Las amenazas de Donald Trump de apoderarse del Canal de Panamá, convertir Canadá en el quincuagésimo primer Estado y comprar Groenlandia pueden no ser tan ridículas como parecen a primera vista. Las propuestas, aunque irrealizables, sientan las bases para una estrategia más «racional» de apuntar contra China —no tanto a Rusia— y contra los adversarios reales, que incluyen a Cuba, Venezuela y quizás también Bolivia (en lugar de Canadá y Panamá). La estrategia es lo que James Carafano, de la Heritage Foundation, llama el «rejuvenecimiento de la Doctrina Monroe» que, después de todo, abarcaba Canadá y Groenlandia, además de América Latina.
La elección por parte de Trump del fanático anti-Cuba Marco Rubio como secretario de Estado refuerza la percepción de que la política exterior de la administración Trump prestará especial atención a América Latina, y que la política latinoamericana dará prioridad a dos enemigos: China y los gobiernos de izquierda del continente. Carafano llama a la estrategia un «giro hacia América Latina».
El analista político Juan Gabriel Tokatlian, escribiendo en Americas Quarterly, fue más específico sobre el probable resultado de las políticas del nuevo gobierno. Tras citar los planes de Trump de emprender acciones militares contra México, Cuba y Venezuela en su primer mandato, Tokatlian razona que «una segunda Casa Blanca de Trump bien podría carecer de algunas de las voces más racionales que evitaron acciones más precipitadas la primera vez».
Honrar la Doctrina Monroe
Los expertos no se ponen de acuerdo sobre si Trump estaba fantaseando y alucinando cuando lanzó sus amenazas contra Panamá, Canadá y Groenlandia o si estaba poniendo en práctica su estrategia de intimidación para obtener concesiones. Pero ambas interpretaciones pasan por alto el contexto más amplio, que sugiere que está en debate una estrategia más amplia de intervencionismo estadounidense.
La amenaza sobre Panamá es un recordatorio de que las corrientes de la derecha y dentro del Partido Republicano aún denuncian la «entrega del canal». Ronald Reagan advirtió sobre esto en su intento de asegurar la nominación presidencial en 1976, y volvió a plantear el tema en su exitosa candidatura a la presidencia en 1980. Dos décadas más tarde, en vísperas de la entrega del canal, el destacado periodista Thomas DeFrank alegó que los panameños eran incapaces de mantener una economía eficiente. Concluyó que una vez que Estados Unidos se retirara, los panameños «sufrirían más problemas económicos, dejarían que el canal languideciera y declinara, y demostrarían que Ronald Reagan tenía razón».
La «Doctrina Reagan», que justificó la intervención estadounidense en Nicaragua, El Salvador y otros lugares con el argumento de combatir la influencia soviética, fue una actualización de la Doctrina Monroe. Posteriormente, en 2013, el secretario de Estado John Kerry declaró que «la era de la Doctrina Monroe ha terminado», aunque no renunció al intervencionismo estadounidense, sino solo a la intervención unilateral. Los neoconservadores y la derecha republicana rechazaron incluso esta postura anodina.
Ahora la «rejuvenecida» Doctrina Monroe promete dirigir la atención hacia objetivos prácticos de la intervención estadounidense que se encuentran al sur de la frontera, como demostraron las invasiones estadounidenses de Granada en 1983 y Panamá en 1989. Ambas fueron operaciones rápidas y «limpias», en marcado contraste con las prolongadas guerras de Vietnam, Irak y Afganistán.
Carafano, de la Fundación Heritage —que ha trabajado mucho para la administración de Trump, incluyendo la formulación del Proyecto 2025— escribe que una Doctrina Monroe revivida «comprendería asociaciones entre Estados Unidos y naciones afines en la región que comparten objetivos comunes, como mitigar la influencia de Rusia, China e Irán». En cuanto al enemigo más cercano, Carafano señala al Foro de São Paulo, formado por gobiernos y movimientos de izquierda de América Latina. Y el propio Trump identificó a Venezuela como uno «de los puntos más calientes en todo el mundo» del que se ocuparía su enviado presidencial para misiones especiales, Richard Allen Grenell.
