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Ludwig von Mises (derecha) con su discípulo Friedrich Hayek. (Foto: Margit Von Mises / Wikimedia Commons)

¿Quién fue Ludwig von Mises?

Traducción: Valentín Huarte

Ludwig von Mises, influyente economista de derecha, se autopercibía como un crítico sobrio y científico del socialismo. Pero en realidad era un ideólogo del libre mercado, que utilizaba un dogma camuflado para probar por qué los trabajadores debían someterse a sus amos capitalistas.

En su libro de 1922, Socialismo. Análisis económico y sociológico, el clásico y afamado economista liberal austriaco Ludwig von Mises presenta sus análisis como una crítica imparcial y sobria, fundada en la «ciencia» y en valoraciones «utilitarias» en vez de en el prejuicio y el moralismo. Sin embargo, en una sección reveladora, la máscara de Mises resbala. Vitupera contra los liberales que están dispuestos a permitir cualquier intervención estatal en la economía que garantice el bienestar general:

Tampoco es posible transigir poniendo una parte de los medios de producción a disposición de la sociedad y dejando el resto en manos de los individuos. Ambos sistemas están simplemente desconectados, corren cada uno por su lado, y operan efectivamente solo dentro del espacio que ocupan […]. El compromiso solo puede ser una paz momentánea en la lucha entre dos principios, no el resultado de una solución lógica del problema. Considerada desde el punto de vista de cada parte, las medias tintas son solo una detención temporaria en el camino hacia el éxito completo.

Más que un argumento «lógico» o «científico», la impresión que queda después de leer las obras de Mises es la de un dogmatismo implacable, con más de un toque de xenofobia y elitismo. («Tuviste el coraje de decirle a las masas lo que ningún político les dijo: ustedes son inferiores y todas las mejoras de sus condiciones de vida, que ustedes consideran como un hecho, se las deben al esfuerzo de hombres que son mejores que ustedes», le escribió Mises a Ayn Rand en 1958, celebrando su tratado sobre el libre mercado, La rebelión de Atlas). Como si fuera una especie de marxista vulgar bizarro, Mises pensaba que liberalismo era sinónimo de defensa ideológica de la propiedad privada.

Esto es evidente en su visión hagiográfica de la historia del capitalismo. Según Mises, la sociedad de mercado había sido la única causa del progreso humano desde la Edad Media. Si había otras fuerzas que jugaban un papel importante —grupos políticos movilizados por el sufragio universal o trabajadores organizados por mejores condiciones de trabajo— lo hacían gracias a las posibilidades que abría el capitalismo (y, consecuentemente, su importancia era despreciable) o eran de hecho una barrera a su benefactor progreso. Del mismo modo, si el capitalismo liberal tenía fallas o capítulos sórdidos, era a causa de las fuerzas igualitarias que introducían imperfecciones anticapitalistas o que amenazaban el sistema a tal punto que solo las acciones represivas (à la fascismo) podían contrarrestarlas.

Me cuesta estar de acuerdo con Milton Friedman, pero su caracterización de Mises como un intolerante «indiscutible» es acertada. Cualquiera que haya discutido con un fanático religioso reconocerá inmediatamente las tediosas movidas paliatorias que contaminan la obra de Mises.

Liberalismo, capitalismo, utilitarismo

Ludwig von Mises nació en 1881 en la ciudad de Lemberg, Austria-Hungría (hoy llamada Lviv y parte de Ucrania). Terminó siendo uno de los economistas del libre mercado más influyentes del siglo veinte y gravitó sobre personajes como Friedrich Hayek, Murray Rothbard y (muchas veces a regañadientes) Ayn Rand.

Mises se crio en una familia judía pudiente y talentosa y estudió en la Universidad de Austria con el economista antimarxista Eugen von Böhm-Bawerk. Después de la Primera Guerra Mundial, Mises ocupó cargos importantes en la nueva República de Austria, entre los que destaca el de consultor económico del austrofascista Engelbert Dollfuss. En esa misma época, Mises empezó a publicar una serie de libros que terminaron haciéndolo famoso mucho más allá de los círculos económicos. Primero vino el imponente Socialismo en 1922, y cinco años después Liberalismo. La tradición clásica.

