De poco o nada sirve hablar de crisis y crítica del leninismo si nos acercamos a tan gigantesca figura de pensamiento y acción como a un bloque monolítico que nos ofreciera un marco de referencia ortodoxo y definitivo. Esa crisis y esa crítica son inherentes al complejo de pensamiento y acción que representa Lenin. En América Latina, también son parte de su renovada actualidad, incluso cuando se busca usar una parte de su legado contra la otra, sin que por ello debamos ir cambiando con el viento para escoger siempre al “buen” Lenin que mejor corresponda a las necesidades de cada situación. Se trata, por el contrario, de atravesar las distintas lecturas, tanto las buenas como las malas, las ortodoxas y las estrafalarias, que se han dado en el último siglo. —Bruno Bosteels
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El texto que sigue es una versión ampliada de la presentación en inglés de Bruno Bosteels, “The Crisis and Critique of Leninism in Latin America”, en las Jornadas Leninistas el 8 de febrero de 2024. Traducido por el autor, el texto en esta versión más amplia incorpora también algunos elementos de la discusión con el público.
Las conmemoraciones siempre conllevan un riesgo inherente al tono celebratorio que suele adoptarse en este tipo de ocasiones, cuando recordamos a alguna figura del pasado exclusivamente con base en la coincidencia arbitraria de fechas y años en el calendario. Criticar a los muertos casi siempre resulta un acto de mal gusto. Sin embargo, en el caso de Lenin ¿no deberíamos respetar la larga tradición marxista de la “crítica implacable de todo lo existente,” como decía el joven Marx, tradición a la cual Lenin se mantuvo fiel hasta su muerte, hace exactamente cien años? ¿No consiste la forma más respetuosa de recordar a esta figura en la voluntad de elaborar, una y otra vez, una cierta crisis y crítica del leninismo—crisis y crítica que, en este sentido, serían internas al corpus de pensamiento y acción que asociamos con el nombre de Lenin como otras tantas palancas para destacar su relevancia actual?
Un trabajo de elaboración de este tipo es el que inicia el poeta, ensayista, novelista y militante salvadoreño Roque Dalton en 1970 en la ocasión del centenario del nacimiento de Lenin, en Un libro rojo para Lenin. Como él mismo explica hacia la mitad de su experimento, como para responder a un lector escéptico que levanta la mano para cuestionar el tono ligeramente irónico de la exposición poética del leninismo hasta ese punto:
Es evidente que sería impropio entrar en una polémica en voz alta en el interior del mausoleo de Lenin. Pero es más impropio, creo yo, tratar de convertir a todo el mundo en “zona sagrada” para evitar la aplicación viva y creadora de la herencia leninista a través de la discusión esclarecedora. ¿Me explico? (Un libro rojo para Lenin, p. 112; cito la edición de 2010)
Por lo demás, como añade el poeta: “Eso que usted identifica por un ‘tonillo zumbón’, por un ‘distanciamiento irónico’, es simplemente lo que alguien ya ha llamado el lenguaje crítico” (p. 111). Y ese lenguaje crítico también es parte de la vitalidad del leninismo.
Parcialmente publicado en 1970 con una selección de trece poemas en la revista cubana Casa de las Américas para el centenario del nacimiento de Lenin, terminado tres años más tarde y dedicado a Fidel Castro como “el primer leninista latinoamericano, en el XX Aniversario del asalto al Cuartel Moncada, inicio de la actualidad de la revolución en nuestro continente,” el libro completo toma la forma de un vasto poema-collage que combina extensas citas de Lenin, León Trotsky, Georg Lukács, Antonio Gramsci, Ho Chi-Minh, Ernesto “Che” Guevara y Raúl y Fidel Castro, entre otros, con una serie original de poemas militantes y, sí, también juguetones de la pluma del propio Dalton. El poeta explica su proyecto de esta forma:
Se trata de hacer un poema a Lenin y al leninismo para América Latina, que no sea un himno, sino un intento de, dijéramos, vivificación poética de su pensamiento revolucionario, que no sea un “canto que se eleve al cielo”, sino que sea “entre otras cosas un canto”, pero un canto que surja de las ideas, que sirva para poner estas ideas en renovado contacto con la tierra y los hombres. (Un libro rojo para Lenin, p. 8)
Incluso su publicación póstuma en 1986 en la Nicaragua sandinista, sin embargo, no logró sacar el libro del olvido y el abandono en los cuales habían caído tanto Lenin como el leninismo durante el ocaso de la Unión Soviética, junto con la esperanza para la construcción—armada o pacífica—del socialismo en América Latina. ¿Podría el día de hoy, con toda la arbitrariedad del calendario, ofrecer un momento oportuno para la reevaluación de este potente poema-collage? ¿Puede Roque Dalton sobrevivir la prueba de fuego de una relectura contemporánea cuando, de Toni Negri a Ruth Wilson Gilmore, se escuchan llamadas para volver a Lenin para obtener respuestas a la eterna pregunta de qué hacer?
