Entrevista por
Matías Allende Contador
El colombiano Juan Cárdenas es autor de seis novelas y dos libros de cuentos, entre los que se cuentan Carreras delictivas (2008), Zumbido (2010), Los Estratos (2014), Ornamento (2015), Tú y yo, una novelita rusa (2016) y Elástico de sombra (2020). Su novela El diablo de las provincias (2019) fue galardonada con el Premio de Narrativa José María Arguedas de la Casa de las Américas, y los críticos de toda la región coinciden en que Cárdenas es uno de los escritores más interesantes y provocadores de los últimos tiempos.
En una reciente conversación con Matías Allende Contador para Jacobin, Cárdenas habló de los motivos recurrentes en sus novelas: la religiosidad y el simbolismo popular, las repúblicas oligárquicas fundadoras y las clases subalternas, y las artimañas ideológicas que inventa el capitalismo para legitimarse una y otra vez. El autor destaca las formas en que el imaginario capitalista se insinúa en los diversos paisajes culturales y naturales de América Latina, y ensaya algunas ideas sobre cómo romper su hechizo.
MAC
El título de tu novela, Los Estratos, hace referencia a un tiempo y un contexto, justamente, estratificado. El crítico argentino Gabriel Giorgi se refiere a tu obra como una «acumulación de líneas narrativas» en las que se pueden detectar no solo líneas biológicas y naturales, sino también culturales, religiosas, políticas y coyunturales.
Ahora bien, respecto al cruce entre lo popular y lo católico en tu obra, siempre hay una relación ambigua y no tan resuelta —que, por cierto, reaparece en el lazo entre naturaleza y capitalismo— donde existe un cuadro sin definir entre el bien y el mal, el diablo y Dios. ¿Por qué hacer ingresar esta dimensión de ambivalencia religiosa católica que está presente en tus novelas? ¿Es una cuestión formativa o es una lectura respecto a nuestra historia cultural?
JC
En este caso lo individual se funde con lo colectivo, ¿no? Lo personal se funde con la historia y es que, al fin de cuentas, somos católicos. Justo uno de los autores de referencia para mí es un etnógrafo italiano que se llama Ernesto de Martino. Él tiene un libro muy bello que se llama El mundo mágico (1948), que es un libro importante para la escritura de Los Estratos (y en general para mis libros, para casi todos). En ese libro, palabras más, palabras menos, se empieza a preguntar, a partir de un acervo brutal de literatura etnográfica, en qué consiste el mundo mágico de las sociedades llamadas primitivas. Y él da una respuesta que a mí siempre me ha parecido no solo sugerente por el valor en sí de la idea, sino por lo que tiene que decir eso para las sociedades contemporáneas. Allí Martino consta que la magia de las sociedades primitivas es una respuesta a lo que él va a llamar: «la crisis de la presencia».
La crisis de la presencia, que es una cosa que experimentamos todos, son de esos momentos donde la subjetividad del yo —más allá de cómo esté constituido históricamente ese yo— entra en una especie de crisis, en un momento de: «estoy derrumbado, mi yo se está como licuando». Entonces la gente sufre esa crisis de la presencia y comienza una especie de furor imitativo. Hay documentados muchísimos episodios a nivel mundial, en muchos pueblos primitivos, en los que la gente tiene este tipo de crisis de la presencia y empieza a imitar cosas. Acá, en Colombia, en varias sociedades indígenas y también afros le llaman a eso «el susto». Está tipificado así en muchas sociedades: los niños se asustan y comienzan a imitar psicóticamente.
Volviendo a De Martino, él dice: la magia surge en las sociedades primitivas como una respuesta a la crisis de la presencia. Es decir, tiene que haber alguien en la sociedad, en la comunidad, un chamán que va a ir a negociar con las fuerzas otras y se negocia la presencia de cada sujeto. Por ello De Martino dice que el alma, tal y como nos la inventamos, es un recurso mágico que inventa la sociedad cristiana para garantizar de manera permanente ese yo, ese sujeto, para que no se caiga en pedazos en ningún momento. Es decir, si tú desde niño naces y te dicen, tú tienes un alma porque Dios te la dio, está garantizada. Es como una cuota inicial, es como el dinero que tienes en tu banco, que papá Dios te puso ahí en la cuenta, pues entonces, tienes una relación muy diferente con tu crisis de la presencia.
