En 2011, la central nuclear Fukushima Daiichi, a unos 250 kilómetros al norte de Tokio, fue sacudida por un terremoto de magnitud 9,0 y golpeada por un tsunami. Tres reactores se pararon automáticamente, pero la pérdida de suministro eléctrico provocó en los días y meses siguientes la rotura del sistema de refrigeración y una serie de explosiones de hidrógeno y la fusión de los núcleos de los reactores 1 a 3.
El Primer ministro Kan Naoto temió lo peor. Se enfrentó a la posible necesidad de evacuar toda la región de Kanto, incluida el área metropolitana de Tokio. Japón, su Estado y su sociedad estuvieron al borde de la catástrofe, un destino que se evitó por muy poco.
El legado de la catástrofe de Fukushima se sigue afrontando hoy en día. A inicios de año, las autoridades japonesas avanzaron con un controvertido plan para verter al océano las aguas residuales de la central. Esto provocó airadas respuestas de los vecinos de Japón. En Corea del Sur, unos manifestantes intentaron ocupar la embajada japonesa, llevando pancartas con el lema «El mar no es el basurero de Japón».
La vida media de la catástrofe
El flujo de agua para enfriar los escombros contaminados con diversas formas de radiactividad tuvo que conservarse hasta hoy. En los últimos doce años se acumularon unos 1,34 millones de toneladas de agua, que se mantienen en un vasto conjunto de más de mil tanques a lo largo de la costa de la prefectura de Fukushima.
Esos tanques están ahora llenos en un 98%, pero el flujo de agua contaminada tendrá que continuar durante al menos las próximas tres décadas, o hasta que se pueda limpiar el emplazamiento actual. Hoy en día nadie puede decir con certeza cuándo será eso.
Las aguas contaminadas contienen sesenta y cuatro elementos radiactivos o radioisótopos, siendo los más preocupantes el carbono-14, el yodo-131, el cesio-137, el estroncio-90, el cobalto-60 y el hidrógeno-3, también conocido como tritio. Algunos tienen una vida corta, que incluso podría haber ya terminado, pero otros tardan más en desintegrarse, con una vida media de más de cinco mil años en el caso del carbono-14.
El tritio, que recibe la mayor atención, tiene una vida media de 12,3 años. Sus concentraciones pueden ser bajas, pero tendrán que pasar cien años para que su amenaza para los seres humanos y el océano sea realmente insignificante.
El gobierno aún tiene que encontrar algún lugar donde depositar diariamente noventa toneladas de agua recién contaminada y encontrar nuevos emplazamientos para expandir los depósitos. Y, mientras el pueblo de Japón sigue oponiéndose firmemente a cualquier retorno a la visión anterior a 2011 de un futuro de superpotencia japonesa con propulsión nuclear y autosuficiencia energética, el gobierno y la burocracia del país se muestran cada vez más abiertos en cuanto a su determinación de perseguir precisamente ese objetivo.
La opción más barata
En 2016, el gobierno japonés consideró múltiples métodos para tratar el agua. Descartando la simple continuación del statu quo —más y más tanques a lo largo de un frente marítimo ya abarrotado—, parecía haber tres opciones: descarga en el océano, descarga atmosférica y enterramiento subterráneo. El coste estimado era de 34.900 millones de yenes para liberar los materiales problemáticos en forma de gas a la atmósfera, 24.300 millones para cavar un pozo profundo y enterrarlos, pero sólo 3.400 millones para verterlos gradualmente al mar.
La lógica de tales matemáticas era ineludible. La opción elegida fue la que resultaba siete veces más barata. El tiempo y los poderes recuperadores y regenerativos del mar acudirían al rescate de la humanidad, o eso esperaban las autoridades. Los materiales se verterían en el océano, canalizados por tuberías gigantes hasta un punto situado a un kilómetro de la costa. El proceso comenzó el 24 de agosto de 2023.
La ansiedad, la alarma y, cada vez más, la ira, se fueron extendiendo tanto dentro del propio Japón (especialmente en las inmediaciones de Fukushima, que se llevaron la peor parte del desastre inicial de 2011) como en parte de sus estados vecinos del Pacífico: China (incluido Hong Kong), Corea (tanto del norte como del sur), Rusia, Filipinas y los miniestados del Pacífico Sur, con dieciocho países y regiones. En Japón, sólo el 44% de la gente dijo que «no estaba preocupada» por la liberación, mientras que cerca del 75% afirmó que el gobierno no había explicado adecuadamente lo que estaba haciendo.
El gobierno japonés había prometido que no daría ningún paso sin consultar debidamente a todas las partes interesadas. Sin embargo, procedió a ignorar ese principio tanto en lo que respecta a su propia ciudadanía (especialmente los empleados en su otrora vibrante industria pesquera) como en relación con sus vecinos del Pacífico, cuyas costas están bañadas por las mismas aguas del Pacífico.
«Bajo control»
Es cierto que el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de las Naciones Unidas le proporcionó una cobertura útil al gobierno japonés y a la Compañía Eléctrica de Tokio (TEPCO) al opinar que el impacto medioambiental del vertido sería «insignificante». Ese juicio, sin embargo, no es ni sorprendente ni decisivo.
