna operación inmobiliaria va a tapar la ignominia, los crímenes de lesa humanidad y tampoco la vergüenza que se ha vivido en Gaza durante estos años».
Incluso algunos de quienes hace tiempo se han habituado a las necedades y las obscenidades que fluyen incesantemente de la boca de POTUS, se han quedado esta vez atónitos ante la maldad y la banalidad agravadas de construir complejos turísticos sobre fosas comunes. Tras décadas obstaculizando que se hagan realidad los reclamos palestinos de autodeterminación y las disposiciones del derecho internacional contra el apartheid, la anexión de tierras, el traslado forzoso de poblaciones y la depuración étnica, la complicidad mostrada por Estados Unidos con el genocidio de Israel durante la administración Biden-Harris se ha transformado ahora en un abandono total no sólo de todo vestigio del «orden internacional basado en normas», sino también de la idea misma de reivindicaciones de soberanía que establecen lazos vinculantes entre Estados, territorios y poblaciones.
La soberanía y la propiedad han estado entrelazadas en el pensamiento político moderno al menos desde el siglo XVI. La naturaleza del poder soberano como imperium (poder ejecutivo supremo) en relación con el dominium (propiedad absoluta) y la cuestión de hasta qué punto el soberano puede interferir en los derechos de propiedad de sus súbditos sustentaron las principales teorías del Estado; la analogía entre el poder soberano (absoluto) y el del titular de propiedades dio forma a los imaginarios políticos de filósofos políticos europeos, desde Hobbes hasta Locke; y, desde los españoles hasta los británicos, sentó las bases del orden colonial moderno. La soberanía como imperium se convirtió en la base de la adquisición colonial de territorio indígena y de la conversión de la tierra en propiedad (dominium).
La propiedad, en su forma inmobiliaria financiarizada, ha llegado a dominar las economías neoliberales. La ideología de la propiedad inmobiliaria encuentra ahora una expresión geopolítica directa, pues configura las formas de poder ejercidas por Trump y su entorno. Del mismo modo que, desde sus inicios como colonia de asentamientos, Estados Unidos ha sido lo que el historiador Allan Greer denomina un «monopsonio inmobiliario», llevando a su conclusión lógica la tendencia imperial británica de fungir —en palabras de Ranajit Guha— «como terrateniente que introduce mejoras», el planteamiento de Trump de dominación sin hegemonía tiene sus raíces más concretamente en la mentalidad elemental de un promotor inmobiliario: adquirir una propiedad, o más exactamente un «sitio» (arrancado de raíz de su historia), urbanizarlo y, luego, arrendarlo, alquilarlo o venderlo con el único objetivo de obtener ganancias.
Históricamente, el robo de tierras indígenas conllevaba toda una panoplia de tecnologías jurídicas —o, para decirlo en dos palabras, la guerra judicial o lawfare— que iban desde la agrimensura y la cartografía hasta la inscripción de títulos de propiedad, en algunos casos de tratados (firmados de mala fe colonial) y, en otros, de contratos de venta. Todo ello enmarcado en una misión civilizadora inspirada en el ánimo de mejoras. La ideología del imperio inmobiliario —ya sea personal o nacional— prescinde de ese relato de auto-legitimación. En su lugar, promueve un afán de lucro arrolladoramente descarnado y explícito como coartada para la violencia de la demolición de asentamientos informales, el declive controlado, la gentrificación y la financiarización. Y aunque la «guerra urbana», como ha analizado la arquitecta y urbanista brasileña Raquel Rolnik, es un fenómeno planetario, la forma en que está dejando de lado los fundamentos habituales en materia de política exterior, diplomacia y derecho internacional supone un mayor envilecimiento de los designios neoimperiales de Estados Unidos, por muy ampliamente que se haya puesto a prueba en el saqueo y la parcelación de Iraq. Ahora bien, mientras que la Autoridad Provisional de la Coalición de Paul Bremer llevó a vias de hecho la doctrina neoliberal de choque a través de una forma de privatización constitucionalizada, en el caso que nos ocupa el saqueo tiene lugar de una forma mucho menos mediada y no es otra cosa que pura y simple apropiación.
