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Ilustración de Daniel Roldán

Una economía mundial difractada

Traducción: Valentín Huarte

La pandemia ha desorganizado profundamente la economía mundial. La lógica de esta crisis es inédita, y la forma en que saldremos de ella dependerá no solo de factores económicos, sino también de factores sanitarios y sociopolíticos.

Este artículo forma parte del #1 de la edición impresa de Jacobin América Latina.

Cada niño sabe que cualquier nación moriría de hambre, y no digo en un año, sino en unas semanas, si dejara de trabajar.
(Marx, Carta a Ludwig Kugelmann, 11 de julio de 1868)

Una economía desarticulada

El coronavirus no vino a contaminar un organismo sano. Infectó un organismo atestado de enfermedades crónicas. A pesar de esto, el impacto de la crisis no puede explicarse solamente por las debilidades del capitalismo realmente existente. La crisis no nació en el sector financiero. Surgió directamente de lo que suele denominarse economía “real”. Por lo tanto, no puede ser analizada en los mismos términos en los que fue analizada la crisis de 2008. En efecto, en el caso actual son las relaciones productivas las que han sido bloqueadas, de tal manera que los canales de transmisión de la crisis son completamente diferentes.
Los economistas distinguen de buen grado los “shocks de oferta” y los “shocks de demanda”, pero esta distinción, que en realidad nunca fue muy útil, carece completamente de sentido en el caso de la crisis actual.

Es el conjunto de los esquemas de reproducción –para usar una noción marxista– lo que ha sido desarticulado. Lo importante en el análisis de Marx es que las condiciones de la reproducción remiten tanto a la producción de mercancías y de plusvalor (“la oferta”), como a la demanda social capaz de “realizar” dicho plusvalor. Ahora bien, en las circunstancias actuales, las condiciones de esta reproducción no están garantizadas.

Para comprender por qué, basta considerar los diferentes componentes de la oferta y de la demanda. El confinamiento tiene como efecto inmediato la caída del consumo y de la producción: las empresas están paralizadas y, por lo tanto, no están produciendo nada; los comercios están cerrados y los consumidores están confinados. Las inversiones se encuentran evidentemente en un punto muerto a causa de la caída que registran las carteras de pedidos, pero también a causa de la incertidumbre en cuanto a las perspectivas. En fin, el comercio mundial se ha retraído. Se ve bien la interacción indisoluble que existe entre la oferta y la demanda, a pesar de que esta sea ignorada por las previsiones oficiales.

Desincronización de la crisis… y de la recuperación

Una de las características esenciales de esta crisis es que “difracta” la economía o, dicho de otra forma, que golpea desigualmente sobre sus distintos sectores. En efecto, las mediciones globales de la caída del PIB no son más que un promedio de evoluciones muy diferentes. Algunos sectores se ven directamente golpeados por la mera implementación de las medidas de clausura. Este es particularmente el caso del comercio minorista de artículos no esenciales. Pero hay otros sectores que, aunque sea en menor medida, también son afectados. El sector en el cual la actividad disminuye más es el de los proveedores, lo que significa que la crisis afecta principalmente a los sectores más alejados de la demanda final. Todo sucede como si el virus “remontara el circuito” desde el sector del consumo (“la demanda”) hacia el sector de los proveedores (“la oferta”).

Los daños no se infligen de manera “equitativa”. Por ejemplo, los sectores de servicios menos golpeados suelen emplear mucha mano de obra, en general con bajos salarios y contratos precarios, lo cual hace que en estos casos el trabajo a distancia sea prácticamente imposible. Según la OCDE, más de un tercio de las empresas enfrentará problemas de liquidez luego de tres meses de confinamiento. De aquí las medidas de apoyo estatal (aplazamiento de impuestos, amortización de deudas, responsabilidad sobre una parte de la masa salarial). Sin embargo, de a poco empieza a oírse otra música: ¿no será la crisis una buena ocasión para eliminar a las empresas “zombis” que no merecen sobrevivir?

Entre los distintos países existe la misma heterogeneidad que puede observarse entre los sectores de la economía. En este caso debe considerarse cómo se transmite la crisis a través de las cadenas de valor. Un estudio afirma que los shocks transmitidos por las cadenas de aprovisionamiento mundial serán responsables de aproximadamente un tercio de la caída del PIB. La interrupción en un punto de la cadena paraliza al resto de la producción, tanto más rápido en los casos en los que la industria funciona con niveles de stock muy débiles, que no permiten absorber la menor desaceleración de la producción.

