El texto que sigue es una transcripción adaptada y traducida de la alocución inaugural de Paul Le Blanc en las Jornadas Leninistas el 27 de enero de 2024. Para participar de los encuentros siguientes, inscríbete en leninistdays.com dejándonos tu nombre y correo electrónico en el apartado «registration».
En el centenario de la muerte de Lenin, la importancia de adentrarnos en las ideas y la obra de tan intransigente revolucionario emana no solo de nuestra necesidad de comprender el pasado, sino también el presente y las posibilidades que encierra el futuro.
Esta presentación proyecta una visión harto ambiciosa. Su tema dominante gira en torno a las cualidades democráticas y a la continua actualidad de la orientación de Lenin. En ese marco, comenzaremos por abordar las razones de que a menudo se tenga una imagen tan negativa de Lenin y, luego, esbozaremos sus verdaderas concepciones políticas y organizativas, haciendo un breve recuento de cómo se manifestaron durante la Revolución Rusa de 1917. A continuación abordaremos algunas de las aristas más complejas con que nos tropezamos en ese sentido, particularmente en lo que se refiere a la aplicación de las ideas de Lenin a nuestra época.
Críticas y distorsiones
Vladimir Ilich Uliánov —conocido por su alias revolucionario, Lenin— es una figura central de la historia del siglo XX. Entre los hechos más importantes que autorizan semejante aseveración figura el papel de Lenin como líder de la Revolución Rusa de 1917 y fundador del movimiento comunista moderno. Otro conjunto de hechos guarda relación con la imagen que se han formado de Lenin millones de personas: para algunos, la encarnación misma del mal; para otros, un genio benefactor. Un tercer grupo de hechos se refiere a la elaboración por Lenin de un marxismo de corte revolucionario, que sigue siendo pertinente para el futuro.
Contrariamente a las nociones tanto de críticos como de partidarios de Lenin, sostendré que Lenin tenía una concepción del socialismo —y de los métodos necesarios que debían aplicarse en la lucha por alcanzarlo— raigalmente democrática, en sintonía con las perspectivas de socialistas revolucionarios de ideas democráticas como Karl Marx y Rosa Luxemburg. El legado de Lenin no ha perdido actualidad, especialmente para los activistas de estos tiempos de catástrofe.
Pero, ¿por qué son tantos los que han llegado a rechazar a Lenin? En parte porque Lenin fue un revolucionario ejemplar, percibido como un ejemplo sobresaliente por quienes desearían ver triunfar una revolución socialista. Sin embargo, hay quienes, por diversas razones, abrazan el statu quo y no ven con buenos ojos a quienes, como Lenin, amenazan con perturbarlo. A lo largo de los años, también hemos visto cómo muchos revolucionarios han abandonado sus ilusiones sobre la posibilidad de una revolución socialista. En algunos casos, expartidarios, por cansancio o frustración, sienten la necesidad de apartarse de la lucha. Entretanto, hay otros a quienes les gustaría ver un mundo mejor, pero que no están dispuestos a someterse a la increíble presión que conlleva todo esfuerzo por derrocar realmente el capitalismo. De ahí que algunas de esas personas rechacen explícitamente al ejemplar revolucionario.
Por otro lado, no son pocos quienes se han formado una falsa idea del leninismo —como algo elitista, manipulador y autoritario—, la cual se ha propagado por doquier tanto por obra de críticos como de partidarios de Lenin. Existen peculiares similitudes entre la forma en que algunos antileninistas perciben a Lenin y la forma en que lo hacen algunos que se proclaman leninistas. Vale la pena consagrar algunos minutos a reflexionar sobre el asunto.
La variedad de juicios críticos sobre Lenin puede ilustrarse mediante la evolución —del comunismo al anticomunismo— de un intérprete muy influyente del pensamiento leninista, Bertram D. Wolfe, quien llegara ser uno de los más entusiastas partidarios de Lenin por aproximadamente un cuarto de siglo; primero como figura destacada del Partido Comunista de los Estados Unidos y, después, como miembro de un grupo comunista disidente que buscaba que se lo aceptase de nuevo en la corriente principal del movimiento comunista proestalinista. Pero ni en un caso ni en el otro las cosas ocurrieron como Wolfe esperaba. En cuanto excomunista desilusionado, elaboró inicialmente una crítica matizada en la que el compromiso consciente de Lenin con la democracia se veía socavado por algunos de sus propios presupuestos e impulsos antidemocráticos. Más tarde, durante la Guerra Fría, en su condición de empleado del Departamento de Estado de los Estados Unidos, Wolfe acabó simplemente por denunciar a Lenin como a un cínico arquitecto del totalitarismo que —al igual que Adolf Hitler—mejor no hubiese nacido.
