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Manifestantes lanzan cócteles molotov a las tropas ucranianas durante las protestas del Maidán el 19 de enero de 2014. (Mstyslav Chernov / Wikimedia Commons)

EE.UU. ayudó a llevarnos a la guerra

El actual enfrentamiento en torno a Ucrania puede remontarse en gran medida al gran acontecimiento polarizador que fue el Euromaidán de 2014: según a quién se pregunte, se trató de una revolución liberal inspiradora o de un golpe de Estado de extrema derecha.

Es enero. Una multitud desafiante de manifestantes, un amasijo de cuerpos en el que se codean extremistas de extrema derecha con gente corriente, quiere la cabeza del presidente electo. Corean consignas antigubernamentales, ocupan edificios públicos y portan armas —algunas de ellas improvisadas de cuerpo a cuerpo, otras rifles de caza y Kalashnikovs—. Al final, las manifestaciones se saldan con la muerte y la hospitalización de manifestantes y policías.

No es el motín del Capitolio en Washington que tanto horrorizó a los estadounidenses y a los observadores extranjeros en 2021. Se trata de la Revolución ucraniana del Maidán (o Euromaidán), que justo por estas fechas, hace ocho años, consiguió derrocar al gobierno electo del país, haciendo que el entonces presidente Víktor Yanukóvich huyera por su vida a la vecina Rusia.

Casi una década después, la Revolución de la Dignidad de 2014, como se conoce en Ucrania, sigue siendo uno de los episodios más incomprendidos de la historia reciente. Sin embargo, entenderlo es fundamental para comprender el actual enfrentamiento en torno a Ucrania, que puede remontarse en gran medida a este acontecimiento polarizador: según a quién se pregunte, una revolución liberal inspiradora o un golpe de Estado de extrema derecha.

La base de la rebelión de las grandes potencias

Al igual que las tensiones actuales entre Rusia y la OTAN, en el centro de las protestas de Maidán estaba la presión de algunos gobiernos occidentales (especialmente de Estados Unidos) para aislar a Rusia apoyando la integración de las partes periféricas de la antigua Unión Soviética en las instituciones europeas y atlánticas, y la reacción de Moscú contra lo que consideraba una invasión de su esfera de influencia.

En 2014, el hombre que se vio obligado a sortear estas tensiones, Víktor Yanukóvich, se enfrentaba a su segunda oportunidad en la presidencia ucraniana. La primera vez que fue destituido fue tras la Revolución Naranja de 2004, que siguió a las acusaciones generalizadas de manipulación de votos en las elecciones que le llevaron al poder. Antes de volver a presentarse seis años después, Yanukóvich había trabajado para reconstruir su reputación, convirtiéndose en el político de mayor confianza del país.

En 2010, los observadores internacionales habían declarado que las últimas elecciones habían sido libres y justas, incluso una «impresionante muestra» de democracia. Pero una vez en el poder, el gobierno de Yanukóvich volvió a verse empañado por la corrupción generalizada, el autoritarismo y, para algunos, una incómoda amistad con Moscú, que no había ocultado su apoyo en las anteriores elecciones. El hecho de que Ucrania estuviera fuertemente dividida entre el oeste y el centro, más favorables a Europa, y el este, más favorable a Rusia —las mismas líneas que determinaron en gran medida las elecciones— no hizo sino complicar la situación.

Yanukóvich se encontraba en una situación delicada. Ucrania dependía del gas barato de Rusia, pero una parte importante del país —aunque no una mayoría absoluta— seguía queriendo la integración europea. Su carrera política estaba atrapada en el mismo aprieto: con su partido formalmente aliado con el partido Rusia Unida del propio Vladimir Putin, su base prorrusa quería ver relaciones más estrechas con su vecino; pero los oligarcas que eran la verdadera razón por la que había llegado a la presidencia estaban financieramente enredados con Occidente, y temían la competencia a su control del país desde el otro lado de la frontera rusa. Al mismo tiempo, dos potencias geopolíticas como Washington y Moscú esperaban utilizar estas divisiones para atraer al país a sus respectivas órbitas.

Así que, durante cuatro años, Yanukóvich hizo equilibrio sobre una muy delgada línea. Complació a sus bases con medidas simbólicas y culturales, como hablar de la unidad o la cooperación con Moscú en industrias clave —aunque muchas de ellas no llegaran a ninguna parte—, junto con medidas más serias como convertir el ruso en lengua oficial, rechazar la pertenencia a la OTAN y revocar la medida de su predecesor prooccidental de glorificar a los colaboradores nazis como héroes nacionales en los programas escolares. Sin embargo, su mayor concesión a Moscú se produjo al principio de su mandato, cuando llegó a un acuerdo que permitía a la flota rusa del Mar Negro utilizar Crimea como base hasta 2042, a cambio de descuentos en el gas ruso. Su apresurada aprobación estuvo marcada por peleas y bombas de humo en el Parlamento ucraniano.