A esas preguntas Roque Dalton con apenas tres décadas y media de edad nos obliga a añadir una pregunta previa, a saber: ¿cuál Lenin? O ¿el Lenin de quién? Porque en América Latina, sugiere el poeta, la polémica alrededor de los problemas fundamentales de la revolución a la hora de escribir también era una polémica alrededor del carácter y la función del leninismo. “Diversas interpretaciones antagónicas del leninismo han conseguido, en muchas ocasiones, alejarlo de su correcta aplicación latinoamericana”, escribe Roque Dalton. Y, para corregir esta situación, el poeta salvadoreño se propone la decisión consciente de limitarse al Lenin para quien el problema político fundamental es la toma del poder: “El poema trata de dar una visión del Lenin de la toma del poder, del creador del leninismo como realizador en la historia de la previsión teórica de Marx”, a expensas de los múltiples otros Lenin que también existen, como —por ejemplo— “el Lenin filósofo, el Lenin analista económico, el Lenin estadista” (Un libro rojo para Lenin, p. 12).
En “No se nace leninista”, Dalton resume la lección en marxismo-leninismo sistemático que durante su estancia en el barrio El Vedado de La Habana recibe, a cambio del uso de su refrigerador, por parte de un profesor local. Después de una breve discusión sobre la situación contemporánea en Chile y El Salvador, este último le explica cómo el joven Lenin se formó política e ideológicamente al calor de las peleas entre los populistas rusos, con sus tácticas terroristas, y el número creciente de marxistas—incluyendo a varios narodniki que cambiaron de bando—acerca de preguntas históricas y estratégicas como el rol de la comuna rural o campesina, el nivel del desarrollo del capitalismo en la periferia, o el liderazgo del proletariado. En el lenguaje acartonado de la época, con su vocabulario adoptado de la dialéctica hegeliana, esta lección lleva a conclusiones ortodoxas como la siguiente:
Lenin distingue el sujeto teórico-histórico de la revolución (el proletariado como clase, que deriva del modo de producción) y su sujeto político-práctico (la vanguardia, que deriva de la formación social) que representa no ya al proletariado en sí, dominado económica, política e ideológicamente, sino al proletariado para sí, consciente del lugar que ocupa en el proceso de producción y de sus propios intereses de clases. (Un libro rojo para Lenin, p. 21)
En la medida en que esa conciencia no surge espontáneamente desde dentro de los intereses económicos de la clase trabajadora, sabemos que el paso de la clase en sí a la clase para sí requiere que el Partido desde fuera importe la conciencia de vanguardia al movimiento obrero. En este sentido, Dalton repite la interpretación clásica del famoso fragmento de Karl Kautsky que Lenin cita en ¿Qué hacer? Y sin la menor vacilación, como ha mostrado el crítico literario James Iffland en un estudio político-poético de más de dos mil páginas sobre Roque Dalton, el salvadoreño moviliza toda su capacidad intelectual y creadora para defender no sólo la lucha armada como parte inevitable de la revolución en América Latina sino también la necesidad de la férrea disciplina de un partido de vanguardia.