También existen diversas variedades entre los partidarios de Lenin. Los más poderosos llegaron a ser Joseph Stalin y sus correligionarios, quienes hicieron suya una interpretación increíblemente acartonada, estrecha y antidemocrática del pensamiento y la práctica de Lenin. Semejante versión del leninismo se utilizaba para justificar las políticas y las prácticas que querían aplicar en los años veinte y treinta y en décadas posteriores. Habida cuenta de que, en la Unión Soviética, Stalin ocupaba la cúspide del poder del Estado y de que, por tanto, llegaría a ejercer una influencia primordial en el movimiento comunista internacional por aproximadamente un cuarto de siglo, disponía de la capacidad de destruir a los comunistas que se le opusieran y también de la autoridad y los recursos para propagar ampliamente su propia concepción particular del leninismo. Dada la prevalencia de esa interpretación autoritaria de Lenin, no es de extrañar que millones y millones de personas se sientan inclinadas a aceptar semejante interpretación como si fuera la verdad.
En contraste con ello, un número cada vez mayor de destacados académicos y activistas concienzudos han encontrado en el pensamiento y la práctica reales de Lenin cualidades que son mucho más interesantes, valiosas y democráticas de lo que comúnmente se ha llegado a creer.
Programa democrático revolucionario
En el Manifiesto comunista, Marx y Engels vinculan el triunfo de la clase obrera «en el combate por la democracia» con el avance de la sociedad hacia la creación del socialismo, una sociedad de libres e iguales (Le Blanc 2016, p. 172). Para Lenin, las luchas por la democracia y por el socialismo eran igualmente inseparables. Cuando, en la década de 1890, defendió por primera vez esa idea ante el sector cada vez más numeroso de revolucionarios marxistas en Rusia, Lenin abogó por la creación de un partido socialista cada vez grande y más aguerrido que dirigiera las luchas de la clase obrera rusa en torno a dos cuestiones claves relacionadas entre sí: el socialismo y la democracia.
O, como dijera en 1897, «los socialdemócratas rusos… siempre han hecho hincapié en el doble carácter de la manifestación y el contenido de la lucha de clases del proletariado y siempre han insistido en la conexión inseparable entre su tarea socialista y su tareas democrática». La tarea socialista se definía como «la lucha contra la clase capitalista encaminada a destruir el sistema de clases y organizar la sociedad socialista». La tarea democrática se definía como «la lucha contra el absolutismo [zarista] encaminada a conquistar la libertad política en Rusia y a democratizar el sistema político y social del país» (Lenin 1897).
Y añadía que «solo el proletariado puede ser —y por su posición de clase debe ser— un enemigo consecuentemente democrático y decidido del absolutismo, incapaz de hacer concesiones o compromisos. Solo el proletariado puede ser el combatiente de vanguardia por la libertad política y por las instituciones democráticas». Y ello por dos razones—sostenía Lenin—. En primer lugar, «la tiranía política pesa más sobre el proletariado, cuya posición no le ofrece la menor oportunidad de lograr que se transforme esa tiranía: carece de acceso a las autoridades superiores, ni siquiera a los funcionarios, y no ejerce influencia alguna en la opinión pública». En segundo lugar, «el proletariado es el único capaz de llevar a cabo la democratización plena del sistema político y social, ya que ello pondría el sistema en manos de los trabajadores» (Lenin 1897).
En 1899, Lenin seguía profundizando en esas ideas. La esencia del programa marxista ruso — explicaba— consistía en «organizar la lucha de clases del proletariado y dirigir esa lucha, cuyo objetivo final es la conquista del poder político por el proletariado y el establecimiento de una sociedad socialista». Y aclaraba que ello conllevaba «la lucha económica (lucha contra capitalistas individuales o contra grupos individuales de capitalistas por mejorar la condición de los trabajadores) y la lucha política (lucha contra el gobierno por la ampliación de los derechos del pueblo, es decir, por la democracia, y por la ampliación del poder político del proletariado)» (Lenin 1899).
En 1903, los marxistas rusos se escindieron en dos facciones opuestas: los bolcheviques militantes de Lenin y los mencheviques más moderados. Pero un año antes, en su clásico ¿Qué hacer?, Lenin había subrayado la noción convenida de la necesidad de «exponer y poner de relieve las tareas democráticas generales ante todo el pueblo, sin ocultar ni por un momento nuestras convicciones socialistas». En un pasaje clave, afirmó que un marxista debía ser
el tribuno del pueblo, capaz de reaccionar ante cada manifestación de tiranía y opresión, no importa dónde aparezca, no importa a qué estrato o clase del pueblo afecte; capaz de generalizar todas esas manifestaciones y producir un cuadro único de la violencia policíaca y la explotación capitalista; de aprovechar cada acontecimiento, por pequeño que sea, para exponer a la vista de todos sus convicciones socialistas y sus reivindicaciones democráticas, esclarecer a todos y a cada uno el significado histórico-mundial de la lucha por la emancipación del proletariado. (Lenin 1902a).
Otra obra clásica de Lenin fue la polémica que sostuvo en medio del estallido revolucionario de 1905, Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática. En ella abogaba por una aguerrida alianza obrero-campesina para derrocar al zarismo y rechazaba la alianza obrero-capitalista preconizada por sus camaradas mencheviques. Lenin compartía la opinión de ambas facciones de que «quien quiera llegar al socialismo por un camino diferente al de la democracia política, llegará inevitablemente a conclusiones absurdas y reaccionarias tanto en el sentido económico como en el político». Y señaló que «la consigna de una república democrática es necesaria tanto desde el punto de vista de la lógica como desde el punto de vista de los principios, ya que es precisamente la libertad plena lo que el proletariado, como principal defensor de la democracia, está empeñado en conquistar» (Lenin 1905).
