Conferencia impartida el 17 de febrero de 2024 en el marco de las Jornadas leninistas, serie internacional de encuentros presenciales y en línea con ocasión de conmemorarse el centenario de la muerte de Lenin y que se desarrollará hasta el próximo 25 de mayo. Jacobin América Latina es uno de los patrocinadores y organizadores de las Jornadas.
DOSSIER: JORNADAS LENINISTAS
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Querría comenzar señalando que la figura y la obra de Lenin ocupan el centro de múltiples controversias. No sólo porque Lenin, en cuanto fundador del Estado soviético, fue objeto de un prolongado y exitoso proceso de mitificación, sino porque el hundimiento de los regímenes del Este produjo una valoración en sentido contrario, haciendo que se identificara a Lenin con Stalin. Tampoco en nuestra época, y a pesar del tiempo trascurrido, hay una valoración más certera de su legado. Por ello, cualquier acercamiento a la figura de Lenin tropieza con un cúmulo de aseveraciones recibidas y no siempre compatibles unas con otras.
Dicho esto, en esta intervención me limito a abordar un tema concreto, el problema de los soviets o, dicho de forma más general, de la democracia socialista, no en un sentido meramente formal, en cuanto mantenimiento de las formas democráticas liberales o del parlamentarismo, sino en un sentido más sustantivo, en cuanto participación y control del aparato de gobierno por las capas sociales que se supone que deban salir beneficiadas en ese sistema social; o sea, trabajadores por cuenta propia, jornaleros agrícolas, mujeres pobres, etc. A tal fin, quisiera detenerme en la problemática de los soviets o consejos populares, integrados básicamente por trabajadores, soldados, campesinos y pequeña burguesía y surgidos en plena ola revolucionaria, primero en 1905 y después en 1917. Y analizar el modo en que Lenin los valora antes y después del 17.
Como introducción al tema valga decir que los primeros marxistas entendían que el socialismo superaría al capitalismo, no sólo en su eficacia económica sino también en sus expresiones democráticas. Concebían al socialismo como un sistema en el que, al rebasarse el capitalismo y distribuirse equitativamente el trabajo entre los trabajadores, desaparecería la necesidad de que unos sectores o clases explotasen a otros, desaparecería el ansia de enriquecimiento personal, ya que el dinero, si bien podría mantener su importancia como vehículo de circulación, lo perdería en cuanto vector de acumulación. Se inaugurarían formas nuevas y hasta el momento desconocidas de poder obrero, tendencialmente más democráticas que las formas habituales de parlamentarismo burgués.
Entre los textos de Marx, el modelo para ese nuevo régimen lo ofrece la Comuna de París de 1871, con sus delegados elegidos y revocables en todo momento, sus iniciativas socializantes y su enorme capacidad de resistencia a pesar de su trágico final. Engels añade que ése sería el modelo de la «dictadura del proletariado»: una especie de república popular con delegados directos encargados de la distribución del trabajo y la organización de la producción. Aunque por su escasa duración no dio tiempo a que la Comuna se estabilizara, era previsible que en un régimen socialista, de prolongarse tras el fin del capitalismo –ya fuera por una crisis terminal, por un derrumbe, por una catástrofe o por una derrota–, los intereses ligados a la acumulación de capital; en una palabra, los intereses de la burguesía, no tendrían lugar en la nueva sociedad, que en cambio se centraría en la organización del trabajo, en su distribución y en la satisfacción de las necesidades de la población.
Las formas concretas de organización de esa «república del trabajo» quedaban por definir. Lo cual era lógico, ya que en gran parte dependerían del modo y del momento y de las condiciones en que se pusiera fin al capitalismo. Para los socialdemócratas alemanes el mejor modo de hacerlo sería por evolución pacífica, en virtud de una socialización profunda que habría permeado la sociedad capitalista y convertido la propiedad privada de los medios de producción en una cierta rareza o que, al menos, le habría restado peso en la estructura social. Según ellos, en la medida en que los diferentes sectores estarían cada vez más y más imbricados en una red conjunta de dependencias múltiples, el poder de cada propietario privado sobre su empresa y sus trabajadores se debilitaría. Ya no sería el gran patrón de fábrica, sino uno más entre los múltiples engranajes interdependientes en la gran fábrica de lo social. Su propiedad, pequeña, mediana o incluso grande, no le daría aquel poder del que podía disponer antaño sobre su familia, sus trabajadores o incluso su entorno, sino que se encontraría en medio de una vorágine que lo atraparía también a él.
Los trabajadores, por su parte, en la medida en que habrían sido capaces de construir organismos colectivos de defensa, tales como sindicatos o partidos obreros, habrían desarrollado un poder colectivo que los ayudaría a medirse directamente con sus patrones y a intervenir en las pugnas sociales. La lucha de clases se habría complejizado, pero a la vez habría alcanzado dimensiones sociales más amplias, y el poder del capital se habría centralizado, si bien al mismo tiempo se habría debilitado su arraigo. Ello permitiría crear una especie de sociedad paralela que sería el germen del futuro socialista.
Hasta aquí algunos trazos de lo que era el imaginario socialista hasta principios del siglo XX. La primera guerra mundial y la revolución soviética trastocaron ese imaginario, pues la revolución fue resultado de una insurrección e instauró un régimen no democrático o, mejor dicho, un régimen en que el partido comunista se convirtió desde muy pronto en el único partido reconocido y legitimado para gobernar; al principio con el apoyo de los soviets, aunque muy pronto éstos fueron perdiendo capacidades legislativas y ejecutivas que quedaron concentradas en los órganos del partido y sus dirigentes.