Todas las previsiones de los organismos internacionales prevén una recuperación gradual. Este es el caso, por ejemplo, de la proyección que hizo el FMI en su informe sobre las “Perspectivas de la economía mundial” (junio de 2020) de donde tomamos el gráfico siguiente. Allí se muestra que China subsanaría la caída producida por la pandemia y recuperaría la tendencia observada antes de la crisis. Es lo que los economistas denominan una recuperación “en V”. Pero este no es el caso del resto de los países. Los otros países emergentes y en vías de desarrollo solo recuperarían los niveles del PIB del primer trimestre de 2019 en el primer trimestre de 2021, y los países avanzados (son las categorías del FMI) alcanzarían esos niveles recién a fines de 2021.

Pensamos que estos pronósticos son demasiado optimistas y que la recuperación será todavía más “incierta” de lo que piensa el FMI. Es verdad que puede observarse, particularmente en el caso de Europa, una reanudación veloz de la actividad económica. Pero debe verse en ello solo un efecto instantáneo de la salida del confinamiento.

En efecto, las previsiones más optimistas ignoran la característica esencial de esta crisis, que es la combinación de dos mecanismos: la paralización de la economía –una recesión que, si se dejara de lado su excepcional violencia, podría calificarse de “normal”– y una crisis sanitaria que induce un ciclo específico. Basta considerar la situación en Estados Unidos y en Brasil, como así también los efectos posibles que se seguirían de un nuevo confinamiento.

Las proyecciones oficiales olvidan otro factor clave: el temor a la enfermedad. Para explicar la combinación de los efectos de la enfermedad en sí misma con los efectos que genera el temor a la enfermedad, el epidemiólogo Joshua Epstein acuñó el concepto “contagio acoplado”. Según este modelo, el temor a la enfermedad conduce en un primer momento a que se tomen medidas para limitar la propagación de la epidemia. Los individuos susceptibles al patógeno y al miedo se aíslan, mientras el número de infectados crece. Cuando el temor desaparece, las medidas de protección empiezan a relajarse progresivamente o son directamente abandonadas. Es entonces cuando, “envalentonados por la disminución de la incidencia de la enfermedad, estos susceptibles vuelven (prematuramente) a circular […]. Pero esto es combustible arrojado a las brasas que dejó la infección […], y tiene como resultado el surgimiento de una segunda ola”.

Una encuesta realizada en Estados Unidos preguntó a las personas que participaron de ella cuál sería su comportamiento “si se levantaran todas las medidas de restricción por recomendación de las autoridades de la salud pública”. Un gran número de personas respondió que evitaría (con total certeza o probablemente) ir al cine o asistir a eventos deportivos (61%), viajar en avión (60%), ingresar en un centro comercial (59%) y usar el transporte público (56%). Se ve entonces que las actividades más afectadas por la crisis son aquellas susceptibles de generar un impacto económico importante. El artículo del New York Times que cita esta encuesta advierte además que la gente adoptó comportamientos de distanciamiento social con anterioridad a la implementación de las medidas oficiales de confinamiento. Por lo tanto, el abandono de estas últimas podría no ser suficiente para que desaparezcan los primeros.

Y este temor será evidentemente alimentado por la propagación de la pandemia o por eventuales rebrotes, que conllevarán confinamientos parciales. Estos factores, que están ligados a la crisis sanitaria, se combinan con las características de largo plazo que esta tendrá en el terreno económico. Estos son algunos de los obstáculos que se oponen a una recuperación rápida.

Un confinamiento mundial

La desarticulación de las cadenas de valor mundiales frenará a largo plazo el intercambio de mercancías. La crisis anterior ya había hecho retroceder el comercio: a partir de 2011, la tendencia es inferior a la que se observa entre 1990 y 2008. La crisis actual tendrá el mismo efecto. Este escenario pesimista que anticipa la OMC (Organización Mundial del Comercio) parece ser el más realista: no se recuperará la tendencia anterior.

A esto hay que agregar las repercusiones que tendrá la crisis en el Sur global. Dijimos que el FMI preveía una recuperación un poco más rápida en el caso de los países emergentes y en vías de desarrollo. Este relativo optimismo en el pronóstico disimula las fuertes disparidades que existen entre América Latina, en donde el impacto será similar al de Europa, y ciertos países de Asia, como India, Indonesia y, evidentemente, China.