En ningún momento, Lenin dejó de señalar la hipocresía y la falsedad de la llamada «democracia» y «libertad» representadas por los liberales procapitalistas, ya que las desigualdades inherentes al capitalismo en términos de riqueza y de poder en todo momento inclinan la balanza en contra de la mayoría trabajadora. Los bolcheviques de Lenin, que se oponían a ello, insistían en la «medida más plena posible de libertad política», tanto desde el punto de vista de los intereses inmediatos del proletariado como desde el punto de vista de los «objetivos finales del socialismo». La libertad y la democracia auténticas son inherentemente anticapitalistas y revolucionarias.
En plena Primera Guerra Mundial, la naturaleza y el papel de la democracia era una cuestión clave que animaba el pensamiento de Lenin, quien ya en 1916 había alcanzado «una visión muy clara y definida de la relación entre economía y política en la época de la lucha por el socialismo». Es lo que afirma su íntima camarada Nadezhda Krúpskaya en sus Reminiscencias de Lenin.
Luego de destacar que «no se podía ignorar el papel de la democracia en la lucha por el socialismo», Krúpskaya hace referencia a la insistencia de Lenin en que la democracia era necesaria para el logro del socialismo en dos respectos: en primer lugar, la clase obrera no puede llevar a cabo una revolución socialista a menos que esté preparada para ello mediante luchas por la democracia; y, en segundo lugar, «el socialismo no puede preservar su triunfo y conducir a la humanidad a ese momento en que habrá de extinguirse el Estado a menos que se logre la democracia plena» (Krúpskaya 1970, p. 328).
El nexo que establecía Lenin entre el objetivo socialista y «la extinción del Estado» se basaba en la obra de Marx Crítica del Programa de Gotha. Para Lenin, la consecución del objetivo de un socialismo sin Estado es un proceso que se desarrolla a lo largo del tiempo, a medida que la democracia se convierte en un hábito en la forma en que la gente se desenvuelve como agentes de la adopción de decisiones (Lenin 1917a, p. 30). No solo eso: para Lenin la existencia de una democracia genuina es también un elemento esencial de la estrategia política para sustituir el capitalismo por el socialismo. Distintos aspectos de esa orientación estratégica se perfilan en esta larga cita de El proletariado revolucionario y el derecho de las naciones a la libre determinación, escrito en 1915:
Debemos combinar la lucha revolucionaria contra el capitalismo con un programa y una táctica revolucionarios respecto a todas las reivindicaciones democráticas, incluidas una república, una milicia, la elección por el pueblo de los funcionarios del gobierno, la igualdad de derechos para las mujeres, la libre determinación de las naciones, etc. Mientras exista el capitalismo, todas esas reivindicaciones podrán realizarse solo de manera excepcional, incompleta y distorsionada. Apoyándonos en la democracia ya lograda, a la vez que poniendo en evidencia sus deficiencias bajo el capitalismo, exigimos el derrocamiento del capitalismo y la expropiación de la burguesía como base esencial tanto para abolir la pobreza de las masas como para llevar a cabo de forma plena y exhaustiva todas las transformaciones democráticas. Algunas de esas transformaciones se iniciarán antes del derrocamiento de la burguesía; otras en el curso de su derrocamiento; y otras, con posterioridad. La revolución social no consiste en una sola batalla, sino en una serie de batallas durante toda una época sobre todos y cada uno de los problemas de las transformaciones económicas y democráticas, que podrá llevarse a término solo con la expropiación de la burguesía. En aras de la consecución de ese objetivo último debemos formular cada una de nuestras reivindicaciones democráticas de manera consecuentemente revolucionaria (Lenin 1915).
Organización democrática revolucionaria
Vemos claramente las aspiraciones profundamente democráticas que guiaban la labor de la organización dirigida por Lenin y que terminan desembocando en el triunfo de la Revolución Bolchevique de 1917. Antes de examinar la dinámica democrática de ese vuelco revolucionario, cabe referirnos a la dinámica democrática en el seno de la propia organización. Para concluir, nos referiremos a varios aspectos problemáticos relacionados con el uso de la orientación de Lenin en la situación actual.
A principios del siglo XX, Lenin esgrimía como ideal ante los revolucionarios rusos al multitudinario Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), entonces el mayor partido obrero socialista del mundo. A ojos de Lenin, el SPD era un ejemplo sobresaliente de democracia obrera y, a ese respecto, exaltaba su práctica de formar a cuadros revolucionarios, enraizados en las capas avanzadas de la clase obrera. Esos cuadros de la clase obrera se formaban en la adquisición de habilidades multifacéticas. «Adquiere experiencia y destreza en su profesión [revolucionaria]» —observaba Lenin—, y añadía: «Ensancha su perspectiva y aumenta sus conocimientos; observa de cerca a los dirigentes políticos destacados de otras localidades y de otros partidos; se esfuerza por elevarse a su nivel y combinar en sí mismo el conocimiento del medio obrero y la frescura de las convicciones socialistas con la habilidad profesional.» Lenin esperaba que un número cada vez mayor de camaradas de la clase obrera adquiriera semejante formación y sacaba como conclusión que, sin ello, «el proletariado no puede librar una lucha tenaz contra enemigos excelentemente entrenados» (Lenin 1902b).
