«Quiero que la CNI devuelva a mis hijos… Señor, perdónalos a ellos y también perdóname por este sacrificio». Estas fueron las últimas palabras de Sebastián Acevedo Becerra antes de morir en un hospital en Concepción, Chile, el 11 de noviembre de 1983, en plena dictadura pinochetista. Sebastián buscaba desesperadamente a sus hijos, Galo y María Candelaria, quienes dos días antes habían sido secuestrados por un grupo de hombres armados vestidos de civil. A Galo lo secuestraron afuera de la construcción donde trabajaba; a su hermana, cuando salía de su casa.
Sebastián fue a hospitales, comisarías, habló con abogados. Nada. Entonces decidió hacer lo impensable: caminó a la plaza de armas con un bidón de gasolina y se prendió fuego. Galo y María Candelaria sobrevivieron a su padre. El acto de Sebastián fue un remecedor de conciencias. Por aquel entonces yo tenía cuatro años; no recuerdo el acto en sí. Pero sí conservo frescas en la memoria las conversaciones en voz baja cada vez que algo sucedía en esos años. Tantas cosas se dicen en voz baja cuando el gobierno puede secuestrarte, torturarte, asesinarte, desaparecerte con completa impunidad…
Mediante su acto, Sebastián le recordó a todos la desesperación e impotencia que sobrevienen cuando el Estado se transforma en terrorista y se apodera de tus seres queridos, tus vecinos, tus compañeros de trabajo. Cuando las autoridades, las leyes, las instituciones no están para servir o defender sino para eliminar cualquier atisbo de disidencia.
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La noche del 8 de marzo de este 2025, Mahmoud Khalil, un estudiante de postgrado de la universidad de Columbia de origen palestino, entró al vestíbulo de su edificio junto a su esposa embarazada de ocho meses. Mahmoud es residente permanente[1] en Estados Unidos y su esposa, Noor, es ciudadana. Mahmoud es también uno de los estudiantes que participó como organizador y negociador del campamento que pedía el cese del genocidio que el Estado de Israel está infringiendo sobre el pueblo palestino y que exigía que la universidad cesara sus contratos y sus inversiones en compañías israelitas.
Cuando Mahmoud y su esposa Noor entraron al edificio donde vivían, se encontraron con un grupo de hombres armados vestidos de civil esperándolos. Mientras esposaban a Mahmoud, estos hombres les dijeron que sería deportado y que la visa de Mahmoud había sido revocada. Su esposa, Noor, contestó que Mahmoud no tenía visa, que él era residente permanente. Los hombres, algo confundidos y llamada telefónica mediante, afirmaron luego que era su tarjeta de residencia la que había sido revocada. Acto seguido, subieron a Mahmoud a un auto sin patente y se lo llevaron. Y aunque Noor, conmocionada y entre sollozos, les preguntó sus nombres y a dónde se dirigían, ellos se negaron a contestar.
La semana pasada, la ACLU (la Asociación Estadounidense de Libertades Civiles), un grupo que por más de cien años se ha dedicado a defender los derechos constitucionales de quienes viven en Estados Unidos, interpuso un recurso en el estado de Nuevo México. En ese estado, las redadas de ICE, la policía de inmigración (conocida entre la población latina como «la migra») han dejado un total de 48 personas inmigrantes de las que todavía no se sabe su paradero. El recurso habla de desapariciones forzadas. Muchas de estas personas han vivido por décadas en el país. Cruzar la frontera de Estados Unidos sin autorización es una ofensa civil.
Por dos días no se supo dónde estaba Mahmoud. Al momento de escribir estas líneas, sigue arrestado y en peligro de ser deportado. Actualmente se encuentra encarcelado junto a otros inmigrantes en una cárcel privada en Louisiana, a miles de kilómetros de su casa y de su familia, sin posibilidad de reunirse con sus abogados. No tiene cargos criminales ni de ninguna otra naturaleza. Desde el arresto de Mahmoud Khalil, la policía de inmigración se ha llevado a decenas de estudiantes luego de revocarles sumariamente su visado. La mayoría tiene alguna conexión, más o menos protagónica, con las protestas que demandan un alto al genocidio en Palestina. Se los ha categorizado, sin ningún tipo de pruebas y contra el sentido común, como «enemigos del Estado» y «promotores del antisemitismo».