Después de la invasión nazi de Austria, Mises y su familia abandonaron el viejo mundo y se instalaron en los Estados Unidos. Mises consiguió un cargo de docente en la Universidad de Nueva York, empezó a participar del círculo pequeño pero creciente de libertarios estadounidenses, y en 1949 publicó su obra principal, La acción humana. Tratado de economía. Murió en 1973 en la Ciudad de Nueva York.

Acaso Mises es mejor conocido por sus escritos sobre el «problema del cálculo», que según él importunarían a cualquier sociedad socialista. Bajo el capitalismo, explica Mises, el mecanismo del precio permite que las empresas que apuntan a la generación de ganancias determinen qué productos quieren los consumidores y en qué cantidad. Es «una ilusión», argumenta, pensar que una comunidad socialista a gran escala podrá realizar estos cálculos sin mediación del dinero o de un medio de cambio similar. En el mejor de los casos, una sociedad socialista tomaría decisiones sobre qué cosas producir y cómo distribuirlas en función de «evaluaciones vagas» que solo terminarían priorizando las mercancías «que se necesitan con más urgencia». El mercado capitalista, argumenta Mises, siempre triunfará contra la planificación socialista.

El problema del cálculo fue posteriormente calibrado por Hayek, y representa de hecho un desafío serio para los socialistas que abogan por la planificación. Algunos socialistas respondieron que los avances tecnológicos resuelven el problema del cálculo, dado que las computadoras hoy pueden manipular muchos más datos. Basta comprobar la existencia —dicen— de empresas capitalistas realmente existentes que planifican a gran escala. Otros (entre los que me cuento) piensan que la mejor alternativa es combinar el socialismo de mercado con la democracia en los lugares de trabajo.

Pero en vez de volver a los debates sobre el «problema del cálculo», me gustaría centrarme en las profundas debilidades de los argumentos políticos y morales que Mises propone en defensa de la propiedad y del capitalismo. Mises suele reunir ambos bajo el rótulo «liberalismo», como hace en su libro Liberalismo.

Así, pues, el programa del liberalismo podría resumirse en una sola palabra, propiedad, entendida como propiedad privada de los medios de producción. […] Todas las reivindicaciones específicas del liberalismo se derivan de este postulado fundamental. Pero en el programa del liberalismo sería más oportuno poner en primer lugar, junto a la palabra «propiedad», las palabras «libertad» y «paz».

Mises reconoce que su definición no es compartida por otros autores que se definen liberales, pero avanza a toda máquina. Reprende a liberales famosos como John Stuart Mill por argumentar que el liberalismo puede ser separado de la reverencia a la propiedad. Vitupera contra los liberales del «derecho natural» y del «contrato social», incluso contra John Locke, uno de los defensores y partidarios más fieles de la vida, la libertad y la propiedad.

En cambio, Mises defiende el capitalismo y la propiedad privada en términos puramente utilitarios que recurren a la vez a argumentos psicológicos y morales. Considera que la mejor sociedad es la que satisface eficientemente las necesidades humanas, e insiste en que la «ciencia» de la economía mostró decisivamente que solo el capitalismo es capaz de hacerlo mediante el incentivo del trabajo y el crecimiento económico. Mises considera que el mercado es una herramienta singularmente poderosa porque cree que la acción de cada una de las personas que persigue su interés egoísta contribuye al bienestar general por medio de intercambios mutuamente beneficiosos que a la vez incentivan todavía más el crecimiento económico. A veces compara el mercado con una hipotética democracia mundial, en la que cada consumidor tiene el derecho de votar con sus dólares aquello que la industria debería producir.

Aunque Mises reconoce que hay personas que tienen más dólares con los que «votar», este desequilibrio lo tiene sin cuidado. Piensa que deberíamos dejar de lado las reivindicaciones moralistas de igualdad (motivadas, según él, simplemente por el «resentimiento»), y darnos cuenta, en cambio, de que la marea creciente eleva todos los barcos por igual. Eventualmente, sugiere, el liberalismo y el capitalismo garantizarán altos niveles de vida y paz mundial para todos.