Así, en “Las aspiraciones (mínimas y urgentes) de un leninista latinoamericano”, proclama el poeta:
Aspiramos
(pero con nuestra acción
no con nuestras narices)
a la creación de un partido revolucionario de combate
a dirigir a las más amplias masas del pueblo
como vanguardia de la clase obrera
real o en potencia
(las palabras “real o en potencia” se refieren aquí
a la clase obrera no a la vanguardia) (Un libro rojo para Lenin, p. 116)
El poema “El leninismo en marcha por el mundo”, por otra parte, invoca la figura de Mao Zedong por su papel en el esfuerzo para sacar al leninismo de la trampa predominantemente urbana a fin de orientar la lucha hacia la alianza entre trabajadores y campesinos:
Así entró el leninismo
al mundo de los países colonizados y neocolonizados:
atravesando ríos y desiertos en la Larga Marcha hacia el Norte
…
bajo la lluvia y la nieve y el sol implacables,
como una antorcha obrera que levantó hasta el cielo
las llamaradas de la pradera campesina,
hasta volver rojo al sol. (Un libro rojo para Lenin, p. 61)
En última instancia, Roque Dalton busca revitalizar el leninismo en nombre de “la actualidad de la revolución,” para adoptar la misma frase que él a su vez toma prestada del pequeño libro-panfleto de Lukács publicado hace cien años, Lenin: Un estudio de la unidad de su pensamiento. “Porque el materialismo histórico, en tanto expresión conceptual de la lucha del proletariado por su liberación—como añade el pensador húngaro—, no podía ser captado y formulado teóricamente sino en el momento histórico en que, por su actualidad práctica, había accedido al primer plano de la historia” (citado en Un libro rojo para Lenin, p. 24). Aquí, fiel a la segunda de las “Tesis sobre Feuerbach”, se replantea por completo la forma en que el marxismo nos permite encarar la relación entre teoría y práctica, entre lógica e historia, o entre el conocimiento y la clase social, en cuya imbricación Roque Dalton prevé una función posible para la poesía de las ideas. Como dijo a un compañero en La Habana: “¿Y por qué una obra de proyección ideológica no puede ser poética? Esto debe intentarse” (citado en el “Prólogo” de Arqueles Morales a la edición nicaragüense de Un libro rojo para Lenin, p. 15).
Cuando Un libro rojo para Lenin póstumamente ve la luz en 1986, sin embargo, todo el marco para esta interpretación del leninismo ya ha recibido múltiples golpes y ataques, incluyendo en América Latina. En 1980 durante su exilio en Puebla, por ejemplo, el filósofo, poeta y pintor argentino Oscar del Barco, bien conocido por su libro anterior Esencia y apariencia en El Capital (1977) y su posterior colección de ensayos El Otro Marx (1983), había publicado su Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas, donde busca entender las razones profundas del fracaso y el colapso de la Unión Soviética, preguntándose si la premisa detrás del proceso de degradación burocrática no debería ubicarse en el trabajo y las ideas de Lenin: “Seguramente nadie quiso, entre los dirigentes bolcheviques, el fracaso de la revolución; pero ese no es el problema; el problema es indagar por qué se tomaron medidas que inevitablemente llevaban al fracaso y cuáles fueron las ideas que fundaban teóricamente dichas medidas; vale decir, para expresarnos de una manera paradojal, qué teoría fue la que fundó el fracaso del socialismo” (Esbozo de una crítica…, p. 14). Y esta teoría, o esta premisa, según el pensador argentino, corresponde precisamente a la articulación entre conocimiento y clase social (correcta o incorrectamente) asociada con el nombre de Lenin, con todas sus oposiciones conceptuales subyacentes entre espontaneidad y conciencia de clase, entre la clase en sí y la clase para sí, entre la práctica y la teoría, entre los dirigentes y los dirigidos; o con la necesidad de superar la falsa dialéctica entre objetivismo y subjetivismo, o entre economismo y aventurismo.
Del Barco escribe:
La idea leninista de que la teoría de la clase obrera se gesta y existe al margen de la clase, fuera de la clase, genera la concepción “bolchevique” de que el partido es el depositario del saber y del deber-ser de la clase; como consecuencia lógica de esta premisa la función prioritaria del partido consistirá en hacer penetrar en la clase la conciencia-de-clase elaborada por los intelectuales burgueses al margen de la clase; de esta manera el partido será la “correa de transmisión” encargada de trasladar (de afuera hacia el interior) la ciencia-del-proletariado; será el encargado de transmitir la verdad de la clase desde el lugar de la teoría al lugar del proletariado. De allí la función esencialmente pedagógica y “mentora” del Partido respecto a la masa obrera y, con más razón, respecto a las masas campesinas, las cuales deben ser “guiadas” o “iluminadas” por quienes están en posesión de la teoría. (Esbozo de una crítica…, p. 29)
Con respecto al papel predominante de los campesinos en la Rusia prerrevolucionaria, de hecho, del Barco insiste que Lenin paradójicamente pierde de vista la “vía rusa” al comunismo que entrevió incluso el Marx tardío, aquel que en sus Apuntes etnológicos, el Cuaderno Kovalevsky o los borradores y la carta a Vera Zasúlich investigó la posibilidad de que la comuna rural pudiera servir como punto de arranque para el retorno, en las condiciones superiores del capitalismo global, de la formación “arcaica” de la que había hablado Henry Lewis Morgan en 1877 en su libro La sociedad antigua.