¿Garantizaban esas nuevas formas una relación democrática con la población y eran una expresión de sus anhelos? ¿Eran realmente una «dictadura del proletariado» sobre las clases contrarrevolucionarias, en especial la burguesía, y expresaban el predominio, la hegemonía de los trabajadores sobre las otras clases o incluían elementos de una dominación sobre los propios trabajadores o, al menos, sobre algunas capas obreras? ¿Cabría pensar que sectores obreros estaban «en contra» y no a favor de la medidas adoptadas por el gobierno bolchevique? ¿Lucharon los trabajadores o resistieron las medidas del nuevo poder bolchevique y cómo respondieron éstos a esas resistencias?
En ese sentido, mi interés no lo acaparan tanto las polémicas con los reformistas o incluso con Kautsky, cuanto la propia lucha obrera directa y la resistencia, si es que la hubo, de los propios trabajadores y sus organizaciones; en primer lugar, de los soviets.
Tesis de Lenin en El Estado y la revolución y circunstancias del momento
Partiré de una cierta paradoja: la distancia entre las tesis de Lenin en El Estado y la revolución, texto escrito entre agosto y septiembre de 1917, poco antes de la revolución, y las nuevas formas institucionales construidas inmediatamente después de la toma del poder. La fecha de su redacción da a entender que, en ese texto, Lenin está preparando las que entiende que van a ser las nuevas formas de gobierno, pues estamos ante una revolución inminente. Y, sin embargo, hay una enorme discrepancia entre lo que ahí se plantea y las instituciones posteriores. O, al menos, si bien en los primeros meses podemos asistir a un cierto tanteo con formas más abiertas –como la participación en el gobierno de los eseristas de izquierda o el mantenimiento de los soviets, entre otras–, a partir de mediados de 1918 –la guerra civil empieza en mayo de ese año– las cosas tienden a ponerse peor y a aumentar el poder del partido en detrimento de esos otros órganos.
En su texto, Lenin aboga por profundizar el modelo de la Comuna de París, con sus delegados elegibles y revocables, la limitación de salarios, la transformación del poder de mando en uno de administración y control, etc. Se trataría más bien de debilitar el Estado y de distribuirlo, en lugar de centralizarlo y reforzarlo. Me gustaría detenerme en un pasaje del propio texto, en el que Lenin dice que «el Estado surge en el sitio, en el momento y en la medida en que las contradicciones de clase no pueden objetivamente conciliarse. Y viceversa: la existencia del Estado demuestra que las contradicciones de clase son inconciliables» (V. I. Lenin, Obras escogidas, Progreso, Moscú, 1977, tomo VII, p. 5). ¿Significa eso que la persistencia del Estado en la Rusia postrevolucionaria e, incluso más, su fortalecimiento y consolidación implican la persistencia de las contradicciones de clase? ¿Y entre quiénes, dado que el poder de la burguesía se ha visto profundamente debilitado?
Lenin no rehúye esa cuestión, pero la plantea de un modo sesgado. Para él hay que distinguir entre los primeros momentos tras una revolución, en que habría que reforzar el Estado ante la resistencia de las capas contrarrevolucionarias, cuando de lo que se trata es de quebrantar el anterior aparato de Estado, y un posterior debilitamiento de este último, cuando la victoria de la revolución elimine o disminuya esa resistencia y permita que la masiva organización de los sectores populares, especialmente de los soviets, «diluya» y vaya «extinguiendo» el poder del Estado. En cuanto a la cuestión de qué clase hay que reprimir, lo plantea claramente: «¿A qué clase tiene que reprimir el proletariado? Está claro que únicamente a la clase explotadora, es decir a la burguesía. Los trabajadores necesitan del Estado sólo para aplastar la resistencia de los explotadores» (Lenin, op. cit., t. VII, p. 22). Para Lenin, el Estado se define básicamente como un poder político represor, mientras que tras la revolución adquiere tareas de contabilidad y control de la producción. Vemos, pues, que hay un cambio sustancial tras la revolución, pero podemos decir que Lenin infravalora la inserción del Estado en la producción en el propio capitalismo y enfatiza su papel represivo, mientras que, tras la revolución, enfatiza su papel de gestor de la producción e infravalora su papel represivo.
La tesis de Bettelheim en su conocido texto Las luchas de clases en la URSS (Seuil/Maspero, París, 1974; Siglo XXI de España, Madrid, 1976) estriba en que el poder político de la burguesía puede hundirse sin que cambien las relaciones sociales de producción o, al menos, sin que cambien profundamente, si bien éstas pueden reproducirse con un ropaje distinto. De tal modo que el nuevo poder debería haber impulsado el cambio de esas relaciones en un sentido claramente socialista, cosa que no hizo. O que tal vez no pudo hacer por causa de su debilidad en función de las circunstancias imperantes y de la resistencia de los campesinos. Como consecuencia, se rearticuló una capa burguesa, que si bien no era propietaria de los medios de producción sí era su gestora y disfrutaba de condiciones de vida mejores que las de cualquier obrero. Esa burguesía, que denomina «de Estado», era en extremo poderosa y estaba firmemente entrelazada con las instituciones estatales.
El nuevo poder en cierta manera reposaba en los soviets, pero las medidas del nuevo gobierno, especialmente a partir de mediados de 1918, no iban en la dirección de fortalecerlos sino de supeditarlos al poder efectivo cada vez mayor que ejercía el partido. Los primeros decretos, tanto el decreto sobre la tierra, como el decreto sobre el control obrero, parecen apuntar al reconocimiento de realidades afianzadas sobre el terreno, puesto que los campesinos habían arrebatado ya las tierras a los terratenientes y los obreros habían formado comités de fábrica. El Decreto sobre la tierra (25 de octubre de 1917) sancionó el reparto de las tierras de los terratenientes, de la Iglesia y del Estado entre los campesinos; era una medida democratizadora y redistribuidora, no socialista, que los bolcheviques toman del programa de los socialistas revolucionarios. Lenin redacta el decreto sirviéndose de documentos aportados al Congreso de los soviets que se estaba celebrando en aquel mismo momento. En su Informe reconoce ese hecho pero le resta importancia: «Se dice aquí que el decreto y el mandato han sido redactados por los socialistas-revolucionarios. Que así sea. No importa quién los haya redactado: mas, como gobierno democrático, no podemos dejar de lado la decisión de las masas populares, aún en el caso de que no estemos de acuerdo con ella […] debemos marchar al paso con la vida. Debemos conceder plena libertad al genio creador de las masas populares […] Lo esencial es que el campesinado tenga la firme seguridad de que han dejado de existir los terratenientes, que los campesinos resuelvan ellos mismos todos los problemas y organicen su propia vida» (Lenin, op. cit., t. VII, p. 396; se ha modificado la traducción). Las medidas no socavan el poder de los socialistas revolucionarios en el campo, pero generan admiración y simpatía por los bolcheviques.