Igualdad moral y felicidad para todos

Cuando analizamos los argumentos de Mises sobre el liberalismo, el utilitarismo y la propiedad no tardamos en descubrir que estamos ante una serie de subterfugios. Podemos atribuir su exasperación frente a personajes más igualitarios que compartían su perspectiva utilitaria, como Jeremy Bentham o John Stuart Mill, a una falta de comprensión o de aplicación consistente de la doctrina. Por ejemplo, Mises suele rechazar con vehemencia la idea liberal básica de la igualdad moral humana, ridiculizándola frecuentemente como una fantasía sentimental.

En efecto, su utilitarismo a veces cae en el viejo y confiable elitismo meritocrático. En pasajes de La mentalidad anticapitalista, celebra a la sociedad capitalista por permitir que se expresen más nítidamente las desigualdades naturales y allanar el camino para que los mejores alcancen la cima. Lo que hace la sociedad de mercado es 

poner de manifiesto la innata desigualdad de los mortales por lo que se refiere al respectivo vigor físico e intelectual, fuerza de voluntad y capacidad de trabajo. Resalta, eso sí, despiadadamente el abismo existente entre lo que, en verdad, cada uno realiza y la valoración que el propio sujeto concede a su ejecutoria. Despierto sueña quien exagera la propia valía, juntando de refugiarse en onírico mundo «mejor», donde cada uno sería recompensando con arreglo a su «verdadero» mérito.

Desde esta perspectiva, la maravilla del capitalismo es que, a diferencia de los regímenes aristocráticos —donde las jerarquías están establecidas y son modificadas por las contingencias del nacimiento— la competencia dinámica de la sociedad de mercado eleva a los superiores y mantiene bajo presión a los inferiores en sus lugares respectivos. Muchas veces la perspectiva más bien no científica de Mises está teñida por su idealización de los empresarios y su desprecio de los trabajadores, como sucede en Socialismo, cuando compara al trabajador que piensa que entiende la complejidad de su empresa con el «hombre promedio» que cree que el Sol gira alrededor de la Tierra.

El problema es que la doctrina de la igualdad moral de los individuos no solo es el fundamento de la ley natural y las formas contractuales del liberalismo, sino también de las del utilitarismo que Mises pretende defender. En el siglo diecinueve, Bentham y Mill eran considerados radicales por sus perspectivas sobre la democracia política y la igualdad económica. Es comprensible cuando consideramos el principio básico del utilitarismo: garantizar «la mayor felicidad para la mayoría» y, como dice Mill, que «todo el mundo cuente como uno, nadie como más de uno». Si el objetivo es alcanzar el nivel de felicidad general más alto posible en una sociedad en la que la felicidad de todas las personas vale lo mismo, la única distribución prudente de los recursos —sujeta en caso contrario a variaciones fundadas en las necesidades particulares de cada individuo— parece ser la distribución igualitaria.

En efecto, esto plantea un problema fundamental para los defensores utilitaristas del mercado más sofisticados como el filósofo inglés Henry Sidgwick. En el clásico Methods of Ethics de 1874, Sidgwick destacó que la psicología utilitaria pretendía haber mostrado que todos somos «hedonistas racionales», como sugiere la sociedad de mercado, pero que su moralidad requería que adoptáramos una posición de «benevolencia racional» que negara incluso nuestros propios deseos cada vez que quisiéramos determinar la justicia o injusticia de nuestras acciones. Después de todo, si garantizar la mayor felicidad para la mayoría implicaba que los ricos abandonaran la riqueza excesiva en beneficio de los pobres (que recibía de ella una utilidad más marginal), parecía estar claro cuál era la acción más justa.

Más tarde, los economistas del libre mercado como Mises reformularon el utilitarismo en términos mucho más crudos, como una mera defensa del capitalismo: las sociedades de mercado no solo brindaban a los consumidores un amplio espectro de productos para satisfacer sus necesidades y gustos, sino que también generaban un crecimiento económico fantástico y promovían la mayor felicidad para todos en el largo plazo. Sin embargo, esto hacía que el argumento en favor del capitalismo más desenfrenado fuese extremadamente vulnerable a la refutación empírica, dado que sus defensores deben mostrar continuamente que los altos niveles de desigualdad que surgen de su sistema preferido son absolutamente necesarios en el camino de largo plazo hacia la mayor felicidad, y que toda interferencia implicará un sufrimiento innecesario.