Ahora bien, si aceptamos el argumento de Roque Dalton de que el leninismo echó a andar en los países colonizados y neocolonizados a través de su combinación con el maoísmo para orientarse hacia la alianza de la ciudad con el campo, esta última crítica pierde mucha validez en el contexto de América Latina. En cambio, queda en pie la crítica al vanguardismo por el peligro del doctrinarismo que encierra, con una élite iluminada presentándose en una típica jerarquía pedagógica como los intelectuales situados en la ciencia, siempre listos para educar a las masas ignorantes atrapadas en la ideología.
Del Barco sabe que su crítica tiene el carácter de una provocación que molestará a gran parte de la izquierda marxista. En “¿Era Lenin un perverso?”, un breve texto publicado en el periódico mexicano El Machete para acompañar la publicación de su Esbozo de una crítica a la teoría y práctica leninistas justo antes en el mismo año, acepta como Roque Dalton la acusación de querer perturbar el silencio respetuoso que debería reinar en el mausoleo de la Plaza Roja en Moscú. “Muchos se opondrán a que se desacralice a Lenin. Son los mismos que aceptaron a regañadientes la crítica oficial que se le hizo a Stalin y que en el fondo siguen necesitando el mito leninista como garantía de sobrevivencia de la iglesia a la que creen pertenecer, ¡no vaya a ser que si retiran el sarcófago de Lenin se hunda el Kremlin!”, advierte del Barco; pero también insiste en la necesidad de confrontar la crisis mundial del socialismo a través de la crítica interna de su tradición marxista y leninista, tanto en los actos como en el pensamiento: “Es como si hubiera llegado una encrucijada que le exige su autocrítica global y profunda para poder seguir adelante”; y para ello habrá que hacerse cargo también de muchos otros Lenin no considerados por alguien como Dalton: “Del Lenin que ordenaba fusilar uno de cada diez vagabundos, del creador de la Checa, del Lenin que se opuso ferozmente a la dirección obrera de la fábrica, del Lenin que liquidaba los soviets, la oposición de izquierda, los sindicatos, ni una sola mención. ¿Por qué?” (“¿Era Lenin un perverso?”, p. 24).
Moviéndose rumbo a un cuestionamiento parecido diez años después de la publicación de Un libro rojo para Lenin, la pensadora y activista mexicana Raquel Gutiérrez Aguilar en 1996 publica la primera edición de su libro ¡A desordenar! Por una historia abierta de la lucha social, en el cual ofrece una crítica implacable de sus años de lucha armada que también funciona como una desgarradora autocrítica, escrita el año anterior desde la Cárcel de Mujeres de Obrajes en La Paz, donde durante cinco años estuvo encarcelada sin juicio y sin sentencia por su asociación con el Ejército Guerrillero Tupac Katari.
De alguna manera, Raquel Gutiérrez empieza allí donde forzosamente tuvo que dejar las cosas Roque Dalton cuando en 1973 dejó el manuscrito de Un libro rojo para Lenin con su esposa Aída en Cuba para emprender su viaje clandestino de regreso a El Salvador, donde muriera el 10 de mayo de 1975, ejecutado por ser “revisionista” a manos del propio Ejército Revolucionario del Pueblo. ¡A desordenar!, en efecto, abre con un intento de digerir los intensos debates que tuvieron lugar en los años ochenta en México entre militantes exiliados y simpatizantes de las luchas por el socialismo en medio de las guerras civiles en Centroamérica, especialmente considerando las peleas internas entre las diferentes facciones de la izquierda revolucionaria en torno al Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional en El Salvador. El modelo que hasta la muerte defendía Roque Dalton para la insurrección armada, en este sentido, todavía acompaña a la joven militante mexicana cuando en 1984 viaja al Sur con su compañero en armas de entonces, Álvaro García Linera, antes de aliarse entre 1984 y 1992 en la lucha armada con los kataristas en Bolivia.