Lenin destacaba la diferencia entre las condiciones altamente represivas de la Rusia zarista y las condiciones más libres existentes en los países europeos occidentales. Nada inclinado a contentarse con lo que denominaba una «democracia de juguete» que condujera a que todos fuesen detenidos, Lenin insistía en que la organización rusa debía mantener prácticas clandestinas seguras para proteger al revolucionario de la clase obrera, de modo que «pudiera pasar a la clandestinidad en el momento apropiado» cada que vez que fuera necesario. Al mismo tiempo que hacía hincapié en «el fino arte de no ser detenido», proyectaba el desarrollo de una red compuesta por un «un número cada vez mayor de talentosos agitadores, pero también de organizadores talentosos, propagandistas y “trabajadores prácticos” en el mejor sentido del término», íntimamente vinculados con «el surgimiento espontáneo de un movimiento obrero de masas [que] se torna más amplio y profundo». Lenin concebía al partido revolucionario como «un cuerpo unido y compacto de camaradas» en que todos estuviesen imbuidos de «un vivo sentido de su responsabilidad». Las «fuerzas de obreros-revolucionarios especialmente entrenados que han pasado por una extensa preparación —creía Lenin—, consagrados ilimitadamente a la revolución, gozarán de la irrestricta confianza de las más amplias masas de los obreros» (Lenin 1902b).
A medida que 1905 daba paso a 1906, un influyente concepto de centralismo democrático se impuso en el Partido Obrero Socialdemócrata Ruso. Todas las facciones, tanto mencheviques como bolcheviques, favorecían la adopción democrática de decisiones y la celebración de elecciones democráticas en todas las organizaciones del partido, en el entendimiento de que «las decisiones de las organizaciones rectoras son de carácter vinculante para los miembros de aquellas organizaciones de las que el colectivo sea el órgano» y de que «las decisiones de las organizaciones de nivel inferior no deben aplicarse si contradicen las decisiones de las organizaciones de nivel superior». Los bolcheviques hacían hincapié en que «si bien se conceden a los centros elegidos plenos poderes en cuestiones de dirección ideológica y práctica, al mismo tiempo están sujetos a revocación [por parte de los miembros], sus acciones reciben amplia publicidad y deben rendir cuentas rigurosamente de esas actividades» (citado en Le Blanc 2015, p. 116).
Los adversarios del centralismo democrático suelen describirlo como un mecanismo leninista mucho más centralista que democrático, que requiere, por un lado, «un líder fuerte» y, por otro, una militancia de base «que se someta conscientemente y de buena gana a la dirección que le impongan los miembros de mayor antigüedad» —como en cierta ocasión dijera el académico de la época de la Guerra Fría Alfred G. Meyer—. De hecho, según la variante estalinista del «leninismo», éste se había elaborado para garantizar la «total unidad interna de perspectiva» (Meyer 1967, pp. 93, 100; Peters 1935, p. 23). Sin embargo, no era así como entendían el término los revolucionarios rusos de 1917.
El propio Lenin insistía en que la salud de la organización revolucionaria requería «que la lucha ideológica en el Partido sobre la cuestión de la teoría y la táctica… [se llevara a cabo] tan abierta, amplia y libremente como fuera posible», siempre y cuando ello no «perturbara u obstaculizara la unidad de la acción revolucionaria». También subrayaba la necesidad de que se hicieran valer «los derechos de todas las minorías y de toda oposición leal», así como la necesidad de relativa autonomía entre las organizaciones locales. Para Lenin, el centralismo democrático se resumía en la fórmula de «libertad de discusión, unidad de acción» (Lenin 1906a; Lenin 1906b).
El órgano decisorio supremo del partido no era un dictador, un comité central o un comité político, sino el congreso (o convención) del partido. El comité central era elegido por el congreso del partido y respondía ante él. El congreso debía celebrarse cada uno o dos años y a él debían asistir los delegados elegidos por cada una de las secciones locales del partido. Esas elecciones debían celebrarse tras un período de discusiones y debates orales y escritos sobre los problemas a los que se enfrentaba el partido. Se consideraba que las decisiones de esos congresos debían ser vinculantes para las organizaciones de nivel inferior, para la dirección y para los afiliados. «En vida de Lenin —recuerda Krúpskaya—, éste concedió siempre una enorme importancia a los congresos del Partido.» Y continuaba: «[Lenin] [c]onsideraba que el congreso del Partido era la máxima autoridad, donde todo asunto personal debía ponerse a un lado, donde nada debía ocultarse y todo debía ser abierto y transparente» (Krúpskaya 1970, p. 89).