El análogo de ese decreto en la producción industrial es el Decreto sobre el control obrero promulgado el 14 de noviembre; éste tiene carácter socializante, en tanto que instaura el control obrero sobre la producción, y también carácter sindical, pues son los comités de fábrica los encargados de contratar y despedir a los trabajadores. El control obrero tiene desde el principio la misión de garantizar la continuidad de la producción y se sostiene sobre los trabajadores de las escalas inferiores que simpatizan mucho más con la revolución que los de las escalas superiores.
El tercer decreto importante es el decreto sobre la paz, en el que se propone a todos los beligerantes una paz sin anexiones.
Ahora bien, lo trágico de esta historia es que los trabajadores no van a ser capaces de mantener ese poder. La guerra civil, el caos económico, el cerco al que es sometido el país, la devastación de la clase obrera como consecuencia de todos esos factores, unidos a las dificultades para garantizar la producción y el intercambio de un modo coordinado, darán al traste con las iniciativas de control de la producción por los propios trabajadores, ya sea a través de los sindicatos o de los comités de fábrica. De tal manera que mientras la clase obrera mengua y se debilita durante la revolución, los campesinos adquieren más fuerza, pues no sólo son una amplia mayoría de la población del país, como ya lo eran al inicio del proceso, sino que en gran medida marcan su desarrollo.
La situación había empezado a ser caótica desde finales de 1917, por lo que el poder soviético interviene en las fábricas para limitar las atribuciones de los comités fabriles y supeditarlos a órganos regionales y locales, especialmente a los soviets y, posteriormente, al Consejo superior de la economía nacional, al que se transfieren las tareas de coordinación y dirección centralizada de la industria. Dicho sea entre paréntesis, Lenin no veía ninguna contradicción entre el hecho de mantener la autonomía de las fábricas bajo control obrero y la necesidad de aumentar la centralización, ya que entendía que la disciplina voluntaria es la base del poder obrero. Una consideración que privilegie las posiciones individualistas lo considera típico de una actitud pequeñoburguesa, mientras que los trabajadores están acostumbrados a seguir una disciplina colectiva, sustentada en las exigencias materiales de la producción.
Poco después del decreto sobre el control obrero, se había creado el Consejo superior de la economía nacional (5 diciembre). Medio año después, en junio de 1918, se promulga el decreto de nacionalizaciones que afecta a todas las empresas mineras, metalúrgicas, textiles, madereras, eléctricas… Dichas empresas podrán ser administradas por sus antiguos propietarios bajo la supervisión de gerentes nombrados por el Consejo de economía nacional y un consejo en que los obreros constituyen una tercera parte. El concesionario podrá quedarse con las ganancias de la empresa en caso de haberlos.
Esas medidas marcan un cambio de tendencia, pues tanto el Consejo superior de la economía nacional como sus órganos locales están compuestos principalmente por delegados de los comisariados, a quienes se añaden técnicos y expertos; por el papel que desempeñan, terminan reforzando el poder de los gerentes y directores frente al poder de los propios trabajadores. En 1919, a ese refuerzo se suma un aumento en la diferenciación salarial: el abanico salarial se abre mucho más que en el período inmediatamente posterior a la revolución: el personal administrativo y directivo podrá cobrar hasta cinco veces más que el trabajador de base (3000 rublos frente a 600). Los dirigentes políticos y otros altos dirigentes pueden aumentar sus salarios hasta 2000 rublos, con lo que se consolida una tendencia hacia el aumento de la desigualdad que se ampliará en el período de la NEP.
Se suele decir que esos cambios son consecuencia de las dificultades anteriormente mencionadas. Sin embargo, cabe preguntarse si no se habrían podido desarrollar los propios consejos de fábricas, fortalecido su coordinación y establecido organismos más amplios, en vez de promover organismos institucionales, superiores jerárquicamente, a los cuales supeditarlos. Tal vez ello haya sido señal de que la cultura burocrática estaba muy arraigada en la conciencia de la época, de modo que, aunque se considerara una concesión temporal, la dinámica centralizadora y jerarquizante muy pronto se impondría. Los propios bolcheviques lo presentaron como consecuencia de la incapacidad de los mismos trabajadores para el autogobierno, tesis que prosiguen algunos historiadores.
Por otra parte, no cabe olvidar que los propios obreros protestaron de forma continuada contra esas medidas, que consideraban perjudiciales. Durante todo 1918 fueron constantes las protestas en las fábricas, atizadas en ocasiones por los eseristas y los mencheviques. «En los primeros días de mayo de 1918 los obreros se sublevaron contra los bolcheviques en diversas localidades», afirma Víctor Serge, quien vivió en primera persona esos acontecimientos. Pero las protestas continuaron en 1919 y el año siguiente. En febrero de 1921 hubo diversas huelgas en Petrogrado, Moscú y otros centros industriales, motivadas básicamente por el descontento de los trabajadores ante las dificultades de abastecimiento. Esas protestas se conjugaron con las posiciones sindicales que vemos posteriormente sistematizadas en los textos de la «Oposición obrera», la cual fue duramente criticada por Lenin tanto en el X Congreso (1921) como en La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo.