En una concienzuda autocrítica escrita desde la cárcel, sin embargo, Raquel Gutiérrez remonta al mismo pasaje en ¿Qué hacer? de Lenin donde, según ella, como ya había argumentado Oscar del Barco, podemos situar el lugar en que se instala la lógica de la que deriva la burocratización del llamado centralismo democrático:
En mi opinión, la obra de Marx, esencialmente crítica al descubrir los fundamentos que hacen al orden implicado del mundo capitalista, fue degenerada en una ideología de la verdad y la razón que contestaba a preguntas del estilo de qué hacer en política. Los portadores de este pensamiento convertido en doctrina debían, entonces, “comunicar a la gente qué hacer”, cómo luchar, en qué consistía la revolución… y se organizaban para ello postulando desde sus propios partidos, órdenes similares al vigente, pero además, prescribiendo como finalidad una obra de ordenación aparentemente distinta pero a la vez, en realidad, escandalosamente similar. (¡A desordenar!, p. 124)
Esta crítica a la concepción leninista del partido de vanguardia obviamente debe entenderse al mismo tiempo como una autocrítica que va dirigida hacia las ideas de la lucha armada y la legitimación de la confrontación militar como la estrategia primordial, si no la única, en contra del Estado blanco, criollo (o q’ara) y neocolonial. El vanguardismo, en esta visión de la política, necesariamente se articula con la priorización de la violencia antiestatal, a espaldas del pueblo o las comunidades indígenas, principalmente aymaras y qhiswas, cuya aspiración emancipatoria al mismo tiempo se pretende apoyar de forma paradójica desde fuera y desde arriba:
Si en la aspiración transformativa se elige la violencia (antiestatal) como primordial y deseable (y por tanto se llega a formulaciones del estilo de que “la lucha armada es la única forma de transformar el régimen imperante”), no sólo se cae en la conversión de un medio en un fin organizativo carente de auténtico significado social-emancipativo, sino que, además, es una fatal suplantación de medios por fines, de estrategias por métodos, de automovimiento social que construye libertad por audacias partidarias. (¡A desordenar!, p. 82)
Lejos de llevar a una actitud apolítica de abandono resignado y dejadez vital, el libro de Raquel Gutiérrez propone una mirada radicalmente alternativa para la política emancipatoria, es decir, una política definida con base ya no en una pequeña minoría de especialistas como sujetos que se supone que saben, sino en el movimiento de las comunidades populares mismas:
Reflexionando, ahora veo que habría habido muchas otras cosas qué hacer. Si por lo que nosotros apostábamos –y lo continuamos haciendo como he reiterado insistentemente–, era por la irrupción de la rebelión de una gran comunidad de comunidades, no por el surgimiento de una guerrilla; entonces, frente al dominio colonial, a la agresión neoliberal y a la fragmentación de la unificación alcanzada que esta política acarreó, obligadamente debíamos haber dedicado nuestros esfuerzos, como hasta entonces, a defender, reconstruir y consolidar lazos de común-unidad, vínculos estrechos e intensos entre los y las desposeídas, impulsando en positivo las acciones de construcción práctica de su propio poder. (¡A desordenar!, p. 72)
Nos encontramos en efecto frente a dos formas radicalmente diferentes para definir el poder—en un caso, el poder-sobre como algo que se puede tomar, detentar y ejercer; y en el otro, el poder-para hacer esto o aquello en un proceso infinito que se va construyendo horizontalmente a partir de capacidades recíprocas para la acción, la reflexión y la emoción. Basándose en su trayectoria vital y el ejercicio de constante autorreflexión con que la acompaña, entonces, la autora sugiere que a través de una autocrítica despiadada nos puede ayudar a entender cómo transitar de un concepto de poder y autodeterminación a otro. En este sentido, como ella misma explica, ¡A desordenar! debe considerarse un libro-bisagra entre dos generaciones o dos momentos históricos en la lucha por la emancipación:
De alguna manera me tocó vivir en las dos aguas: me incorporé a las filas de la guerra civil centroamericana siendo muy joven, para llegar, más tarde, en las alturas andinas, a las comunidades indígenas y a sus pausadas y profundas formas de sublevación. Esta reflexión está escrita, por tanto, buscando tender un puente entre dos tradiciones de lucha; quiere ser una especie de “traducción” entre ambas. (¡A desordenar!, pp.15-16).
A diferencia de Oscar del Barco, quien se iría moviendo de Marx a Heidegger según una trayectoria compartida con muchos otros izquierdistas que termina en un argumento cuasi-místico a favor del no-hacer y el dejar-ser en vez del continuo quehacer revolucionario, Raquel Gutiérrez se ofrece como una figura de pivote entre dos modelos radicalmente distintos pero igualmente emancipatorios, si no revolucionarios: el primero, que podemos llamar jacobino y vanguardista para la tomar del poder por una minoría de vanguardia; y el segundo, que podemos llamar autonomista o comunalistapero que Raquel prefiere describir en términos de la producción y reproducción popular-comunitaria de lo común a distancia del Estado.