Después de todo, no podemos ser utilitaristas consistentes y aventurarnos en la grandilocuencia elitista de Mises: según la lógica utilitaria, todos cuentan como uno, cada uno vale lo mismo que cualquier otro. Esto es verdad incluso en cuanto al gusto y a la alta cultura, que Mises tendía a asociar con la desigualdad de la riqueza. A fin de cuentas, como dice Bentham, un utilitarista puro debe defender que una «tachuela» es tan buena como John Milton si la primera brinda más placer. Todavía más importante es notar que en un mundo donde las socialdemocracias nórdicas gozan de los estándares de vida más elevados, y donde los servicios públicos como el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido son sumamente populares, un utilitario sobrio debería concluir que una sociedad con un fuerte Estado de bienestar es preferible a un capitalismo de libre mercado.

Podríamos ir más lejos y destacar que poner el eje verdaderamente sobre la utilidad a nivel mundial implicaría denunciar las enormes desigualdades existentes entre las diferentes regiones del mundo: las más ricas consumen enormes cantidades de productos de baja utilidad marginal mientras que las pobres no tienen acceso al alimento, la vivienda y el agua. Cualquier utilitarismo estricto reconocería que no hay ningún motivo para gastar 275 millones de dólares en un yate de lujo cuando podría usarse ese dinero para vacunar a miles de niños contra la malaria.

Liberalismo, imperialismo, xenofobia

En Liberalismo, Ludwig von Mises señala:

Ni todo el poder del mundo alcanzaría para hacer que los hombres sean realmente iguales. Los hombres son y serán siempre desiguales. Son simples consideraciones de utilidad como las que presentamos las únicas que constituyen un argumento a favor de la igualdad de todos los hombres bajo la ley. El liberalismo nunca apuntó a otra cosa, ni podría pedir nada más. Está más allá de todo poder humano convertir al negro en blanco. Pero podemos garantizar que el hombre negro tenga los mismos derechos que el hombre blanco y brindarle así la posibilidad de que gane tanto cuanto produzca.

Una de las cosas que más me impresiona de Mises es su explicación fantástica de la compleja historia del liberalismo, que suele acompañar de una dosis de chovinismo y prejuicio. Para Mises, el liberalismo y el capitalismo liberal siempre fueron fundamentalmente antiimperialistas y estuvieron a favor de la paz. El liberalismo parece menos una ideología adoptada por actores políticos concretos que una doctrina monolítica que existe fuera de la realidad material. El hecho de pensar el liberalismo en términos enrarecidos y puramente ideales permite que Mises cambie las reglas del juego y recurra a técnicas de evasión absolutamente singulares cada vez que debe enfrentar el pasado, digámoslo así, accidentado del capitalismo liberal.

Y no es difícil entender por qué. El auge liberal clásico del siglo diecinueve es conocido como la «era del imperialismo». Los Estados capitalistas liberales como Gran Bretaña y Estados Unidos invadieron y anexaron amplias regiones del mundo, sin dejar de sembrar en el proceso todas sus sutilezas liberales. La invasión de las tierras de los americanos nativos fue muchas veces justificada en términos lockeanos con el argumento de que los indígenas no las utilizaban «productivamente»; la colonización de la India fue legitimada en parte como una campaña por llevar la civilización y los mercados a una parte hipotéticamente atrasada del mundo.

La respuesta de Mises ante estos crímenes atroces fue simplemente ignorarlos. Condena (admirablemente) la colonización de los Estados absolutistas europeos, pero defiende el imperialismo británico sobre la base de que

tendía no tanto a incorporar nuevos territorios cuanto a reconducir a una unidad político-comercial las distintas posesiones sometidas al rey de Inglaterra. Esto respondía a la situación específica de Inglaterra, madre patria de los mayores asentamientos coloniales del mundo.

