1.
Antes que nada me gustaría aclarar el debate en torno a la utopía, o acaso debería decir, en torno a los usos políticos de la utopía. Imagino que la mayoría estará de acuerdo en que los utopistas de fines del siglo dieciocho y comienzos del siglo diecinueve eran en esencia progresistas, en el sentido de que sus perspectivas o fantasías apuntaban a mejorar la condición del ser humano. Pero me interesan justamente los análisis que denuncian estas utopías y a sus partidarios más entusiastas como si condujeran necesariamente a resultados siniestros. Con el tiempo, estos análisis desembocaron en la idea de que el utopismo revolucionario provoca la violencia y la dictadura, y de que todas las utopías, de una forma u otra, terminan en Stalin, o mejor todavía, que Stalin fue el más grande de los utopistas.
No cabe duda de que esta tendencia ya operaba de forma implícita en las denuncias de la Revolución francesa de Edmund Burke —que no dejan de exponer uno de los argumentos contrarrevolucionarios más geniales, a saber, que reemplazar el desarrollo lento y natural de la tradición por los planes artificiales de la razón es un tipo de hibris humana—, y en su idea de que la revolución es siempre de por sí un desastre. Estas conjeturas revivieron durante la Guerra Fría: el comunismo fue identificado con la utopía, ambos con la revolución y todos con el totalitarismo.
Creo que fue recién después de la Segunda Guerra Mundial cuando las generaciones más jóvenes revirtieron esta implicación y transformaron el utopismo en una reivindicación y en un grito de guerra. Esta reversión consistió, no en detectar una distopía oculta en el interior de la utopía, ni en pensar que el utopismo era la flor del pecado del orgullo, sino en el hallazgo de una nueva convicción: a saber, que lo opuesto de la utopía es el statu quo. El nuevo y amenazante sentimiento de estancamiento, y la percepción del poder de las instituciones y del Estado que surgieron de las necesidades y condiciones planteadas por la guerra, hicieron que la utopía terminara asociándose con el cambio, y que las cualidades estáticas que muchas veces parecen inherentes a las estructuras utópicas tradicionales fueran ignoradas en favor de la apertura y el aire fresco también conllevan. En este sentido, los años 1960 estuvieron vinculados más que ningún otro período con el renacimiento de la utopía. Además de ciertos intentos de reanimar los viejos y siniestros diagnósticos sobre la utopía después del colapso de la Unión Soviética, entre las teorías de la utopía nueva y dinámica a la que nos referimos antes destaca sobre todo la obra enciclopédica de Ernst Bloch.
Ahora bien, la fuente de los significados políticos antitéticos que recibe la utopía no yace en la convicción filosófica, sino en algo más cercano a la experiencia existencial (o fenomenológica): la idea de futuros posibles. El statu quo quiere estar seguro de que el futuro seguirá siendo básicamente igual que el presente. De aquí que su reivindicación sea «el fin de la historia», es decir, el fin de la utopía, el fin del futuro y del cambio. El utopismo, en cambio, se nutre de la convicción experiencial de que el cambio existe y de que son posibles muchos futuros radicalmente distintos, y esta es una convicción que solo las circunstancias y las condiciones sociales pueden producir. Sin embargo, la parálisis política y la extinción de los partidos políticos revolucionarios sofocan estas condiciones, y también lo hace la globalización, en la medida en que ofrece cada vez menos posibilidades de concretar cualquier iniciativa nacional genuina (la Unión Europea, en la que los Estados nación fueron reducidos a Estados miembro, es un ejemplo excelente de este proceso en marcha).
2.
Pero, ¿qué es la utopía? Suponiendo que, como indica su etimología, se trate de un «no lugar», ¿cuál es el concepto que corresponde a esta noción y qué utilidad política tiene? Esta pregunta nos enfrenta inmediatamente con un problema, a saber, la confusión de la utopía con una política histórica o «real». En este sentido, es interesante notar que no tenemos un término adecuado para definir lo opuesto de la utopía. Antes afirmamos que no es la distopía la que cumple este papel, sino más bien el statu quo. Pero no podemos ignorar que una buena parte de la política denominada progresista también desea cambiar el statu quo, muchas veces de manera radical. Por lo tanto, el problema está en la posibilidad de distinguir entre política utópica y política radical.