En cambio, lo que se está escribiendo en común hoy día ya no es tanto Un libro rojo para Lenin sino, más bien, un trabajo colectivo que podría caber mejor bajo el título Un libro rojinegro para Lenin, texto virtual a múltiples voces cuyo subtítulo por las mismas razones ya no sería El Estado y la revolución sino El Estado y la insurrección.
En 1970-1973, Roque Dalton todavía podía citar largos fragmentos de Lenin, así como el capítulo “El arte de la insurrección” en la clásica Historia de la Revolución Rusa de Trotsky. En estos pasajes, lejos de dar paso al mero “putschismo”, al “aventurerismo” o al “blanquismo” del que tantas veces se acusaba al líder de la Revolución de Octubre, se defiende la continuidad de la conspiración y la insurrección como momentos igualmente necesarios para la organización de la tomar del poder. Como dice Lenin en diferentes textos de septiembre-octubre de 1917 citados también por Roque Dalton: “Se trata de que la tarea sea clara para el Partido: poner en la orden del día la insurrección armada en Petrogrado y Moscú (con sus provincias), la conquista del poder, el derrocamiento del Gobierno”; “La toma del poder debe ser obra de la insurrección; su meta política se verá clara después de que hayamos tomado el poder” (citado en Un libro rojo para Lenin, pp. 157 y 172).
Al contrario, muy diferente será la situación después de la caída de la Unión Soviética cuando ya no se trate de tomar el poder sino, en palabras de John Holloway, de Cambiar el mundo sin tomar el poder. Así, en la nueva época abierta con el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el 1 de enero de 1994, que es el momento histórico que en ¡A desordenar! le sirve de fuente de inspiración a Raquel Gutiérrez para imaginar una política emancipativa que no buscara tomar el poder estatal ni diera la espalda a las comunidades indígenas y populares, podemos decir que la insurrección y la conspiración se independizan del punto de mira que el marxismo-leninismo tenía fijamente puesto en el Estado. Entonces, lejos de servir de correas de transmisión hacia la toma o la destrucción del poder estatal central, el izquierdismo, el anarco-comunismo y el blanquismo—nuevamente de moda también en la actualidad con reediciones y traducciones de la obra de Louis Auguste Blanqui junto con Pedro Kropotkin—recuperarán toda su fuerza explosiva en momentos de pura insurrección—motines, revueltas y disturbios—en contra del Estado. De ahí en adelante, entre el Estado y el momento siempre efímero de la protesta o la rebelión ya no se aceptará ninguna correa de transmisión en absoluto: ni partido ni sindicato, mucho menos el parlamento u otro aparato del régimen democrático representativo en Occidente.
Esta es la situación nueva que se empieza a anunciar ya en filigrana en el testimonio-manifiesto de Raquel Gutiérrez: el momento que nos toca vivir hoy en muchas partes del mundo cuando el Estado y la insurrección, como he sugerido en otro lugar, constituyen “extremos opuestos reales”, para decirlo en los términos que el joven Marx encuentra en la filosofía del derecho de Hegel, sin medicación dialéctica posible.
¡A desordenar! también constituye un verdadero libro-bisagra por otra razón. No sólo sirve de bisagra o pivote entre dos modelos de la lucha por la emancipación. También aparece como parte de un cambio de paradigma o vuelco de época que se torna especialmente evidente desde el momento en que, en su tercera edición en 2014 por parte del colectivo Pez en el Árbol en México, el libro fue reeditado junto a la reflexión-testimonio feminista Desandar el laberinto: Introspección en la feminidad contemporánea, originalmente publicado en Bolivia en 1999 para ser discutido en el grupo de intelectuales que se llamaba la Comuna. Físicamente, el volumen combina dos libros en uno, el cual se puede voltear, girándolo sobre su espina dorsal, para ser leído en una u otra dirección. Lo que esa doble publicación sugiere es que la crítica al vanguardismo armado resulta ser inseparable de la crítica feminista al patriarcado que todavía está vivito y coleando también en muchos ámbitos marxistas e izquierdistas. En este sentido, ¡A desordenar! puede interpretarse a la luz de Desandar el laberinto como la réplica de parte de Raquel Gutiérrez a un libro como ¡A despatriarcar! de la feminista comunitaria y agitadora callejera María Galindo por el colectivo boliviano Mujeres Creando. En efecto, el tipo de jerarquía que coloca a una minoría intelectual por encima y al margen de las masas es por lo menos homólogo, si no idéntico, al principio de dominación masculina en el ámbito doméstico o al interior de un colectivo intelectual como la Comuna.