Con todo, la mayor resistencia, incluso más que entre los obreros, se dio entre los campesinos, especialmente entre los más ricos, aunque también entre campesinos medios. Las requisas realizadas desde mediados de 1918 habían generado un profundo descontento que, sin embargo, había quedado velado por la guerra civil. Al finalizar ésta a principios de 1921, pero mantenerse la práctica de las requisas, hubo alzamientos campesinos, que se combinaron con el levantamiento en Kronstadt. Los motines campesinos, generalizados especialmente en el sur y el sudeste de Rusia, obligaron a suspender las requisas y dieron lugar al cambio de orientación materializado en la Nueva Política Económica (NEP).
La fuerza de la contrarrevolución y su resistencia, que estuvo en el origen de las medidas represivas, como fue la creación de la Comisión extraordinaria de toda Rusia (Checa) o la eliminación de los derechos civiles para la burguesía, propició la creación de un aparato represivo, relativamente potente, que contrastaba fuertemente con lo dicho en el texto anteriormente citado. La Comuna no había tenido que enfrentarse a ese problema, ya que su radio de acción era mucho más pequeño –una ciudad y no un inmenso país como la Rusia de la época– y al hecho de que la burguesía había huido a Versalles en los primeros días de la sublevación. En Rusia, por el contrario, quienes se habían exiliado o huido fueron muy pocos en los primeros tiempos, por lo que la contestación interna era muy fuerte.
A ello se sumaba el problema de que, dado que la insurrección había sido obra de una minoría, a pesar de su rápido éxito y de que contara con destacamentos de obreros y soldados movilizados que la habían hecho posible, no contaba con la aprobación de los representantes políticos de las sectores ligados al Gobierno provisional, como los mencheviques, los eseristas o los demócratas liberales. Incluso el hecho de que esos partidos lograran una mayoría en la Asamblea Constituyente, aún después de que los bolcheviques tomaran el poder, muestra que la situación era muy inestable. La situación de «doble poder latente» se prolongó durante cierto tiempo; los sectores minorizados no apoyaban al nuevo poder y, en su lugar, coquetearon con la idea de una posible vuelta atrás, como si el período del Gobierno provisional no hubiera concluido y la revolución no se hubiera afianzado. No parece que esos sectores fueran conscientes de la irreversibilidad de la situación, por lo que no prestaban su apoyo al nuevo gobierno. De hecho, al principio sólo los eseristas de izquierda se animaron a entrar en el gobierno. La fuerza de la contrarrevolución y el aislamiento de los bolcheviques explican esa obsesión, presente desde el inicio, por reprimir resistencias que se consideraban, sin excepción, contrarrevolucionarias, así como la enorme violencia desatada, igualmente desde el principio, por la contrarrevolución.
El papel de los soviets y su valoración por Lenin
Como hemos dicho, los soviets –en ruso, soviet significa consejo– son instituciones creadas espontáneamente en el desarrollo de la revolución, primero en 1905 y después en 1917. Son asambleas de obreros, campesinos y soldados con la participación de la pequeña burguesía; o sea, intelectuales, tenderos, pequeños comerciantes, etc. En términos de composición política de los soviets, los bolcheviques solían estar en minoría; la mayoría eran mencheviques y eseristas, especialmente en los órganos ejecutivos. En su texto “Los Soviets: Su origen, desarrollo y funciones“, escrito en 1932, Andreu Nin los presentaba como organismos surgidos de los comités de huelga, como entre los ferroviarios, o de los comités de fábrica y talleres, como ocurrió en muchas ciudades industriales. Al principio, su labor no iba más allá de organizar y coordinar la lucha en los lugares de trabajo, pero en el decurso de la propia revolución se convirtieron en organismos más complejos que constituían una especie de representación de la clase obrera en su conjunto. «Los Soviets eran una organización de base y funcionamiento ampliamente democráticos», afirma Nin.
En un inicio, se constituyen como órganos de autodefensa pero rápidamente desarrollan comités y comisiones que se ocupan de muchas otras cuestiones y problemas cotidianos. De ese modo constituyen una especie de contrapoder emergente.
Durante la revolución de 1905, los soviets habían establecido una norma interna según la cual por cada 500 trabajadores debía haber un diputado. Estos eran elegidos en los propios lugares de trabajo pero, en la composición final, a los delegados directos de los trabajadores se sumaban los delegados de los sindicatos y de los partidos obreros en una proporción menor.
Las posiciones de Lenin y los bolcheviques a propósito de los soviets no siguieron una línea recta. Se pueden distinguir varios momentos: antes de la revolución y al inicio de ésta, su posición era favorable, aunque entre julio y septiembre de 1917 Lenin considera que los soviets están degenerando y que la consigna «todo el poder a los soviets» ya no resulta adecuada. Posteriormente, el aumento de la influencia de los bolcheviques en los soviets lo hará cambiar de opinión. Pero hay un elemento que me parece importante y que nos ofrece pistas para su ulterior consideración por Lenin. A juicio de Lenin, los soviets, por ser organismos populares y hasta cierto punto interclasistas, son espacios adecuados para una revolución pacífica, pero no para una situación en la que la dureza de la confrontación exige la violencia armada. Por eso, entre julio y septiembre, cuando juzga que ha terminado el período en que una revolución era posible por vía pacífica, considera asimismo que también se ha agotado la función de los soviets. No sólo han sido «envilecidos» por sus dirigentes mencheviques y eseristas, sino que además el aumento de la contrarrevolución exige otro tipo de tácticas y organizaciones; exige preparar la insurrección militar, cosa que los soviets no están en condiciones de hacer, ante lo cual Lenin promueve la creación simultánea de comisiones militares que estarán subordinadas fundamentalmente al partido bolchevique. Podría ocurrir que entonces resurgieran los soviets, pero ya no serían los mismos, pues se habrían desembarazado de la dirigencia conciliadora.