Sin embargo, a pesar de todas las acusaciones de que era una marioneta del Kremlin, el giro de Yanukóvich hacia el este tenía un límite claro. Su postura de no unirse a una unión aduanera de antiguas repúblicas soviéticas liderada por Rusia, incluso cuando Putin le ofreció la posibilidad de bajar los precios del gas, frustró a Moscú. También lo hizo su rechazo frontal a la propuesta de Putin de fusionar los gigantes estatales del gas de ambas naciones, cediendo a Moscú el control de los gasoductos ucranianos que utilizaba para transportar casi todas sus exportaciones de gas a Europa. A su vez, Moscú se negó a renegociar el odiado y unilateral contrato de gas de 2009 entre ambos, que había sido firmado por el último gobierno ucraniano.

Mientras tanto, Yanukóvich colaboró con Occidente, le animó públicamente a participar en la actualización de las infraestructuras de gas natural de Ucrania e insistió una y otra vez en que «la integración europea es la prioridad clave de nuestra política exterior». Siguió trabajando para ingresar en la Unión Europea, y para ello persiguió un acuerdo de libre comercio con la UE, así como el préstamo del Fondo Monetario Internacional (FMI) que Occidente le instó a aceptar.

Ese salvavidas financiero tuvo un precio muy alto, conocido por los muchos países pobres que han acudido a Occidente para ser rescatados: la eliminación de aranceles, la congelación de salarios y pensiones, los recortes de gastos y el fin de las subvenciones al gas para los hogares ucranianos. El sombrío potencial de esta austeridad impuesta por Occidente, a la vista de todos en Grecia en aquel momento, valía presumiblemente la pena para Yanukóvich si mantenía las narices de Moscú fuera de sus asuntos.

Fue todo esto lo que llevó a la liberal Brookings Institution a describir la política exterior de Yanukóvich como «más matizada» de lo que sus inclinaciones prorrusas habían sugerido en un principio. También fue lo que acabó sellando su destino.

Para detener esta deriva hacia Occidente, Putin realizó una rutina de policía bueno y policía malo, ofreciendo a Yanukóvich un préstamo sin condiciones del mismo tamaño que el del FMI, mientras lo apretaba con lo que equivalía a un minibloqueo comercial. Como la UE no pudo ofrecer nada que igualara la catastrófica pérdida de comercio con Rusia a la que se enfrentaba Ucrania, Yanukóvich tomó la calculada decisión de aceptar la oferta de Moscú. En noviembre, renunció bruscamente al acuerdo con la UE, lo que desencadenó las protestas que le harían perder el poder.

Eje de conveniencia

Si bien el rechazo del acuerdo fue la chispa —los manifestantes gritaron «traición» y corearon «Ucrania es Europa»—, las protestas fueron mucho más. Como dijo un habitante de Kiev a la prensa: «Aún si se firma el acuerdo ahora, no abandonaré la protesta».

Los manifestantes estaban hartos del nepotismo y la corrupción que impregnaban la sociedad ucraniana —uno de los hijos de Yanukóvich es un odontólogo que, de alguna manera, acabó entre los hombres más ricos del país; otro era diputado—, así como de la naturaleza cada vez más autoritaria del gobierno de Yanukóvich. De hecho, el otro gran punto de fricción para el acuerdo fue la exigencia de Europa de que el principal rival de Yanukóvich fuera liberado de la cárcel a la que había sido conducido por cargos falsos. Pero Yanukóvich se resistió.

La respuesta de Yanukóvich al movimiento no hizo más que condenarlo, primero con una brutal represión en noviembre, en la que la policía antidisturbios dispersó violentamente a los manifestantes de la Maidán de Kiev (o Plaza de la Independencia, en ucraniano), y luego con la aprobación de una serie de leyes opresivas contra las protestas en enero. Ambas medidas no hicieron más que atraer a más gente a participar, y la violencia estatal contra los manifestantes y su liberación de la cárcel se convirtieron, respectivamente, en el principal motivador y demanda de los participantes en diciembre.