En 2023 Estados Unidos deportó a más de un millón de personas. Hoy en día hay más de 260 mil inmigrantes en centros de detención. La mayoría de estas cárceles son privadas. El 48% de las y los detenidos no tienen ningún cargo criminal en su contra. Tampoco tienen derecho a que el Estado les provea un abogado. Las acciones transadas en la bolsa de valores de Grupo GEO, la corporación más grande de cárceles privadas para migrantes de Estados Unidos, han subido su precio estrepitosamente desde la elección de Donald Trump. En abril del 2024, una acción valía 14 dólares; en abril de 2025 vale 30. Hay quienes hacen plata con el secuestro.
El 15 de marzo, una semana después del arresto de Khalil, ciento treinta inmigrantes venezolanos en detención, muchos de ellos sin prontuario criminal, fueron llevados a una base militar y subidos a la fuerza a dos aviones. No se los llevaron a Venezuela. Trump, invocando un decreto que data de 1798, el Alien Enemies Act (el decreto sobre enemigos extranjeros)[2], declaró, sin dar pruebas de ninguna naturaleza, que todos los venezolanos en cuestión pertenecían al Tren de Aragua, una organización criminal.
Los aviones se dirigieron al Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), una «megaprisión» de alta seguridad en El Salvador, donde los presos fueron rapados a la fuerza frente a las cámaras. Todavía siguen allí. Ninguno de los hombres acusados de pertenecer al famoso Tren de Aragua ha pasado por un proceso debido. Sus abogados no han podido defenderlos. Una vez en El Salvador, ni los jueces ni los abogados estadounidenses tienen jurisdicción legal para hacer nada. Como en otros países de Latinoamérica, el Tren de Aragua se ha convertido, más que nada, en el nombre que da permiso para violaciones flagrantes al derecho de los acusados.
El hábeas corpus es un recurso legal que le pide al Estado que «muestre el cuerpo». Se utiliza frecuentemente para reclamar por la legalidad de un arresto y buscar protecciones para las víctimas de arrestos presuntamente ilegales. Durante la dictadura cívico-militar en Chile, la Vicaría de la Solidaridad interpuso cientos de hábeas corpus. El equipo legal de Mahmud Khalil, la ACLU en Nuevo México y otros equipos legales de inmigrantes, han recurrido a este mismo recurso, que está siendo utilizado de manera cada vez más frecuente y sistemática desde el comienzo del nuevo gobierno de Donald Trump.
Para que «la migra» declare que un inmigrante es «enemigo extranjero» según el decreto de fines del siglo XVIII resucitado por Trump, el oficial debe determinar si la persona tiene al menos ocho puntos según una hoja de evaluación o rúbrica[3]. Ser venezolano de más de catorce años da cuatro puntos. Una persona saca otros cuatro puntos si tiene «tatuajes de pandilla» o si muestra ropa con tendencias, logos o símbolos asociados a una pandilla. Así, aparentemente, ser venezolano, tener tatuajes y vestirse con ropa de ciertas marcas lo convierte a uno casi automáticamente en miembro del Tren de Aragua. En un enemigo deportable, sin proceso.
Ser inmigrante indocumentado —no tener papeles— implica, entre otras cosas, ocupar una posición específica dentro del mercado laboral. A quienes los tenemos, los «papeles» nos permiten exigir que las leyes de protección a los trabajadores y las trabajadoras se cumplan. Los avances y retrocesos en materia de derechos de los trabajadores tienen que ver, en general, con aquellos trabajadores que cuentan con permiso para trabajar. La exclusión de todos aquellos que no tienen papeles en relación a este conjunto de derechos es algo fríamente diseñado: quien no tiene papeles debe aceptar cualquier explotación para sobrevivir.
La amenaza de encarcelamiento y deportación funciona como una forma de fomento a la explotación laboral, pero también al aumento de la precariedad en relación a derechos como la vivienda, la salud y otros derechos humanos. No es casualidad que el trabajo infantil haya aumentado de manera dramática en Estados Unidos en los últimos años. Es la paradoja de la migración en la era de los estados de excepción: los mismos que fomentan el odio hacia los migrantes y la mano dura contra la inmigración «ilegal» son quienes más se benefician de la explotación de esos cuerpos indocumentados. A más amenazas y mayor criminalización, más precariedad.