Cuando planteamos el problema en estos términos, pensamos inmediatamente en la oposición entre socialismo y comunismo, que incluso podemos remontar hasta la oposición entre mencheviques y bolcheviques. Durante los últimos años, en el mundo intelectual hubo intentos de revivir el uso de la palabra comunismo que, dada su asociación legítima o ilegítima con el estalinismo, había caído en el descrédito y hasta en el olvido después tras el colapso de la Unión Soviética. En cuanto a la palabra socialismo, la izquierda piensa que está contaminada por la total deserción de los partidos socialdemócratas, en la teoría y en la práctica: en la teoría por la eliminación sistemática de Marx y del marxismo en sus programas escritos, y en la práctica por su vergonzosa adopción de las políticas neoliberales —privatización, austeridad, etc.— cada vez que están en el gobierno.
En cualquier caso, sigue siendo útil distinguir entre una política progresista dentro del sistema, es decir, una que deja intacto el marco general del capitalismo, y una política que apuntaría a modificar este marco y que hoy no existe en ninguna parte, como mostró la capitulación de Syriza cuando llegó la hora de la verdad. Pero, ¿no prueba esto que la política utópica sigue siendo la política de ninguna parte, y que debemos buscarla justamente donde es irrealizable? En otros términos, debemos distinguir nítidamente entre propuestas políticas concretas y prácticas y propuestas políticas que son claramente «utópicas» o que apuntan a una satisfacción de deseo irrealizable.
Consideremos esta idea volviendo sobre una de las últimas utopías tradicionales verdaderamente exitosas, la novela Ecotopía, de Ernest Callenbach. Tengamos en cuenta que Callenbach escribió antes de las computadoras, y que, por lo tanto, no debió afrontar la integración de la tecnología de la información, que está tan presente en nuestras vidas cotidianas y que es definitivamente el marco ineludible de toda utopía contemporánea. Otro elemento que facilitó la tarea de Callenbach fue su decisión de dejar el racismo fuera del cuadro (de hecho, las utopías separatistas negras quedaron relegadas a San Francisco, que está fuera del marco de su relato). En cuanto al género, digamos que si bien la ecotopía es dirigida por mujeres, hoy la idea subyacente del autor nos parece implausible, puesto que supone que la agresividad es un rasgo del hombre.
Como sea, Callenbach intenta anticiparse a dos objeciones generales contra el socialismo, a saber, que mata el espíritu emprendedor, y que sofoca el debate, la argumentación, la libertad de expresión y de opinión, etc. La cuestión del espíritu emprendedor y de los pequeños comercios es un tema bienvenido. Llega de la mano de cierta posición antimonopolio que es común en una buena parte de la izquierda. Pero no debemos olvidar que Lenin veía con buenos ojos el monopolio y pensaba que era el camino hacia la nacionalización (y un signo de que la socialización estaba en marcha, como una de las tendencias del capitalismo avanzado).
La utopía de Callenbach también plantea de manera auspiciosa el tema de la innovación. En cuanto al separatismo, ¿no es la ecotopía, situada en Oregon, Washington y el Norte de California, una república separatista? O mejor todavía, ¿no es la utopía en sí misma un fenómeno separatista? Me parece que en este caso vale lo mismo que dijimos sobre la relación entre la utopía y la política real: las utopías imaginarias realizadas son siempre separatistas frente a la realidad imaginada. La utopía sigue siendo utópica hasta el punto en que puede ser concretada y traducida en una política práctica. En este punto recae en la política real y deja de ser utópica. ¡No es un argumento muy alentador! Y, sin embargo, parece evidente cuando volvemos a traducirlo a nuestra otra oposición: las políticas comunistas son utópicas siempre y cuando no sean realizadas, y se tornan socialdemócratas tan pronto como vuelven a caer en el mundo real del toma y daca político.