Pero también en este caso el optimismo debe ser relativizado. Es cierto que, contrariamente a lo que se temía, por ahora la pandemia parece estar poco extendida en África. Esto es algo bueno. Pero no impide que la crisis disminuya la actividad económica y los recursos disponibles, de manera que en muchos países del Sur global preocupa más el hambre que el virus. Por otro lado, las cadenas de suministro de alimentos, fuertemente globalizadas, se encuentran tan desorganizadas como los otros sectores de la economía.
En realidad, como señala la Conferencia de la Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD, por sus siglas en inglés), “el impacto del COVID–19 […] transformará lo que ya era una situación terrible en los países en vías de desarrollo en una sucesión de defaults soberanos”. Estos países estaban siendo aplastados por el peso de la deuda con anterioridad al surgimiento de la pandemia. Por ejemplo, los países africanos gastan más en el servicio de la deuda que en salud. La crisis los fuerza a confrontarse, además, con el deterioro del comercio exterior, la caída de los precios (¡el petróleo!) y el reflujo de los capitales internacionales. Es cierto que el FMI ha decidido suspender tanto los pagos como los intereses de la deuda por este año y por el próximo. El Club de París, que reúne a los acreedores principales, ha tomado la misma resolución por este año sobre la deuda de los países africanos. Pero la UNCTAD tiene razón cuando señala que esta mera suspensión “parte del supuesto heroico de que el impacto del COVID–19 sobre las economías de los países en vías de desarrollo será corto y veloz, y que para 2021 se habrá recuperado la normalidad de los negocios”.

La caída de los precios de las materias primas y la reducción de las remesas afectarán principalmente a los países más pobres. Se prevé que la pandemia arrastre a 49 millones de personas a la extrema pobreza en 2020, provocando el aumento más alto de la tasa de pobreza mundial desde la crisis financiera de 1998. Probablemente la región más afectada sea la de África subsahariana.

En términos más generales, la reconstitución de las cadenas de valor globales también se verá limitada por la voluntad de muchos gobiernos de ayudar específicamente a sus empresas y de impulsar la relocalización de sus producciones. Sin dudas, estas tentativas serán en vano, pero sirven para ilustrar nuevamente la imbricación de la dimensión sanitaria de la crisis con su dimensión económica.

Las cicatrices económicas de la crisis

El impacto inmediato de la crisis es un incremento espectacular del déficit público y, por lo tanto, un aumento de las deudas públicas, como consecuencia de la pérdida de recursos ligada a la baja de la actividad y a los gastos en asistencia para hogares y empresas. Toda la cuestión consiste en saber cómo será “absorbido” este gasto. En Europa, los gobiernos han sufrido las consecuencias de sus errores pasados y han aceptado la idea, prohibida hasta ahora, de una “mutualización” de las deudas, es decir, de una emisión de deuda común. Pero esto no puede durar y será necesario volver a la ortodoxia fiscal. Los mismos países que hacia adentro consienten en caminar juntos con el objetivo de saldar sus deudas, aun si lo hacen arrastrando los pies, se lanzarán afuera a una competencia exacerbada por la conquista de nuevas posiciones en el mercado, o por la conservación de sus posiciones actuales. Esta competencia bien podría combinarse con una tendencia al proteccionismo, que invoque la necesidad de recuperar una soberanía puesta en entredicho por la globalización.

Existe además otra deuda, la de las empresas, que ya había alcanzado antes de la pandemia un nivel superior al 110% del PIB en la zona euro, es decir, un nivel mayor que el de la deuda pública. Por otro lado, la curva crece de forma escalonada: cada aumento del endeudamiento (por ejemplo, el que se produjo durante la crisis de 2008) es seguido de un período de desendeudamiento. Luego la curva vuelve a subir, etc. Puede proyectarse fácilmente esta evolución: la crisis del coronavirus conducirá a las empresas a buscar el desendeudamiento, limitando los salarios y retrasando la inversión (aunque, sin dudas, no los dividendos, puesto que es necesario tranquilizar a los accionistas).

Entre los obstáculos que se oponen a una recuperación rápida, deberían mencionarse también la deformación de la estructura sectorial de la demanda en detrimento de los bienes industriales, los stocks que deben ser liquidados y las pérdidas de productividad del trabajo, para no hablar del riesgo de una eventual reactivación de la austeridad fiscal. Todos estos efectos no desaparecen de un día para el otro gracias a la recuperación, sino que contribuyen más bien a frenarla. Para resumir:

-las empresas, endeudadas y con perspectivas inciertas, dudarán en invertir y buscarán reducir los empleos y los salarios;
-los hogares, empobrecidos o preocupados, reducirán su consumo, privilegiarán el ahorro precautorio, o pospondrán la compra de bienes duraderos;
-los Estados terminarán buscando formas para “sanear” las finanzas públicas;
-las cadenas de valor están desorganizadas y el comercio internacional se desacelerará;
-los países emergentes, impactados por la salida de capitales y por la baja de los precios de las materias primas, contribuirán a la retracción de la economía mundial.

Recuperación “en V”: recuperación neoliberal

Aunque pueden apreciarse diferencias considerables entre los distintos países, por el momento los poderosos parecen dispuestos a comprometerse en lo que consideran como concesiones. Asimismo, toda una serie de dogmas ha sido abandonada. Podría pensarse que se han reunido las condiciones para un cambio de trayectoria, para una bifurcación. Esto es en parte cierto, pero un nuevo modelo de desarrollo no nacerá por generación espontánea. Es necesario repetir esta obviedad: el capitalismo es un sistema económico, pero también es una relación social. Dicho de otra manera, el capitalismo funciona en beneficio de un estrato social reducido. Corregir su funcionamiento actual no solo implicaría poner en cuestión los mecanismos propiamente económicos, sino también atacar, en última instancia, los privilegios de las clases dominantes.
Es fácil prever entonces que el capitalismo ofrecerá resistencia. Resistirá a la revalorización de los salarios, a la regulación del mercado de trabajo y a las restricciones que se le impongan para proteger el medioambiente: todo sea por restablecer la tasa de ganancia. Resistirá también a las relocalizaciones, puesto que la ganancia de las multinacionales depende de la explotación de la mano de obra de los países periféricos y de la explotación de sus recursos naturales.

La cuestión del empleo será esencial y contribuirá a definir la relación de fuerzas. Los poderosos harán todo lo posible para garantizar que se vuelva rápidamente a la normalidad de los negocios y, por lo tanto, para convencer a los trabajadores de que su suerte está atada a la del sistema, de que la recuperación de la actividad es la condición para la recuperación del empleo. De esta manera, la crisis será una nueva oportunidad para hacer retroceder los derechos de los trabajadores. Y si la argumentación no basta, la extorsión laboral, que ya comenzó, hará el resto.

De manera general, puede decirse que un primer momento servirá para dejar en claro que todas las medidas excepcionales tomadas en medio de la tormenta eran provisorias. No hay que ser ingenuo: la adopción incongruente de medidas heterodoxas tendrá sus reveses. Durante algún tiempo, se hará cualquier cosa para colmar el agujero, y por eso mismo hay que prepararse para una reacción, cuyas medidas conllevarán un nivel de violencia equivalente a las renuncias que el capitalismo se vio forzado a aceptar. A riesgo de atribuirle una personalidad, puede decirse que el capitalismo querrá “vengarse” de todos los males que se le obligó a sufrir. Habrá ciertamente una recuperación “en V”, pero será sobre todo la recuperación de las políticas neoliberales.

Tres ejes de resistencia

Incluso antes de la crisis, el aumento de las deudas públicas era en buena medida una consecuencia de la autorreducción de los ingresos fiscales que se impusieron los Estados. Esta constatación es lo que hay que tener en mente para intentar revertir decenios de contrarreformas fiscales y reintroducir en su justa medida impuestos sobre el capital, sobre las ganancias y los dividendos de las grandes empresas y sobre los altos ingresos. Las circunstancias requieren una reforma fiscal duradera que permita absorber el impacto de la crisis y que contribuya a una bifurcación social y ecológica. Es un tema que se ha planteado enérgicamente en Estados Unidos con el proyecto de Green New Deal, que tiene el gran mérito de vincular la cuestión social (la job guarantee) y la lucha contra el cambio climático.

Es evidente que en el caso de Europa lo ideal sería realizar esta reforma a nivel regional, con el fin de evitar las fugas de capital y el dumping fiscal. Pero, en cualquier caso, debe afirmarse la necesidad y el derecho de que cada Estado comience a implementar reformas de este tipo, dando la batalla en simultáneo para que se extiendan a la mayor cantidad de países posible. Sin dudas, es útil promover medidas fuertes y sintéticas, como el restablecimiento del ISF (Impuesto a las grandes fortunas, por sus siglas en francés) en Francia, o la “Tasa COVID” que ha sido propuesta por un colectivo europeo.

La cuestión de la deuda tiene una importancia todavía mayor para los países del Sur global: “la devastación que puede provocar [la pandemia], a menos que se adopten medidas decisivas, debería ser un motivo suficiente para que la comunidad internacional se oriente finalmente hacia un marco coherente e integral para lidiar con las deudas soberanas insostenibles”. Este solemne llamado a la anulación de las deudas insostenibles no proviene de ninguna organización altermundialista, sino que está tomado del documento de la UNCTAD que citamos antes.

Detrás de los debates técnicos sobre la deuda pública, hay cuestiones eminentemente políticas que tienen que ver con las relaciones de dominación imperialistas, con la coordinación de las políticas económicas y su imbricación con la estrategia de las empresas multinacionales. En Europa, por ejemplo, la alternativa es la siguiente: o bien cada país se las arregla solo con sus problemas, o bien se pone en marcha una mayor integración con ocasión de esta crisis. Está claro que esta última es una solución más racional frente a una pandemia que no conoce fronteras. Pero, tal como hemos dicho, corremos el riesgo de que suceda todo lo contrario, y que se produzca el repliegue sobre unos supuestos intereses nacionales, de la mano de movimientos políticos de tipo soberanista. Sin embargo, esto implicaría una divergencia creciente entre los distintos países de la Unión Europea, que tendería a someter a los países del sur a una relación de vasallaje, siguiendo el ejemplo de Grecia. A su vez, una situación de este tipo podría producir el estallido de la zona euro, lo que probablemente implicaría una catástrofe para todos.

Un segundo desafío está planteado por la relación con el “mercado”, es decir, con las potencias financieras y económicas. Toda la construcción europea se basó en la sumisión a este “mercado” al que es necesario “tranquilizar” permanentemente, sobre todo cuando se trata de la deuda pública y de cuestiones de materia fiscal. Por otra parte, la carga de la deuda priva a los Estados de unos recursos fiscales que se vuelven cada vez más necesarios para hacer frente a la crisis sanitaria. Por lo menos, esta situación tiene el mérito de plantear en términos bien concretos una cuestión fundamental: los Estados deberían poder implementar las políticas públicas que consideren necesarias para producir “bienes comunes”, como la salud, sin tener que rendir cuentas al mercado, que no es más que el representante de intereses privados.

Por último, la condicionalidad debería ser una exigencia esencial. Mariana Mazzucato, una economista que milita a favor de la rehabilitación de la intervención pública, ha insistido con razón sobre este punto: esta vez, dice ella, “las medidas de salvataje deben estar sujetas de manera absoluta a determinadas condiciones. En la medida en que el Estado empiece a jugar nuevamente un rol importante, debe ser considerado más como un héroe que como un bobo (patsy). Esto implica brindar soluciones inmediatas, pero estas deben ser concebidas de manera tal que sirvan a largo plazo al interés público. Por ejemplo […], a las empresas beneficiarias de un plan de salvataje debe exigírseles que protejan a sus trabajadores y asegurarse de que, una vez que la crisis haya pasado, invertirán en la creación de nuevos puestos de trabajo y en el mejoramiento de las condiciones laborales”. Esto no es nada fácil, sobre todo cuando se observa en Francia cómo las grandes empresas que reciben asistencia de fondos públicos se apresuran a implementar planes de despido e indemnización.

La salida de la crisis podría ser una buena oportunidad para fundar la reactivación económica sobre las inversiones (y los empleos) necesarios para luchar contra el cambio climático. Pero se corre el riesgo de que la deuda engendrada por la gestión de la crisis sanitaria sirva de excusa para posponer nuevamente el gasto que una política de este tipo implicaría.

En términos generales, el período abierto por la crisis estará caracterizado por un choque frontal entre las aspiraciones de una economía orientada hacia el bienestar de las poblaciones y los dogmas de la economía dominante. Detrás de los llamados al esfuerzo y a las restricciones, se perfilan, como siempre, los intereses de los ricos que buscarán legitimar su egoísmo y su codicia invocando el interés nacional. Esta es la razón por la cual las previsiones económicas son imposibles durante los períodos de agitación social. Esta es también la razón por la cual la forma en que se salga de la crisis dependerá del resultado de las confrontaciones sociales y políticas.

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