Eso no quiere decir que no tengamos crisis de la presencia en las sociedades cristianas. Obviamente, estamos hechos mierda y nuestra psique se hunde permanentemente en muchos fenómenos de salud mental jodida. Y eso, pues, lo agrava el capitalismo. Entonces me interesa pensar, justamente, cómo el capitalismo se imbrica de un modo muy peculiar con el catolicismo. Son cosas que en cierto modo se han engendrado: el capitalismo es hijo del catolicismo en muchos sentidos, pero a la vez, el consuelo espiritual y estético del catolicismo es pulverizado por el capitalismo. Entonces, somos sociedades muy enfermas, donde la gente está muy determinada por todos estos arquetipos históricos. En todos mis libros —no solamente en Los Estratos— se trata de explorar, justamente, esas crisis de la presencia que sufre la gente cuando el yo se le licúa.
MAC
En ese sentido, sobre el concepto de «furor imitativo», la anécdota con que se inicia Los Estratos es un buen ejemplo. Narra la figura de un diablillo mucho más ladino, Urdemales. La anécdota va avanzando y el protagonista comprende cuál es la misión del diablo, que es darle buen gusto a la gente ¿Por qué generar esa representación más justiciera, más astuta, más luminosa del diablillo que es absolutamente distinta al Apocalipsis inefable que está en El diablo de las provincias? Creo que ahí hay una cuestión que también tensiona a ambos protagonistas, de las dos novelas.
JC
La tradición hispánica en general tiene unas figuras del diablo diferentes. No es este Satán muy terrible al que le temen los protestantes, que tiene una construcción muy diferente a la nuestra. Nosotros tenemos unas figuras de los diablos y de otros demonios más en esa zona ambigua, burlona y popular que, obviamente, son reminiscencias paganas; es decir, el diablo único es relativamente nuevo.
Ahora, es interesante lo que pasa en las culturas afrocolombianas y en otras culturas negras latinoamericanas, la gente tiene una relación muy curiosa con la figura del diablo. El diablo no siempre es una entidad absolutamente maligna: el diablo hace favores —luego te los cobra muy caros, por supuesto—, en general es como un extraño favorecedor de los pobres. Los pobres pueden recurrir al diablo para pedirle cosas que no le pedirían nunca a Dios o a otras entidades un poco más angélicas.
Entonces siempre me han interesado esas figuras del diablo popular y la relación que la gente establece simbólicamente con eso. En mis libros hay un montón de diablos operando y haciendo cosas; es esa figura del operador, del mediador. Acá en los barrios populares está la figura del prestamista. Ellos no pueden ir a pedir un crédito al banco, el banco no les daría crédito, pero en los barrios está el tipo que presta la plata, a veces un matón o el crimen organizado. El diablo ocupa un nicho simbólico muy semejante a ese prestamista, es el mediador de los pobres.
MAC
Y que, de hecho, en El diablo de las provincias está bajo la noción del monocultivo como sistema de desarrollo económico.
JC
Totalmente. Y además el tipo de negocio que plantea esto. Eso fue influenciado por mi lectura de Michael Taussig, que es un antropólogo que siempre está tratando de encontrar cuáles son las relaciones entre el dominio de los símbolos populares y el dominio de la economía popular. Cómo funcionan las economías reales y las economías simbólicas, cómo se imbrican esas dos dimensiones.