Lo que parece suponer esta idea es el marco, o el sistema, a saber, el capitalismo: las medidas socialdemócratas se tornan meramente políticas reformistas cuando están diseñadas para corregir, fortalecer y reproducir el sistema, o el capitalismo; las políticas comunistas apuntan a transformar el sistema y sustituirlo por otra cosa, a saber, por un tipo de sistema radicalmente nuevo. En este sentido siempre es curioso, en momentos de crisis financiera, encontrar progresistas y hasta socialistas defendiendo el rescate de los bancos y abogando por la restauración del sistema, cuando su premisa era su transformación y su reemplazo. El socialismo de Miterrand es un buen ejemplo: cuando fue elegido en 1981, empezó a aplicar medidas realmente socialistas. Pero después vino una crisis mundial y Miterrand archivó todas estas medidas en favor de otras evidentemente capitalistas y hasta neoliberales, con el argumento de que era temerario intentar construir el socialismo en medio de una crisis. Pero siempre hay una crisis y, de hecho, ¿en qué otro momento se hacen las revoluciones? ¿No nos está faltando algo en este debate?
3.
En realidad faltan dos piezas: una se llama revolución cultural y la otra se llama partido. Suspendiendo por un momento la discusión sobre el utopismo, la tradición imaginó la relación entre dos entidades —el socialismo y el comunismo— como si fuera un proceso de desarrollo o un proceso cronológico. Primero viene la construcción del socialismo, y solo después aparece el comunismo en el horizonte. Pero así surge de nuevo, aunque bajo una forma distinta, la misma cuestión práctica que enfrentamos antes: queríamos saber cómo pasar del capitalismo al socialismo; ahora queremos saber cómo pasar del socialismo al comunismo.
En todas estas cuestiones de periodización, acecha un problema filosófico: la dialéctica de la identidad y la diferencia. Es como si se necesitara una identidad fundamental entre el capitalismo y el socialismo para que este último emerja, como escribió Marx, del vientre del capitalismo. De hecho, esta siempre fue la posición socialdemócrata: que las reformas fundamentales dentro del sistema de regulaciones, nacionalizaciones, etc., harían posible el surgimiento de otro sistema. En términos históricos, esto nunca sucedió, y el viejo sistema fundado en la ganancia siempre probó ser suficientemente poderoso como para absorber estos cambios y resurgir fortalecido, o por lo menos ampliado. Por lo tanto, está claro que lo que motivó este programa o estrategia fue de hecho el miedo a la violencia: la reforma es, o desea ser, una revolución pacífica. Pero todo indica que estas revoluciones también fracasaron.
Consideremos otra situación histórica concreta. Cuando terminó la guerra civil, la Unión Soviética estaba en crisis y los campesinos dejaron de proveer granos a las ciudades. Stalin enfrentó una situación similar en 1927. Sin embargo, a diferencia de Stalin, Lenin evitó la colectivización forzada y —como decían algunos de sus camaradas— decidió reintroducir parcialmente el capitalismo mediante la denominada Nueva Política Económica o NEP, que fue revocada después de su muerte. Como sea, durante sus últimos años, mientras cursaba la enfermedad que terminó con su vida, Lenin tuvo que pensar modos de salir de esta crisis, modos en los que el campesinado, que tradicionalmente está apegado a su tierra y defiende la propiedad privada, pudiera reconciliarse con las necesidades de las ciudades y del nuevo Estado socialista. Por eso en su último escrito —que permaneció inédito hasta mucho tiempo después— Lenin analizó la obra de Robert Owen y las cooperativas.
Pero también tuvo otra idea: la revolución cultural. Fue Lenin el que inventó este término. Funciona en la dirección opuesta a la de la teoría de Mao, que quería reconciliar a los intelectuales, y también a las ciudades y a los obreros, con la mentalidad de los campesinos. Lenin, por el contrario, quería elevar la mentalidad de los campesinos al nivel de la de los obreros, y reconciliarlos con la propiedad cooperativa: es lo mismo que el Che, en otro país y en otro momento histórico, denominó «incentivos morales».
Ahora bien, como sabemos, ninguna de estas políticas tuvo éxito, y con el agronegocio y la revolución verde del capitalismo, el campesinado desapareció en todo el mundo. Los campesinos se convirtieron en trabajadores agrícolas o en proletarios. Pero por lo menos ahora comprendemos lo que faltaba en nuestra teorización de la diferencia entre política y utopía. Pensar la utopía de un modo prácticamente significativo nos obliga a pensar el problema de la revolución cultural en el marco de nuestra teoría.