Resurge así la famosa consigna «Todo el poder a los soviets» y su valoración extremadamente positiva, tanto en Lenin como en Trotsky –quien jugó un papel importante como presidente del soviet de Petrogrado–, entre otros autores. Para Lenin, los soviets son un nuevo aparato de Estado característico de ese nuevo período. En el proceso revolucionario, «los soviets fueron elegidos con absoluta libertad. Eran auténticas organizaciones de las masas del pueblo, de los obreros y los campesinos. Eran verdaderas organizaciones de la inmensa mayoría del pueblo. Los obreros y los campesinos, vestidos con uniforme militar, estaban armados» (Lenin, op. cit., t. VII, p.138). «Los soviets de diputados obreros, soldados y campesinos son valiosos, sobre todo, porque constituyen un tipo de aparato estatal nuevo, inmensamente más elevado e incomparablemente más democrático. Los eseristas y los mencheviques han hecho todo lo posible y lo imposible para transformar los soviets (en particular el de Petrogrado y el de toda Rusia; o sea, el Comité ejecutivo central) en corrillos de charlatanes que se dedicaban, con el pretexto del “control”, a adoptar resoluciones estériles y expresar deseos, que el Gobierno engavetaba con la más cortés y amable sonrisa. Pero bastó la “fresca brisa” de la korniloviada, que anunciaba una buena tormenta, para que el aire viciado del soviet se purificara por algún tiempo y la iniciativa de las masas revolucionarias empezara a manifestarse como algo grandioso, potente e invencible […] El poder a los soviets es lo único que podría hacer gradual, pacífico y tranquilo el desarrollo ulterior, poniéndolo por completo al nivel de la conciencia y la decisión de la mayoría de las masas populares, al nivel de su propia experiencia. El poder de los soviets significa la entrega total del gobierno del país y del control de su economía a los obreros y a los campesinos, a quienes nadie se atrevería a oponer resistencia y quienes aprenderían rápidamente con su experiencia, con su propia experiencia, a distribuir acertadamente la tierra, las provisiones y el trigo» (Lenin, op. cit., t. VII, pp. 225-228; se ha modificado la traducción). Poco antes de la insurrección, Lenin sintetiza su posición: «Los soviets son un nuevo aparato de Estado que, en primer lugar, proporciona la fuerza armada de los obreros y los campesinos, una fuerza que no está, como la del viejo ejército permanente, apartada del pueblo, sino ligada a él del modo más estrecho; en el sentido militar, esa fuerza es incomparablemente más poderosa que las anteriores; en el sentido revolucionario no puede ser reemplazada por ninguna otra. En segundo lugar, ese aparato proporciona una ligazón tan estrecha e indisoluble con las masas, con la mayoría del pueblo, una ligazón tan fácil de controlar y de renovar, que en vano buscaremos nada semejante en el viejo aparato del Estado. En tercer lugar, ese aparato es mucho más democrático que los anteriores, por cuanto sus componentes son elegibles y revocables a voluntad del pueblo, sin formalidades burocráticas. En cuarto lugar, ese aparato asegura una sólida ligazón con las profesiones más diversas, facilitando así, sin burocracia, las reformas más diversas y más profundas. En quinto lugar, constituye una forma de organización de la vanguardia, es decir de la parte más consciente, más enérgica y más avanzada de las clases “oprimidas”, de los obreros y los campesinos, por lo que es un aparato que permite a la vanguardia de las clases oprimidas poner en pie, educar, instruir y llevar tras de sí “a toda la gigantesca masa” de esas clases que hasta hoy permanecía totalmente al margen de la vida política, al margen de la historia. En sexto lugar, brinda la posibilidad de conjugar las ventajas del parlamentarismo con las ventajas de la democracia inmediata y directa, es decir de unir en los representantes elegidos por el pueblo la función legislativa y “la ejecución de las leyes”. Comparado con el parlamentarismo burgués, es un avance de trascendencia histórica mundial en el desarrollo de la democracia» (Lenin, op. cit., t. VII, pp. 291-292; se ha modificado la traducción).
Trotsky señala que el Soviet de Diputados Obreros, «organización proletaria» y «puramente clasista», «era la organización de la revolución como tal […] El Soviet de diputados obreros surgió como respuesta a la necesidad objetiva, engendrada por el curso de los acontecimientos» […] de «una organización que tuviese autoridad, aun cuando no tuviese tradiciones […]; que pudiera movilizar a una masa dispersa de cientos de miles de personas […]; uniera a las corrientes revolucionarias en el seno del proletariado […]; fuera capaz de iniciativa y de controlarse a sí misma de manera espontánea y, sobre todo, que se pudiera hacer surgir de la clandestinidad en veinticuatro horas» (Leon Trotsky, 1905, Chapter 8, «The Creation of the Soviet of Workers’ Deputies», consultado en marxists.org; la traducción es mía).
Así pues, entre febrero y octubre de 1917 se da una situación de doble poder entre el Gobierno provisional, encabezado por Kerensky, y la organización de los soviets, puesto que éstos ejercen una especie de «poder de hecho». A ojos de Lenin, se trata de una situación insostenible y que deberá decantarse por un lado o por el otro. Obviamente, los esfuerzos de Lenin van dirigidos a que se decante por el lado del poder obrero revolucionario, para lo cual entiende que debe negársele toda ayuda al Gobierno provisional e intentar, por el contrario, reforzar la influencia de los bolcheviques en los soviets, si bien en el entendimiento de que los soviets no van a ser la organización adecuada para la insurrección, tarea que va a recaer fundamentalmente en los comités militares y en el propio partido bolchevique.