Hace seis años, el yerno de Trump, Jared Kushner, lanzó su plan «De la paz a la prosperidad» para Palestina, que los comentaristas desestimaron como nada más que un folleto inmobiliario. Un año más tarde, se integró en el Plan de Paz de Trump, también conocido como «El Trato del Siglo», que buscaba consolidar la mayor parte de las apropiaciones de tierras por parte de los colonos de los asentamientos israelíes en la Ribera Occidental, al tiempo que establecía un bantustán palestino completamente subordinado, segmentado y «desmilitarizado», con lo que básicamente el proceso de Oslo se vería así congelado en su punto más bajo y se neutralizaría toda capacidad de autonomía o autodefensa de parte de los palestinos. En febrero del año pasado, mientras decenas de civiles eran blanco de ataques y asesinatos diarios por parte de Israel, Kushner, en un discurso pronunciado en la Escuela de Gobierno de Harvard, propuso la idea de desplazar temporalmente a los civiles de Gaza mientras Israel procediese a la «limpieza» de la Franja con vistas a desarrollar su «muy valiosa» «propiedad frente al mar». (Difícilmente, la propuesta conexa de Kushner de trasladar a los gazatíes a un lugar en el Néguev se hubiese concebido con el objetivo de congraciarse con los colonos fascistas teocráticos del gobierno de Netanyahu.)
Las recientes declaraciones de Trump se hacen eco de las de su yerno, al tiempo que apuntan a un desplazamiento hacia un terreno en que ya no es necesario honrar ningún viso de legalidad ni siquiera de dientes para afuera. El presidente estadounidense ha invitado a todo el mundo a que haga suya, en toda su plenitud, su visión del desarrollo inmobiliario como sustituto del derecho internacional, lo que podríamos denominar su ontología inmobiliaria. En declaraciones a los periodistas que lo acompañaban a bordo del Air Force One (ocasión en la que también develó su mapa del «Golfo de América»), Trump dijo de Gaza: «Imagínensela como un gran sitio inmobiliario del que Estados Unidos será dueño y que urbanizaremos despacio, muy despacio —no tenemos prisa—, llevando así la estabilidad a Oriente Medio.» Hablando ora de «apropiarse» o «adueñarse», ora de «comprar» —sin precisar a quién— Trump, además, señaló que la reconstrucción podría conllevar algún tipo de arrendamiento («Podríamos dársela a otros Estados de Oriente Medio para que construyan secciones de la Franja.»)
En una entrevista posterior para Fox News con Bret Baier, en la que confirmó que la adquisición de Gaza derogaría cualquier derecho de retorno de sus habitantes palestinos, Trump parece haber transferido del gobierno estadounidense a sí mismo la titularidad del territorio: «Construiremos comunidades seguras, un poco más lejos de donde están ahora y donde existe todo ese peligro. Entretanto, sería yo el propietario. Imagínenselo como un futuro proyecto inmobiliario. Sería un terreno precioso. Sin necesidad de gastar mucho dinero.»
La incertidumbre en torno a la posibilidad de que Trump (como una escabrosa reencarnación del Rey Leopoldo II) haga o no de Gaza su propiedad personal, demuestra una ruptura radical con la noción de que el titular de la presidencia no debe enriquecerse personalmente mientras ocupe el cargo y hace que las preocupaciones por los «conflictos de intereses» que plagaron su primer mandato se antojen ahora patéticamente ingenuas. Esta versión en pleno siglo XXI de la conquista imperial parece despojada de todo pensamiento político sobre la gobernanza, el ordenamiento jurídico, la autoridad o, a todos los efectos prácticos, de la «cuestión indígena», tal como se habría planteado en la época imperial. En este caso, lo que se espera es que los palestinos desaparezcan del mismo modo que los residentes de un edificio que se hubiese «vacado» como parte de un proceso de declive controlado.
De hecho, mientras que el gobierno israelí se ha mostrado en extremo entusiasta respecto de ese traslado total de población sancionado por Estados Unidos, en consonancia con fantasías sionistas de larga data, también es evidente que para Trump no se trata sino de un desalojo de asentamientos informales en una escala mayor. Lo que se está llevando a un extremo lógico en este caso no es la conquista a través de una guerra judicial, sino una forma de reno-evicción genocida, como si Estados Unidos no fuera totalmente cómplice en las decenas de miles de muertes y la destrucción de la mayor parte del entorno urbano de Gaza, así como de la propia infraestructura de la vida colectiva, desde los hospitales hasta el saneamiento del agua.
Aunque desde hace ya mucho tiempo Israel se ha valido de leyes de ordenación territorial y tanto de ofensivas como de prerrogativas militares para desplazar de sus tierras a los palestinos, el plan de Trump marca un giro que va de la adquisición territorial por imperativos de Estado soberano a la usurpación de tierras, simple y sin ambages, con fines de lucro. No se trata de refutar que el colonialismo haya siempre guardado relación con la acumulación, la extracción y la explotación y que en repetidas ocasiones haya conllevado la intervención de actores privados y corporativos. Pero merece la pena constatar un giro en la práctica y en la imagen de sí del poder soberano e imperial, así como en la voluntad de prescindir de las concepciones jurídicas del territorio, el Estado-nación y las relaciones internacionales que han prevalecido por largo tiempo, aun cuando lo hayan hecho de forma atenuada o hipócrita.
