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En Bogotá, los manifestantes participan en las protestas contra el proyecto de ley de reforma fiscal lanzado por el presidente colombiano Iván Duque. (Juan Barreto / AFP vía Getty Images)

Colombia y los indicios de una crisis orgánica

La profunda crisis de régimen que atraviesa Colombia guarda semejanzas con el fenómeno que Gramsci denominaba «crisis orgánica». Pensarla desde ese ángulo esclarece la situación actual del país pero, al mismo tiempo, delinea estrategias posibles para construir acciones autónomas de las clases subalternas.

La contundencia con la que el Paro Nacional ha emergido y se ha sostenido en el tiempo nos habla de una crisis con raíces sistémicas y estructurales que no se sortean ni se resuelven con acciones inmediatas o parciales. A lo sumo, el régimen quizás pueda aspirar a encontrar alguna medida que logre apaciguar temporalmente las contradicciones que surgen de treinta años de neoliberalismo. Pero solo temporalmente; no de manera definitiva. Y es que lo que expresa la afluencia y la persistencia de las movilizaciones es más profundo: lo que las suscitó —el rechazo a la reforma tributaria— no agota la inconformidad de la población.

Colombia ya venía de un proceso de movilización a finales de 2019, que sorprendió de igual modo por la fuerza con que se desató. Tanto aquellas como las actuales manifestaciones denotan una situación latente que puede pensarse como un indicio de crisis orgánica. Y es que, precisamente, si se reestablecieron las movilizaciones a inicios de este año es porque las condiciones que las suscitaron en 2019 se mantienen inalterables. A grandes rasgos, dichas condiciones pueden concebirse en torno a dos puntos: 1) la crisis de la hegemonía política del uribismo y 2) la fractura del modelo económico neoliberal.

Ambos factores se condicionan mutuamente. Por un lado, debido a la postura estatalista del uribismo; por otro, por los efectos históricos que el neoliberalismo ha tenido en las sociedades latinoamericanas, agudizando las problemáticas sociales, humanitarias y económicas que la pandemia del COVID-19 trajo consigo de forma impredecible. Es en esta triangulación de fenómenos sociales que damos con la magnitud de la crisis socioeconómica y política que hoy experimenta Colombia.

El uribismo como lugar de consenso y representación de las clases dominantes deja de tener la dirección de las clases que otrora eran subordinadas, no teniendo más opción que apelar al dominio puro y bruto expresado en la fuerza represiva de las armas. Esa es la estrategia que ha elegido el gobierno hasta el momento, incluso cuando se ha evidenciado totalmente infructuosa para recuperar la obediencia de las masas. En consecuencia, ya no cumple la función de dirección cultural y moral de la sociedad, dado que ha dejado de ser sentido común. 

Pero esta ruptura tiene otros dos componentes que Gramsci concibe en toda crisis orgánica: en primer lugar, el fracaso de la clase dirigente en una empresa política que se puede ejemplificar con la fallida reforma tributaria, en donde nutridas movilizaciones le demostraron al uribismo su error garrafal y de donde obtuvo un firme rechazo, casi como estocada final de su decadencia. En segundo lugar, asistimos a la iniciativa popular de masas: del paso de la pasividad política a cierto activismo social que, de forma espontánea y popular, contagia a la mayor parte de la población. Estos dos componentes se compaginan para dar forma a la realidad colombiana de hoy: tanto el revés político de la clase dirigente como una politización espontánea de las masas que promueven una escisión con la clase que ostentaba la dirección política y cultural. 

Se produce, entonces, el encuentro de dos elementos: el objetivo-económico y el subjetivo-ético. Lo que hay es un deslinde con los representantes políticos tradicionales y sus difusores ideológicos (la población colombiana también le está pasando factura a los medios de comunicación y a ciertos artistas por su tibieza e indiferencia con el país). Incluso amplios sectores de las clases medias, que por tanto tiempo se movieron en favor de las ideas del uribismo, han virado hacia su impugnación.