Como afirma Ronald Suny, un número cada vez mayor de estudiosos han podido determinar que «los bolcheviques no funcionaban como un partido estrictamente centralizado en que las órdenes que llegaban desde arriba se cumplían al pie de la letra y sin cuestionamiento, sino como una constelación holgada y contenciosa de activistas de firme voluntad a quienes había que convencer del camino correcto a seguir». Eran «gente amiga de las discusiones. Protestantes sin un Papa infalible. No eran pocos los que poseían un buen conocimiento de los clásicos del marxismo y se mantenían al corriente de las controversias en los congresos del partido y en la prensa del partido… [y los que se] dedicaban a… utilizar un corpus de teoría política e interpretación histórica para analizar la política del momento y predecir los posibles resultados… Estrategia que se desprendía de su lectura de la configuración de clases en Rusia y en Europa»(Suny 2020, pp. 159-60).
Comprender la revolución rusa
¿Cómo se manifestó todo ello en las revoluciones rusas de 1917, tanto en el derrocamiento del zar en febrero (marzo) como en la sustitución del Gobierno Provisional en octubre (noviembre) bajo la consigna de «Todo el poder a los soviets»?
Los reportajes de 1917 del bien informado corresponsal en el extranjero del periódico New York Tribune, Isaac Don Levine, dan una idea de la dinámica revolucionaria. Mientras los políticos de la «corriente dominante» en el más bien débil parlamento zarista (Duma) se replegaban temerosos, a finales de febrero un levantamiento desafió el poder del zar y exigió ¡Paz, pan, tierra, libertad! Según Levine, «los líderes de los elementos socialistas, revolucionarios y obreros se organizaron para un ataque general… contra el antiguo régimen». Agrupados en consejos democrático-activistas (soviets) —nos dice Levine—, movilizaron a «un ejército revolucionario, compuesto por soldados, estudiantes armados y trabajadores». Las banderas rojas ondeaban entonces por doquier y, mientras entonaban canciones a la libertad y la revolución, las masas proseguían su lucha victoriosa» (Levine 1917, pp. 223, 225).
La autocracia zarista terminó por derrumbarse y dar paso a la revolución triunfante. Políticos liberales y conservadores tradicionales, con el apoyo de los socialistas moderados, se apresuraron a formar un Gobierno Provisional, pero su poder era limitado. «Fueron los obreros y los soldados —escribió entonces Levine— quienes realmente lucharon y derramaron su sangre por la libertad de Rusia. La Duma [de la que había surgido el Gobierno Provisional] tomó cartas en el asunto solo después de que la revolución hubiese logrado su principal triunfo» (Levine 1917, pp. 219-220).
«El abismo entre el Gobierno Provisional y el Consejo de Diputados [es decir, los soviets] es tan grande como entre el Gobierno de los Estados Unidos y el socialismo» —explicaba Levine a sus lectores—. «Solo una convulsión como la revolución podría haber cerrado esa brecha entre ambos extremos.» Mientras que el Gobierno Provisional «representa… a los negocios y el comercio» — señalaba Levine—, «el objetivo último del Consejo de Obreros es la revolución social. Para lograr esa revolución es necesario —según ellos— destronar primero a los autócratas políticos, tras lo cual las clases trabajadoras de todos los países deberán lanzarse al ataque contra su enemigo común: el sistema capitalista.» Así lo escribía Levine en junio de 1917 (Levine 1917, pp. 273, 276, 278).
De junio a octubre se extendió por Rusia un tumultuoso torbellino de acontecimientos, mientras Lenin y los bolcheviques lanzaban la consigna «¡Abajo el Gobierno Provisional! Todo el poder a los soviets». En octubre, los bolcheviques y sus aliados habían obtenido mayorías sustanciales en los principales soviets y, de estos, aquellos que los bolcheviques dirigían depusieron al Gobierno Provisional.
A la mañana siguiente de la toma del poder, Lenin —quien hablaba en nombre del nuevo gobierno revolucionario— proclamó: «¡Camaradas, trabajadores! Recordad que ahora sois vosotros mismos quienes estáis al timón del Estado. Nadie os ayudará si vosotros mismos no os unís y tomáis en vuestras manos todos los asuntos del Estado. Vuestros soviets son desde ahora los órganos de la autoridad del Estado, órganos legislativos con plenos poderes» (Lenin 1917).
Esa visión archidemocrática conllevaba el compromiso explícito de avanzar hacia el socialismo, en Rusia y en el mundo. Y concluía Lenin: «Gradualmente, con el consentimiento y la aprobación de la mayoría de los campesinos, en consonancia con su experiencia práctica y la de los trabajadores, marcharemos firme e inquebrantablemente hacia la victoria del socialismo, una victoria que será sellada por los trabajadores avanzados de los países más civilizados, traerá a los pueblos una paz duradera y los librará de toda opresión y explotación» (Lenin 1917b).
Este último aspecto habla de la importancia central del internacionalismo revolucionario —lo que algunos han llamado solidaridad a través de las fronteras— para la Revolución Rusa y para la estrategia revolucionaria en general. Por ello Lenin y sus camaradas formaron la Internacional Comunista, para ayudar a construir partidos revolucionarios eficaces en todo el mundo. Como explicaba Lenin en su Carta a los obreros estadounidenses: «Confiamos en la inevitabilidad de la revolución mundial.» Y añadía: «Nos encontramos ahora, por así decirlo, en una fortaleza sitiada, esperando a que los demás destacamentos de la revolución socialista mundial vengan en nuestro auxilio» (Lenin 1918).
