En las primeras décadas del siglo XX, tras la Primera Guerra Mundial, Palestina ponía fin a 400 años de dominio otomano y se encontraba ocupada por Gran Bretaña. Para los sionistas, que conocían el campo internacional, la lucha por instalar un Estado judío en el país fue desde el principio una batalla que se jugaría en este terreno. Con dicho fin buscaron ganar las voluntades y las mentes de los sectores influyentes tras la caída del Imperio.
El sionismo se cimentó sobre la base de la superioridad europea y su misión civilizadora. Ello estaba enraizado en los vínculos que tenía con el imperialismo europeo y la idea de crear una «pequeña Europa» en Medio Oriente. Así, el nacionalismo judío se insertó en la tradición ya forjada por el orientalismo, y la deshumanización de los palestinos se derivó de los prejuicios occidentales contra el islam, los árabes y Oriente.
La actualización constante de este prejuicio se evidencia en la reciente caracterización que se hizo de los palestinos como «animales humanos» convertidos en capital en manos de un Estado que busca no solo su aniquilación física sino también ontológica y epistemológica. Este necrocapitalismo, cuyo catálogo del horror se renueva cotidianamente, basa su impunidad e inmunidad en el poder que le da la aceptación, el silencio y la complicidad del mismo campo internacional que propició su creación y permite su perpetuación en el tiempo.
El aislamiento y el desmembramiento de la nación palestina fue desde el comienzo uno de los objetivos del sionismo. Cuando el proyecto colonizador judío se asentó con fuerza en Palestina, la población local estaba aislada del mundo exterior y no disponía de los medios para afrontar este avance en el frente externo ni interno. Era una época de cambios rápidos y violentos, que desmantelaron el antiguo régimen otomano feudal/religioso para instalar un nuevo modo de gobierno —secular/capitalista— en el marco de dos proyectos colonizadores que se presentaban en pugna: el británico y el sionista.
Luego de la retirada británica y la instalación del Estado de Israel en la mayoría del territorio de la Palestina histórica, los sionistas continuaron con estrategias en los dos frentes con la finalidad común de negar la existencia del país y su población originaria. Hacia afuera, se diseñó un aparato de propaganda para dar una imagen correcta del nuevo Estado. Hacia adentro, se propició el desmantelamiento de la sociedad nativa con la destrucción de ciudades y pueblos.
El terror como estrategia deliberada para expulsar a la población local con el objetivo de «desarabizar» fue llevado adelante a través de la intimidación, la guerra psicológica, el bombardeo de la población civil, las expulsiones masivas, las ejecuciones sumarias, el abuso, el robo, la violación de niñas y mujeres. A la limpieza étnica le siguieron el «memoricidio» y el «toponimicidio» como vías para despalestinizar el territorio.
La supresión de la Palestina histórica de la cartografía fue diseñada para fortalecer el nuevo Estado, pero también para consolidar el mito del lazo inquebrantable entre los días de los israelitas bíblicos y el moderno Estado israelí. A esta sucesión de trágicos acontecimientos que decantó en la pérdida definitiva de su patria el 15 de mayo de 1948 los palestinos la denominaron al-nakba, «la catástrofe».
Los primeros años luego de la nakba, debido al trauma colectivo, no se lograron articular narrativas contrahegemónicas que desafiaran la perspectiva sionista. La potencia de esta radicaba en su presentación como proyecto civilizador que legitimó las matanzas y expulsiones bajo la lógica colonizadora. Por ello, a pesar de las abrumadoras pruebas de las violaciones, los robos y las ejecuciones sumarias, ningún israelí fue juzgado por crímenes de guerra en ninguna ocasión desde 1948 hasta ahora.
Al presentarse como una continuidad del sentido común instalado en Occidente sobre las poblaciones árabes como atrasadas y temerarias, la narrativa sionista domina el discurso público y ha invisibilizado históricamente sus crímenes. Por ello, el caso palestino demuestra que no es suficiente documentar las atrocidades perpetradas contra su pueblo, sino que también se precisa un marco que dé sustento y consolide una contranarrativa.
A este recurso Edward Said lo llamó «permiso para narrar». En un artículo bajo ese título, escrito tras la invasión israelí a Líbano y las masacres perpetradas en los campamentos de Sabra y Shatila (1982), señala que los hechos no hablan por sí solos, sino que precisan de una narrativa socialmente aceptada para absorberlos, sustentarlos y circularlos. Esta se ha ido articulando de diferentes maneras a lo largo de la historia, y las lecturas de la nakba han sufrido similares transformaciones que pueden agruparse en cuatro grandes momentos.
El primero corresponde al período inmediatamente anterior y posterior a mayo de 1948, cuando se expusieron los argumentos y orígenes de la derrota árabe. Fue en ese mismo año que se propuso el término nakba a partir de un texto de Costantine Zuraiq pese a que inicialmente coexistió con términos eufemísticos como al-ightisab (la violación) o al-ahdatz (los acontecimientos). La violación como metáfora de la colonización ocupa un lugar predominante en el imaginario palestino ligando la pérdida de la patria a una herida mortal en el honor nacional.
