La experiencia de la izquierda portuguesa a lo largo de los últimos años fue interpretada en la escena internacional como un caso raro de entendimiento entre un gobierno socialdemócrata y las fuerzas posicionadas a su izquierda (en este caso, el Bloco de Esquerda y el Partido Comunista). La izquierda internacional estuvo atenta a esta singular interrupción de la degradación del poder del trabajo en la relación de fuerzas sociales, en un país que había sufrido, entre 2011 y 2015, las consecuencias desastrosas de un violento plan de austeridad impuesto por la Unión Europea y por el FMI. Las medidas efectivas de recuperación económica y la ampliación de derechos sociales permitieron que un PS minoritario cumpliera un mandato de gobierno de cuatro años. Todo eso fue verdad. Pero, contra lo que se viene diciendo hace unos días, esa experiencia no duró hasta 2021, año en que el gobierno llegó a su fin. En realidad, había concluido antes, en 2019.
Vida y muerte de la «geringonça» (2015-2019)
En las elecciones legislativas de 2015, en las que el PS reunió menos votos que la coalición de derecha, fueron los dos partidos de izquierda (un millón de votos y 36 diputados de un total de 230) los que permitieron formar la mayoría parlamentaria que llevó a António Costa, líder del PS, al cargo de primer ministro. Esa mayoría, conocida como la «geringonça», se fundó en acuerdos asumidos con cada uno de esos partidos: además de eliminar de su programa algunos de los puntos más liberales (facilitación de los despidos, reducción de la contribución patronal a la seguridad social, congelamiento de las jubilaciones), el PS también debió abdicar de cualquier privatización, y aceptar y cumplir un conjunto de medidas que implicaban aumentos salariales y jubilatorios, además de un alivio fiscal para el mundo del trabajo y un plan de erradicación de la precariedad estatal. A pesar de las grandes limitaciones del gobierno que le siguió (en particular cuando se consideran la inversión pública y la recuperación de servicios públicos), el cumplimiento del acuerdo garantizó una mejora del nivel de empleo y un marco de estabilidad en la legislatura.
En 2019, el PS fue a elecciones buscando la mayoría absoluta, con apoyo de sectores patronales, ansiosos por apartar a la izquierda de la posición de influencia que tenía hace cuatro años. Pero, para sorpresa de António Costa y disgusto de los patrones, la experiencia de los acuerdos no erosionó sustancialmente la base electoral de la izquierda: el Bloco logró reelegir a sus 19 diputados y el PC pasó de 17 a 12. Por lo tanto, el PS seguía necesitando los votos de la izquierda en el parlamento. Sin embargo, habiendo reforzado su legitimidad con la victoria electoral, Costa inició una estrategia para liberarse de esa necesidad. Rechazó cualquier acuerdo formal que incluyera la supresión de las normas introducidas por la troika en la legislación laboral y, una vez ocupado el gobierno, inició una maniobra de chantaje político: «El gobierno solo se cae si la izquierda quiere».
En otras palabras: si los partidos de izquierda no se subordinaban al PS, renunciando su derecho a expresar en la política gubernamental puntos esenciales de su programa, el único horizonte posible serían unas elecciones anticipadas (que redundarían en un previsible castigo para la izquierda). Los acuerdos fueron sustituidos por simulacros de negociaciones presupuestarias y por una convergencia entre el PS y la derecha en la mayoría de las votaciones cotidianas.
Crisis pandémica real, crisis política artificial
Para presionar a la izquierda a aprobar el presupuesto de 2022 sin que mediara ninguna modificación sustantiva, el presidente de la República anunció que convocaría elecciones en caso de que la propuesta del gobierno fracasara. Frente a esta maniobra, el Bloco (que, a diferencia del PCP, también había rechazado el presupuesto en 2021) sostuvo en octubre su anunciado voto negativo, y el PCP acompañó la táctica (describí este proceso con detalle en la entrevista publicada en Jacobin América Latina en noviembre). En ese momento, una parte de la base de apoyo del Bloco se distanció del partido, optando por aceptar la teatralización del gobierno, que acusó a la izquierda de sumar una crisis política a la crisis económica resultante de la pandemia. Aun así, en enero, cuando la campaña electoral estaba terminando, una buena parte del electorado potencial del Bloco declaraba que todavía tenía intención de votar por el partido o que estaba indecisa. El trecho final de la campaña se hizo difícil a causa de las encuestas de opinión.