Posteriormente, entre 1918 y 1920-1921, Lenin hará una valoración crítica de los soviets. Entiende que son incapaces de dirigir políticamente el país, cosa que sin embargo sí puede hacer el partido comunista. Realmente se ha producido un proceso de debilitamiento de los soviets y su consiguiente desvalorización, a pesar de seguir figurando como depositarios del poder. Es decir, si bien en el momento de la toma del poder se presenta a los soviets como sus agentes –en la apertura del II Congreso de los soviets, el 25 de octubre, se dice textualmente «el Congreso toma en sus manos el poder» […] y «acuerda: todo el poder en las localidades pasa a los soviets de diputados obreros, soldados y campesinos, llamados a asegurar un orden verdaderamente revolucionario» (Lenin, op. cit., t. VII, pp. 381-382)–, el Consejo de Comisarios del Pueblo está formado solamente por bolcheviques y han sido los bolcheviques, junto a las milicias obreras, los encargados de la insurrección. Es cierto que tanto el Consejo como sus decisiones deben ser refrendadas por el Comité ejecutivo de los soviets, pero no son los soviets los órganos encargados de adoptar decisiones. Es como si la situación de «doble poder» se mantuviera durante años, de modo que, junto con la estructura formal de los soviets que aparece como depositaria del poder, se fortalecen las propias estructuras del partido que se superponen a las de los soviets. De hecho, muchas de las decisiones del propio partido se imponen sin necesidad de ser revalidadas por el Congreso de los soviets, a la vez, sobre todo en el campo, que los dirigentes del partido son, simultáneamente, dirigentes a nivel de soviets. Éstos desarrollan una enorme actividad, no siempre bajo la influencia bolchevique, ya que en los soviets siguen figurando en lugares prominentes tanto mencheviques como eseristas. Con el tiempo, esa duplicidad de funciones se va decantando por el detrimento de la autoridad de los soviets y el aumento del poder del partido.
Esa deriva se inicia a mediados de 1918, cuando arrecian la desorganización y el hambre. Los textos de la época son desgarradores. Es en esa coyuntura que Lenin y los bolcheviques insisten en que el socialismo es básicamente organización, contabilidad y control, hasta el punto de que, en un discurso de enero de 1919, Lenin llega a afirmar: «Hoy nuestro enemigo es, si nos referimos al enemigo de dentro, no tanto el capitalista o el terrateniente, minoría explotadora fácil de derrotar y que ha sido derrotada, como los especuladores y los burócratas; y todo campesino es, por su condición, un especulador cuando se le presenta la oportunidad de enriquecerse y aprovecharse de la desesperante necesidad y del hambre atroz que hay en las ciudades y en algunas aldeas» (Lenin, op. cit., t. IX, p. 165; se ha modificado la traducción). En ese contexto, los soviets deben convertirse en organismos de disciplina y control, al igual que los sindicatos, de tal modo que pasan de ser un órgano de expresión política y, en cierta forma, de gobierno, a un órgano de aplicación de una política centralizada con fuertes matices represivos, fundamentalmente contra especuladores y contrarrevolucionarios, pero también contra campesinos medios y sectores poco concienzados de la población.
En los últimos años de su vida, preocupado por la burocratización y por la ineficacia de la administración, Lenin promueve activamente la creación de la Inspección Obrera y Campesina como aparato de control. Su crítica se condensa en la consideración de que el Estado soviético de ese entonces es una mezcla del viejo aparato zarista con nuevas formas y personas procedentes básicamente del partido, pero poco ligadas a la propia población. Sin embargo, los Soviets parecen haberse confundido con las instancias del propio partido en los organismos del poder. En los últimos textos de Lenin no hay referencia alguna a la reconsideración de los soviets y de su papel.
En resumen, podríamos considerar que la cuestión de los soviets es una expresión de las nuevas relaciones sociales que surgen en Rusia tras una revolución en la que habían participado directamente diversos sectores sociales y no sólo obreros y campesinos. Políticamente hablando, hay que decir que habían intervenido en el proceso diversos partidos, si bien la última etapa, la toma del poder había sido obra de los bolcheviques. En su análisis, Lenin lleva razón cuando señala que, a pesar de su virulencia, la contrarrevolución dirigida por la burguesía, tanto internamente como a nivel internacional, había sido derrotada tras las nacionalizaciones y la victoria en la guerra civil, pero surge una especie de nueva burguesía, de carácter pequeñoburgués, integrada por los campesinos más o menos acomodados y los funcionarios del nuevo Estado, también más o menos poderosos, por no hablar de los «nepistas». Habida cuenta de la situación interna, no es posible desembarazarse de ellos: el Estado se define como «Estado obrero y campesino» –Lenin habla de la revolución como de una «revolución obrera y campesina»– y reposa en una alianza de clases que exige concesiones a los campesinos, so pena de volver a los terribles momentos de la hambruna de 1918; los funcionarios, tanto los viejos como los nuevos, tienen en sus manos los hilos de la administración que, por eso mismo, dadas la centralización de la producción y la envergadura de esa producción centralizada, disponen de un enorme poder. Por último, los gerentes de fábricas y empresas, así como los intermediarios e ingenieros, los «nepistas», se ven favorecidos por las ventajas de la NEP, que resulta imprescindible para que no se hunda la economía. Los conflictos de clase se manifiestan de una forma muy confusa y torcida que hacen muy difícil poder introducir formas democráticas sin generar un caos todavía mayor. De modo que tal vez no sea exacto hablar de «nueva burguesía», puesto que esta carece de propiedad, aunque no de poder de gestión sobre el conjunto del trabajo social que mantiene su forma asalariada.
Concepto de democracia
Querría finalizar señalando que no utilizo el concepto de democracia en el sentido formal. Por tanto, no se trata de una reedición de la crítica socialdemócrata centrada en la eliminación del parlamentarismo y en la condena de la suspensión de la Asamblea Constituyente, tan cara a Kautsky y otros socialdemócratas.
