Una amiga me contó hace tiempo que las canciones de Inti-Illimani y de Quilapayún eran tan populares en la Italia de los años setenta que llegaron a convertirse en canciones de cuna que su madre le cantaba cada noche antes de irse a dormir. Una de esas canciones era «El pueblo unido jamás será vencido».
Lo mismo cuenta, frente a la cámara, una militante francesa en medio de una protesta contra la reforma de pensiones de Macron en 2020: «Cuando llegué a la Fanfare Invisible descubrí que la tocaban, y la primera vez que la toqué me dio escalofríos de la cabeza a los pies porque era una canción que me cantaba mi madre. Tal vez podría haberme cantado canciones infantiles, pero siempre me cantaba cantos de lucha de América Latina, entre otros lugares. Así que esta canción también forma parte de mi patrimonio afectivo».
Con esa escena comienza Himno, el documental dirigido por Martín Farías (Palimpsesto, 2024) que acompaña cincuenta años de aventuras de la canción «El pueblo unido» alrededor del planeta. Desde que Sergio Ortega y Quilapayún la compusieron en junio de 1973, no dejó de propagarse por todo el planeta: desde Chile hasta Finlandia, de Alemania a Irán, de Grecia a los Estados Unidos, e incluso, como muestra el documental, llegó hasta Japón. Durante más de cincuenta años, con sus altibajos, el tema ha circulado en marchas, barricadas, guitarreos a voz en cuello, salas de concierto y escenas de la vida más íntima en cantidad de países y contextos sociales diferentes.
Dirigido y producido por los musicólogos Martín Farías y Eileen Karmy, el foco de Himno está en esa dimensión global: apunta a explicar qué vendavales históricos la han diseminado por el mundo y qué cualidades le han permitido arraigar en lugares y circunstancias tan variadas: «Si a partir de ahora —explica la voz en off de Farías— escucháramos una tras otra todas las versiones de “El pueblo unido”, tendríamos que destinar al menos seis horas y veinticinco minutos a oírlas. Habría versiones en castellano, pero también en portugués, inglés, sueco, húngaro, alemán, danés, noruego, ruso, farsi, filipino, euskera, turco, corso, armenio, esloveno, e incluso esperanto». La canción no deja de propagarse y brotar. La última vez que la escuché fue hace tan solo unos meses, en Nueva York, en medio del campamento que les estudiantes de Columbia University levantaron en favor de Palestina.
A pesar de su reconocimiento universal, la historia de cómo fue compuesta «El pueblo unido» y cómo alcanzó una difusión tan insólita solo ha comenzado a ser investigada muy recientemente. Un breve artículo del investigador Mauricio Gómez, publicado en francés el 2015, era hasta hace poco el único que abordaba el tema. Por otra parte, el libro La canción política en Sergio Ortega (2023), de la musicóloga Silvia Herrera, es el único volumen dedicado a la obra del compositor.
Himno es entonces el resultado de años de trabajo que Karmy y Farías han realizado en torno a la Nueva Canción, a la figura de Sergio Ortega y, finalmente, sobre este tema en particular, trabajo que han volcado en una serie de publicaciones y trabajos audiovisuales. La más reciente, para la revista Revueltas, es precisamente sobre la biografía social de «El pueblo unido», es decir, los caminos que ha recorrido, las distintas versiones que se han grabado y las formas en que se ha integrado a la vida colectiva en tiempos y lugares muy diversos.
Una parte de mi propia investigación está centrada en la difusión de «El pueblo unido» entre Estados Unidos y Japón entre los años setenta y ochenta, en un ámbito en el que la música contemporánea y la canción política se encontraban con frecuencia. Busco mostrar cómo el «El pueblo unido» se convirtió en un instrumento invaluable para compositores como el estadounidense Frederic Rzewski o el japonés Yuji Takahashi, quienes buscaban empujar hasta sus límites tanto el lenguaje musical como las luchas políticas de su tiempo.