Cuando estás hablando del monocultivo, necesariamente estás hablando de una economía, pero hay una serie de imaginarios que se cuelan ahí y que determinan la relación con el monocultivo. Y se parece mucho a la del pacto con el demonio, ¿no? O sea, el monocultivo, eso es justamente lo que provoca, al punto de que es imposible no acabar atribuyéndole al monocultivo una cierta agencia: el monocultivo hace cosas. Es decir, nosotros no estamos controlando del todo el monocultivo. Y, claro, eso es una idea medio marxista, o de marxismo heterodoxo, que tendría que ver con el fetichismo de la mercancía, con el modo en que las cosas se animan por efecto del capitalismo. Esa es otra referencia permanente para mí, un capítulo al que vuelvo una y otra vez de El capital.
MAC
Respecto a lo anterior, sobre el extractivismo que se relaciona usualmente a tu obra, me gustaría que profundizáramos el vínculo entre capitalismo y desarrollo que está más trabajado en El diablo de las provincias. Justamente hoy hay una especie de auge de la política de conservación del medio ambiente, a nivel Occidental. ¿Cómo valorizas esa contradicción o cambio de paradigma (por un lado cultural, pero al mismo tiempo productivo), particularmente en el contexto de un potencial giro a la izquierda de la región?
JC
Te va a parecer raro lo que te voy a decir, pero cada vez soy más escéptico respecto al discurso del ecologismo. Con esto no quiero decir que quiero que se mueran las ballenas. Al revés, soy un súper entregado naturalista. Pero sí hay un escepticismo creciente con el discurso del ecologismo sobre todo ligado al capitalismo.
Aquí en Colombia está pasando algo curioso: se han promovido unas leyes de parques naturales en los últimos años, y uno diría «fantástico, buenísimo, son parques naturales», etcétera. Pero vas a ver los territorios (en los últimos años, por distintos trabajos he tenido ocasión de estar en los territorios y de ver cómo funcionan esos parques) y lo que está pasando es otra cosa a lo que uno había imaginado: se están concibiendo los parques naturales sin gente, es decir, no quieren a la gente viviendo en los parques. No quieren a la gente usando los territorios o estableciendo ningún tipo de relación de uso de los recursos.
MAC
Como el Parque Nacional Chiribiquete.
JC
Exactamente. Pero es una política de todos los parques en Colombia, y entiendo que es una política importada, es decir, que no es una política solo de acá. Es una política que se ha implementado en varios otros lugares y lo triste de todo esto es que ocurren dos cosas: uno, te das cuenta de que en realidad es un modelo de negocio, es decir, conciben los territorios, los parques, como una especie de fábrica de paisajes y de experiencias prefabricadas con toda esta idea del turismo ecológico.
Se trata de transformar a Colombia —al menos en el plan del anterior gobierno— bajo un proceso de paz. Hacemos unos parques, traemos un montón de turistas, y vengan a ver lo maravilloso que es Colombia. Pero, en segundo lugar, ese proceso se continúa con unas políticas de despojo y de desplazamiento que son exactamente las políticas de extrema derecha. La diferencia es que la extrema derecha, como Bolsonaro, quiere meter vacas y destruir la selva, meter monocultivos y meter el progreso. Y la centroderecha con los liberales tienen una idea del territorio muy parecida, en el fondo. Y esa idea es agarrar a la gente, sacarla de ahí y que haya lucro en su lugar.
Ahora bien, cuando vas a los mismos territorios y vas a ver cómo funcionan los ecosistemas, ves que dependen muchas veces de ese uso humano. Es decir, lo que ha posibilitado a lo largo de milenios que muchos de estos ecosistemas se mantengan y florezcan es que la gente los use, y que haga un uso inteligente y racional de esos recursos y esos espacios. Por ejemplo, tenemos la idea de que la selva amazónica es virginal, y resulta que la selva amazónica lleva decenas de miles de años siendo cuidada por unos jardineros excepcionales que son todos los pueblos que viven en la cuenca del Amazonas. Eso a la gente no le cabe en la cabeza. Se dice que «La humanidad está destruyendo el planeta», cuando en realidad es el capitalismo y cuatro hijos de puta. Andá a preguntarle a los pueblos amazónicos si ellos están destruyendo el planeta. Pues no.