Pero, por muy justa que fuera su causa, los críticos del movimiento también tenían razón. Por un lado, las protestas del Maidán no tuvieron un apoyo mayoritario, ya que la opinión pública ucraniana se dividió según las líneas regionales y socioculturales que han definido durante mucho tiempo muchas de las dificultades políticas del país. Mientras que las regiones occidentales —de donde procedía la mayoría de los manifestantes, y que históricamente habían sido gobernadas por otros países, algunos incluso hasta 1939— apoyaron las protestas, el Este de habla rusa, gobernado por Rusia desde el siglo XVII, se vio alienado por su explícito nacionalismo antirruso, especialmente a solo un año de la oportunidad de expulsar a Yanukóvich.

Se piense lo que se piense de las protestas del Maidán, la creciente violencia de los participantes fue clave para su victoria final. En respuesta a la brutal represión policial, los manifestantes empezaron a luchar con cadenas, palos, piedras, cócteles molotov e incluso una excavadora y, finalmente, con armas de fuego, todo lo cual culminó en lo que fue una batalla armada en febrero, que dejó trece policías y casi cincuenta manifestantes muertos. La policía «ya no podía defenderse de los ataques de los manifestantes», escribe el politólogo Sergiy Kudelia, lo que provocó su retirada y precipitó la salida de Yanukovich.

La impulsora de esta violencia fue en gran medida la extrema derecha ucraniana que, aunque minoritaria entre los manifestantes, sirvió como una especie de vanguardia revolucionaria. Mirando fuera de Kiev, un análisis sistemático de más de 3000 protestas en el Maidán descubrió que los miembros del partido de extrema derecha Svoboda —cuyo líder se quejó una vez de que Ucrania estaba dirigida por una «mafia judeo-musulmana» y que incluye a un político que admira a Joseph Goebbels— fueron los agentes más activos en las protestas. También eran más propensos a participar en acciones violentas que cualquier otro grupo, excepto uno: Práviy Séctor (Sector Derecho), un grupo de activistas de extrema derecha que tiene su origen en los colaboradores nazis.

Svoboda utilizó sus considerables recursos (que incluían miles de activistas ideológicamente comprometidos, las arcas del partido y el poder y la prominencia que le otorgaba su condición de partido parlamentario) para movilizar y mantener vivas las protestas, al tiempo que acabó liderando la ocupación de edificios gubernamentales clave tanto en Kiev como en las regiones occidentales. Este fue el caso en particular de la ciudad occidental de Lviv, donde los manifestantes tomaron un edificio de la administración regional que pronto pasó a estar parcialmente controlado y vigilado por paramilitares de extrema derecha. Allí declararon un «consejo popular» que «proclamó que los consejos locales dominados por Svoboda y sus comités ejecutivos eran los únicos órganos legítimos de la región», escribe Volodymyr Ishchenko, alimentando la crisis de legitimidad que acabó con la destitución de Yanukovich.

Pero esto no se limitó en absoluto al oeste de Ucrania. Sector Derecho lideró los ataques del 19 de enero contra la policía en Kiev, que incluso los líderes de la oposición criticaron, y un manifestante dijo que el bloque de extrema derecha había «insuflado nueva vida a estas protestas». Andriy Parubiy, el «comandante no oficial de Maidán», fundó el Partido Social-Nacional de Ucrania —en alusión al nazismo— que luego se convirtió en Svoboda. En enero de 2014, incluso la NBC admitía que «los duros de la milicia de derechas son ahora una de las facciones más fuertes que lideran las protestas de Ucrania». 

Lo que pretendía ser una revolución por la democracia y los valores liberales acabó entonando cánticos ultranacionalistas de los años 30 y enarbolando símbolos fascistas y de supremacía blanca, incluida la bandera confederada estadounidense.

6 de enero en febrero

A la extrema derecha, por supuesto, no le importaba nada la democracia, ni tenía ningún amor por la UE. En cambio, el levantamiento popular fue una oportunidad. Dmytro Yarosh, el líder de Sector Derecho, había instado a sus compatriotas en 2009 a «iniciar una lucha armada contra el régimen de ocupación interna y el imperio de Moscú» si las fuerzas prorrusas tomaban el control. Ya en marzo de 2013, Tryzub, una de las organizaciones que formaron Sector Derecho, había llamado a la oposición ucraniana a pasar «de una manifestación pacífica al plano revolucionario callejero».