Los sondeos provocaron intencionalmente una falsa polarización: todos diagnosticaron una situación de empate técnico entre el PS y el PSD, admitiendo incluso la posibilidad de una mayoría de la derecha que incluiría a los diputados ultraliberales (IL) y a los de extrema derecha (Chega), convocados por Rui Rio, líder del PSD. La hipótesis de esta mayoría siniestra evocó el mal recuerdo de la troika y aumentó la participación electoral, además de desplazar hacia el PS muchos votos indecisos y de izquierda. En las últimas horas de la campaña, el Bloco sufrió un golpe enorme. El 30 de enero, contra toda previsión (incluyendo la que había hecho el propio António Costa durante el cierre de campaña), el PS conquistó la mayoría absoluta y el Bloco perdió la mitad de sus votos de 2019, quedándose con un 4,5% del total y con 5 diputados (el PCP obtuvo 4,4% y 6 diputados).
Boaventura y el síndrome del cazador de cabezas
Previsiblemente, los días que siguieron a las elecciones los medios transmitieron una plaga de reflexiones pavlovianas de editorialistas y comentaristas que piensan que el resultado electoral convoca necesariamente a un ritual de decapitaciones. Esa es la cultura del arribismo político de los partidos de derecha, no la de una izquierda con vida democrática y mandatos colectivos. Solo el oportunismo (o tal vez un poco de resentimiento) explica que alguien de izquierda comience el balance de una orientación política exigiendo la dimisión individual de un dirigente. Desafortunadamente, esa fue la novedad que trajo el balance de las elecciones de Boaventura Sousa Santos (BSS), sociólogo ampliamente reconocido en América Latina. Exigiendo en la prensa la renuncia de Catarina Martins, coordinadora del Bloco, BSS retoma con pésimo estilo un debate recurrente durante los últimos treinta años: ¿hay lugar para un programa a la izquierda del socialiberalismo? Frente a la amenaza de la derecha, ¿la izquierda debe luchar por políticas socialistas o resignarse al papel de conciencia crítica del socialiberalismo?
Al criticar al Bloco de Esquerda por no haber votado el presupuesto de 2022, Boaventura olvida lo que escribía hace apenas tres años, cuando, con la «geringonça» en el gobierno, alertaba al gobierno del PS sobre «ciertas decisiones que implican concesiones graves a los intereses normalmente defendidos por la derecha. Por ejemplo, en el campo del derecho laboral y de la salud», anticipando que «todo hace pensar que el verdadero test de la voluntad de garantizar la unidad de las izquierdas a largo plazo está en lo que se decida en estas áreas [trabajo y salud] en el futuro próximo» (BSS, Pneumatóforo, 2018). Son justamente los puntos que llevaron al Bloco de Esquerda a votar contra el presupuesto en 2021, voto que Boaventura condena.
Pero hace muchos años que Boaventura Sousa Santos asigna a la izquierda un papel complementario en relación con el PS. Todavía hoy escribe que «en 2011, el mismo desprecio por la realidad llevó al BE a rechazar el Plan de Estabilidad y Crecimiento del Gobierno socialista (José Sócrates), abriendo las puertas a la derecha más antisocial que el país haya conocido». Ahora bien, ese Plan de Estabilidad que el Bloco rechazó en 2011 y que Boaventura aprobó, no fue sino la antecámara del memorando de austeridad que la derecha aplicó inmediatamente y que incluyó privatizaciones, recortes de salarios y aumentos de impuestos al trabajo. Pero para BSS, en 2021 el Bloco «dejó libre al PS para ser menos de izquierda de lo que nos gustaría que fuese».