MAC
A propósito de esa idea de relación entre territorio y uso humano, existe un uso muy peculiar en los parques de Estados Unidos de las comunidades indígenas. Son parques que son máquinas de producción, de consumo de bienes culturales, pero al mismo tiempo, de consumo de sujetos exotizados. Creo que, en ese sentido, viene al caso la trampa del boom identitario, algo que estamos viendo fuertemente dentro y fuera de las mismas comunidades indígenas. ¿Cómo salir de esa trampa de autoctonismo tan demodé?
JC
Sí, es curioso. Fíjate la paradoja: buena parte de todo ese discurso identitario «nuevo» viene de una larga sucesión de críticas dentro de los sistemas de pensamiento occidentales. En un momento se llega a las teorías posestructuralistas donde, justamente, lo que se trata es de desmontar los «yo» y las identidades fijas, y entonces engendran a este hijo. Y uno dice: pero, ¿no se suponía que estábamos desmontando todo? ¿Por qué hay unas identidades que sí están buenas y otras no? ¿Y por qué sí tenemos que defender de manera religiosa las identidades varias? Esto fue un golazo político que nos metió la derecha en los años 80. Voy a ser muy machetero diciendo esto, pero justo después de los años 70, cuando el FBI desmontó las luchas de los derechos civiles y a los Panteras Negras, la derecha dice: tenemos que inventarnos algo para que no vuelva algún tipo de movimiento. Y se inventa el multiculturalismo.
En ese sentido soy un enemigo declarado del discurso en contra de la apropiación cultural, puesto que para que haya apropiación, primero tiene que haber propiedad. Y la propiedad es un concepto muy jodido, ¿me estoy apropiando de qué? ¿De la propiedad de quién? Pues, que en un festival de música indie unas chicas blancas salgan vestidas con unos tocados sioux en la cabeza sea o no apropiación cultural, francamente, me importa un bledo. Y a los indios debería importarles una mierda también. A todo el mundo debería importarle una mierda que una persona agarre un elemento cultural de un pueblo, el que sea, y se lo apropie y haga otra cosa con él. Porque los significantes están libres, los significantes no significan siempre la misma cosa en todas partes. Yo creo que de ahí viene buena parte de la confusión. Cuando decís «apropiación cultural», muere un gatito y la CIA se frota las manos.
Todo el discurso sobre la apropiación cultural es nefasto y conservador, que es lo peor. Sería mucho más fácil que dijéramos «sí, todo el mundo tiene derecho a usar lo de todo el mundo, porque la cultura no es un mercado donde hay unos propietarios que salen con sus propiedades a vender algo». No, la cultura funciona más bien como una mesa, un banquete donde todo es libre y todos llevamos algo y estamos todos comiendo de todos los demás. A mí me interesa mucho Cristina Rivera Garza y su noción de «desapropiación», de literatura desapropiada. Me interesa cómo ella hace ese uso de la idea de desapropiación… se lo estoy robando mucho, en todas partes, porque, justamente, por ahí va la cosa.
MAC
Y, al mismo tiempo que se genera toda esta cultura de identidades bondadosas que están unidas por nociones telúricas a la tierra y a la topografía, hay una clase oligárquica en América Latina, o más bien un fenómeno en Occidente en general, que convive con un tipo de memoria histórica muy violenta y que muy pocas veces es escenificada dentro de las representaciones artísticas, literarias.
Se sabe que la familia del protagonista de Los estratos es rica, que tiene una empresa —que él ha llevado al fracaso—, que tiene una tía que parece entenderlo y que tuvo un tío al cual quería (el que se señala había militado en el partido conservador durante La violencia y que, sin ningún tapujo, presumía «de su precoz habilidad con el machete»). Es interesante cómo hay una clase dentro de América Latina que aún conserva ciertos relatos de su pasado, cuando existe hoy un discurso continental donde pareciera existir un acuerdo general en términos de reparación y de memoria. Es decir, hay una verdad histórica que, al mismo tiempo, a ellos no les afecta.