De ahí que el Paro Nacional no sea algo casual o pasajero. Si bien el detonante de las manifestaciones fue la reforma tributaria que presentó el gobierno, esta no fue más que la válvula de escape de una molestia ya contenida desde hace largo tiempo en la población. El rechazo a la reforma se convirtió en la consigna principal que aglutinó a diversos actores de la sociedad que se unieron en una voz colectiva de apoyo y resistencia. Pero el impulso, la fuerza y la rápida propagación que han tenido las manifestaciones posteriores al 28 de abril de forma espontánea y sin mediar una directriz de algún partido u organización política es dada por el hartazgo que experimentan las mayorías sociales frente al modo neoliberal de vivir.

Colombia es hoy un acumulado de descontentos que han encontrado en el paro el momento propicio para desahogar la rabia y la indignación frente a las desigualdades e injusticias que padecen los sectores más vulnerables de la sociedad (aquí la semejanza con las manifestaciones que se desataron en Chile en octubre de 2019, cuando el presidente Piñera promovió el «tarifazo» y encontró como respuesta la contundente movilización popular). 

La irrupción de la subalternidad

Con subalternidad nos referimos a un conjunto heterogéneo de grupos y clases sociales que amplía la denominación clásica de proletariado o asalariado aludiendo a esos actores que, sin estar necesariamente ligados a una organización política, en determinado momento se rebelan contra un régimen, cosa que en la visión gramsciana constituye «un hecho de inestimable valor». Jóvenes, estudiantes, asalariados, campesinos, indígenas, camioneros, taxistas, agrupaciones de mujeres, disidencias sexuales, entre otros. Todos actores subalternos haciéndose presentes en las calles expresando su descontento.

El llamado a marchar se ha conectado con brotes de insubordinación popular que surgen espontáneamente por iniciativa de diferentes grupos sociales. Incluso aquellos sectores de la sociedad que no solían manifestarse se han ido incorporando a las marchas o desplegado algunas acciones particulares en apoyo al paro. Así, han dado un paso de la subordinación al reconocimiento de la propia la subalternidad, en tanto responden a una situación que conciben injusta.

Las expresiones de descontento y desobediencia civil se han hecho masivas y se propagan como fuego en una mecha empapada de gasolina. Surgen «naturalmente», de la gente común y corriente. No son acciones premeditadas ni dirigidas; las centrales sindicales únicamente han citado a algunas manifestaciones. De ahí en más, la irrupción de sucesivos cacerolazos, marchas diurnas y nocturnas en departamentos, pueblos y barrios surgen de una dinámica propia de la sociedad civil, configurando un verdadero desborde democrático. La gente «de a pie» se apropia del momento y cada quien se hace protagonista, en la medida de sus posibilidades, del momento tan inusual que estamos viviendo.

Lo que demuestran estos hechos es un anhelo de transformación y ruptura con el orden establecido. Claro que de forma instintiva e incipiente, y en ciertos sectores de la población. Pero se está gestando con fuerza, y puede conducir a acciones y proyectos políticos que realmente den vuelta el tablero de la política colombiana. Ahora bien, para ello, el elemento espontáneo debe ser considerado e interpretado en toda su potencialidad. Porque denota que el anhelo de transformación empieza a cobrar la forma de una necesidad histórica y orgánica, que no se trata de una demanda interpuesta externa y mecánicamente, ni tampoco la consigna de una minoría intelectual iluminada o de algún partido político de izquierda o progresista. En palabras de Gramsci, «no se trata de algo arbitrario, artificial [sino] históricamente necesario».

Retos del movimiento social

Pero ocurre que el rechazo de las formas tradicionales de representar y explicar la realidad carece, a su vez, de un nuevo tipo de organicidad. Dicho de otra manera, carece de dirigentes, organizaciones o partidos que asuman la dirección política de esta subalternidad movilizada. Cuando algunos sectores inconformes experimentan el paso de la pasividad a la expresión política, lo hacen llevando consigo muchos errores, desaciertos e insuficiencias que son propias de la inexperiencia y la ausencia de formación política. Y eso puede desembocar en acciones inmediatas y poco calculadas.