Rosa Luxemburg también señaló que «todo el cálculo que está detrás del combate ruso por la libertad se basa en la presunción tácita de que la revolución en Rusia debe convertirse en la señal para el ascenso revolucionario del proletariado en Occidente», pues, si ello no ocurriera, «hasta la mayor energía y los mayores sacrificios del proletariado en un solo país inevitablemente se verían atrapados en un laberinto de contradicciones y errores» (Luxemburg 2024, pp. 168, 217). Haciendo causa común con Lenin y los bolcheviques, durante las últimas semanas antes de ser asesinada, Luxemburg ayudó a fundar el Partido Comunista Alemán y se esforzó por hacer posible el triunfo de una revolución socialista en Alemania.
Al mismo tiempo, Luxemburg se mostraba cada vez más crítica con lo que consideraba contradicciones y errores garrafales que hacían que la evolución de la Rusia soviética se alejara de la democracia obrera que ella, Marx y Lenin habían siempre propugnado y que la encaminaban hacia la dictadura de partido único y la tiranía burocrática que se consolidarían en los años siguientes bajo el régimen de Stalin. Luxemburg señaló que esos cambios en la situación tenían lugar «bajo condiciones de amarga compulsión y necesidad en medio de la vorágine de los acontecimientos» (Luxemburg 2024, p. 217). De esa vorágine formaba parte la increíble violencia de fuerzas mundiales inmensamente poderosas preparadas para destruir a la revolución mediante el estrangulamiento económico (con las consiguientes oleadas de hambre y enfermedades), la invasión militar y la generosa financiación de las fuerzas contrarrevolucionarias en una brutal guerra civil. Los gobiernos capitalistas hostiles también se afanaban por tender en torno de la Rusia revolucionaria un «cordón sanitario», una cadena de dictaduras antirrevolucionarias que impidieran la propagación de la revolución e hicieran que la República Soviética se enconara y finalmente muriera en su aislamiento.
Lenin y los bolcheviques recurrieron a medidas autoritarias extremas: el Terror Rojo y una dictadura, no de los obreros y campesinos, sino de un Partido Comunista Ruso asediado y cada vez más dictatorial. No se suponía que ello fuese una nueva vía para construir el socialismo, sino simplemente un esfuerzo desesperado por sobrevivir hasta que las revoluciones socialistas se extendieran a más países que se unirían a la Rusia soviética para construir un mundo mejor. Luxemburg conocía a los líderes de la revolución y pensaba que no podía haber «duda alguna de que solo con los mayores recelos y con extrema reticencia las talentosas figuras de la vanguardia de la Revolución Rusa —es decir, Lenin y Trotsky— han dado ciertos pasos decisivos en el espinoso camino por el que navegan, con trampas de todo tipo a ambos lados» (Luxemburg 2024, p. 217).
La aguda crítica Luxemburg respecto de la Revolución Rusa se inspiraba en el propósito de ayudar a fortalecer la lucha mundial por el socialismo, a fin —como ella misma dijera — de «distinguir entre lo esencial y lo no esencial, entre el meollo y las excrecencias accidentales en la política de los bolcheviques» (Luxemburg 2024, p. 245). Para hacer avanzar la revolución socialista en todo el mundo —creía Luxemburg— los «elementos esenciales» positivos del enfoque de Lenin (que han ocupado el centro de esta presentación) deben separarse de los «no esenciales» asociados con el giro autoritario efectuado por Lenin y sus camaradas en los desesperados años que siguieron a 1917. Debido al fracaso de los revolucionarios —tanto de Luxemburg como de Lenin—, el régimen revolucionario de Rusia permaneció aislado en un mundo capitalista hostil y ello tuvo como resultado la eventual consolidación, tras la muerte de Lenin, de la dictadura de Joseph Stalin. Las cualidades «no esenciales» a que había hecho referencia Luxemburg en su crítica se convirtieron en cualidades esenciales del estalinismo.
El propio Lenin, desde su juventud hasta su muerte, trató de mantenerse fiel a los elementos esenciales originales. Cabe señalar que esa actitud se refleja en su enfoque de la teoría revolucionaria. Lenin insistía en que el marxismo no era un dogma, sino una guía para la acción. La relación entre teoría y práctica, entre el pensamiento marxista y la actividad política práctica, la concebía en términos de una compleja interacción. Insistía en que la teoría genuinamente revolucionaria «asume su forma definitiva solo en estrecha conexión con la actividad práctica de un movimiento verdaderamente de masas y verdaderamente revolucionario». Trató de explicar a los camaradas de otros países que la historia del bolchevismo no podía entenderse de forma simplista y que debía incluir una variedad de cualidades: adherirse a las concepciones revolucionarias básicas y, al mismo tiempo, luchar por reformas más modestas, conocer la diferencia entre la práctica revolucionaria y la retórica revolucionaria, la interacción de la democracia y la conciencia de clase, ser capaz de avanzar contra los oponentes de izquierda, ser flexibles a la hora de hacer concesiones y formar un frente unido, saber cuándo atacar y cuándo replegarse, aprender constantemente de la experiencia.