JC
Creo que esas oligarquías se han desarrollado desde los tiempos de la colonia, por supuesto, con la idea de que los territorios y nuestros países y todo, incluso hasta el pueblo mismo, como con las encomiendas, son de su propiedad. Entonces, esa idea de propiedad que tienen las oligarquías respecto a nuestros países, creo que explica en gran medida que ellos se sientan de cierto modo exentos de participar de un relato de construcción de esa verdad colectiva o de construcción de la República, mejor dicho.
Ellos se han dedicado a construir la nación en un sentido muy interesado, justamente, para su idea de lo que debería ser una república —una república oligárquica— y, por el otro lado, los demás hemos ido haciendo lo que hemos podido. A veces más perdidos, a veces más ubicados. Es importante lo que hemos ido entendiendo en las últimas décadas, sobre cómo la creación de los imaginarios de nación fueron inseparables de la noción de blanqueamiento.
El relato de nuestras naciones es el relato feliz de cómo mejoramos la raza, sin importar la violencia y despojo. Pero nuestra historia es, en realidad, todo lo contrario: es la historia de los cabecitas negras, de los negros, de los desarrapados, de los indios, de los cholos, de los rotos, como les dicen en Chile. Es decir, esas palabras son insultos en muchos casos, pero para mí no lo son.
MAC
Y sobre esas identidades que se vuelven masa —la india, la negra, la criolla— también hay una crítica que proviene de un sector de la izquierda, que las considera particularidades. Particularidades dentro de procesos de renovación nacional, por ejemplo con el proceso de Chile, una revuelta que derivó en un proceso institucional, consideradas para un sector político una especie de conjunción de demandas liberales que no pudieron asentarse en demandas realmente emancipadoras o realmente de izquierda. ¿Qué opinas sobre ese cuadro de conflicto entre dos discursos absolutamente válidos, uno mucho más ortodoxo, y el otro institucionalista, sí, pero con varios componentes renovadores interesantes?
JC
Es una gran pregunta. Es una gran pregunta en el sentido de que yo muchas veces voy fluctuando, y la verdad mentiría si dijera que tengo muy claro ya que prefiero leer siempre las cuestiones de manera coyuntural. En el fondo es eso: cuáles son las relaciones de fuerza específicas, para un fenómeno específico, en un lugar específico. Por supuesto, en esas relaciones de fuerzas coyunturales, hay fuerzas generales de la historia que están ahí operando, pero, dicho esto, es una frivolidad decir que la lucha feminista o la lucha antirracista son una lucha menor al lado de crear un sindicato.
Pero al mismo tiempo también es una frivolidad —que uno la ve de parte de muchos compañeros y compañeras— decir lo contrario: que la lucha antirracista y la lucha feminista son más importantes. No estoy de acuerdo con ninguna de las dos posiciones. Y creo que también eso apunta a un fenómeno muy clásico de la izquierda, que es esta especie de narcisismo del sujeto revolucionario correcto.
Por ejemplo, ahora mismo en Colombia hay un debate en el que Gustavo Petro, que es por cierto mi candidato, está enfrascado en una lucha muy boba con ciertos sectores del feminismo, por declaraciones de ese tipo. Y me parece que Petro se equivoca creando este significante «feminismo», como si fuera una unidad monolítica y que de repente hay un partido, o un comité central feminista decidiendo las cosas. No es así.
Pero me parece que Petro tiene razón cuando él dice que una medida feminista sería hacer una reforma agraria y entregarle la propiedad de la tierra a las mujeres y no a los hombres. Si vamos a hacer una reforma agraria, las propietarias que sean las mujeres. Y en un país de madres solteras, cabezas de familia, como este, pues esa sería una medida súper feminista. Lo que pasa es que Petro es un pelotudo porque dice «este es el verdadero feminismo». En este momento yo creo que lo más importante es articular, es sumar, encontrar la manera de hacer traducible tu demanda en la mía.