En el plano simbólico, la imagen de la nación como mujer se inscribe en el discurso nacionalista con tal potencia que la dominación y la usurpación colonial del territorio es vista con frecuencia como una violación sobre este cuerpo femenino. Esta representación ha tenido un fuerte impacto en la conciencia política y en el lugar que se les asigna a los recuerdos y la construcción de la memoria colectiva. De esta manera, las relaciones y representaciones de género influencian el discurso nacionalista de manera tácita y explícita, complicando el acto de recordar y el contenido de las memorias de las mujeres sobre la nakba.
Una segunda narrativa se articuló a partir de la derrota militar en la guerra de 1967 y la ocupación del resto de la Palestina histórica (Jerusalén Oriental, Cisjordania y Gaza). En aquel momento se configuró un movimiento nacional autónomo que tuvo éxito en posicionarse en sintonía con el auge del tercermundismo y las relaciones con otros movimientos políticos y culturales. Durante la revolución palestina (1968-1982) se intentó construir un imaginario en torno a una nueva identidad; el fedayín que liberaría a su patria del ocupante extranjero. En sintonía con el espíritu combativo de la época, las organizaciones políticas buscaban mostrarse como heroicas y construyeron una nueva identidad revolucionaria para el pueblo palestino, por lo que se buscó ocultar los relatos que complicaran esa narrativa, como las experiencias de las mujeres.
Un tercer momento se inicia con el fin del período de la revolución y la expulsión del liderazgo masculino —nucleado en la Organización por la Liberación de Palestina— de Líbano (1982) seguida por la Primera Intifada (1987-1993). Estas transformaciones en el movimiento de liberación nacional, que vio jaqueado su protagonismo en el levantamiento popular, y el comienzo de las negociaciones con Israel desarrollaron un renovado interés en la nakba, reivindicando el derecho al retorno de los refugiados como una cláusula no negociable.
Sumado a ello, a partir de la década del 80 se comenzaron a desafiar los mitos del sionismo a partir de la desclasificación de archivos militares israelíes. Surgió entonces un grupo de «nuevos historiadores» israelíes, que empezaron a ser vistos en Occidente como la máxima autoridad sobre la nakba. Esta tendencia contribuyó a reforzar el dominio israelí y proisraelí del discurso histórico y la historiografía sobre Palestina.
Es recién en el cuarto y último momento tras la firma de los Acuerdos de Oslo (1993) y la creación de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) que se evidenció una tendencia más potente en torno a la construcción de una contranarrativa relacionada con la permanencia y las consecuencias actuales de la nakba. La ANP impulsó la construcción de un Estado neoliberal que celebra acciones simbólicas mientras permite la continuidad de la colonización y el despojo palestino asegurada a partir de la coordinación de seguridad conjunta con Israel y el flujo de donaciones que recibe para tal fin.
Este estado de cosas se ha cristalizado en la noción de al-nakba al-mustamerra (la catástrofe permanente), que da cuenta de la cadena incesante de ataques que ha sufrido la población palestina desde 1948 hasta el genocidio que se está llevando adelante este 2024 en Gaza, donde se reiteran las matanzas despiadadas, las violaciones y la destrucción del tejido social, edilicio, institucional y humano.
La manera en que los palestinos experimentan, recuerdan y nombran la sucesión de ataques contra su existencia a lo largo del tiempo está mediada por la división del trabajo por género, las identidades sexuales, los roles de las mujeres y su lugar en el contexto social pero también por la experiencia colonial y su impacto en las relaciones de género, principalmente en la construcción de un nacionalismo judío masculinizado y militarizado construido en oposición al «otro» feminizado.
Allí se inscriben las recientes imágenes de soldados israelíes posando con lencería y trajes tradicionales de mujeres palestinas frente a hombres desnudos atacados por perros, que recuerdan —y superan en horror— a las imágenes de la prisión iraquí de Abu Ghraib. Como hicieran en aquella ocasión las autoridades militares estadounidenses, los altos mandos israelíes hablan de «casos aislados», ocultando de que se trata de abusos sexuales que deben contabilizarse junto a las violaciones como método de tortura que refuerzan la feminización como forma de humillación y sometimiento.
En 1948, los palestinos llamaron catástrofe (nakba) a la experiencia de desposesión que los dejó apátridas; en 1967 se adoptó el término retroceso (naksa) para denominar la ocupación de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Oriental, y revolución (thawra) al movimiento que buscó liberar los territorios a partir de 1968. En 1987 y 2000 la palabra intifada (levantamiento) recorrió el mundo cuando la población civil se rebeló a la ocupación militar israelí y la noción de al-nakba al-mustamerra (la catástrofe permanente) se presentó como elocuente para describir un estado de cosas continuo.
¿Qué palabra se atreverá a nombrar las atrocidades a la que está siendo sometida hace meses la población palestina de Gaza?