Lo que sigue es un comentario sobre las características de Himno como documental y sobre sus principales hallazgos. En el camino expandiré algunos de sus puntos clave a partir de mi investigación, desde la historia de la consigna «El pueblo unido jamás será vencido» hasta la conexión entre Rzewski y Takahashi a fines de los setenta.
Cameratas, multitudes, curantos
Sergio Ortega y Quilapayún compusieron «El pueblo unido» a comienzos de junio de 1973. Habían recibido un encargo del Comité Central del Partido Comunista para enfrentar la crisis de ese mes. Buscaban canciones que ayudaran contrarrestar la escalada de violencia que desembocó en el Tanquetazo, así como disuadir a los sectores de la izquierda que insistían en girar hacia la lucha armada. «No a la guerra civil» era la orden del día.
Los músicos se reunieron en la casa de Ortega para trabajar en el encargo. Allí iban y venían entre el piano, donde Eduardo Carrasco maltrataba un sexteto de Brahms, y el curanto que se estaba cocinando en el patio. Ortega y la cantante Ana María Miranda recordaron entonces la consigna que habían oído hace poco en una protesta de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECh). Se sentaron al piano, tomaron los acordes de la pieza que Carrasco estaba practicando, y poco a poco comenzaron a brotar las primeras estrofas.
Muchos años después, en «La cueca larga de la Nueva Canción Chilena» (2007), Carrasco describiría de este modo el origen pantagruélico de la pieza: «vengan que el Sergio Ortega / Buenos vinitos tiene en la bodega / En la bodega, ay sí, El pueblo unido / ¡Huifa! Lo hizo en el piano medio cocido». Así surgió la canción que en pocos años se convertiría, según el musicólogo Eric Drott, en «uno de los himnos socialistas por excelencia de la segunda mitad del siglo XX». La anécdota, que conjuga el ritmo urgente de la contingencia, el compromiso militante, los elementos doctos y la sustancia nacional y popular, parece condensar la estética de parte importante del movimiento de la Nueva Canción.
Quien escuche ese primer movimiento del Sexteto para Cuerdas no. 1 en Si bemol, op. 18, de Brahms, puede reconocer el bajo descendente, el tono solemne y los ecos de la armonía de «El pueblo unido». Ese bajo descendente es uno de los rasgos más notables de la canción, pues la distingue del tenor optimista y triunfal de muchas marchas revolucionarias, incluyendo «Venceremos» (1970), del propio Ortega.
Pero en Himno vemos que seguramente su rasgo decisivo es cómo la canción integra la consigna a voz en cuello, abriendo un espacio para que la audiencia inunde la canción y la desborde, como si estuviese rompiendo la cuarta pared. En eso coinciden músicos tan disímiles como Rzewski o Wataru Okuma. Una de las virtudes de Himno como documental es que hace justicia a las cualidades estéticas de la canción, fundamentales para explicar su capacidad de mutar y adaptarse a distintas circunstancias en medio siglo de andanzas. Lejos de las marchas aplastantes y chillonas de los regimientos de infantería, «El pueblo unido» es una amalgama portátil de teatro brechtiano, armonía romántica, pancartas, multitudes y curantos.
Quilapayún interpretó la canción por primera vez en una manifestación de mujeres partidarias de la Unidad Popular que se realizó el 12 de junio. Esta quedó registrada en el cortometraje Chile, junio de 1973, de Eduardo Labarca, donde se puede ver a una multitud de mujeres ocupando la Alameda y enarbolando pancartas y consignas: «Fascismo en Chile ¡No! ¡No pasará!», «Mujeres por la producción», «¡No, no, no! ¡La guerra civil no!». La primera grabación de «El pueblo unido» se realizó a fines de ese mes en el Primer Festival de la Canción Popular, que tuvo lugar entre Valparaíso y Santiago.
Forjando la unidad
Suele decirse que la consigna «El pueblo unido jamás será vencido» fue pronunciada por primera vez por el colombiano Jorge Eliécer Gaitán en la década de los cuarenta. Otros han sugerido que podría retrotraerse a la Guerra Civil Española. Pero ninguna de estas hipótesis parece tener sustento. