América Latina y el Caribe ha sido la región más duramente golpeada por la pandemia. Aquí se registra el 20,8% de contagios y el 32,5% del total de muertes por coronavirus a pesar de que solo representamos el 8% de la población mundial. Y aunque la vacunación avanza, solo el 24,8% de la población ha completado su esquema —con fuertes disparidades entre países—, muy por debajo del 55,6% de la Unión Europea o el 53% de los Estados Unidos y Canadá. Es, también, una de las regiones más golpeadas por la crisis económica global con una contracción de -6,8% el 2020 y una tasa de crecimiento de 5,9% prevista para el 2021, que no alcanza para recuperar el nivel del 2019.
La pandemia develó así, cruda y duramente, cuán desigual es el mundo, cuán falaz ha sido el crecimiento económico en la región y cuán precarias son aún nuestras instituciones. Fue quizás esta sobredosis de realidad la que despertó conciencias, avivó la necesidad de articular esfuerzos y le dio un nuevo impulso a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) para que, luego de 4 años de estancamiento, realizara su VI Cumbre presidencial en Ciudad de México a mediados de septiembre y con la presencia de altos mandatarios de 31 países (de los 33 que la integran). Esto es, en sí mismo, un mérito importante, más aún en un contexto de fuerte oleaje político, con la presencia tanto de gobiernos progresistas —como en Argentina, México o Bolivia, luego del golpe de 2019—, como gobiernos de derecha, en el caso de Colombia y Ecuador, o de ultraderecha, como en Brasil, para poner solo algunos ejemplos.
Es importante resaltar que la CELAC es el único mecanismo intergubernamental de diálogo y concertación política que integra a todos los países de América Latina y el Caribe. Esta Cumbre tiene lugar luego de un proceso de debilitamiento de los organismos de integración como el MERCOSUR o la CAN y otros más políticos como UNSASUR o el ALBA. Hay que señalar, además, que el controvertido papel de la OEA en las elecciones generales de Bolivia en 2019 —insinuando sin sustento un fraude y avalando con ello un golpe de Estado— les ha restado legitimidad.
En esas condiciones, la CELAC tiene altas posibilidades de convertirse en el principal espacio de integración en la región, aunque en el camino para su consolidación haya algunos desencuentros como los que, dicho sea de paso, se expresaron en la VI Cumbre en torno a la situación política interna de Nicaragua, Cuba y Venezuela y que, sin embargo, no impidieron que se suscriba una declaración final conjunta que «reitera el compromiso con la unidad e integración política, económica, social y cultural», así como reivindica el ejercicio pleno de la democracia sin «interrupciones» ni «retrocesos» y expresa su «rechazo a la aplicación de medidas coercitivas unilaterales, contrarias al derecho internacional, y reafirma su compromiso con la plena vigencia del Derecho Internacional, la solución pacífica de controversias y el principio de no intervención en los asuntos internos de los Estados». Con estas afirmaciones se consuma implícitamente la extinción del Grupo de Lima y se le enmienda la plana a la OEA (o, más bien, a la gestión de Almagro).
Se reafirmó también el compromiso con los derechos humanos, con especial atención a los sectores en situación de vulnerabilidad, la promoción de la igualdad de género, la lucha contra toda forma de discriminación, la necesidad de una gobernanza migratoria articulada a nivel regional protegiendo los derechos humanos de las personas migrantes, el respeto a los derechos de los pueblos indígenas u originarios y afrodescendientes, la lucha contra el cambio climático, etc.
Pero, sin lugar a dudas, lo que ocupó el lugar más importante en las discusiones y declaraciones finales fue la crisis sanitaria y económica desatada por la pandemia.
Así, por ejemplo, se hizo un llamado para democratizar la producción de las vacunas contra el COVID-19, en tanto estas constituyen «bienes públicos globales» y para asegurar su distribución justa y equitativa en la región. Se planteó también la necesidad de facilitar las condiciones de pago de la deuda —incluyendo la posibilidad de renegociación— de los países de ingresos medios, así como el acceso oportuno a los derechos especiales de giro, la «revisión de las políticas de acceso y sobrecargos en los préstamos de apoyo financiero del Fondo Monetario Internacional (FMI)» y el fortalecimiento de los bancos multilaterales de desarrollo de América Latina y el Caribe.
En cuanto a la lucha contra el cambio climático, se asumió un compromiso de incrementar la ambición climática de los países que integran la CELAC en torno a los objetivos del Acuerdo de París, a la vez que se instó a los países desarrollados a cumplir con sus compromisos de financiamiento en los acuerdos multilaterales ambientales y facilitar el acceso a dichos recursos.
Pero más allá de las declaraciones y los llamados —que, como bien sabemos, pueden simplemente quedar en el papel—, cabe destacar el desarrollo de una serie de planes de trabajo y espacios que definen un proceso de institucionalización en marcha. Se ha constituido, por ejemplo, la Red de especialistas en agentes infecciosos y enfermedades emergentes y reemergentes de la CELAC, se cuenta con un «Plan Integral de Autosuficiencia Sanitaria» (elaborado por la CEPAL a pedido de la CELAC) para el fortalecimiento de capacidades de producción y distribución de vacunas y medicamentos a través de una plataforma regional de ensayos clínicos, la creación de consorcios para el desarrollo y la producción de vacunas, mecanismos de compra conjunta internacional y flexibilización de normativa sobre propiedad intelectual, entre otros.
Se ha constituido también la Agencia Latinoamericana y Caribeña del Espacio (ALCE) para mejorar los sistemas de alerta temprana frente a fenómenos naturales, identificar zonas de riesgo de desastres, pero también para identificar potencial agrícola y productivo. Se ha anunciado también la creación del Fondo CELAC, para la respuesta integral a desastres y para apoyar la mitigación y adaptación al cambio climático de los países miembros.
Así, aunque el camino de la integración siempre es largo y accidentado, implementar iniciativas concretas en torno a temas que involucran a los países miembro puede ser ese núcleo en torno al cual se vaya tejiendo progresivamente una sólida articulación que pueda, a su vez, tener mejores condiciones para la interlocución o la negociación con otros países o bloques regionales. De hecho, la presencia del presidente del Consejo Europeo y la participación virtual del secretario general de las Naciones Unidas y el presidente de China en la VI Cumbre de la CELAC son gestos que fortalecen esa legitimidad colectiva.
Pero otra clave fundamental para consolidar la legitimidad de un espacio de integración regional es el diálogo con los movimientos sociales. Recordemos que la región viene de atravesar un periodo de alta conflictividad: el año 2019 —con un alto componente indígena— en Ecuador, entre fines de 2019 e inicios de 2020 en Chile, con un proceso constituyente en curso como desenlace, y en 2021 (con claros precedentes en 2019) en Colombia. En países en los cuales hay una crisis de legitimidad de las instituciones, es importante reconstruirlas, haciéndolas permeables a la participación ciudadana y de los movimientos sociales, generando mecanismos de diálogo con los gobiernos y entre los movimientos y redes de la sociedad civil a nivel de la región.
En tiempos en los que conmemoramos el bicentenario de nuestras independencias, los países de la región debemos asumir el desafío de repensar nuestros horizontes y nuestras instituciones, afirmando nuestra soberanía, eliminando los rezagos coloniales que aún tiñen los procesos de integración, asumiendo el difícil desafío de la unidad en la diversidad, mirando al mundo globalizado, pero también nuestra historia, nuestras raíces. Abriendo nuestro propio camino sin calco ni copia.