4.
Pero dije que faltaba otra pieza, a saber, el partido, algo de lo que ya nadie quiere hablar, pero que todo el mundo recuerda en secreto como un dilema que hay que confrontar. En algún momento de su gobierno, Gamal Abdel Nasser declaró que Egipto era una república socialista. La mañana después del anuncio, todo el mundo despertó y comprobó que nada había cambiado. No había ningún partido socialista, y los empresarios todavía eran dueños de sus empresas. Todo funcionaba igual que antes, exceptuando quizás ciertos cambios de nombre: ahora eran empresas socialistas, burocracias socialistas, etc.
Está claro que cuando hoy pensamos en un episodio como este, nuestra primera tentación es imaginar miembros del partido armados que allanan estos negocios, exigen cambios, despiden a los empresarios capitalistas, etc. En la misma fantasía, estos miembros del partido terminan transformándose poco a poco en un ejército, en una policía secreta y en servicios de inteligencia. Ahora bien, es evidente que no queremos incluir estos elementos en nuestras revoluciones culturales, por no decir nada de nuestras utopías. De hecho, este tipo de violencia es uno de los elementos fundamentales de lo que debía evitarse mediante una revolución cultural. Por eso tenemos que concebir al partido como un instrumento que cumpla funciones a la vez defensivas y ofensivas.
Las defensivas son las que resisten la violencia de la contrarrevolución y enfrentan la violencia con violencia, o, mejor, que enfrentan la violencia con fuerza. Pero la función ofensiva del partido debería tener una función distinta, no violenta, a saber, servir como vehículo de la revolución cultural y, de esta manera, en nuestro contexto actual, fomentar y difundir, si no una utopía concreta, por lo menos la idea misma de una utopía. Podemos recordar aquí la gran proclama revolucionaria de Saint-Just: «La felicidad es una idea nueva en Europa». Lo mismo vale en nuestro caso, aunque la idea es la idea de la utopía. Su propagación adoptará dos formas: la resistencia contra los antiutópicos, o el antiutopismo, y la anticipación de la utopía en tanto experiencia.
Recordemos aquí nuestro dilema filosófico: la utopía es una posición de diferencia radical que enfrenta la identidad de lo cotidiano, del statu quo. Pero lo que es radicalmente distinto de nosotros es precisamente aquello de lo que no podemos tener ninguna experiencia, aquello que por definición cae fuera del rango de nuestra imaginación. De nuevo, en la escala de lo cognoscible y lo incongnosible, es virtualmente y por definición lo incognoscible incognoscible. Y, por supuesto, esta es también la fuente del miedo a la utopía y de la resistencia que despierta: para conocer la utopía, deberíamos deshacernos de todo lo que es significativo en nuestro presente, junto con todo lo que este tiene de repugnante y de detestable. Es el salto al vacío de Kierkegaard, y una pérdida de todo aquello con lo que estamos familiarizados que no nos promete nada a cambio. Incluso esta experiencia, no de la utopía, sino de la misma idea de la utopía, implica un acto de autodistanciamiento. Por lo tanto, está claro el rol que tiene que jugar el partido en esta conversión. El partido reúne a los entusiastas, representa a las personas que en un sentido u otro pueden reivindicar haber tenido un contacto con esta experiencia, con el éxtasis de lo político, y debe tener la autoridad y la legitimidad, si no de transmitir este éxtasis, sí el de manifestar hasta cierto punto su sensación, su promesa íntima.