Aun cuando la revolución no estuviese a punto de estallar en uno u otro país en particular, Lenin sostenía que «toda lucha por la reivindicación inmediata más limitada es una fuente de educación revolucionaria, pues son las experiencias de lucha las que convencerán a los trabajadores de la inevitabilidad de la revolución y de la importancia del comunismo» (Riddell 2012, p. 1158).
La realidad de Lenin y nuestra realidad
La flexibilidad era una de las claves de la orientación de Lenin. «La historia en su conjunto, y la historia de las revoluciones en particular —recalcaba Lenin— es siempre más rica en contenido, más variada, más multiforme, más viva e ingeniosa de lo que imaginan incluso los mejores partidos, las vanguardias con mayor conciencia de clase de las clases más avanzadas.» Una Internacional Comunista eficaz —insistió— «no podrá construirse jamás sobre reglas tácticas de lucha estereotipadas, mecánicamente equiparadas e idénticas.» Lenin instaba a los camaradas de diferentes países a «buscar, investigar, predecir y captar lo que es nacionalmente específico y nacionalmente distintivo», a adaptar y aplicar correctamente las perspectivas revolucionarias a sus contextos específicos. Rechazaba por «estúpida» la idea de que la Internacional Comunista pidiera a los revolucionarios de otros países «imitar servilmente a los rusos». A ese respecto, les comentaba a sus camaradas italianos lo siguiente: «La revolución en Italia seguirá un curso diferente al de Rusia. ¿Cómo? Ni vosotros ni nosotros lo sabemos» (Lenin 1920b; Lenin 1921). Hay que permanecer abierto a diversas posibilidades.
Ello nos lleva al penúltimo punto de esta presentación. Las ideas y la práctica reales de Lenin se desarrollaron y adquirieron sentido en un contexto específico que ya no existe. Sin embargo, aunque vivimos en un mundo muy diferente del mundo en que vivió Lenin, no es totalmente distinto.
En las esperanzadoras luchas y horribles experiencias del siglo XX, los movimientos de masas mundiales de los trabajadores y los oprimidos terminaron siendo derrotados y en gran parte destruidos. El capitalismo sigue siendo el sistema económico más dinámico de la historia de la humanidad, por lo que ha seguido evolucionando de forma asombrosa, evolucionando frente a inmensos desafíos y a través de crisis aparentemente abrumadoras provocadas por sus propias contradicciones.
La inevitable proliferación de nuevas tecnologías y técnicas, el alcance vorazmente expansivo del desarrollo que tiene lugar en el seno de la sociedad capitalista industrial y los asombrosos procesos de globalización han transformado el capitalismo de múltiples maneras, pero la necesidad que tienen las empresas comerciales orientadas a la obtención de ganancias de explotar la vida y el trabajo de la humanidad ha seguido siendo la misma. Cada vez un número mayor de aspectos de nuestras vidas se han visto invadidos y golpeados por el proceso de acumulación de capital. Entretanto, la vieja clase obrera se ha visto ampliamente abrumada y, en gran parte, incluso borrada. Sin embargo, a través del continuo desarrollo dinámico del capitalismo, un número cada vez mayor de personas dentro de los sectores del mercado laboral de nuestro planeta son proletarizadas, dominadas, explotadas, oprimidas y amenazadas.
La estructura y la dinámica de la economía mundial generan desigualdades e inestabilidades y una destructividad cada vez mayores que ponen en entredicho el futuro de la civilización humana e incluso la capacidad de supervivencia de la humanidad. El deterioro de la calidad de vida de la mayoría de los trabajadores del mundo va acompañado de un aumento del autoritarismo, la irracionalidad y la violencia en todo el planeta. Una economía de mercado voraz, diseñada para enriquecer a unas élites ya de por sí inmensamente ricas, está íntimamente relacionada con la destrucción medioambiental que asola a nuestro mundo.
Para concluir esta presentación, pasemos revista a la cuestión de la destrucción del medio ambiente. Pero antes cabe volver a subrayar con más fuerza una diferencia fundamental entre la época de Lenin y la nuestra. Mucho de lo que Lenin tenía que decir y trataba de hacer tenía sentido dentro de un contexto político global que ya no existe.
En su época, los partidos socialistas y laboristas —con enormes bases obreras, profundamente influidos por la teoría marxista y explícitamente comprometidos con la sustitución del capitalismo por el socialismo— eran los partidos políticos más grandes de cada una de las principales naciones europeas. Angelica Balabanoff recordaría más tarde la poderosa Internacional Socialista que, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, abarcaba a «millones de hombres y mujeres de todas los países del mundo», entre ellas a «los trabajadores más avanzados y elocuentes, los dirigentes obreros más influyentes, muchos de los periodistas más hábiles y los intelectuales más destacados de la época». Baluarte de la conciencia de clase obrera y del compromiso socialista, «sus dirigentes ocupaban escaños en parlamentos y consejos sindicales» y «sus cientos de periódicos eran el pan de cada día de las masas europeas, animadas por una fe común» (Balabanoff 1973, pp. 113-4).
Ese movimiento se ha visto reducido a jirones y andrajos y a descoloridos desechos en gran parte del mundo en que una vez fue vibrante y poderoso. Una tarea primordial de quienes se guíen por las perspectivas de personas como Marx, Luxemburg y Lenin tendrá que consistir en reconstruir algo parecido a esa enorme fuerza político-cultural-social del socialismo.