Los comentarios de Trump sobre el Canal de Panamá, Canadá y Groenlandia pueden presagiar acciones contundentes, si no militares, para lograr un cambio de régimen contra los verdaderos adversarios de Estados Unidos. Trump guarda un rencor especial contra el venezolano Nicolás Maduro. Es posible que quiera una segunda oportunidad para derrocar a Maduro después de que el primer intento —que comenzó con el reconocimiento del gobierno paralelo del inepto Juan Guaidó en 2019— resultara un fiasco. Lo mismo puede decirse de Rubio, que en su momento pidió a los militares venezolanos que se plegaran a Guaidó y añadió que la intervención militar estadounidense estaba sobre la mesa. La bien publicitada preocupación por las elecciones presidenciales venezolanas del pasado 28 de julio brinda a Trump y Rubio una oportunidad de oro.
La nueva derecha surgida en el siglo XXI, con Trump como figura más visible, está más obsesionada con combatir a izquierdistas como Maduro que los conservadores de los años previos al fin de la Guerra Fría. Y América Latina es la única región del mundo donde abundan los gobiernos de izquierda en la forma de la llamada Marea Rosa (incluyendo los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva en Brasil, Gustavo Petro en Colombia y Claudia Sheinbaum en México). Esas naciones están en el punto de mira de Trump y sus aliados cercanos.
Elon Musk es un buen ejemplo de uno de esos aliados. Habiendo asimilado el macartismo de la nueva derecha, Musk tuiteó «Kamala jura ser una dictadora comunista». En los cuatro días siguientes a las elecciones del 28 de julio en Venezuela, escribió más de quinientos mensajes sobre Venezuela, uno de los cuales era un tuit que decía «vergüenza para el dictador Maduro». Musk también aplaudió el golpe de la derecha contra Evo Morales en 2019, y después de que el partido de Morales volviera al poder en Bolivia, advirtió descaradamente: «Haremos un golpe a quien queramos».
La nueva derecha macartista ha atacado con más fuerza a los líderes latinoamericanos más a la izquierda, como los de Cuba, pero no deja fuera de juego a los moderados como Lula. Rubio califica a Lula de «líder de extrema izquierda» de Brasil, mientras que Musk ha expresado su certeza de que no será reelegido en 2026. Algunos analistas plantearon la posibilidad de que Trump golpee al Gobierno de Lula con aranceles y sanciones para apoyar el regreso al poder de Jair Bolsonaro y la extrema derecha brasileña.
Desde su formulación inicial, la Doctrina Monroe ha tenido diferentes lecturas. Mientras que el principal mensaje de James Monroe en 1823 se ha resumido como «América para los americanos», los latinoamericanos han recordado el legado de doscientos años de innumerables intervenciones estadounidenses de la Doctrina Monroe. Mientras tanto, Trump invoca la Doctrina Monroe como una advertencia a China para que se mantenga alejada del hemisferio occidental.
El objetivo de China
El verdadero objetivo de Trump en las tres amenazas era China. Trump publicó que el Canal de Panamá «era únicamente para que lo gestionara Panamá, no China» y dijo que «¡nunca dejaríamos ni dejaremos que caiga en las manos equivocadas!». En realidad, una empresa con sede en Hong Kong está administrando dos de los cinco puertos de Panamá, muy lejos de la afirmación de Trump de que soldados chinos están operando el canal.
Trump defendió la anexión del Canal de Panamá, Canadá y Groenlandia (una puerta al Ártico) argumentando la necesidad de bloquear la creciente presencia de China en el hemisferio. La amenaza de Trump de anexionarse el territorio de una nación soberana dice mucho de la mentalidad belicosa del presidente entrante. También es un reflejo de la desesperación de segmentos de la clase dirigente y la élite política estadounidenses ante el declive del poder económico de la nación. La verdadera razón por la que Trump apunta a China, mientras juega a ser el pacificador entre Rusia y Ucrania, es económica.
En el siglo XXI, la inversión y el comercio de China con América Latina han aumentado exponencialmente. China ha superado ya a Estados Unidos como primer socio comercial de Sudamérica; algunos economistas predicen que el valor neto de este comercio, que en 2022 estaba valorado en 450.000 millones de dólares, superará los 700.000 millones en 2035.
En lo que respecta a la retórica antichina de Washington, la competencia con Estados Unidos en el frente económico recibe menos atención de la que merece. Si alguna vez la frase «es la economía, estúpido» ha sido oportuna, es en el caso del desafío de China a la hegemonía estadounidense.