Su papel se volvió aún más siniestro en los acontecimientos que siguieron. Un misterio permanente de la Revolución de Maidán es quién estuvo detrás de los asesinatos por parte de francotiradores del 20 de febrero que desencadenaron la etapa final y más sangrienta de las protestas, con acusaciones contra todos, desde las fuerzas gubernamentales y el Kremlin hasta los mercenarios respaldados por Estados Unidos. Sin descartar estas posibilidades, ahora hay pruebas considerables de que las mismas fuerzas de extrema derecha que se adhirieron a la causa de los manifestantes estaban también, al menos, entre las fuerzas que dispararon esa noche.

En aquel momento, se había visto a hombres que se parecían a los manifestantes disparando desde edificios controlados por los manifestantes en la capital, y varios médicos del Maidán habían dicho que las heridas de bala de la policía y de los manifestantes parecían proceder de la misma arma. Un manifestante del Maidán admitió más tarde haber matado a dos agentes y herido a otros ese día, y se encontraron cajas de balas vacías de Kalashnikov en el Hotel Ukraina, ocupado por los manifestantes, el mismo lugar en el que una piloto militar condecorada y héroe de la resistencia antirrusa dijo más tarde haber visto a un diputado de la oposición dirigiendo a los francotiradores. Por su parte, la investigación del gobierno, que se centró únicamente en los asesinatos de los manifestantes, comenzó llena de graves fallos e irregularidades.

Ivan Katchanovski, de la Universidad de Ottowa, ha analizado las pruebas que han aparecido en el curso de la investigación y el juicio de los asesinatos. Según Katchanovski, la mayoría de los manifestantes heridos declararon haber visto francotiradores en los edificios controlados por los manifestantes o haber recibido disparos en su dirección, testimonio respaldado por los exámenes forenses. Sin embargo, es poco probable que se cierre el asunto, ya que el gobierno interino posterior a Yanukovich, en el que figuras destacadas de la extrema derecha ocuparon puestos destacados, aprobó rápidamente una ley que otorgaba a los participantes en el Maidán inmunidad por cualquier tipo de violencia.

Durante un breve periodo de tiempo, pareció que la espiral de la crisis podría resolverse pacíficamente, cuando Yanukóvich y los partidos de la oposición firmaron un acuerdo con la mediación de Europa al día siguiente, el 21 de febrero, acordando reducir los poderes del presidente y celebrar nuevas elecciones en diciembre. Pero el acuerdo fue recibido con indignación por el movimiento callejero, cada vez más militante.

Miles de personas permanecieron en Maidán exigiendo la salida de Yanukóvich y abucheando a los líderes de la oposición, ahora arrepentidos, por haber firmado el acuerdo. Los manifestantes denunciaron que el acuerdo no era suficiente, y algunos se reunieron cerca del Parlamento y exigieron la dimisión y el procesamiento de Yanukóvich. Aplaudieron cuando un ultranacionalista amenazó con un derrocamiento armado si Yanukóvich no se había ido por la mañana (ese orador fue posteriormente elegido diputado, donde se afilió a un partido de extrema derecha y tomó la costumbre de agredir físicamente a sus oponentes).

«Si yo fuera [el presidente Yanukóvich], intentaría huir del país», dijo un manifestante en Lviv, donde se habían reunido cientos de personas tras la firma del acuerdo. «De lo contrario, acabará como [Muammar] Gadafi, con cadena perpetua o en la silla eléctrica. No saldrá vivo de aquí».

El pánico se apoderó de la capital. Corrían rumores de que los cientos de armas de fuego incautadas días antes por los manifestantes que asaltaban las comisarías de Lviv iban de camino a Kiev para una última y sangrienta etapa de la insurrección. Cuando el propio partido de Yanukóvich votó a favor de ordenar a las tropas y a la policía que regresaran a sus cuarteles, tanto las fuerzas de seguridad como, posteriormente, Yanukóvich volaron a la ciudad, esperando un derramamiento de sangre.

Al día siguiente de la firma del acuerdo, el Parlamento ratificó lo que era en realidad una insurrección, votando para despojar a Yanukóvich de la presidencia, ante los elogios del embajador de Estados Unidos. Los manifestantes se plantaron frente al Parlamento y atacaron a un diputado del partido de Yanukóvich antes de invadir el palacio presidencial. Un destacado rabino instó a los judíos a abandonar la ciudad e incluso el país, mientras que la embajada israelí les aconsejó que permanecieran en sus casas.