Usé la palabra conversión. Es evidente que la analogía con la religión termina imponiéndose, pero esto amerita una explicación y cierta cautela. Porque muchas veces se dijo que el marxismo era una especie de religión, y generalmente, con cierto desprecio o casi como un insulto. Pero lo que suele pasarse por alto es que este juicio, que tiene cierta validez, funciona en las dos direcciones. También podríamos decir que las religiones son anticipaciones supersticiosas que intentan representar una unidad-de-la-teoría-y-la-práctica que no estaba disponible en las sociedades en las que emergieron, y que el marxismo es su realización secular en la primera sociedad —el capitalismo— en la que su verdad —el universalismo, la salvación, la justicia, la existencia del otro— pudo por fin empezar a ser comprendida como una posibilidad realista. Por lo tanto, las religiones ofrecen efectivamente un primer modo en el que la experiencia de la utopía (o su idea) podría ser captada de forma tan tenue como inadecuada. O, en nuestro contexto actual, como un modo en el que la misión de la revolución cultural podría empezar a ser formulada.
Digamos que la revolución cultural es una superestructura de la que el partido es la infraestructura. ¿Por qué no? La fórmula es útil siempre que incluyamos en ella toda la historicidad que requiere, la naturaleza concreta de nuestra situación histórica presente, sus límites singulares, la naturaleza de los obstáculos, no solo de la tradición, sino también del aquí y ahora, y también los defectos inevitables de los intelectuales llamados a jugar su papel en lo que debe ser un experimento histórico y político radicalmente nuevo.
5.
Tal vez convenga decir algo más sobre la religión. Para Badiou, la aventura histórica del cristianismo (pero la tesis vale en el caso de otras religiones «grandes» o «importantes») radica en su universalismo, en su éxito político a la hora de movilizar a masas de personas y crear a su alrededor sus propias superestructuras, su propia revolución cultural. Aunque estoy de acuerdo en que estos ejemplos son impresionantes y enormemente instructivos, también pienso que no pueden tener la misma eficacia en el mundo secular.
También estaría de acuerdo en que el marxismo, o, si uno prefiere, el socialismo, debería emular este universalismo para acceder al suyo propio, como pareció estar cerca de hacer durante la Guerra Fría. Sin embargo, Wallerstein tuvo mucha claridad cuando argumentó que la Guerra Fría no era la lucha entre dos sistemas, sino más bien la lucha entre el sistema dominante del capitalismo y lo que él denominaba fuerza o movimiento «antisistémico», del que el socialismo no era el único elemento.
Más tarde encontramos el instructivo caso de Robert Heilbroner, representante de las tendencias dominantes de la ciencia económica, que siempre tuvo cierta tolerancia por el marxismo, pero que, además, después de la «caída», siguió pensando que el socialismo era posible… solo que como una especie de enclave religioso, como el Estado Islámico, abierto a los verdaderos creyentes pero impracticable en términos universales. De esta manera, la utopía retorna a sus orígenes y a las condiciones monásticas de la utopía original de Tomás Moro, que por cierto era un católico que, o bien parodió las fantasías utópicas con su proyecto literario experimental, o bien dedujo sus propios orígenes de la forma monástica, aunque lo más probable es que ambas afirmaciones tengan una cuota de verdad.
Ahora bien, la religión dejó de ser viable en el mundo secular, salvo como una ética —la oposición entre creyentes y no creyentes— y un ritual de consumismo. En este caso, la tarea de la imaginación utópica pasará por encontrar un sustituto para la ética en la política, y en encontrar un sustituto del consumo como estetización de la vida (tema sobre el que Marcuse y Paolo Virno escribieron páginas brillantes).
Sobre la «estética» en tanto tal, está claro que hoy podemos afirmar que, al igual que todas las otras disciplinas especializadas, por ejemplo, la filosofía, es letra muerta. Sin embargo, Benjamin se opuso a la estetización en el contexto del triunfo fascista en Europa. Los marxistas de la posguerra utilizaron la estetización como contrapeso del productivismo, y como una salida de lo que percibían como la camisa de fuerza de la teoría y la práctica marxista del Este.
Pero me parece que la estética puede incluir ambas: es un productivismo por derecho propio, y muchas estéticas modernistas insistieron en el proceso de producción (energeia) en oposición al producto inerte (ergon) como la verdad fundamental del arte. Por otro lado, la estética brinda la posibilidad de un mundo-objeto, un mundo humanamente producido, una época humana, como solía denunciar con gusto Wyndham Lewis, en la que es imposible que no nos demos cuenta de que este mundo es nuestra propia producción y nuestra propia práctica. La apuesta utópica aquí sería que, en este mundo, el consumo en su forma adictiva, deje de ser necesario y adopte proporciones manejables.