El «Plan para contrarrestar a China» de la Heritage Foundation enumera un sinfín de amenazas no económicas planteadas por China. Muchas de las amenazas ponen el foco en América Latina debido a su proximidad. Por ejemplo: «El papel de China en el tráfico mundial de drogas, explotando la inestabilidad en Estados Unidos y América Latina causada por la migración ilegal (…) El gobierno estadounidense debería cerrar las lagunas en la ley y la política de inmigración que China está explotando». Otros ámbitos de preocupación atribuidos a China y procedentes en gran medida de América Latina son la «actividad criminal transnacional», los «simulacros de guerra» llevados a cabo en América Latina y el espionaje chino basado en Cuba. Además, en una conversación con el gobierno chino, la Secretaria del Tesoro, Janet Yellen, expresó su preocupación por el supuesto patrocinio de esa nación de «actividades cibernéticas maliciosas». La derecha también alega que China busca exportar la autocracia o, en palabras del entonces secretario de Estado Mike Pompeo, «validar su sistema autoritario y extender su alcance».
El discurso de Washington sobre la amenaza de China a la democracia resuena entre la extrema derecha latinoamericana. Leopoldo López, quien durante mucho tiempo fue considerado el representante de los intereses de la extrema derecha estadounidense en Caracas, declaró ante el Comité de Relaciones Exteriores del Senado estadounidense en 2023 que «autócratas» como Maduro y los «comunistas chinos» estaban, junto con Rusia, «en el centro de [una] red autocrática».
Sin embargo, hay pocas pruebas que respalden las acusaciones de Pompeo y López. Aunque no se discuten los rasgos antidemocráticos del Estado chino, China no está intentando extender un régimen autoritario. De hecho, la repetición por parte de Pekín de la frase «socialismo con características chinas» sugiere que tiene poco interés en exportar un modelo del modo en que lo hizo, por ejemplo, la URSS.
Jeffrey Sachs ha dejado claro que el enfrentamiento entre Estados Unidos y China no tiene que ver realmente con la ideología, sino más bien con el crecimiento económico: «Luego tenemos las tensiones con China. Se culpa de ello a China, pero en realidad es una política estadounidense que comenzó bajo el mandato del expresidente Barack Obama, porque el éxito de China desencadenó todos los anticuerpos hegemónicos estadounidenses que dicen que China se está haciendo demasiado grande y poderosa». Si la rivalidad económica es la verdadera fuente de preocupación en Washington, entonces China es claramente una preocupación mayor que Rusia. Carafano señala: «Hay llamamientos persistentes en Estados Unidos a pivotar hacia Asia y dejar a Rusia como problema de Europa. Otros sugieren un acomodo con Moscú para socavar las relaciones entre Rusia y China».
El reputado especialista en relaciones internacionales John Mearsheimer es el principal defensor de la postura de que la amenaza china a Estados Unidos es insuperable. Para Mearsheimer, lo que está en juego no es la ideología, sino el rápido crecimiento económico imprevisto de China. Afirma que «sería un error presentar hoy a China como una amenaza ideológica» y añade que la China contemporánea «se entiende mejor como un Estado autoritario que abraza el capitalismo». Los estadounidenses deberían desear que China fuera comunista; entonces tendría una economía aletargada».
La derecha frente a las élites económicas latinoamericanas
Al igual que en Estados Unidos, algunos poderosos actores económicos de América Latina apoyan a la extrema derecha, pero los intereses y puntos de vista de las élites no siempre coinciden. Es el caso de la agricultura y otros sectores empresariales que tienen mucho que perder con la hostilidad de la derecha latinoamericana hacia China, que pone en peligro los mercados y la afluencia de inversiones. De hecho, los grupos empresariales locales han entrado en conflicto con los políticos de derechas y a menudo se encuentran en desacuerdo con la campaña antichina de Washington.
Fiel a su costumbre, la derecha latinoamericana, junto con Washington, ha opuesto resistencia a las iniciativas que promueven la cooperación con China. Por ejemplo, la decisión del presidente panameño, Juan Carlos Varela, de romper relaciones diplomáticas con Taiwán y ampliarlas a Pekín en 2017 no estuvo exenta de polémica. La Administración Trump reaccionó retirando a su embajador en señal de protesta, lo que llevó a Varela a exigir «respeto (…) igual que nosotros respetamos las decisiones soberanas de otros países». A esto le siguió un escándalo conocido como «VarelaLeaks» que implicaba un supuesto soborno de 142 millones de dólares de China continental para asegurar el acuerdo. China negó rotundamente la acusación.
