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La apropiación corporativa de la esfera pública digital refleja el declive más amplio de la participación democrática. (Beata Zawrzel / NurPhoto vía Getty Images)

¿Puede sobrevivir la democracia en Internet?

Traducción: Pedro Perucca

El sueño de una web democrática se convirtió en una pesadilla de crisis de moderación, minas de contenido y señores multimillonarios. Reconstruir los espacios digitales para una participación significativa en un futuro post-X requerirá reclamar los bienes comunes digitales.

Reseña de Governable Spaces: Democratic Design for Online Life [Espacios gobernables: Diseño democrático para la vida en línea], de Nathan Schneider (University of California Press, 2024) y The Networked Leviathan: For Democratic Platforms [El Leviatán en red: Por unas plataformas democráticas], de Paul Gowder (Cambridge University Press, 2023)

 

Al principio, hubo una tormenta de nieve. Era enero de 1978 y fuertes ráfagas subtropicales que se desplazaban hacia el norte chocaron sobre los Grandes Lagos con una corriente ártica que se dirigía hacia el sur, produciendo una de las tormentas de nieve más terribles de la historia de Estados Unidos. La «Gran Ventisca de 1978» arrojó cerca de un metro de nieve en algunas partes de Michigan, causando cerca de un centenar de víctimas mortales y 500 millones de dólares en daños, ajustados a la inflación.

Atrapados en casa durante la tormenta, dos aficionados a la informática de Chicago decidieron construir un sistema que les permitiera comunicarse entre sí. Por aquel entonces, aún faltaban años para que se generalizara el uso del conjunto de protocolos de Internet, pero los avances en microprocesamiento habían empezado a sacar a las computadoras del laboratorio y a llevarlas a los hogares de los aficionados. Los primeros módems informáticos permitían «marcar» y transmitir información a través de líneas telefónicas normales, y Ward Christensen y Randy Suess, ambos miembros del Chicago Area Computer Hobbyists’ Exchange (CACHE), aunaron su experiencia en la escritura de software y el ajuste de hardware para crear un módem modificado al que otros pudieran llamar y dejar mensajes que más tarde podrían ser leídos por otras personas.

El resultado, inspirado por la pizarra de corcho que colgaba de la pared en las reuniones del CACHE, es generalmente reconocido como el primer Sistema de Tablón de Anuncios (BBS, por sus siglas en inglés) en línea, una primitiva red social que prefiguró los actuales foros y microblogs. En palabras del experto en medios de comunicación Nathan Schneider, el BBS destacó por «ofrecer a los aficionados a la informática ajenos al mundo académico y a los centros de investigación financiados por el ejército su primera experiencia de comunidad mediada digitalmente».

Pero con esta comunidad también llegó el sysop, u «operador del sistema». Los tablones de anuncios online solían estar físicamente ubicados en casa de alguien, literalmente conectados a su línea telefónica, lo que daba a esa persona una enorme influencia en la configuración de las normas de la comunidad. El operador del sistema manejaba el hardware y tenía acceso root al software de la BBS, lo que le permitía borrar mensajes a su antojo. Si a los miembros de la comunidad no les gustaba el estilo de moderación o las decisiones del administrador, no tenían mucho más remedio que abandonar el servicio con la esperanza de encontrar algo mejor en otra parte. Schneider llama a este modelo de gobierno «feudalismo implícito», una estructura en la que el poder se concentra en manos de unos pocos, un patrón que persiste en las comunidades online hasta nuestros días.

Después del BBS llegó USENET, que ofrecía «grupos de noticias» descentralizados al tiempo que preservaba el poder de los administradores del sistema. Una de las primeras preguntas frecuentes de USENET no podía ser más contundente: «¿Quién puede obligar a los moderadores a cambiar sus políticas? Nadie».

Años más tarde, Facebook imitó el modelo del tablón de corcho cuando creó el «Muro», pero el gobierno centralizado siguió siendo la norma. A pesar de un experimento fugaz con la votación de los usuarios sobre los cambios de políticas, Facebook nunca cedió significativamente el poder de decisión —¿qué deben publicar los usuarios?— al vasto cuerpo internacional de individuos del que deriva su valor. Lo mismo puede decirse de Twitter, ahora X, sobre cuyo actual administrador, Elon Musk, ejerce un gobierno errático, a menudo como si los servidores estuvieran literalmente en el sótano de su casa.