Aun reconociendo el papel de la espontaneidad en las recientes manifestaciones, también hay que considerar los retos que entraña. Uno de ellos consiste en tramitar su carácter nihilista: la crítica y el rechazo a lo existente le ha proporcionado una visibilidad muy fuerte a las marchas; no obstante (y aquí entra en juego el repliegue del uribismo al retirar la reforma y conceder ciertos acuerdos, pronosticando su descrédito en las elecciones del 2022), el verdadero desafío pasa por conducir y orientar el enorme descontento social que se ha desatado. ¿Cuáles son los pasos a dar, o siquiera explorar, para superar la mera impugnación? En otras palabras, ¿cómo politizar la rabia y la indignación? ¿Bajo qué consignas, propuestas o estrategias se justificará y potenciará la movilización de las masas? Sea cual sea la orientación, una cuestión es segura: estas preguntas y las decisiones que implican ya no se resuelven con espontaneísmo.

La cualificación política sigue siendo la piedra en el zapato de las movilizaciones sociales en el siglo XXI. Desde los Chalecos Amarillos en Francia hasta la Primavera Árabe, pasando por Chile, las movilizaciones a menudo son inundadas por un espíritu anarquista que rechaza toda forma de representación política, reniega de los partidos de izquierda e impugna a algunos actores políticos que incluso han expresado su apoyo a las luchas sociales.

En muchas ocasiones, este desprecio es justificado por la incapacidad que ciertos partidos han mostrado a la hora de asumir transformaciones desde el plano estatal. Sin embargo, la negación de cuajo de tales actores no puede más que quedarse en eso: un nihilismo incapaz de proponer la construcción de un proyecto político alternativo al que reniegan. En este sentido, padecen de un vacío de poder estructural, de un horizonte organizativo y estratégico claro. La cuestión es que tal problema no sería tan urgente de atender si no fuera porque es precisamente en ese vacío político que las clases dominantes despliegan sus maniobras reaccionarias.  

Tal es la actitud de los manifestantes colombianos desde las marchas de 2019 hasta la actualidad. Al igual que en los ejemplos citados, en Colombia también existen amplios sectores que reniegan de los dirigentes y partidos políticos de toda índole. La pregunta que cabe hacerse, entonces, es si se puede sostener indefiniblemente esta independencia y esperar a concretar los cambios anhelados prescindiendo de la articulación del movimiento en organizaciones políticas que encarnen en las instituciones las diversas demandas de las luchas sociales.

Las protestas, por nutridas que sean, en determinado momento llegan a un punto de agotamiento. Lo mismo sucede con el ánimo de lucha de las personas cuando no se construyen formas organizativas que canalicen por la positiva sus demandas. Así, los momentos de efervescencia social terminan frustrados.

Ajustes intrasistémicos

Ante las dificultades de organización autónoma de las masas lo que puede suceder es que el descontento social sea canalizado por partidos autodenominados progresistas, de centro, centroizquierda o liberales (como Alianza Verde, Polo Democrático, Colombia Humana o Dignidad, por nombrar los más representativos para el caso colombiano). Configuran todo un espectro político que integra lo que se puede concebir como un «reformismo vertical», dictado desde arriba por el aparato estatal, sin cultivar una relación orgánica con la sociedad civil. Se trata de actores que tienen en común el culto al Estado, y que lo conciben como escenario principal de la disputa del poder político y la transformación social. En esto, se asemejan bastante a una forma de lo que Gramsci llamaba «estadolatría».

La definición del poder político que manejan estos actores es la acumulación de cargos en el Estado. Y aunque este no es un enfoque errado ni un objetivo secundario, sí resulta es un camino algo precario para construir una política genuinamente subalterna. Más aún: algunas organizaciones o figuras políticas de estas tendencias corren el riesgo de ser utilizadas por las clases dominantes para reciclarse a sí mismas. Para salvar lo que se pueda del régimen en crisis e impedir una irrupción desde abajo que dirija sus fuerzas hacia una ruptura radical con el sistema económico y político.

Siguiendo con Gramsci, en estas circunstancias la clase fundamental interviene para decapitar la dirección política e ideológica de las clases subalternas. Bien sea por medio del transformismo, que se caracteriza por absorber a los representantes que surgen de las masas populares en la clase política conservadora mutilando potenciales liderazgos de las clases subalternas, bien sea por medio del cesarismo o bonapartismo, que supone un acuerdo entre clases para restablecer la hegemonía de la clase fundamental a base de concesiones y pactos. 