A lo largo de los últimos 23 años, el Bloco (fundado en 1999, año en que resultaron electos sus primeros dos diputados) siempre tuvo una respuesta consistente a esos dilemas y se convirtió en una prueba militante de la posibilidad de una política independiente fundada en un programa ecosocialista. Esa alternativa encontró su potencia social en las resistencias al neoliberalismo (feministas, ambientalistas, sindicales).
Esa fuerza es la que permitió que, en 2015, el Bloco consiguiera firmar un acuerdo con el PS. Un acuerdo que, contra el programa y la estrategia de este último, impuso medidas de asistencia a una clase trabajadora martirizada tras cuatro años de austeridad, desempleo y emigración masiva. En 2019, cuando el business as usual cerró esa ventana, el Bloco debió optar entre (1) garantizar su autonomía política, o (2) viabilizar el gobierno del PS a toda costa para protegerse de las elecciones y prolongar su peso parlamentario hasta 2023.
Libre de toda sospecha bloquista, Pedro Magalhães, politólogo y director de una de los institutos de sondeo más importantes de Portugal, explicó la elección del Bloco ante los lectores del diario Público: «el gran problema en el que estaban el BE y el PCP es que eran tratados por el PS como si fueran parte de la oposición y eran vistos por la población como si fueran parte del gobierno. Mucha gente pensaba que la “geringonça” todavía existía después de 2019. Pero no había nada de eso […]. Hay quienes dicen que pagaron [en las urnas] el precio de haber rechazado el OE. La otra lectura es que lo rechazaron porque tenían que salir de esto. Ahora tienen cuatro años para posicionarse como partidos de oposición a la mayoría absoluta» (Público, 5 de febrero). Recordemos que, en las elecciones de 2011, el Bloco también perdió su representación parlamentaria, pasando de 16 a 8 diputados. Pero en 2015, los bloquistas se recuperaron y consiguieron 19 diputados, su máximo histórico.
Oposición a la mayoría absoluta
La mayoría absoluta es la configuración parlamentaria que deja a los gobiernos en la posición más vulnerable frente a la presión de los intereses financieros, de los sectores rentistas y de los privilegiados de la sociedad, y los blinda al mismo tiempo de la presión de la movilización popular. La celebración explícita del resultado electoral por parte de sectores patronales y banqueros, es una buena medida de los peligros que tenemos por delante. El Bloco será una oposición a la mayoría absoluta.
La importancia de una intervención parlamentaria competente y combativa no hace más que aumentar con estas elecciones. En particular, el Bloco debe promover una política intransigente contra los discursos de odio. Los resultados de Chega (7%) y de Iniciativa Liberal (5%) confirman la fragmentación de la derecha y su radicalización, de acuerdo con lo que había anticipado el Bloco en su congreso: «la radicalización del conjunto de la derecha, heredera de la troika, hostil al Estado social y, en el caso de Chega, abiertamente racista, es un proceso que responde a tendencias internacionales. El mandato de Trump brindó aliento, cultura y recursos a una corriente que sobrevive a su figura y dinamiza esa radicalización (la Liga de Salvini, la Unión Nacional de Le Pen, el Vox de Abascal, etc.)». La orientación futura del PSD, que está en curso de renovar su dirección, reflejará este desplazamiento general hacia la derecha y la expansión de esta cultura de agresividad social.
La respuesta a este avance de la derecha radicalizada, especialmente de los extremistas liberales entre los jóvenes, impone un combate político y cultural en el que una fuerza socialista y militante como el Bloco tiene que cumplir un papel estratégico. Debe combatir el saudosismo salazarista y racista de Chega, pero también participar de las luchas por el salario, por los servicios públicos y por la vivienda —áreas en las que las dificultades alimentan el resentimiento político que hace crecer a la extrema derecha—, además de colocar en el centro del debate público la crisis climática, que realza y actualiza los contornos de la alternativa entre socialismo o barbarie.