Hoy en día, las quejas sobre el estado divisivo, dañino y manipulador de la política online se convirtieron en un cliché. Tras la reelección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, cada vez más académicos, activistas y organizadores buscan espacios alternativos. Muchos se están trasladando a Bluesky, así como a Mastodon, Signal y otras redes sociales con diferentes estructuras de propiedad y diseños técnicos.

¿Cómo puede la izquierda organizarse eficazmente en esta nueva era fragmentada de la comunicación digital? ¿Son estas nuevas plataformas realmente diferentes, o estamos condenados a trabajar en las mismas minas de contenido, persiguiendo sueños evasivos de espacios online más democráticos y participativos?

Reiniciar los bienes comunes

Nathan Schneider, escritor, activista y académico de la comunicación, lleva mucho tiempo luchando contra las deficiencias democráticas de los espacios digitales. En su último libro, Governable Spaces, se une a una tradición de crítica de izquierda sobre los medios de comunicación, siguiendo el camino de obras como The People’s Platform de Astra Taylor y las recientes contribuciones de Ben Tarnoff y James Muldoon. Al igual que estos autores, Schneider redirige los debates sobre tecnología hacia la necesidad de sistemas gestionados colectivamente. Su libro es un llamado provocador para desarrollar mejores herramientas digitales, diseñadas explícitamente como «medios democráticos».

Schneider argumenta que las plataformas digitales cada vez más importantes, que miles de millones de personas de todo el mundo utilizamos para trabajar, jugar y comunicarnos son, salvo contadas excepciones, feudos corporativos autocráticos e irresponsables, con escasa capacidad para que los usuarios de a pie influyan en su funcionamiento y gestión. Para Schneider, no se trata sólo de las estructuras de gobierno sino de cómo estas plataformas socavan las prácticas democráticas cotidianas, tanto en línea como fuera de ella.

Schneider sostiene que nuestra esfera digital experimentó una grave erosión democrática. Los servicios «gratuitos» fluidos, financiados por capital riesgo, publicidad y otros modelos de negocio, sustituyeron en gran medida a herramientas gestionadas por los usuarios, como los boletines comunitarios y los tablones de anuncios locales. Este tipo de participación popular, que antaño era una parte vibrante de la cultura en línea, está ahora en buena parte restringida a aficionados muy técnicos.

Esta captura corporativa de la esfera pública digital refleja el declive general del compromiso democrático. La derrota de los sindicatos asestó un duro golpe a la democracia en el lugar de trabajo. La afiliación a los partidos políticos disminuyó masivamente en Europa y fuera de ella. El «realismo capitalista» actual fomenta la retirada a la vida privada, limitando el compromiso de muchas personas con la democracia a votar cada tantos años.

La misma tendencia se observa en Internet. Las plataformas subcontratan cada vez más la administración del sistema y la moderación de la comunidad a trabajadores mal pagados de call centers de todo el mundo. A finales de la década de 2000, muchas empresas emergentes de Internet con sede en Estados Unidos, con la vista puesta en el crecimiento y los beneficios, apostaron por que los usuarios no iban a querer —o a que estarían demasiado ocupados— supervisar la creciente carga de trabajo vinculada con la regulación de contenidos. En su lugar, las empresas delegaron esta labor en equipos ad hoc de abogados y expertos en política, y acabaron subcontratando la moderación de contenidos a call centers de la periferia mundial para gestionar el abrumador volumen de mensajes observados.

Governable Spaces pretende invertir esta tendencia, reconstruyendo las prácticas democráticas online y creando colectivamente nuevas formas radicales de bienes comunes digitales. Para Schneider, no se trata sólo de la finalidad y los objetivos de los espacios online, sino también de cómo están estructurados para facilitar la participación. Su análisis implica una visión histórica, examinando críticamente cómo se gobernaban espacios como BBS y USENET, así como reflexionando sobre algunas de las innovaciones adoptadas por otras tecnologías conectivas no entendidas tradicionalmente como medios sociales. ¿Qué significaría ir explícitamente más allá de una mentalidad «feudal» y buscar, desde la base, la participación de los ciudadanos y las comunidades en formas colaborativas de creación de normas, elaboración de reglas y búsqueda de justicia?