La salida cesarista es más probable para el caso colombiano. Una opción por medio de la cual, ante la amenaza de crisis, la pequeña y la mediana burguesía «se apodere del Estado y mantenga el bloque histórico existente en provecho de la clase fundamental». De este modo, el sistema no cambia en lo esencial: la burguesía mantiene la dirección económica, y lo único que se modifica es el lugar de la pequeña burguesía, que deja de ser una clase auxiliar que sirve de base social y semillero de cuadros para las clases dominantes; que ya no es más apéndice del bloque histórico, sino que ocupa un lugar preponderante en el aparato estatal. Aquí es donde pueden jugar un papel relevante algunos partidos reformistas, que se muestran ambiguos en su apoyo a la movilización pero muy decididos cuando el uribismo los llama a «conversar».

Construir alternativa

Pero existe en todo esto un aspecto que no se debe pasar por alto: la profundidad de las raíces donde se afinca la actual crisis de Colombia generará que sus efectos persistan en el tiempo. Es posible que los esfuerzos coyunturales del personal dirigente puedan contenerla momentáneamente. A lo sumo, lograrán amortiguarla; pero no eliminarla: «una crisis orgánica no es un fenómeno efímero ni repentino. Es una situación que puede prolongarse por un largo periodo histórico, por decenas de años».

Es de esperar una sucesión de períodos inestables de confrontación y correlación de fuerzas entre las clases. Si bien en lo inmediato puede existir una solución de tipo cesarista, la misma no será una solución definitiva a la crisis orgánica, sino un capítulo de la confrontación, una expresión de la tensión entre la vieja y la nueva sociedad, en la que la primera recurre a todo tipo de maniobras para obstaculizar el desarrollo de la segunda.

Las clases subalternas de Colombia tienen la urgente tarea de organizarse políticamente. Y el tiempo de inestabilidad abierto puede brindar algunas opciones. Por supuesto, en este punto uno se siente tentado a afirmar que esto debe tener una configuración profundamente social y popular; que no puede ser la apropiación de los partidos existentes (progresistas o de centroizquierda); que debe ser todo lo contrario: una creación autónoma que, partiendo de la sociedad civil y las diversas reivindicaciones existentes, reconozca sus mejores voceros y representantes para formar nuevos liderazgos y desarrollar los debates políticos necesarios para delinear estrategias organizativas y crear agendas que contengan el espíritu de la movilización.

Idealmente, esto sin dudas sería lo correcto. Pero hay que comprender la complejidad que acarrea construir un proyecto político de tales características en Colombia. Y aquí no podemos prestarnos a engaños: el conflicto armado que tanto ha pesado en nuestra historia ha arraigado social y culturalmente la reacción violenta y paramilitar que siempre es una opción para los grupos dominantes más reaccionarios. Para que cualquier intento de cambio no sea aniquilado, es prerrequisito hacer un desmonte de los nexos institucionales y estatales entre paramilitares y gremios económicos.

Para tal objetivo, resulta casi indispensable ser compañero de viaje de actores políticos del sector progresista. Tal unidad es la que permitirá desmantelar las cúpulas militares y policiales y fortalecer la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). La que hará posible la desarticulación de las redes paraestatales y la judicialización de sus promotores. La que, en definitiva, podrá aspirar a transformar el escenario político colombiano en favor de la manifestación popular. Aun teniendo en mente los riesgos y contradicciones de la salida cesarista, en el corto plazo (y ante la magnitud de la amenaza derechista en ciernes) tal opción se torna inevitable.

Un acuerdo de tales características no entra en contradicción directa con la construcción conjunta del sector progresista y los movimientos sociales, pero implica un giro en las concepciones políticas de los primeros. En alianza con sectores progresistas, los movimientos sociales podrían generar las condiciones para el fortalecimiento territorial de sus organizaciones, el despliegue de asambleas, círculos, etc. que sirvan de laboratorio para potenciales liderazgos que puedan agenciar a futuro procesos de cambio más profundos. Pues si realmente se tiene sentido histórico, la transformación de la sociedad no se reduce a un mandato presidencial.

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