En presencia del Rey Abdullah de Jordania, de visita en ese momento en la Casa Blanca, Trump redobló la apuesta y señaló que semejante proyecto de urbanización no requería ya que lo precediera ninguna compra o transacción: «No va a ser necesario que compremos nada, vamos a ser dueños de Gaza. No tenemos por qué comprar nada. No hay nada que comprar.» La conversión de la Franja de Gaza en terra nullius —dispositivo jurídico crucial en el arsenal del colonizador— también parece haber dejado atrás los antecedentes históricos mediante el despliegue de tecnología militar contemporánea. Israel ha infligido una destrucción tan violenta a la tierra y a sus sustratos —lo que el organismo Arquitectura Forense denomina «terraformación»— que se ha alterado no sólo el paisaje, sino también los siglos de historia humana y medioambiental que yacen debajo.
Una devastación de tal magnitud ha tenido por misión hacer inhabitable la Franja de Gaza, pero en una escala que va más allá de los precedentes históricos propios del colonialismo de asentamientos, cuando la tierra se convertía en «terrenos baldíos» mediante la destrucción de la vida indígena de manera que los colonos pudieran apropiársela (si bien recuerda de cerca lo que John Llewallen denominó «ecología de la devastación» a propósito de la guerra de Estados Unidos contra Vietnam). Dejando a un lado la retórica bíblica de la venganza, el propio ejército israelí también ha recurrido a la lógica de la producción del espacio como propiedad inmobiliaria, utilizando para ello mapas creados originalmente en la década de los setenta del pasado siglo a fin de parcelar el territorio de Gaza en lotes de tierra para asentamientos judíos con el nuevo propósito de impartir instrucciones a los palestinos sobre cómo evacuarse a supuestas «zonas seguras», que en realidad eran lugares de exterminio, como ha revelado Forensic Architecture en su informe «Humanitarian Violence: Israel’s Abuse of Preventative Measures».
En diciembre de 2023, una empresa inmobiliaria israelí produjo un cartel en que se superponían los diagramas de modernas viviendas unifamiliares sobre una fotografía de Gaza bombardeada, acompañada del siguiente eslogan: «Despierta, una casa en la playa no es un sueño. Ahora a precios de preventa.» En enero de 2024, la organización de colonos israelí Nachala, dirigida por Daniella Weiss, organizó una conferencia bajo el título «Los asentamientos traen seguridad», en la que abogaba explícitamente por el «traslado» de la población palestina de Gaza y el reasentamiento judío. Durante la conferencia, a la que asistió casi un tercio del gabinete de Netanyahu, se presentaron mapas en los que se invitaba a los asistentes a participar en el ejercicio «Ven a construir tu casa en Gaza» y a dividir la Franja en nuevos asentamientos y barrios, con nombres en hebreo. (Shujaiyya, el barrio del que procedía el poeta asesinado Refaat Alareer, por ejemplo, sería rebautizado en honor de soldados de las FDI que hubiesen luchado en Gaza.) Entretanto, en Estados Unidos y Canadá se han celebrado ferias inmobiliarias en que se ponen a la venta propiedades en los territorios ocupados y que han servido de punto de ignición para el movimiento de solidaridad con Palestina.
Como se habrá visto, la ontología inmobiliaria de Trump no es totalmente sui generis. Podría decirse que representa el extremo de un continuo en la depuración étnica de Palestina y la fragmentación de las tierras palestinas que comenzó en 1948, pero que se intensificó drásticamente tras la firma de los Acuerdos de Oslo. El desmembramiento de la Ribera Occidental en las zonas A, B y C, en apariencia bajo un grado cada vez mayor de control israelí de la A a la C, pero de facto bajo control israelí en su totalidad, en una situación en que la Autoridad Palestina carece de cualquier cosa que se acerque al ejercicio de la soberanía sobre los territorios palestinos no contiguos y en que Israel administra directamente el 61 % de la Ribera Occidental, no ha sido obstáculo para la aplicación de una política económica neoliberal y, en particular, del desarrollo inmobiliario en la zona A, como se describe en Palestine is Throwing a Party and the Whole World is Invited, de Kareem Rabie.