La visión de la democracia digital que se expone en el libro tiene sus raíces en los esfuerzos desde abajo y en la experimentación local. Schneider y sus colaboradores desarrollan herramientas prácticas para las personas que desean, por ejemplo, trasladar el grupo de WhatsApp de su barrio a un servidor de código abierto que puedan gestionar juntos. Su proyecto «Metagovernance» ofrece guías para crear políticas personalizadas, normas e incluso sistemas de votación para empoderar a los usuarios. A través de la educación y la organización, Schneider espera ayudar a las comunidades a superar el «problema del operador del sistema» mediante decisiones informadas sobre las ventajas y desventajas inherentes a las distintas formas de organización online.

Los límites del Leviatán

En The Networked Leviathan, el jurista y politólogo Paul Gowder también aborda el reto de la gobernanza en los medios sociales y propone formas de profundizar la democracia online en una era de policrisis. Pero su punto de vista es ligeramente distinto al de Schneider, al igual que su diagnóstico respecto de algunos de los problemas a los que nos enfrentamos hoy en la era de Bluesky, X, Telegram y TikTok.

Veamos un ejemplo sencillo: un tablón de anuncios local para aficionados a la guitarra. Como usuario habitual, puede que yo tolere normas arbitrarias —como la prohibición de imágenes de bajos eléctricos y la rápida eliminación de todo debate político general— porque el trabajo de los administradores me ahorra el esfuerzo de crear una comunidad rival. También es posible que me sienta atrapado por el «efecto red» y me resista a abandonar el foro en el que ya hice amigos y establecí contactos.

Ahora imaginemos que este tablón de anuncios crece exponencialmente y se convierte en una plataforma internacional que abarca a personas que escriben en varios idiomas y sobre varios temas. Primero fueron los bajistas, luego los fanáticos de los sintetizadores y ahora, de alguna manera, se convirtió en un espacio que va mucho más allá de los instrumentos y la música. Ya no es exacto describir al BBS como un espacio único sino como una plataforma para múltiples comunidades en línea que a veces se solapan, pero que en cierto modo son distintas.

En un momento dado, cuando la plataforma crece lo suficiente, el poder del operador disminuye. Sí, siguen dictando las normas, pero su capacidad para aplicarlas de forma efectiva se ve cuestionada por la escala y la complejidad del espacio online que supervisan. Los moderadores se vuelven incapaces de supervisar toda la actividad de su antaño humilde tablón digital, que ya no es sólo un tablón sino millones. Carecen de los conocimientos necesarios para comprender los matices de ciertos debates (saber mucho de guitarras no le convierte a uno en experto en los entresijos de la incitación al odio) y tienen dificultades con la moderación multilingüe. El resultado es un fracaso de la gobernanza que abre la puerta a comportamientos nocivos, como campañas coordinadas de acoso, doxxing y amenazas de muerte.

Una mala gobernanza puede ser peligrosa. En el centro del libro de Gowder se esconde uno de los casos más infames de moderación negligente de contenidos en línea hasta la fecha: El papel de Facebook al facilitar la incitación pública a la violencia contra las comunidades rohingya en Myanmar en 2017. Los debates sobre política tecnológica son complejos, y hay muchas cuestiones —como la privacidad de los usuarios y el alcance del rastreo online— que enfrentan el interés del público con los modelos de negocio corporativos y las películas con afán de lucro. Pero, tal como lo plantea Gowder, hay otros ámbitos en los que estos intereses deberían estar más o menos alineados, y éste es uno de ellos. Sin embargo, la arquitectura de gobernanza de Facebook no logró detener la propagación de la incitación a la violencia.

El problema, sugiere Gowder, radica en el hecho de que las empresas multinacionales de plataformas son instituciones extensas y complicadas que, al igual que otras instituciones de gobierno históricamente poderosas y a la vez complejas, pueden verse afectadas por un problema de información. Inspirándonos en James C. Scott y otros pensadores de ideas similares, esto puede enmarcarse como un problema de supervisión de la actividad, de comprensión de lo que está ocurriendo en la política y de actuación en consecuencia: se trata de «dificultades para integrar el conocimiento de la periferia y ofrecer normas legítimas a diversos grupos de interés».

En una clara ruptura con el retrato trillado de los gigantes tecnológicos actuales como fuerzas de control y manipulación omniscientes y orwellianas, el «leviatán de las plataformas» de Gowder se enfrenta a los límites organizativos y tecnológicos inherentes a su poder. Al fin y al cabo, las actuales plataformas digitales de escala planetaria son exponencialmente mayores y más complejas que las microcomunidades especializadas de las primeras redes sociales. Amazon gestiona un ecosistema de varios millones de vendedores externos. YouTube es famoso por afirmar que cada minuto se suben al servicio más de quinientas horas de vídeo.