6.
A la luz de todo esto me atrevo a decir algunas palabras sobre el proyecto que yo mismo emprendí en An American Utopia. Es un texto que presenté con vergüenza en el extranjero, especialmente en los países en los que la represión brutal de los regímenes militares no inclina a la audiencia a tener ninguna simpatía ni cariño por las instituciones. Pero acaso sirva para mostrar las dificultades singulares de una política de izquierda en lo que denomino el super-Estado contemporáneo. Estados Unidos, como sugiere este término, no es un Estado nación y, por lo tanto, no puede recurrir a los recursos afectivos del viejo nacionalismo. En efecto, estos recursos, en la medida en que movilizan a otras comunidades, tienden a operar en favor de movimientos fascistas o contrarrevolucionarios.
Pero tengo en mente sobre todo la peculiaridad de nuestro sistema federal y la existencia de nuestra constitución. Hasta ahora, toda la legitimidad estatal estuvo fundada en cierto tipo de fetichismo, sea de un acontecimiento, de un líder o de un objeto de cualquier tipo: el asalto a la Bastilla, la persona de Nelson Mandela, la reverencia por una ciudad capital o un campo de batalla sagrado. Por lo tanto, a la larga la legitimidad está fundada en una especie totemismo, y Kant supo indicar correctamente la novedad histórica que hizo que este fetiche fundante se transformara por primera vez en una constitución escrita y en la documentación de ciertos derechos, deberes y obligaciones. Ninguna persona de izquierda inteligente llamaría en Estados Unidos a derogar un documento de este tipo, que nos protege tanto a nosotros como a nuestro enemigo de clase, y esto a pesar del hecho de que nuestra constitución es uno de los documentos contrarrevolucionarios más exitosos que se hayan inventado, hasta el punto de que garantiza la imposibilidad de la revolución en Estados Unidos.
Lo hace, antes que nada, mediante la organización de un sistema federal, cuando hay que decir desde el primer momento que cualquier utopía debe enfrentar la lógica y la necesidad del federalismo si quiere tener algo de crédito en la realidad política contemporánea. El federalismo es una exigencia de diferencia, opuesta a las igualdades y a la identidad de la democracia directa, y es la roca que provocó el hundimiento de la Unión Soviética y de la ex-Yugoslavia.
Porque el federalismo expresa, no solo la heterogeneidad de las poblaciones implicadas, sino también y sobre todo las desigualdades del terreno, de la tierra de la que en última instancia dependemos. Los terrenos de cualquier unidad nacional son disparejos en cuanto a recursos naturales, riqueza de los suelos, acceso a la energía, etc. Solo un sistema federal puede garantizar que las áreas más ricas del Estado colaboren con la mejora de las partes más infértiles (y esto es verdad tanto en el nivel internacional como en el nacional, donde la ecología entra en juego con el denominado subdesarrollo, la contaminación y otros fenómenos similares). Por lo tanto, también queda claro por qué, en situaciones apropiadas, las partes más ricas de un Estado presionan para salir de él y abandonar a las más pobres, o buscan una forma de organización en la que la dependencia y el subdesarrollo puedan ser utilizados en su propio beneficio.
La constitución estadounidense, en parte por motivos históricos, como la esclavitud, garantizó tanto como pudo la seguridad de los estados más pobres y pequeños frente a los estados más ricos. Pero esto conduce, como si fuera una especie de daño colateral, a la situación de descentralización política actual, donde los movimientos de izquierda son incapaces de conquistar cualquier tipo de consenso general o hegemonía, y están condenados a una efectividad local o limitada a los estados en los que existen, y consecuentemente despojados de toda posibilidad de desarrollarse a gran escala.