El movimiento socialista de finales del siglo XIX surgió en una época de expansión y auge del capitalismo. Por supuesto, la revitalización del componente socialista revolucionario de ese movimiento, bajo la bandera del comunismo a principios del siglo XX, tuvo lugar en un contexto de crisis capitalista y en medio de la horrible catástrofe de la guerra imperialista. Pero revolucionarios como Lenin tenían la ventaja de poder construir sobre conquistas socialistas entonces recién logradas. Aun así, Lenin comprendió que tendrían que construir su movimiento en medio de una guerra mundial catastrófica y en contraposición a ella.
La abrumadora tarea que tenemos por delante —recrear un movimiento socialista de masas mundial— tendrá que llevarse a cabo en medio de una catástrofe aún más horrible que la masacre en masa de la Primera Guerra Mundial: la desestabilización y la desintegración del medio ambiente mundial y la consiguiente ola de calamidades económicas y muertes en masa. En ello hemos sido maldecidos por la buena fortuna que se convierte en mala fortuna.
Afortunadamente, existe hoy consenso entre los científicos en torno a la idea de que el cambio climático —impulsado por las inmensamente poderosas industrias de combustibles fósiles— aún podría detenerse, evitando que nuestro planeta se vea abrumado por catástrofes en cascada. Para ello será necesario adoptar medidas drásticas, decisivas e inmediatas a escala mundial. Desafortunadamente, los cambios necesarios serán demasiado costosos, a corto plazo, para las empresas y los gobiernos encargados de adoptar las decisiones. Hasta ahora, siguen sin ponerse en práctica los cambios necesarios.
Los políticos liberales ofrecen una retórica tranquilizadora, compromisos falsos y políticas inadecuadas. Los falsos populistas de extrema derecha niegan por completo la realidad del cambio climático y recurren a políticas autoritarias, intolerantes y violentas en respuesta a los ominosos problemas que amenazan a nuestro mundo. Es probable que, en la misma medida en que un número cada vez mayor de millones de personas se vean afectadas por catástrofes en cascada, también se produzca una desilusión en masa con el statu quo capitalista y que ello conduzca a una radicalización cada vez mayor.
A diferencia de la época de Lenin, carecemos de movimientos obreros y socialistas de masas en la mayoría de los países donde existían a principios del siglo XX. Debemos crear los movimientos de masas que necesitamos prácticamente desde cero. ¿Pero cómo?
Algunos analistas han instado a lo que denominan un Green New Deal. «Al mismo tiempo que tratamos de remediar la crisis climática, podemos crear cientos de millones de empleos adecuados en todo el mundo, invertir en las comunidades y naciones más sistemáticamente excluidas, garantizar la atención sanitaria y el cuidado de los niños, y mucho más». Así lo afirma la crítica social Naomi Klein. Y añade: «El resultado de esas transformaciones serían economías construidas tanto para proteger y regenerar los sistemas de soporte vital del planeta como para respetar y sostener a las personas que dependen de ellos» (Klein 2019, p. 28). Ese enfoque transicional persigue múltiples objetivos: las personas antes que las ganancias, hogares decentes y mejores comunidades para todos, asistencia sanitaria para todos, educación para todos, transporte masivo y sistemas de comunicación para todos, alimentos nutritivos, acceso al alimento cultural y recreativo, esparcimientos creativos, libertad genuina y justicia real para todos.
Partiendo de las condiciones actuales y de la conciencia de capas cada vez más amplias de la juventud y de las experiencias de la mayoría trabajadora, es posible lanzar un desafío fundamental al actual sistema de poder y crear un mundo mejor. En el empeño por avanzar en ese proceso, hay mucho que aprender de las ideas, las intuiciones y las experiencias de los luchadores por la libertad que nos precedieron. Lenin —con todos sus logros e intuiciones, todos sus errores y heroicos esfuerzos — es uno de los luchadores por la libertad en quienes debemos fijarnos.
En este aniversario —como dice el cartel de estas conferencias— de «cien años sin Lenin, cien años con él», asistimos a una avalancha de libros, artículos, entrevistas y eventos, incluidas esta espectacular serie de eventos de cuatro meses de duración que son las Jornadas Leninistas. Los muchos, muchos miles de palabras e ideas que emanan de todo se habrán de mezclar, durante lo que queda de 2024 y en los próximos años, con desafíos cada vez más acuciantes, algunos de los cuales se anuncian como verdaderas catástrofes. Es inevitable que cada vez más personas de todo el mundo se vean obligadas a bregar con la vieja pregunta ¿qué hacer? Es probable que algunos elementos de la respuesta surjan de nuestras interacciones durante estas Jornadas Leninistas.
[*] La versión original en inglés de esta alocución se publicó en el sitio web Links International Journal of Socialist Renewal el 5 de febrero de 2024. Todas las citas que aparecen en el texto fueron traducidas por Rolando Prats.
Fuentes
Las fuentes precedidas de un asterisco [*] se citan en el texto de la alocución.
*Balabanoff, Angelica 1973, My Life as a Rebel, Bloomington: Indiana University Press, 1973.
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