Lenin no se equivoca en su análisis de la cuestión en La revolución proletaria y el renegado Kautsky, pero subestima la falta de democracia no para la burguesía sino para el propio proletariado. Podríamos aceptar incluso la eliminación de la Asamblea Constituyente, a pesar de que su convocatoria había sido un elemento central en la propia Revolución de Octubre y una demanda de los propios soviets. Podríamos aceptar que su composición, derivada de unas elecciones realizadas muy poco después de la insurrección, ya no respondía a la realidad del momento y que, de haberse mantenido la Asamblea, se habría reproducido una situación de «doble poder» entre la Asamblea y los soviets. La continuidad de la Asamblea introducía, por tanto, una notable complicación cuando de lo que se trataba, ya en diciembre de 1917, era de consolidar el poder soviético.
En El Estado y la revolución, Lenin se pregunta en qué se fundamenta el poder de los funcionarios como órganos del Estado. Y responde, acudiendo a una cita de Engels, que ese poder es resultado de un equilibrio inestable de las clases en conflicto, de tal modo que «el poder del Estado, como mediador aparente, adquiere cierta independencia momentánea respecto de una y otra». A juicio de Lenin, ello había ocurrido en el Gobierno de Kerensky, pero tal vez – podríamos añadir– ocurrió también después de la insurrección de octubre del 17, de manera que el fortalecimiento del poder de los funcionarios bloqueaba un conflicto básicamente entre los campesinos y el nuevo Estado soviético. De un modo desafortunadamente demasiado parecido a las viejas tesis socialdemócratas, la idea de que el aumento de la producción y la industrialización masiva harían madurar al proletariado para construir su nuevo Estado ocultó el efecto de un sistema poco propicio para hacer valer la iniciativa de las propias masas.
Conclusión
Como conclusión de lo dicho hasta aquí se plantea la cuestión de por qué Lenin y los bolcheviques fueron tan reacios a poner el gobierno realmente en las manos de los soviets y por qué optaron en todas las crisis por reforzar el aparato de gobierno en manos de su partido, estableciendo así por decenios un sistema de partido único. Cabe proponer algunas aproximaciones a las posibles respuestas:
1. La desconfianza ante las masas poco organizadas y la inquina frente a los demás partidos socialistas o de izquierda. Diríase que los bolcheviques creían que su partido era el único capaz de no desviarse de la línea correcta y de defender la revolución. En su haber tenían el hecho de ser el único partido que no había coqueteado con tendencias a la coalición en el Gobierno provisional y el único que se había atrevido a dar el paso en el momento decisivo, lo cual no significaba que hubiese estado exento de vacilaciones y encontrado siempre la línea de acción más adecuada. Esa sobrevaloración de sus propias fuerzas les impedía compartir el poder, aparte de que tampoco las otras fuerzas estaban por la labor y se resistían a compartir las tareas de gobierno, tal vez esperando momentos más propicios hacerlo. Por otro lado, los bolcheviques son poco críticos en relación con el propio funcionamiento del partido y su composición a pesar de las diversas depuraciones, tanto en 1920 como en años posteriores.
2. El recrudecimiento de la guerra civil a partir de mayo de 1918 tras la sublevación de Yaroslav en el noreste de Rusia y de los checoslovacos en el sur fomentadas por los gobiernos europeos, así como el atentado contra Lenin el 30 de agosto de 1918 que desencadenó la represión contra los eseristas. Como consecuencia, si bien en los primeros meses de la revolución había un cierto funcionamiento «democrático» o pluralista, en tanto que los demás partidos de izquierda estaban permitidos y había libertad de prensa, así como una economía relativamente mixta, esas formas desaparecen y se institucionaliza no sólo el control del poder en manos del partido bolchevique sino que se refuerzan los organismos represivos, a la vez que se implementan medidas sobre el abastecimiento para hacer frente a la hambruna y a las necesidades del ejército.
3. Ello replantea la pregunta principal: si de lo que se trata(ba) era de llevar la revolución hasta el final, había que eliminar el capitalismo y la propiedad burguesa. Supongamos que hayan existido dos vías para lograr ese objetivo, una basado en la autogestión y la otra en la fuerza del Estado. Sabemos que los bolcheviques eligen la segunda vía, pero supongamos que se hubiera elegido la primera. La respuesta es que la clase obrera era demasiado débil para sostener la confrontación. Aún así, ¿por qué no reforzar esos organismos? Lenin lo rechaza por el peligro de reformismo y por la necesidad de organizar la producción, cosa que los soviets no eran capaces de hacer. Los soviets no podían mantener el control en un momento de tanta polarización y peligro. Por eso se inclina por la famosa tesis del «capitalismo de Estado» en un Estado monopolizado políticamente por el partido, el único capaz de garantizar el mantenimiento de la revolución.
4. A su vez, la convicción de que el partido bolchevique o el partido comunista era el auténtico representante de los trabajadores. Esa convicción reposaba en su historia y su trayectoria política en las dos revoluciones –1905 y 1917–, así como en su carácter marxista. Según el Manifiesto comunista, los comunistas no constituyen un partido aparte, sino el segmento de vanguardia de la clase obrera. Sin embargo, durante la revolución del 48, Marx había formado parte del partido demócrata y en la 1ª Internacional había colaborado con otros grupos o partidos obreros, desde los proudhonianos hasta los anarquistas antes de que se produjese finalmente la ruptura. Marx ciertamente abogaba por la formación de un partido de la clase obrera para que los trabajadores tuvieran una expresión propia, distinta de los partidos burgueses, no en un sentido sectario según el cual todo el resto de la población es una «masa reaccionaria», tesis lassalleana firmemente combatida por Marx. Lenin estaba tan convencido de esa unión entre la clase obrera y el partido que, por eso mismo, señala que, de quebrarse esa unidad, ello acarrearía el fin del sistema soviético: «Es claro que en un país que está viviendo la dictadura del proletariado, la escisión del proletariado o la escisión entre el partido proletario y la masa proletaria es ya no sólo peligrosa sino peligrosísima, especialmente si el proletariado constituye en dicho país una pequeña minoría de la población […] El enfoque político [de la cuestión] significa: si se adopta una actitud equivocada ante los sindicatos, ello hará que se hunda el poder soviético, la dictadura del proletariado (la disidencia entre el partido y los sindicatos, en el caso de que el partido no tuviera razón, daría sin duda al traste con el poder soviético en un país campesino como Rusia)» (Lenin, op. cit., t. XI, pp. 341 y 354; se ha modificado la traducción). Por consiguiente, para Lenin la defensa de la revolución es indistinguible de la defensa de la primacía y del poder del partido comunista y en ningún momento parece darse cuenta de que pudiera ejercerse opresión sobre los propios trabajadores. Incluso defiende que éstos, llegado el caso, deberían poderse defender contra el Estado, si bien no especifica por medio de qué herramientas, dado que tanto los sindicatos como los soviets –organismos obreros– se han transformado en mecanismos del Estado.
