El pasado lunes, en Colombia, la campaña Petro Presidente dio a conocer mediante un comunicado público que se habría descubierto un plan para asesinar a Gustavo Petro durante su visita a la región del eje cafetero en los días 3 y 4 de mayo. El candidato y su equipo presentaron ante la Fiscalía el informe de seguridad, que da cuenta del plan orquestado por «La Cordillera», una organización paramilitar dedicada al narcotráfico y al sicariato que opera en la región y que, además, cuenta con funcionarios públicos entre sus filas. Existen indicios que vinculan a la Cordillera con políticos, miembros de la Policía, el Ejército y la Seccional de Investigación Judicial de la Policía (SIJIN), así como con un empresario local cercano al uribismo, cuyo nombre no se ha dado a conocer.
Este tipo de vínculos entre organizaciones criminales y funcionarios públicos, por desgracia, son comunes en Colombia. Las relaciones entre Estado, paramilitarismo y narcotráfico se remontan a la década de los 80 y, a partir de 2002, con la llegada de Uribe al poder, estas oscuras sinergias se profundizan y expanden por diversas instancias estatales. Existen múltiples condenas judiciales contra antiguos ministros, congresistas, gobernadores y alcaldes, militares y policías, y otras tantas investigaciones abiertas que dan cuenta de dicha relación. El mismo expresidente Álvaro Uribe Vélez tiene más de 200 procesos judiciales abiertos en los tribunales nacionales y un par en cortes internacionales. De ahí para abajo, lo que hay es historia.
Son esas mismas estructuras mafiosas, que durante décadas se han ido infiltrando y en ocasiones han llegado a cooptar instituciones estatales, las que hoy buscan evitar a toda costa la llegada de Petro al poder. La razón es muy simple: Gustavo Petro ha dedicado gran parte de su carrera política a investigar y denunciar este entramado de corrupción, narcotráfico y fascismo criollo, que viene saqueando al país a punta de violencia y terror. En caso de ganar, el gobierno del Pacto Histórico buscaría transformar a Colombia en una verdadera República democrática, con un Estado garante al servicio de toda la ciudadanía. Esto, por supuesto, no conviene a las mafias ni al pequeño grupo de familias poderosas que se han enriquecido lavando dineros del narcotráfico y desfalcando el erario a sus anchas.
De hecho, el líder del Pacto Histórico y su familia han sufrido en el pasado hostigamientos y amenazas denunciadas por él mismo en diversas ocasiones, llegando a provocar el exilio de familiares cercanos. Y no son los únicos. Francia Márquez, su compañera de fórmula, también ha recibido varias amenazas y en 2019 sobrevivió a un atentado contra su vida. Es la realidad desgarradora y cotidiana que desde hace décadas se vive en el país número uno en asesinatos a sindicalistas, ecologistas y defensores de los derechos humanos.
Solo en el primer trimestre de 2022 fueron asesinados al menos 48 líderes y lideresas sociales y ocurrieron 27 masacres. El saldo de 84 jóvenes asesinados, decenas de ojos mutilados y al menos 35 agresiones sexuales que dejó el estallido social de 2021 habla del estilo represivo y homicida de quienes detentan el poder actualmente. Eso sin contar el número de desapariciones forzadas durante las manifestaciones. Pero en Colombia, desde hace mucho tiempo, pensar y actuar de manera diferente al orden establecido puede convertirse en una condena de muerte, tanto simbólica como literal.
El «país más feliz del mundo» cuenta con un doloroso historial de magnicidios. Entre ellos, varios candidatos presidenciales, en su mayoría opositores, de izquierda o liberales independientes. En 1914, el líder liberal de tendencia socialista, Rafael Uribe Uribe, fue asesinado por oponerse a apoyar al candidato de la Unión Republicana en las elecciones presidenciales. En 1948 el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliecer Gaitán desencadenó un ciclo de violencia brutal entre bases liberales y conservadores que duró toda una década y dio paso al conflicto armado vigente que sufre Colombia desde 1964.