Raquel Gutiérrez explica cómo fue la recepción dolorosamente incómoda de Desandar el laberinto, publicado apenas unos meses antes de que en el año 2000 Bolivia entera se levantaría contra la lógica de despojo del neoliberalismo, entre los compañeros hombres del grupo Comuna en el que participaban, además de la autora, Álvaro García Linera junto con figuras como Luis Tapia, Oscar Vega, o Raúl Prada—algunos de los cuales luego se convertirían en las voces más críticas de la dupla del Movimiento al Socialismo en el poder, con Evo Morales como Presidente y García Linera, quien pronto se convertiría en el exmarido de la autora, como Vicepresidente. Con la distancia retrospectiva de una decena de años, escribe acerca de la reacción de sus compañeros en las “Palabras a la segunda edición” de Desandar el laberinto:
Habían leído con atención, aportaron rigor y era un libro que les había gustado. Me acompañarían a las presentaciones y se sentían orgullosos y entusiasmados con mi trabajo. Sin embargo, no se sentían conmovidos, no se sentían interpelados de la manera en la que yo buscaba y no darían conmigo la pelea que percibía como imprescindible: la rebelión en y durante la propia lucha, también del lado femenino de aquéllos/as que van desplegando la lucha “general”, “mixta”. Ellos, hasta allá, no avanzarían conmigo. Quizá desde la retaguardia me acompañarían a darla, pero la pelea era mía. Únicamente mía. (Desandar el laberinto, p. 11)
(Esta situación, por cierto, no ha mejorado mucho. En un reciente estudio crítico sobre el grupo Comuna publicado por la Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, de hecho, ni siquiera se estudian los trabajos de Raquel Gutiérrez como una interlocutora digna de estar al mismo nivel de Linera, Tapia o Prada.)
En 1999, con la ruptura de su matrimonio como ocasión para el duelo y la autorreflexión, la autora decide entonces desandar el laberinto de la desigualdad de los sexos para recuperar el derecho de disponer de sí misma y salir del cautiverio una segunda vez, después de su salida, once meses antes, de la cárcel física de Obrajes. Mediante una serie de razonamientos lógicos que buscan ofrecer una matriz de intelección de los sistemas de opresión de género a través de la historia, pero también desde sus propias experiencias íntimas como ser sexuado, de lo que se trata es de deshilvanar “una caótica madeja de gozo y frustración” que asimismo experimentaron otras jóvenes mujeres militantes con las que quiere dialogar la autora, “a la hora de trabajar con sus compañeros varones” (p. 14). Son las nuevas generaciones de mujeres comprometidas con la lucha por la emancipación a las que también se dirigirá la autora más recientemente en una serie de Cartas a mis hermanas más jóvenes.
Desandar el laberinto de la dominación decididamente no es lo mismo que tomar el poder. Tampoco se trata simplemente de salir del laberinto, si eso fuera posible, para recrear su mismo dispositivo jerárquico o una mera réplica de su régimen de mando y obediencia en otro lugar. La tarea bien podría encerrar un dilema imposible de resolver, como una especie de petición de principios:
Estamos pues, en medio de un aparente dilema: hemos de poder descubrir los principios generadores de la dominación masculina en el mundo, o lo que es lo mismo, los principios de la subordinación y opresión de las mujeres, únicamente cuando los comenzamos a desmontar. Y solo podremos desmontarlos desde lo que somos. Y somos libertad y posibilidad pero también somos productos y agentes activos de esos dispositivos generadores de opresión. (p. 17)
Pero, por más difícil que sea la tarea que tiene delante, esta es la meta que se propone la activista y pensadora mexicana para continuar con la tradición de la crítica implacable de todo lo existente también en el ámbito subjetivo del cuerpo sexuado y la psique habituada a las convenciones sociales más pesadas y vergonzantes:
Analizar de manera minuciosa estas disposiciones y predisposiciones socialmente construidas, a fin de ser racionalmente capaces de ubicar su funcionamiento en nuestro propio interior, constituye una de las armas más útiles para la crítica de lo existente. Por aquí podemos trabajar hacia una tecnología autodirigida del yo –del nosotras y del nosotros–, que persiga construir el significado de los actos de manera distinta, ampliando los márgenes de autonomía. (p. 182)
Partiendo de la crisis de su propia pareja heterosexual como un modelo en miniatura de la dominación masculina en su dimensión a la vez simbólica y material, la crítica general a la familia nuclear y al matrimonio como instituciones históricamente subsumidas al capital, así como las fisuras que, según su autora, abrió o reveló la lectura colectiva de Desandar el laberinto dentro del grupo Comuna, pueden considerarse sintomáticas del destino posterior de gran parte de la izquierda en América Latina, cuando la desilusión con los gobiernos populistas o izquierdistas de la “marea rosada” llevaría a muchas y muchos militantes a inclinarse hacia una política comunitaria en contra o al margen del Estado neocolonial, capitalista y patriarcal. No obstante, Raquel Gutiérrez coincide con Gayle Rubin en considerar “patriarcado” una categoría que resulta demasiado amplia, al no dar cuenta de las enormes variedades históricas en la opresión según el sistema sexo/género.