A medida que crecen, estos actores corporativos motivados por los beneficios y la reducción de costos se enfrentan a una presión cada vez mayor para garantizar que los productos sean seguros y no infrinjan las leyes locales de protección de los consumidores, y que el discurso de los usuarios no incite a formas peligrosas de movilización. Las empresas responden contratando expertos, creando sistemas burocráticos para la elaboración de políticas internacionales y desarrollando sistemas automatizados que tratan de evaluar los contenidos, o subcontratando estas tareas a un floreciente sector de «tecnología de la seguridad».

Sin embargo, algunos retos desafían las soluciones fáciles. Myanmar era «el único país del mundo con una presencia significativa en Internet» que no había adoptado de forma generalizada Unicode, un sistema para convertir los alfabetos escritos en una forma estandarizada y legible por máquina para su visualización en dispositivos digitales. La mayoría de los habitantes de Myanmar, que utilizaban el popular tipo de letra Zawgyi para representar la complejísima escritura birmana, producían contenidos que eran literalmente ininteligibles para los sistemas en los que se basaba Facebook para controlar lo que hacían los usuarios. Otras áreas emergentes de preocupación política —como el material online de abuso sexual infantil— son igualmente difíciles de analizar y caras de contrarrestar de forma responsable, lo que implica equipos de investigadores especializados y con amplias competencias para buscar proactivamente contenidos ilegales.

Servidumbre en la red

Si tuviéramos que reconstruir las plataformas actuales desde cero, ¿qué haríamos para resolver este doble problema de legitimidad y capacidad de gobernanza? Una estrategia podría consistir en descentralizar el poder en favor de los usuarios, objetivo perseguido por Eugen Rochko, el desarrollador alemán que está en el centro del proyecto Mastodon, un servicio basado en el protocolo abierto ActivityPub.

La solución propuesta por Gowder prioriza la capacidad sobre la legitimidad. Si pensamos en el problema de la información de las plataformas, ¿podría conseguirse que los reinos extractivos de la economía contemporánea de Internet fueran más representativos y eficaces? Por ejemplo, ¿podría una plataforma como Bluesky —con un equipo más concienzudo al timón que el de Musk en X— profundizar en la democracia de plataformas creando asambleas de ciudadanos? Gowder imagina un sistema en el que los usuarios de a pie puedan participar en la gobernanza de las plataformas: proporcionando información sobre políticas, deliberando sobre impactos locales e incluso dirigiendo el gasto futuro de recursos en seguridad y desarrollo de productos. El discurso es sencillo: ¿Qué pasaría si Meta, OpenAI, Google o Bluesky pusieran en sus nóminas, como asesores políticos remunerados, a un conjunto amplio e internacionalmente diverso de personas?

La visión de Schneider, por el contrario, es comunitaria, de base, de bricolaje: un retroceso al espíritu de IndyMedia y la Batalla de Seattle. Imagina un mundo en el que la mayoría de la gente utiliza Mastodon u otras plataformas federadas. En esta visión, yo podría publicar en un pequeño tablero de corcho que gestiono y cuyo alojamiento pago con mis amigos; mientras seguimos a otros que publican en otros tableros gracias al poder de los protocolos abiertos. Los servidores podrían alojarse en casa, en la escuela o en pequeños proveedores de nube. Con el tiempo, el seguimiento web podría sustituirse por donaciones, suscripciones comunitarias y otros modelos de negocio alternativos. La moderación sería colaborativa y podría recurrirse a mecanismos de votación basados en blockchain. Scheider, notablemente más optimista sobre el potencial político de las criptomonedas que muchos críticos tecnológicos de izquierda, exploró ideas como la «toma de decisiones en tiempo real», la «resolución algorítmica de disputas» y la «participación sin permiso», que podrían habilitarse mediante la tokenización y arquitecturas de plataformas alternativas. En esta visión, los gobiernos subvencionarían estas infraestructuras en lugar de utilizarlas para el control social y político, cultivando en su lugar la innovación y la deliberación democrática.