En la década de los 80, tras varios acuerdos de paz entre el gobierno y las guerrillas, fueron asesinados cuatro candidatos presidenciales, todos amados y aclamados por el pueblo. El primero fue Jaime Pardo Leal en 1987, candidato de la Unión Patriótica (recién formada de la unión electoral entre las FARC y el Partido Comunista). Luego, en 1990, durante la contienda electoral, asesinaron a tres presidenciables: Bernardo Ossa Jaramillo, Luis Carlos Galán, quien era el más opcionado, y a Carlos Pizarro, excomandante de la guerrilla del M-19, quien venía de firmar un acuerdo de paz. Por último, en 1995, el líder y excandidato presidencial conservador Alvaro Gómez Hurtado, fue asesinado a plena luz pública.
No sobra decir que el exterminio de la oposición política no se limitó a los líderes nacionales: entre 1987 y 1992 borraron de la faz de la tierra todo un partido político, irónicamente surgido de un acuerdo de paz con las FARC. Es lo que se conoce como «el genocidio de la UP», donde fueron asesinados más 4000 militantes y exiliados los demás que tuvieron la suerte de sobrevivir.
Con esta historia en mente, no es en absoluto banal que las amenazas contra la vida de Gustavo Petro y de Francia Márquez generen una inmensa zozobra en un ambiente electoral ya enrarecido por los riesgos de fraude, la compra de votos, las fake news, los entrampamientos y los ataques que constantemente recibe la campaña del Cambio por la Vida. Los temores fundados por la seguridad de los candidatos del Pacto Histórico reviven viejas heridas que no terminan de cicatrizar y el fantasma de un posible magnicidio pesa sobre la esperanza de transformación del pueblo colombiano, esperanza que le ha sido arrebatada a bala en más de una ocasión.
A pesar de haber recibido la denuncia con todo el material probatorio sobre el plan para asesinar a Petro, y de haberse comprometido a incrementar la seguridad del candidato, el Presidente Iván Duque dijo en el medio de comunicación nacional Blu Radio que el gobierno no tiene información válida ni evidencias sobre las denuncias del candidato del Pacto Histórico. Esta actitud es preocupante, porque pone en duda la seriedad con la que el gobierno asumirá su responsabilidad para garantizar la vida y la seguridad de los candidatos y las candidatas a la presidencia de la República.
Por otro lado, el alcalde de Medellín, Daniel Quintero, declaró que tiene información sobre otro plan homicida contra Petro que se prepara en esa ciudad. Es posible entonces que algo similar suceda en otros lugares del país. La figura de Petro como político que llena las plazas públicas alrededor de la unidad popular y su contacto directo con las multitudes genera temor y desconfianza entre el establishment.
En una realidad como la colombiana, entonces, queda claro que una candidatura como la de Gustavo Petro y Francia Márquez, capaz de ganarle las elecciones a la corrupta maquinaria electoral del uribismo, no es algo cotidiano ni que pueda surgir de un día para el otro. La posibilidad de transformación que se abre de cara a las elecciones del 29 de mayo es todo un hecho histórico. Así lo reconoce también la derecha, y actúa en consecuencia.
De esta forma, debilitado y en decadencia, el régimen se juega su carta más desesperada: la eliminación física del oponente. Porque hacen cálculos, los números no les dan y temen que esta vez ni la compra de votos, ni la manipulación del software electoral, ni el soborno de jurados de votación y funcionarios de la Registraduría les alcance para frenar la decisión popular de cambiar el rumbo de las cosas.
Y es que el país ha cambiado. Las nuevas generaciones despertaron, vencieron el miedo y ahora se atreven a soñar con la paz. Después de cuatro años de Iván Duque «haciendo trizas la paz», después de una pandemia y un estallido social, en Colombia finalmente parece haberse aglutinado una masa crítica suficiente para impulsar esa tan anhelada transformación social.
Quienes nos consideramos defensores de la democracia, los gobiernos amigos y los pueblos hermanos que sueñan con un mundo más libre e igualitario debemos rodear a Colombia en este momento. Debemos mirar con atención todo el proceso electoral, pues está en riesgo la democracia. Peligra la suerte de un país clave para toda la región y están en juego la vida de dos grandes seres humanos como lo son Francia Márquez y Gustavo Petro. El pueblo colombiano está decidido a cambiar las cosas. No permitamos que las mafias narco-fascistas lo impidan una vez más.