Enfrentado a este dilema estructural, sugerí que tal vez sería necesario considerar la disponibilidad política de una de las pocas formas políticas nacionales, una institución capaz de actuar a través de los límites estatales sin poner en cuestión las estructuras fundadas por la constitución: estas podrían ser mantenidas en vigor aun cuando recurriéramos a una realidad que las trascendiera sin entrar necesariamente en conflicto con ellas. Me refiero a la «universalidad» de las fuerzas armadas. De aquí la jerga histórica del doble poder, tomada de uno de los momentos clave de la Revolución rusa. Consideré que esta formulación era una tercera posibilidad que debía añadirse, en el caso de Estados Unidos, a la alternativa gramsciana entre guerra de posición y guerra de maniobra, que distinguía la larga marcha socialdemócrata a través de las instituciones de la toma directa del poder: el Palacio de Invierno o las urnas.
Mientras tanto, la misma existencia del ejército como institución —institución en muchos casos diseñada para generar una homogeneidad nacional a partir de los múltiples lenguajes e identidades de una nación previamente existente— podría servir, en una propuesta utópica de este tipo, para mostrar lo que una verdadera forma partido podría hacer, el modo en que podríamos volver a representárnosla, y cuáles serían sus nuevos poderes y capacidades. Pero, como toda política, esta propuesta estaba basada en una situación contingente, la realidad estadounidense, y está claro que la forma que adopta en este marco no está necesariamente disponible en otras situaciones nacionales.
7.
La indagación utópica es interminable —tal vez en esto radica la inutilidad del tema— y siempre aparecen nuevos problemas que notar, dilemas que señalar y contradicciones que demostrar «triunfalmente». Muchas veces insistí en el miedo que genera la utopía como pasaje de lo conocido a lo desconocido, como sacrificio de todo lo que inventamos para hacer vivible la vida de este lado de la utopía, como promesa de una transformación existencial absoluta de uno mismo y de nuestras relaciones con los otros y con la naturaleza. Todas estas cosas dan miedo. Y, por supuesto, tenemos que preguntarnos por qué alguien que está suficientemente cómodo, como probablemente sea el caso de una parte importante de la población estadounidense, querría cambiar algo.
Sin embargo, asumiendo que encontramos la motivación para atravesar este umbral fundamental, definido por factores internos, como las aflicciones subjetivas, y por factores externos, como la pobreza o el desastre ecológico, lo que tendremos que afrontar es el denominado «fin de la historia», que en nuestro contexto significa simplemente la hegemonía mundial de Estados Unidos, el triunfo del libre mercado y de su sistema representativo de «democracia» electoral; o lo que Marx denomina «el fin de la prehistoria», expresión que avizoraba una forma de socialismo o comunismo que Marx tuvo la prudencia de no definir nunca.
Muchas de las cuestiones que plantea la utopía simplemente reproducen otras más básicas: la cuestión de los sindicatos, por ejemplo, simplemente reproduce el antagonismo entre los intereses individuales y los sistémicos. El sistema, en el capitalismo, son las demandas de acumulación y la conservación de los mecanismos que garantizan las ganancias, mientras que en el socialismo adoptaría la forma de lo que denomino federalismo, a saber, la necesidad de reconciliar la inevitable desigualdad de las distintas partes y de los participantes. Paradójicamente, ambas son formas de doble poder: el sindicato bajo el capitalismo pretende ocupar el espacio de una democracia obrera, mientras que, bajo el socialismo, en términos ideales, es el partido el que, reemplazando la gestión, pretende representar los intereses de un tipo distinto de totalidad contra las demandas individuales. Este es el motivo por el que Solidaridad —con un poquito de ayuda de la Iglesia católica— terminó convirtiéndose en una fuerza reaccionaria apenas triunfó, y también es el motivo por el que, en la maravillosa novela de Francis Spufford, Abundancia roja, el partido es incapaz de utilizar su novedoso y mágico sistema de información para tener acceso a las reivindicaciones de los obreros.
Pero este es un conflicto que no puede ser resuelto en términos filosóficos, es decir, en términos abstractos, y de una vez por todas, como mediante una especie de ley. Cada uno de estos conflictos será contingente y solo podrá ser resuelto sobre una base histórica singular. Esto es lo que significa la persistencia del antagonismo en la utopía, o mejor, la transferencia de los antagonismos de clase al terreno de la ontología.