La democracia de libre mercado

Pero existe otra pieza fundamental en el rompecabezas del Euromaidán: el papel de los gobiernos occidentales. Durante décadas, Washington y los gobiernos aliados han perseguido sus intereses estratégicos y económicos con la excusa de promover la democracia y los valores liberales en el extranjero. A veces eso ha significado canalizar dinero a reaccionarios violentos como los contras nicaragüenses, y a veces ha significado apoyar movimientos benignos prodemocracia como los de Ucrania.

«Los actores externos siempre han desempeñado un papel importante en la formación y el apoyo a la sociedad civil en Ucrania», escribió la académica ucraniana Iryna Solonenko en 2015, señalando a la UE y a Estados Unidos, a través de organismos como la Fundación Nacional para la Democracia (NED) y la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), cuya sede en Kiev estaba en el mismo recinto que la embajada estadounidense. «Se puede argumentar que sin este apoyo externo, que ha sido la principal fuente de financiación de la sociedad civil ucraniana desde la independencia, la sociedad civil ucraniana no se habría convertido en lo que es ahora».

Este fue el caso de la Revolución Naranja de 2004-5, en la que las ONG extranjeras cambiaron poco la corrupción y el autoritarismo de Ucrania, pero lograron el objetivo crucial de inclinar la política exterior ucraniana hacia el oeste. Como dijo el liberal Center for American Progress ese año:

¿Se inmiscuyeron los estadounidenses en los asuntos internos de Ucrania? Sí. Los agentes de influencia estadounidenses preferirían un lenguaje diferente para describir sus actividades —asistencia democrática, promoción de la democracia, apoyo a la sociedad civil, etc.—, pero su trabajo, sea cual sea su etiqueta, busca influir en el cambio político en Ucrania.

Los funcionarios estadounidenses, descontentos con el frustrado acuerdo con la UE, vieron una oportunidad similar en las protestas del Maidán. Apenas dos meses antes de que estallaran, el entonces presidente de la NED, señalando el alcance europeo de Yanukovich, escribió que «las oportunidades son considerables, y hay formas importantes en que Washington podría ayudar». En la práctica, esto significó la financiación de grupos como New Citizen, que, según el Financial Times, «desempeñó un papel importante en la puesta en marcha de la protesta», dirigida por una figura de la oposición pro UE. El periodista Mark Ames descubrió que la organización había recibido cientos de miles de dólares de iniciativas estadounidenses de promoción de la democracia.

Aunque aún falta mucho tiempo para conocer su alcance, Washington asumió un papel aún más directo una vez iniciada la agitación. Los senadores John McCain y Chris Murphy se reunieron con el líder fascista de Svoboda, permaneciendo hombro con hombro con él mientras anunciaban su apoyo a los manifestantes, al tiempo que la subsecretaria de Estado estadounidense Victoria Nuland les repartía bocadillos. Para entender la naturaleza provocativa de tales movimientos solo hay que recordar la indignación del establishment por la mera idea de que Moscú había utilizado granjas de trolls para expresar su apoyo a las protestas de Black Lives Matter.

Más tarde, una llamada telefónica filtrada mostró a Nuland y al embajador de Estados Unidos en Ucrania maniobrando para dar forma al gobierno posterior a Maidán. «Que se joda la UE», le dijo Nuland, por su intervención menos agresiva en el país. «Yats es el tipo que tiene la experiencia económica», dijo, refiriéndose al líder de la oposición Arseniy Yatsenyuk, que apoyó las devastadoras políticas neoliberales exigidas por Occidente. Probablemente puedan adivinar quién se convirtió en primer ministro en el gobierno interino posterior a Maidán.

Sería una exageración decir, como han hecho algunos críticos, que Washington orquestó el levantamiento de Maidán. Pero no hay duda de que los funcionarios estadounidenses lo apoyaron y explotaron para sus propios fines.

Revolución incumplida

Al igual que en 2004, el resultado de la Revolución de Maidán, sin culpa de la mayoría de ucranianos bien intencionados y frustrados que ayudaron a expulsar a Yanukóvich, no fue ni la paz ni la estabilidad, ni tampoco un avance hacia los valores liberales y la democracia. De hecho, casi ninguna demanda de los manifestantes se ha cumplido.

Los mismos ultraderechistas que habían liderado el derrocamiento de Yanukóvich, incluido Parubiy, se encontraron con funciones de primer orden en el gobierno interino que siguió, mientras que el ganador de las elecciones presidenciales anticipadas de 2014 —el séptimo hombre más rico de Ucrania, Petro Poroshenko— tenía un historial de corrupción. Su ministro del Interior pronto incorporó el Regimiento Azov, una milicia neonazi, a la Guardia Nacional ucraniana, y el país se ha convertido en la meca de los extremistas de extrema derecha de todo el mundo, que vienen a aprender y a formarse con Azov (incluidos, irónicamente, los supremacistas blancos rusos que fueron expulsados de su país por Putin).