«Específica» es una palabra peculiar para referirse a un proceso que despachó armas británicas y emisarios a todos los rincones del mundo, generando ríos de sangre y amontonando montañas de cadáveres en el proceso. Alineado a este proyecto geopolítico hay un proyecto económico de acuerdo con el cual las regiones coloniales fueron transformadas en enormes centros de extracción de recursos en beneficio de la madre patria. Un ejemplo, que plantea el historiador marxista Eric Hobbsbawm en La era del capital, es la transformación de una buena parte de Sudamérica y del Caribe en una inmensa plantación de azúcar, cacao y tabaco. Estas regiones fueron sometidas a una permanente desindustrialización en el marco de los altibajos de una economía dependiente de sus materias primas.

El proyecto colonial es un ejemplo espectacular de las prácticas históricas reales del liberalismo que contradicen violentamente sus compromisos teóricos con la libertad y con la igualdad. Es así para cualquiera que no tenga la mente dogmática de Ludwig von Mises.

En La mentalidad anticapitalista, publicado por primera vez en 1956, mientras muchos pueblos del mundo luchaban contra el colonialismo, Mises responsabilizó a los propios países colonizados por su situación, atribuyendo en muchos casos su destino a su inferioridad cultural y civilizatoria. En sus propios términos, «lo que explica el desamparo de millones de personas en Asia y África es su apego a métodos de producción primitivos y la consecuente pérdida de los beneficios que brindaría el uso de herramientas mejores y diseños tecnológicos actuales […]. No tiene sentido culpar al capitalismo y a los países capitalistas de Occidente por el apuro en el que los pueblos atrasados se ponen a sí mismos».

Estas palabras son significativas cuando consideramos que «los países capitalistas de Occidente» fueron, durante muchos años, los amos de los así denominados «pueblos atrasados». Pero Mises parece pasar por alto este hecho con la misma agilidad con la que las doctrinas liberales decidieron explotarlos.

Un Mises no empírico

A pesar de sus frecuentes pretensiones de estatus científico, la mayor parte de la obra de Mises está más cerca de una crítica fundada en un razonamiento a priori que de un análisis riguroso. Parte de una serie de premisas rígidas sobre la naturaleza humana y de justificaciones utilitarias del capitalismo, y después hace encajar inflexiblemente los datos históricos y los hechos para vindicar estos supuestos.

Y ni siquiera es un buen razonamiento a priori. Cuando debe enfrentar temas como el punto de partida igualitario del razonamiento utilitario, Mises simplemente decide evitar el problema y recurrir al elitismo para alcanzar la conclusión que desea. Donde el mundo real de la historia real pone en cuestión sus perspectivas, decide simplemente obviar el problema, incluso cuando esto implica definir el proyecto imperialista más grande de la historia como poco más que una unión aduanera un poco excedida en banderas del Reino Unido.

No me gusta psicoanalizar a las personas que critico, pero en este caso hago una excepción. Mises suele recurrir al lenguaje del resentimiento para ridiculizar el socialismo y la izquierda, definiendo todo esfuerzo de redistribución de la riqueza como motivado por la envidia que tienen las masas de sus superiores. Sin embargo, sus anchas pinceladas pierden de vista la distinción clave entre envidia y resentimiento. La envidia es querer lo que tiene otro. El resentimiento, como bien sabía Friedrich Nietzsche, es, o bien querer evitar que otro tenga algo que el resentido no puede tener, o bien querer evitar que otro tenga algo que el resentido tiene porque no puede disfrutarlo si otros también lo tienen.

La envidia puede remitir a una debilidad de los movimientos de izquierda, pero el resentimiento es común en la derecha. Es el caso, por ejemplo, cuando los conservadores insisten en que este es «nuestro» país y no lo compartiremos con ningún inmigrante ni refugiado. En este sentido, los escritos de Mises son la imagen calcada del resentimiento derechista que los poderosos sienten por los más débiles cuando se indignan con vehemencia con los movimientos de trabajadores que se atreven a pensar que ellos y sus representantes podrían gestionar el mundo tan bien como los capitalistas y, por lo tanto, gozar de privilegios antes reservados para los titanes de los negocios. Y la única forma que encuentran de justificarlo es negar toda posibilidad de democracia en los lugares de trabajo amparándose en la supuesta inferioridad de los trabajadores.

Gracias, pero no, gracias.

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Publicado en Artículos, Capital, Historia, homeCentro5, Ideología and Políticas

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