Dije que cada utopía está escrita contra ciertas objeciones culturales del presente. Este fue ciertamente el caso de An American Utopia, donde concentré mi energía en la perspectiva de un mundo aburrido y acaramelado en el que no existe ningún conflicto y todo es color pastel. Pero está claro que, por definición, siempre existirán conflictos generacionales, y este es el principal peligro inherente a todo tipo de sistema utópico. También hay otros temas como el de los sindicatos, que ilustran la tensión entre los intereses empíricos de los individuos y los de la totalidad. Y, por supuesto, está la burocracia: ¿qué hacemos con la crítica de la burocracia? ¿Acaso no son en última instancia todos los juicios negativos sobre el socialismo objeciones contra la burocracia? ¿La responsabilidad por el terror, las detenciones y los juicios no deberían ser atribuidos a la del Estado y a su policía? Pero en otra parte intenté demostrar que lo que solemos llamar «disidentes» son de hecho socialistas disidentes, y que son una parte orgánica de cualquier cultura genuinamente socialista. El tema fundamental de toda literatura propiamente socialista es la crítica de la burocracia, el trabajo crítico de una cultura socialista radica precisamente en su atención a las debilidades y a las fallas del sistema.
Todo esto apunta a lo que Gramsci y Lukács denominaban «el fin de El capital», expresión en la que debemos leer el fin del libro El capital y de la crítica del sistema que puso en marcha. Creo que también es lo que Sartre quiso decir cuando afirmó que en este punto de la historia (el fin de la prehistoria, como diría Marx), el marxismo dará lugar al existencialismo y a la ontología. Muchos dilemas que hasta entonces eran políticos serán disputados a nivel ontológico.
Por lo tanto, las relaciones individuales y sus incompatibilidades no desaparecen, pero se vuelven parte de la aventura existencial de la vida individual. En cuanto a los antagonismos de grupo, tal vez Callenbach esté en lo cierto y la secesión sea una solución que todo federalismo debería contemplar (siempre y cuando sea posible integrarla de formas novedosas en el Estado mundial). Escuchamos que muchos tipos de personas quieren vivir en comunidades autosuficientes: cuando no implica conflictos alrededor de la tierra —que es uno de los principales problemas políticos de nuestro presente, como intenté mostrar en otra parte—, cierta forma de autonomía en el marco del federalismo parece brindarnos una solución satisfactoria, y tal vez una que a largo plazo terminaría disolviéndose a sí misma.
En la medida en que está en juego el conflicto con la Naturaleza, la paradoja debería ser esta: que si queremos tener un antagonista digno, si queremos devolver a la Naturaleza su estatuto tradicional, a saber, el de enemigo fundamental de una humanidad autónoma, debemos rescatarla del débil estado de envenenamiento que la define hoy, o, en otros términos, de la condición en la que los seres humanos la dejaron, y hacer que vuelva a ser el único mundo en el que podemos vivir. La paradoja está en el modo en que, en tanto especie natural dentro de una totalidad orgánica, hicimos de nosotros seres semiautónomos capaces de vivir independientemente del sistema de dicha totalidad, que, no obstante, es el único espacio en el que podemos existir. Podríamos, por supuesto, tornarnos completamente autónomos y separarnos de este sistema, pero esto implicaría nuestra autoaniquiliación. Por lo tanto, recreamos, como especie, a una escala que es terminal, el drama de todos los separatismos.
Es cierto que tal vez insistí demasiado en la «muerte del sujeto» (viejo y conocido tema estructuralista) y en la nada de la conciencia sartreana, etc. Pero sigo siendo sartreano y en este sentido intento corregir otros malentendidos de la utopía, del comunismo, de la política y a largo plazo, supongo, de la existencia misma. Como tantas otras, esta línea de pensamiento puede ser fácilmente confundida con el nihilismo, o tal vez debería decir, identificada con el nihilismo que efectivamente conlleva. Pero, de nuevo, quiero enfatizar una ambigüedad básica del argumento: puede que la vida no tenga sentido, o que el sentido sea que, en tanto especie, tenemos una función fundamental, después de la cual nos volvemos bastante innecesarios y podemos ser descartados como un zapato gastado. Sin embargo, mi punto sería que somos nosotros mismos los que le otorgamos un sentido a este sinsentido de la vida, y que no necesitamos que la Naturaleza lo haga por nosotros.