5. Posiblemente esas condiciones hacían imposible pensar en el mantenimiento o el fortalecimiento de los soviets, que eran por definición órganos abiertos a la participación de personas pertenecientes a otras tendencias políticas o personas sin partido. Por otra parte, mantenerlos como órganos administrativos sometidos a la dirección del partido permitía aprovecharlos para implementar las directrices gubernamentales sin correr el riesgo de que se convirtieran en órganos de oposición.
6. Cabe pues preguntarse si los soviets eran una herramienta adecuada para las grandes transformaciones del momento. Tal vez su carácter local les impedía aquella amplitud de miras que es necesaria para impulsar una política ambiciosa a nivel nacional en un país tan extenso y en las difíciles condiciones del momento. Negri añade la dimensión vertical. En su opinión, los soviets son a la vez instrumentos de lucha y órganos de gobierno. En el primer sentido son elementos decisivos para la radicalización política entre febrero y octubre de 1917 que culmina en la toma del poder. En el segundo, son «embriones» de poder proletario que pueden desplegarse sólo después de la insurrección a condición de mantener una relación correcta con el partido, relación que –dice Negri– es de «subordinación», puesto que no cabe ninguna forma de «autogestión» que no sucumba frente a la fuerza organizada del capital, traducida en su momento en guerra civil. «No obstante, ¿cuál es la relación que une, llegados a este punto, el partido al soviet? La relación correcta, definida y confirmada por Lenin a lo largo de su dilatada batalla política, consistía en subordinar el soviet al partido, el movimiento de masas –aunque hubiese llegado a un alto nivel de desarrollo– a la guía consciente de su vanguardia» (Antonio Negri, «El deseo comunista y la dialéctica restaurada», en El poder constituyente, Traficantes de Sueños, Madrid, 2015, p. 369; se ha modificado la traducción). Y añadiría que no sólo en el proceso de lucha sino en la posterior organización de la dictadura del proletariado. Los soviets se transforman en órganos administrativos del Estado encargados de las tareas de base. A su parecer, eso es consecuencia de la situación existente, en la que «todavía no se ha conquistado la identificación del partido con la clase, la subversión de la relación partido-soviet. Hasta que el partido no lo logre, necesita al Estado» (Negri, op. cit., p. 371). Entiendo que el partido seguirá necesitando del Estado porque seguirá necesitando de un poder unificado que imponga sus directrices «desde arriba» y que sea capaz de galvanizar las energías obreras contra el capital, en especial en la dimensión internacional. El agotamiento del potencial revolucionario impidió que los soviets emergieran de nuevo con suficiente fuerza y que se mantuvieran sólo como elementos subordinados de la maquinaria de poder.
Al retomar ese texto en El poder constituyente, Negri le imprime un giro significativo. Ahora habla claramente del bloqueo que significa la política del partido para el «poder constituyente». «El problema nace del hecho de que el leninismo se transforma, pasando de teoría de las rupturas a una práctica de la restauración dialéctica» (Negri, op. cit., p. 378). La cuestión no es sólo el problema de los soviets, es cómo el «trabajo vivo» queda encerrado en un bloqueo que impide la prosecución de la transformación. Podríamos decir que la definición de comunismo que da Lenin no debería haber sido la de que era «el poder soviético más la electrificación de toda Rusia», sino la de «electrificación más poder constituyente del trabajo vivo».
En otras palabras, la dictadura del proletariado, en opinión de Lenin, necesita del apoyo de los obreros, puesto que sin ese apoyo se hundiría todo su poder, no así no su protagonismo, por no estar capacitados para dirigir el país, ni económica ni políticamente. De ahí esa especie de división del trabajo: la actividad política, tanto legislativa como ejecutiva, se reserva para el partido; tanto a los sindicatos como a los soviets les compete una labor de gestión: llevar a la práctica las decisiones adoptadas por los órganos políticos que, obviamente, no son ni los sindicatos ni los soviets. La posición de Lenin en ese sentido es clara: el Estado es una esfera de coerción, los sindicatos son una escuela de administración. Pretender que los sindicatos u otros organismos de control obrero como los comités de fábrica tengan mayor presencia y capacidad de decisión implica una «desviación sindicalista» que está fuera de discusión, aunque simultáneamente los propios sindicatos deban poner en marcha medidas coercitivas contra los trabajadores holgazanes o poco productivos, cosa que formaba parte de la crítica de la Oposición obrera.
O, dicho de otro modo, mientras se mantenga una situación que exija una firme coerción y disciplina sobre los trabajadores, éstos no podrán aspirar a sistemas de autogestión más desarrollados. De ahí que la dimensión economicista de la vieja socialdemocracia vuelva a instalarse subrepticiamente en la política comunista. Otro problema es que realmente las experiencias de los consejos (soviets) no hayan tenido éxito y hayan sido derrotadas tanto en Alemania como en otros países, lo que pone de nuevo sobre el tapete la cuestión del partido.