Tras los embargos contra Rusia a partir de la guerra en Ucrania, Alemania busca convertirse en el actor determinante de la política energética europea.
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Si George W. Bush no va a ser juzgado por crímenes de guerra, debería al menos dejar opinar en público sobre guerras sin justificación, como hizo hace poco al referirse accidentalmente a la «totalmente injustificada y brutal invasión de Irak».
Las miradas que dan por consumada la reconstitución de un imperio ruso pierden de vista que Putin no hereda seis siglos de feudalismo, sino tres décadas de convulsivo capitalismo.
La enorme mayoría de medios de comunicación hegemónicos, instituciones y partidos políticos de Occidente se han posicionado en contra del gobierno de Putin. Sin embargo, esas posturas a menudo han decantado en una rusofobia generalizada.
Rusia no integra el circuito dominante del imperialismo contemporáneo pero desarrolla una activa intervención geopolítica acorde a su poderío bélico.
Un triunfo de la OTAN fortalecería el imperialismo. Una victoria de Putin dejaría una dramática herida en el pueblo ucraniano. La tregua es el mejor sendero para evitar esos infortunios y construir un proyecto popular contra el belicismo imperialista.
La invasión de Ucrania por parte de Putin ha abierto las compuertas a un derrame de histeria nacionalista y de odio contra un supuesto «pueblo enemigo» ruso.
La guerra en Ucrania es una disputa entre dos rivales imperialistas impulsada y dirigida por la competencia capitalista.
Putin acusa a Lenin de haber dividido Rusia para crear Ucrania. Pero la historia real de la región es otra.
Rechazamos las decisiones que pasan por sumar más armas al conflicto y aumentar presupuestos de guerra. Rechazamos los relatos securitarios que refuerzan lógicas autoritarias y de militarización. No en nuestro nombre.