El OIEA, fundado en 1957, es una organización dedicada a la propagación de la energía nuclear civil «segura». Japón es su tercera fuente de fondos, y el futuro de la industria nuclear mundial depende de que se considere que existe una «solución definitiva» a los problemas planteados por Fukushima.
Aunque recibió poca atención en cuanto a la cobertura mediática del problema, un pequeño pero significativo cuerpo de opinión científica empezó a expresar duras críticas al OIEA por no aplicar sus propios principios fundamentales. En un artículo se acusaba a la agencia de estar en algunos aspectos importantes «al menos 10.000 veces equivocada», de descuidar la consideración adecuada de las soluciones sin vertido y de «exagerar groseramente hechos bien conocidos» en su «afán por asegurar al público que el daño será “insignificante”».
Según el autor del documento, Arjun Makhijani, del Instituto de Investigación Energética y Medioambiental, se requiere un enfoque muy diferente:
El OIEA debería, empezando por Japón, orientar a los países poseedores de energía nuclear para que dejen de verter residuos, de modo que los océanos, que han sido maltratados de tantas maneras durante tanto tiempo, tengan al menos la oportunidad de empezar a recuperarse.
Cuando en septiembre de 2013 el entonces primer ministro japonés Abe Shinzo dijo al mundo que Fukushima estaba «bajo control», mintió. Hasta 2018, todos los intentos de localizar los núcleos de los reactores desaparecidos, no ya de ponerlos «bajo control», habían fracasado. Recién en 2021 fue posible, al menos, localizar los restos de uno de los reactores.
Sin embargo, conocer la ubicación es sólo el principio. Ahora que sabemos dónde están, no estamos más cerca de saber cómo tratarlos. Y el esfuerzo de recuperación de dos de los reactores no comenzará hasta 2024.
Si consiguen localizar los restos, estimados en unas 880 toneladas, habrá que extraerlos, gramo a gramo. Mientras tanto, a partir de 2023, entre cuatro mil y cinco mil trabajadores son movilizados cada día para realizar diversas tareas de alto riesgo en la zona de la catástrofe.
Los pueblos del océano
Los pueblos de los pequeños Estados del Pacífico fueron víctimas seriales de oleadas de ensayos nucleares, primero estadounidenses y luego franceses. Para ellos, el golpe procedente de Japón, un país que a su vez fue víctima de la guerra nuclear, resulta especialmente amargo. La conmoción y el daño causados por la liberación masiva inicial de radiactividad de 2011 se combina ahora con el vertido deliberado y premeditado de residuos nucleares a partir de 2023.
En el pasado, las «grandes potencias» aseguraron en repetidas ocasiones a los pueblos insulares que las pruebas y los vertidos no supondrían ningún riesgo para la salud o el medio ambiente. Estos pueblos observan ahora con tristeza cómo Japón hace lo mismo, realizando intensos esfuerzos propagandísticos para conseguir que los estados de la región respalden su campaña de vertido de aguas residuales.
La palabra de Japón suena hoy tan vacía para los pueblos de las islas del Pacífico como en su momento la de Estados Unidos o Francia. Incluso los propios japoneses tienen «poca confianza en TEPCO o en el Gobierno japonés» en lo que respecta al vertido de aguas residuales de Fukushima, según Suzuki Tatsujiro, ex vicepresidente de la Comisión de Energía Atómica de Japón.
Los gobiernos japoneses del futuro deberán atenerse a las decisiones tomadas por la actual administración y al proceso iniciado el pasado 24 de agosto. El apoyo prestado al vertido oceánico japonés por destacados países industriales occidentales les parece hipócrita a los isleños del Pacífico. Motarilavoa Hilda Lini es jefa de la nación turaga de la República de Vanuatu, y activista del movimiento Pacífico Libre de Armas Nucleares e Independiente (NFIP). Ella lo explica así:
Tenemos que recordarle a Japón y a otros Estados nucleares el lema de nuestro movimiento por un Pacífico Libre de Armas Nucleares e Independiente: si es seguro, tírenlo en Tokio, pruébenlo en París y almacénenlo en Washington, pero mantengan nuestro Pacífico libre de armas nucleares.
Ella también subraya su sentimiento de responsabilidad: «Somos gente del océano. Debemos levantarnos y protegerlo».
Haciendo caso omiso de las súplicas de los Estados vecinos, especialmente las de los sufridos pueblos de las islas del Pacífico, Japón sigue adelante con el plan de verter sus residuos nucleares en el océano, asegurándose de que a su debido tiempo una tercera ola de contaminación nuclear bañe las costas del Pacífico. La contaminación radiactiva, como observa Makhijani, «se añadirá al océano Pacífico incluso cuando los océanos del mundo ya están sobrecargados de contaminantes y destrucción ecológica, que se está viendo agravada por el cambio climático».
Este artículo se publica conjuntamente con Pearls and Irritations: A Public Policy Journal.