Tras tomar el poder, líderes de extrema derecha como Bolsonaro y el presidente argentino Javier Milei fueron extremadamente virulentos en su lenguaje con respecto a China. En el primer año de gobierno de Bolsonaro, por ejemplo, su ministro de Asuntos Exteriores, Ernesto Araújo, declaró que Brasil no «vendería su alma» para «exportar mineral de hierro y soja» a la China comunista. Pero en ambos casos, la presión de las empresas dio lugar a cambios sorprendentes. Milei, por su parte, frustró al principio la aplicación de los acuerdos con Pekín y calificó a sus dirigentes de «asesinos» y «ladrones», pero luego optó por el pragmatismo. Tras un encuentro excepcionalmente amistoso con el presidente chino, Xi Jinping, en la Cumbre del G20 celebrada en Río el pasado noviembre, se reanudó un acuerdo de intercambio de divisas por valor de miles de millones de dólares.
Todo esto indica que la administración Trump probablemente se enfrentará a la resistencia a su campaña antichina en América Latina de una fuente en cierto modo inesperada, a saber, los intereses empresariales locales.
¿Una reedición de la Guerra Fría?
La declaración de política exterior de la Fundación Heritage diseñada para una segunda presidencia de Trump se llama «Ganar la nueva Guerra Fría: Un plan para contrarrestar a China». El título es engañoso. La rivalidad entre Estados Unidos y China carece de la dimensión ideológica básica de la antigua Guerra Fría, que consistía en un enfrentamiento entre dos sistemas político-económicos distintos, ambos defendidos fervientemente como dogmas superiores.
Además, China no practica el «internacionalismo» que caracterizó a la Unión Soviética, que contaba con la lealtad de los partidos comunistas de todo el mundo. De hecho, destacados izquierdistas han criticado la supuesta falta de solidaridad de Pekín con los movimientos y gobiernos de izquierda de otros lugares.
El modelo económico chino cuenta ahora con más de cuatrocientos multimillonarios (según Forbes), incluso mientras el discurso de la nueva derecha demoniza el «comunismo chino». La narrativa de la derecha también culpa a China y a su expansión económica, en parte impulsada por capitalistas chinos, de los avances de la izquierda en América Latina. La retorcida lógica recuerda los vitriólicos ataques de Adolf Hitler contra los capitalistas judíos por ser supuestamente responsables del avance del comunismo.
Del mismo modo, la Fundación Heritage señala a los gobiernos latinoamericanos de la Marea Rosa por «abrir la región a China». Carafano señala a los líderes izquierdistas de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Bolivia por las «crecientes relaciones» de sus naciones con China, Rusia e Irán. En el espíritu de la teoría de la conspiración, Carafano escribe: «El Foro [de São Paulo] formula políticas cada vez más activas y agresivas para socavar los regímenes proestadounidenses de la región y acepta el crimen transnacional, incluidas las redes de Oriente Medio, como una herramienta útil para la desestabilización». Además de la incapacidad de los detractores del Foro para presentar pruebas concretas que vinculen al grupo con la delincuencia y el terrorismo, su heterogeneidad, que incluye movimientos obreros, étnicos y ecologistas de base, así como otros inspirados por la Iglesia católica, hace que la afirmación resulte inverosímil a primera vista.
La rivalidad económica, no las diferencias ideológicas, es la esencia del enfrentamiento entre Estados Unidos y China en América Latina. El verdadero problema son los crecientes lazos económicos de China en la región, incluidas las inversiones masivas en forma de la Iniciativa de la Franja y la Ruta para ambiciosos proyectos de infraestructuras, a la que se han adherido veintidós naciones latinoamericanas y caribeñas. El Presidente Joe Biden intentó contrarrestar la Iniciativa de la Franja y la Ruta con su «Alianza de las Américas para la Prosperidad Económica», que presentó en la Cumbre de las Américas de 2022. La calificó de «nueva y ambiciosa agenda económica». Sin embargo, el think tank Council on Foreign Relations calificó de míseras aquellas inversiones.
Con Trump, las perspectivas para la inversión estadounidense en América Latina son probablemente peores. En su reciente artículo en el que pronostica las tendencias de la segunda administración de Trump, Tokatlian escribió: «Si la historia reciente sirve de guía, es poco probable que Washington ofrezca muchas alternativas cuando se trata de inversiones o ayuda en infraestructura». Si este es el caso, Estados Unidos no estará en posición de ganarse los corazones y las mentes de los latinoamericanos. Si China lo consigue, será gracias a su vibrante economía, no a la exportación de ideología.