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En Chile denominamos «cívico-militar» a la dictadura de Pinochet porque queremos repetir una y otra vez que las violaciones a los derechos humanos y la reestructuración de nuestro país al modo neoliberal no fue simplemente un acto brutal de militares armados. El calificativo de «cívico-militar» pone de relieve el carácter premeditado, coordinado entre miembros de la sociedad civil y las organizaciones castrenses. Expresa que la responsabilidad moral y penal recae en personas tanto civiles como militares.
En 1983, un grupo de mujeres familiares de detenidos desaparecidos se encadenó a las rejas del Congreso Nacional de Chile frente al Palacio de Justicia, en Santiago, para demandar respuestas por parte de la dictadura. «¿Dónde están?» fue entonces y es todavía la consigna. Carabineros llegó con napoleones para cortar las cadenas y llevárselas detenidas. Hoy, mientras escribo esto, un grupo de estudiantes judíos se ha encadenado a las rejas de la Universidad de Columbia para protestar contra la complicidad de la casa de estudios con el gobierno y su vulneración de los derechos humanos de varios estudiantes. «¡Liberen a Mahmoud Khalil ahora!» es la consigna. La policía no tarda en llegar.
El año pasado, Andry, un ciudadano venezolano, artista maquillador, solicitó asilo a los Estados Unidos argumentando que el gobierno venezolano, a través de sus policías, persigue sistemáticamente a personas no heterosexuales como él. Ahora Andry fue detenido por «la migra» porque tiene tatuajes que, según ellos, muestran que es parte del Tren de Aragua. La abogada de Andry, sin mucho éxito, intentó demostrar una y otra vez que Andry nada tiene que ver con la pandilla. Pero en medio de los trámites, Andry desapareció del centro de detención. Luego de buscar por todos lados, la abogada finalmente dio con el paradero de su cliente: Andry se encuentra, también, en una prisión de alta seguridad en El Salvador.
Desde enero de 2023 el gobierno chileno ha militarizado las fronteras con Perú y Bolivia basado en la idea de que hay una «crisis migrante» y que esta crisis es una amenaza a la seguridad del país. El gobierno peruano ha hecho lo suyo, así como otros muchos Estados-nación a lo largo y ancho del planeta. El Poder Legislativo chileno le ha dado amplias facultades al Ejecutivo para ello (de hecho, ha sido un gran número de diputados/as y senadores/as quienes han «incentivado» al gobierno a hacerlo). Al menos dos de las precandidaturas a la presidencia han planteado «la necesidad» de establecer centros de detención —eufemismo para evitar llamarlos por su nombre, campo de concentración— para inmigrantes que cruzan las fronteras del país sin autorización. Culpar a los inmigrantes por los problemas del país no es exclusividad de los Estados Unidos.
El Centro de Confinamiento del Terrorismo en el Salvador es una prisión que busca establecer récords. Bukele y Trump (aunque están lejos de ser los únicos) tienden a querer ser lo más esto o aquello, el mejor en esto o aquello. El CECOT está diseñado para encarcelar a una población de cuarenta mil prisioneros. En promedio, un recluso de esta megacárcel sale de su celda sin ventanas media hora al día. Los presos, apretadísimos en sus celdas, duermen sobre planchas de metal. Cuando uno entra al CECOT es imposible tener contacto con familiares o defensa legal. El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ha repetido incontables veces con total impunidad que aquellos que entran al CECOT «ya nunca van a salir».
Una de las formas en las que una dictadura o un gobierno autoritario maneja la «legalidad» de sus acciones es a través de decretos. En Estados Unidos se les llama «órdenes ejecutivas». En las últimas décadas, a lo largo y ancho del planeta, los gobiernos nacionales utilizan cada vez más decretos y estados de excepción como método de gobernabilidad. Así, la excepción ha devenido en la regla. El desplazamiento y la migración masiva también se han hecho norma, muchas veces como resultado del autoritarismo de los poderes excepcionales. Donald Trump lleva firmadas 107 órdenes ejecutivas al día de hoy: un decreto y medio por día de gobierno.