El planteamiento de Gowder se parece mucho al statu quo actual: un mundo que preserva, para la mayoría de nosotros, la realidad cotidiana de cómo utilizamos las redes sociales y otras plataformas. Sigue habiendo sysops —equipos de empleados de políticas en Menlo Park y Dublín y Seattle—, pero ahora mejor asesorados. Puede que incluso se le pida periódicamente a algunos usuarios que participen en una especie de «servicio de jurado» para las grandes empresas. Si todo va bien, estas personas darán buenos consejos y sus aportaciones se incorporarán de forma significativa a la toma de decisiones de las empresas tecnológicas. Y nuestros nuevos señores corporativos entenderán mejor los entresijos de cómo se utiliza realmente su servicio en todo el mundo. Tal vez incluso aprendan de todo el experimento que deben valorar a todos sus usuarios, especialmente a los que proceden de países de renta baja, donde el valor del dólar por usuario es bajo para las grandes tecnológicas.

Hacia la democracia digital

Considerados conjuntamente, Governable Spaces y The Networked Leviathan revelan algunos de los muchos retos a los que nos enfrentaríamos si tratáramos de hacer realidad uno de estos mundos, o ambos. Gowder nos insta a reflexionar sobre la eficacia y la calidad de la gobernanza: ¿Serán capaces las plataformas gestionadas por la comunidad de desarrollar las sólidas bases democráticas necesarias para proporcionar el tipo de beneficios públicos que prometen?

Hace tiempo que existe un problema de participación en Internet. A principios de la década de 2010, una serie de investigaciones sugirieron que Wikipedia —considerada por muchos como el pináculo de un proyecto sin ánimo de lucro y gestionado de forma colaborativa de «producción entre iguales»— dependía de sólo el 5% de sus editores para producir más del 80% del contenido. ¿Cómo los espacios online que pretenden moderar de forma colaborativa pueden hacerlo democráticamente a gran escala si muchos usuarios no desean ofrecer su trabajo y en su lugar «merodean» y aprovechan los beneficios? ¿Serán realmente capaces de sobreponerse a los elevados gastos de las herramientas informáticas y los conocimientos necesarios para ello?

Otro reto es el problema de la concentración, inherente a los sistemas técnicos complejos. La mayoría de los usuarios no tiene conocimientos técnicos y llegó a confiar en la facilidad de uso, más o menos sin esfuerzo, de los servicios gestionados con desarrolladores a tiempo completo. Como dijo el criptógrafo Moxie Marlinspike, «la gente no quiere gestionar sus propios servidores, y nunca lo hará». Este es un problema notable que conspira contra los esfuerzos por incorporar usuarios a plataformas federadas como Mastodon o a servicios de chat comunitarios autoalojados. La Web3, respaldada por blockchain, tampoco es una excepción a este problema: la extrema complejidad —y el alto riesgo de cometer errores cuando no hay botón de deshacer en los servicios tokenizados— dio lugar a una nueva ola de intermediarios, que se convierten en cuellos de botella entre los servicios descentralizados y el usuario.

El trabajo de Schneider, por otra parte, nos insta a ser ambiciosos en nuestras visiones de la propiedad y el control colectivos de la infraestructura digital. Aunque el modelo de Gowder puede convertir a empresas como Bluesky en señores más eficaces —si deciden escuchar a sus nuevos asesores—, también preserva las plataformas como empresas bajo el modelo existente de capitalismo multinacional. Si todos estamos trabajando en las asambleas ciudadanas de la economía digital, ¿no deberíamos ir un paso más allá y empezar a exigir una parte significativa de su botín?

Puede resultar difícil imaginar la viabilidad real de profundizar en las prácticas de la democracia online en un mundo que se siente como más dividido que nunca. Resulta aún más difícil si tenemos en cuenta las múltiples formas en que el actual modelo de las grandes empresas tecnológicas —la necesidad de una incesante suba de las valoraciones tecnológicas, la creación constante de nuevos ciclos publicitarios— adquirió una importancia sistémica para la viabilidad actual de la economía mundial. No obstante, esta labor intelectual sigue siendo un objetivo vital a largo plazo, hoy más crucial que nunca. No deberíamos rehuir el potencialmente utópico proyecto de construir «pilas» computacionales gobernables de manera significativa, incluso si, como escribió James Muldoon, las probabilidades están en nuestra contra y «se volvió más fácil imaginar a los humanos viviendo eternamente en colonias en Marte que ejerciendo un control democrático significativo sobre las plataformas digitales».

A través de la organización, de la defensa y, sí, de nuevas e imaginativas formas institucionales sociotécnicas, puede que algún día seamos capaces de escapar por fin de la aguda atracción gravitatoria de las jerarquías implícitas de Internet.

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