A pesar de que los partidos de extrema derecha acabaron perdiendo escaños en el Parlamento, los movimientos ultranacionalistas consiguieron desplazar la política del país hacia la extrema derecha, con Poroshenko y otros centristas apoyando medidas para marginar el habla del ruso y glorificar a los colaboradores nazis. Aun así, los candidatos de extrema derecha han entrado en el Parlamento con candidaturas que no son de extrema derecha, y extremistas como el antiguo comandante de Azov, Andriy Biletsky, han ocupado altos cargos en las fuerzas del orden. Mientras el vigilantismo de extrema derecha se extendía por el país, el propio Poroshenko concedió la ciudadanía a un neonazi bielorruso y se involucró en algunos casos de antisemitismo al límite.

Poco o nada ha cambiado en cuanto a la corrupción o el autoritarismo ucraniano, tanto con Poroshenko como con el actual presidente Volodymyr Zelensky, elegido en 2019 como agente de cambio externo. Cada uno ha gobernado como un autócrata, utilizando sus poderes para perseguir a los opositores políticos y debilitar la disidencia, y se han visto envueltos en escándalos de enriquecimiento personal que siguen siendo endémicos en la clase política ucraniana.

Esto no ha impedido que ninguno de los dos haya sido agasajado por Washington e inundado de apoyo estadounidense. De hecho, este nuevo patrón imperial no ha hecho más que agravar estos problemas, ya que la familia del actual presidente estadounidense se ha visto envuelta personalmente en uno de los mayores escándalos de corrupción del país, antes de utilizar su posición para instalar a un fiscal general marcadamente corrupto.

Mientras tanto, Ucrania está envuelta en una miniguerra civil desde Maidán. Después de que Putin se moviera para asegurar la base naval de Crimea del control de la OTAN, utilizando la presencia militar rusa y un dudoso referéndum para anexionar ilegalmente la región mayoritariamente rusa poco después de la salida de Yanukovich, los separatistas prorrusos comenzaron a movilizarse en el este del país, primero en protestas, luego en grupos armados. Después de que el gobierno interino enviara fuerzas armadas para sofocar la rebelión, Moscú envió sus propias tropas, y toda la región ha sido un mortífero polvorín desde entonces.

Pero una cosa crucial cambió. Con la salida de Yanukóvich, el gobierno interino y el primer ministro elegido por Washington firmaron el acuerdo con la UE cuyo rechazo lo había iniciado todo, consolidando el acercamiento de Ucrania a Occidente y dando paso a las brutales medidas de austeridad exigidas por el FMI. Con el paso de los años, el sucesor de Yanukóvich firmó una ronda de privatizaciones, elevó la edad de jubilación y recortó las subvenciones al gas, instado por el entonces vicepresidente Joe Biden. Como era de esperar, los ucranianos, enfadados, votaron con sus pies y lo echaron con una avalancha.

Sombras y mentiras

La revolución de 2014 en Ucrania fue un asunto enormemente complicado. Sin embargo, para la mayoría de los observadores occidentales, muchos de sus hechos básicos, bien documentados, han sido extirpados para impulsar una narrativa simplista, en blanco y negro, o se han presentado como información errónea y propaganda, como el papel crucial de la extrema derecha en la revolución.

En realidad, la Revolución de Maidán sigue siendo un acontecimiento desordenado que no es fácil de clasificar, pero que dista mucho de lo que se ha hecho creer al público occidental. Se trata de una historia de manifestantes liberales y prooccidentales impulsados por agravios legítimos pero procedentes, en gran medida, tan solo de la mitad de un país polarizado, que contrae un matrimonio temporal de conveniencia con la extrema derecha para llevar a cabo una insurrección contra un presidente corrupto y autoritario. La tragedia en todo esto es que aquellos hechos sirvieron en gran medida para empoderar neonazis, al tiempo que promulgaban únicamente los objetivos de las potencias occidentales que prestaron su apoyo de forma oportunista.

Es una historia trágicamente común en la Europa de la posguerra fría, de un país mutilado y desgarrado cuando sus divisiones políticas y sociales fueron utilizadas y desgarradas aún más en la lucha de la rivalidad entre grandes potencias. La implicación occidental ha contribuido a llevar al país a esta crisis. Hay pocas razones para pensar que ahora la sacará adelante.

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