En los asentamientos ilegales, encontramos a israelíes que no encajan necesariamente en la imagen estereotipada de los fanáticos religiosos de los puestos de avanzada (los «jóvenes de las colinas»), sino que en cambio suelen ser familias jóvenes a las que los precios de la propiedad inmobiliaria han sacado de Tel Aviv (del mismo modo, la asequibilidad hizo que el llamado «Sobre de Gaza» volviera a liderar la compra de viviendas en Israel sólo unos meses después del 7 de octubre). En los Territorios Palestinos Ocupados se observa un tipo particular de desarrollo inmobiliario que prospera en ausencia de integridad territorial y autoridad política soberana. Ello se sustenta no sólo en la continua violencia privatizadora propia del desplazamiento, la desposesión y las demoliciones, sino también en la apropiación de los recursos palestinos, concretamente del acuífero. Como han señalado muchos comentaristas, el genocidio y el ecocidio de Gaza no se pueden disociar de los planes sobre los yacimientos de gas frente a su litoral, en el que algunos analistas también han visto un desiderátum de Trump y Estados Unidos.
Entre algunos de los entusiastas de Trump, el «plan de urbanización de Gaza» ha encontrado una fervorosa acogida. El bloguero de extrema derecha Curtis Yarvin —cuya influencia han reconocido gente como Peter Thiel, Steve Bannon y J.D. Vance y quien fuera recientemente reseñado por The New York Times— se ha hecho eco de la propuesta de Trump, actualizándola en el imaginario tecnológico «libertario» antidemocrático de lo que Quinn Slobodian ha denominado «capitalismo crack-up». En la fantasía distópica de Yarvin para «Gaza, Inc.» se conjugan las visiones de Trump sobre el desarrollo inmobiliario con una concepción totalmente corporativizada y privatizada de la soberanía que «abandona» los propios parámetros del derecho internacional o de la política democrática —siguiendo en ello el modelo, por ejemplo, de Próspera, la «ciudad chárter» de Honduras financiada por inversores de capital de riesgo como Thiel, Balaji Srinivasan y Marc Andreessen.
Para Yarvin, un requisito para convertir a Gaza en «la primera corporación soberana en ingresar en las Naciones Unidas» no es sólo deportar a su población, sino eliminar sus derechos de propiedad sobre la tierra. Como él mismo declara:
Sin sus residentes (o, lo que es más importante aún, sin su complejo laberinto de títulos de propiedad de la época otomana), Gaza vale mucho más que Gaza con sus residentes, incluso para sus residentes. Se trata de 140 millas cuadradas de bienes inmuebles mediterráneos, libres de títulos, demolidos y desminados a un costo de quizás diez mil millones de dólares. Esa tierra se convertiría así en la primera ciudad estatutaria respaldada por la legitimidad de Estados Unidos: Gaza, Inc. Símbolo bursátil: GAZA.
En consonancia con su cultivado personaje de provocador de «los libs», y para echar sal en la herida, Yarvin ha llegado a proponer que la «gira promocional» de esta oferta pública inicial corra a cargo de Adam Neumann, el multimillonario israelí-estadounidense cofundador de WeWork. A ojos de Yarvin, Neumann y Trump comparten una visión que tiene la virtud de asumir como cierto el hecho que «la historia humana normal» se esté reafirmando ahora en el crepúsculo de un orden liberal. En el fondo, lo que asoma es la premisa de que «todos los títulos inmobiliarios tienen a la guerra como bloque de génesis». (El bloque de génesis es el primer bloque de una cadena de bloques, el libro mayor distribuido de transacciones en que se basan las criptodivisas.)
La compra de Gaza por parte de Trump se suma a sus esfuerzos por intimidar a los daneses para que «vendan» Groenlandia o a los panameños para que «devuelvan» el Canal, lo cual pone de relieve una figura mucho más burda y abiertamente transaccional de la primacía internacional estadounidense. Es la misma lógica que rige las reclamaciones estadounidenses del 50 % de los ingresos provenientes de los minerales ucranianos de tierras raras y su «derecho de tanteo sobre la compra de minerales exportables», según se establece en un contrato prospectivo redactado por abogados privados. La proyección del poder militar estadounidense siempre ha estado acompañada del saqueo y los chantajes, pero lo que llama la atención esta vez es que el vicio estadounidense no sienta ya la necesidad de hacer ningún cumplido a las virtudes internacionales.
Cada vez más impulsado por el dominium, es este un imperio que no sabe qué hacer con los arcanos. Al parecer prefiere que las aguas del Estado sean agresivamente bajas, en vez de «profundas». Uno de los muchos enigmas a que nos enfrentamos es hasta qué punto la proyección global del poder estadounidense —de la que tan decisivamente depende la fortuna económica del país— puede sobrevivir al deseo de dar la espalda a la hegemonía. Lo que está claro es que retroceder ante la crudeza de la política mundial-como-desarrollo-inmobiliario mientras se suspira por el «orden internacional basado en normas» —reacción refleja de las mismas élites internacionales centristas que prepararon el mundo para Trump y los de su calaña— es un esfuerzo en vano.