Hoy las personas que viven en la Región de la Araucanía y las provincias de Arauco y Bío-Bío, en Chile, viven bajo el estado de excepción. El Senado ha renovado esta suspensión de los derechos constitucionales que afecta especialmente a comunidades mapuche desde mayo de 2022.
Vivo en Nueva York desde hace doce años y en Estados Unidos hace veintiuno. Desde hace una década trabajo con comunidades migrantes aquí, en «la ciudad que nunca duerme» (quienes menos duermen son los migrantes sin papeles). Quienes trabajamos continuamente para que los derechos de nuestras comunidades sean respetados somos muchos, aunque nunca suficientes. Ante la creciente criminalización de la migración que data de las leyes IIRIRA[4] promulgadas por Bill Clinton en 1996, el trabajo legal y político no ha tenido descanso. Trump está gobernando montado sobre las continuas mermas al estado de derecho de las últimas tres décadas (muchas de ellas realizadas por gobiernos de centro o centroizquierda, como el de Clinton o el de Obama).
Hoy en día, el Poder Legislativo estadounidense está entregado a la voluntad del presidente. El Poder Judicial se ha pronunciado ya en muchos casos, declarando la inconstitucionalidad de las acciones del Ejecutivo, y sin embargo el gobierno federal sigue haciendo lo que quiere.
La crisis aquí no es una «crisis de migración». Es una crisis de la suspensión del estado de derecho. El terrorismo de estado es el uso de las potestades del gobierno, incluido su monopolio sobre la fuerza, para aterrorizar a quienes habitan un territorio (ciudadanos y no-ciudadanos), frecuentemente declarando a grupos completos como «enemigos internos». Militarizar la frontera es declararle la guerra a quienes buscan refugio. Militarizar una zona interna del país es declararle la guerra a las comunidades que la habitan. Mahmoud Khalil es un «enemigo interno» y los venezolanos trasladados a El Salvador son «enemigos internos», así como en el Chile de Pinochet fueron «enemigos internos» José Manuel Parada, Manuel Guerrero, Santiago Nattino y los hermanos Eduardo y Rafael Vergara Toledo.
¿Qué seguridad se consigue aterrorizando sistemáticamente a las poblaciones migrantes? La suspensión de derechos en nombre de la seguridad no es el camino y nunca lo ha sido. La suspensión de derechos no genera seguridad, sino víctimas. El proceso debido es crucial para la verdadera seguridad: aquella que se construye entre todos y todas; aquella que sentimos cuando llamamos a una vecina o a un ser querido que nos brinda ayuda y amistad. La seguridad de tener pan, techo y trabajo. Aquí, en Nueva York, seguiremos luchando por los derechos humanos de todos y todas, no solamente por quienes tienen un permiso, un pasaporte o una visa. En Chile hay que estar alertas. Cuando decimos «Nunca más» es un «Nunca más» rotundo, sin excepciones.
Notas
[1] Un residente permanente o poseedor de una green card es una persona autorizada para vivir y trabajar en el país indefinidamente. Si el residente permanente cumple con sus obligaciones, después de un período de tiempo puede solicitar la ciudadanía. La residencia es uno de los pocos estatus que permiten un conducto a la ciudadanía. Es el equivalente a la residencia definitiva en el código migratorio chileno.
[2] El decreto le da poderes al presidente para que en tiempos de guerra pueda detener y deportar a personas conectadas por ciudadanía o ascendencia a naciones beligerantes con Estados Unidos. El caso más infame, hasta ahora, fue la detención y confinamiento en campos de concentración de inmigrantes japoneses y estadounidenses de ascendencia japonesa durante la Segunda Guerra Mundial. Muchos presidentes y autoridades han pedido perdón públicamente por ello.
[3] La rúbrica se filtró y está disponible en internet.
[4] En términos muy generales, la Ley de Reforma de la Inmigración Ilegal y Responsabilidad de los Inmigrantes de 1996 (IIRIRA) aumentó las sanciones para los inmigrantes indocumentados y agilizó el proceso de deportación, al tiempo que agregó restricciones a las solicitudes de asilo.