De todos modos, si combinamos la lectura de ¡A desordenar! con Desandar el laberinto, tal y como nos lo propone la brillante iniciativa de editar ambos textos en un solo libro-bisagra, la mirada comunitaria, comunera o comunaria se vuelve inseparable de una mirada feminista, o en femenino, sobre la política de emancipación. Es lo que confirmará la autora en un libro posterior, Horizonte comunitario-popular: Antagonismo y producción de lo común en América Latina, especialmente en un capítulo clave que se titula “Políticas en femenino: transformaciones y subversiones no centradas en el Estado”, donde escribe:
Claramente, la política en femenino, en tanto es una política que no ambiciona gestionar la acumulación del capital, sino que busca reiteradamente limitarla, es una política no estado-céntrica. Esto es, no se propone como asunto central la confrontación con el Estado ni se guía por armas estrategias para su “ocupación” o “toma”; sino que, básicamente, se afianza en la defensa de lo común, disloca la capacidad de mando e imposición del capital y del estado, y pluraliza y amplifica múltiples capacidades sociales de intervención y decisión sobre asuntos públicos: dispersa el poder en tanto habilita la reapropiación de la palabra y la decisión colectiva sobre asuntos que a todos competen porque a todos afectan. (p. 85)
Aquí, curiosamente, vamos cerrando un círculo. Porque, si bien es cierto que la política estado-céntrica nunca se ha podido alejar por mucho tiempo del principio de dominación basado tanto en la raza como en el género y la sexualidad, también debemos reconocer que este aspecto de la crítica a cierto legado del leninismo, es decir, la crítica a la tradición del Lenin pensador de la toma del poder y el partido de vanguardia, con todo el entramado de relaciones de poder y jerarquización genérica y pedagógica que implica contemporáneamente, puede encontrar un punto de apoyo en otro Lenin—el Lenin que defiende la lucha de las mujeres como parte integral de la construcción del socialismo. Y este último Lenin, justamente, también es rescatado por Roque Dalton, cuando en Un libro rojo para Lenin el poeta cita el siguiente fragmento de un texto del líder bolchevique de marzo de 1917:
Sin incorporar a las mujeres al cumplimiento de las funciones públicas, al servicio de la milicia y a la vida política, sin arrancar a las mujeres de la atmósfera embrutecedora de la casa y de la cocina, es imposibleasegurar la verdadera libertad, es imposible incluso construir la democracia, sin hablar ya del socialismo… (citado en Un libro rojo para Lenin, p. 148).
En vez de hablar de una crítica externa al “leninismo” como un bloque monolítico al que podamos referirnos como un dato objetivo o un marco de referencia ortodoxo ya establecido de una vez para siempre, podemos decir que la crisis y la crítica son desde siempre ya inherentes al complejo de pensamiento y acción que representa Lenin. También en América Latina, son parte de su renovada actualidad—incluso cuando se trata de usar una parte de su legado contra la otra, como cuando se replantea el arte de la insurrección en contra de la toma del poder; la democracia en contra del centralismo; el trabajo intelectual colectivo en contra de la jerarquía pedagógica del vanguardismo; o la liberación de las mujeres en contra del principio de dominación todavía vigente en tantos partidos y grupos de izquierda hoy. Eso no significa que para responder a la pregunta de qué hacer podamos encontrar siempre una verdad inapelable en algún texto recóndito de Lenin o en la meticulosa reconstrucción—¡por fin!—de la versión correcta del leninismo. No se trata de ir cambiando con el viento para escoger siempre al “buen” Lenin que en cada momento de la historia milagrosamente corresponda a la situación y nuestras tareas, sino de atravesar las distintas lecturas, tanto las buenas como las malas, las ortodoxas y las estrafalarias, que realmente se han dado en el último siglo de esta gigantesca figura de pensamiento y acción.
Fuentes
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