MAC
Viviste varios años como migrante en España, se podría decir que siempre quedó una parte tuya allá en Europa, en un escenario en el cual los migrantes no europeos, no ricos, sin una capacidad de insertarse cómodamente en la sociedad, son rápidamente rechazados. ¿Qué lugar ocupan esos sujetos desterritorializados? Y, por otro lado, ¿qué pasa con los latinoamericanos que salen para migrar dentro de América Latina y se vuelve finalmente un nomadismo? ¿Qué hacemos para volver a pensar a estos migrantes como sujetos políticos a nivel continental, no únicamente dentro de los territorios de los cuales ya fueron expulsados?
JC
Me fui muy joven a estudiar a España y me quedé allá. De hecho, fui migrante ilegal por varios años y viví una vida de ilegal, y eso fue la experiencia formativa definitiva para mí como sujeto político, a partir de esa idea de la clandestinidad, el miedo a que venga una redada policial y que te deporten. Además, es interesante el tipo de solidaridades que se generan en esa situación. Mis amigos eran gente de Bangladesh, Pakistán, China, Senegal. Eso a mí me transformó como sujeto, yo era otra persona realmente hasta que me pasó todo eso. Entonces eso es curioso, porque, aunque suene paradójico, me ayudó a ubicarme en cierto modo… Esa desubicación total te ayuda a ubicarte, a construirte unas fortalezas políticas basadas en situaciones paradójicas.
Por otro lado, preguntabas por lo de la migración acá en América Latina. Te voy a contestar solo con una imagen. En los últimos meses, como estoy viviendo en el campo, tengo que agarrar el coche —más de lo que suelo agarrarlo— para ir a hacer compras. Entonces, salgo a la carretera en el coche y bajo hasta Popayán o subo a Cali. Y es impresionante porque, no importa la distancia a la que vaya, siempre vas a ver un pequeño grupo, o a veces individuos, venezolanos yendo por la carretera, en ese éxodo permanente con los cochecitos… a veces llevan niños, a veces llevan sencillamente víveres o su equipaje.
Pero la imagen que te iba a dar no era esa, no es solamente la imagen del venezolano que va rumbo al Sur, sino lo que ocurre con muchos de estos chicos: a veces se vuelven adictos a las drogas y lo que ves es venezolanos que van por la carretera y ya no van al Sur con un rumbo, sino que están perdidos en la carretera, literalmente. Son como fantasmas que se han quedado en la carretera y que no saben para dónde van. Se están devolviendo, pero no saben muy bien a dónde. Algunos deciden quedarse, armar unos pequeños campamentos a la orilla de la carretera, al lado de bosques o de ríos. Creo que esa es una imagen que tendría que darnos mucho que pensar. Estos hombres —sobre todo, porque casi siempre son hombres— están como en su crisis de la presencia, justamente, perdidos en la carretera y no saben si vienen o si van.
MAC
Para terminar, en el ensayo de Gabriel Giorgi hay una metáfora tectónica muy bella que se desprende de tu libro Los estratos, que es una suerte de definición de lo político: «Darle forma al “temblor del tiempo humano”: para eso, la novela. Temblor del tiempo humano: difícil encontrar una mejor caracterización de lo político».
JC
Me gusta esa idea de la metáfora geológica, Me gusta pensar así porque, con un poquito de consciencia que tengas de la historia geológica del planeta, te das cuenta de que hay cualquier cosa menos un relato ordenado y lineal, una historia oficial o apátrida de cómo se suceden los eventos. La historia de la geología te cuenta un relato diferente, mucho más complejo, donde, por ejemplo, catástrofes inimaginables conducen a períodos de un esplendor increíble. Es decir, me interesa esa idea de lo que se va depositando y de lo que podemos leer en esos depósitos. ¿Qué es lo que podemos leer en esos estratos de tiempo que se han acumulado? Los libros están escritos desde ahí, desde esa inquietud geológica.
Sobre el entrevistador:
Matías Allende Contador es curador de arte contemporáneo y candidato a Doctor en Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Chile.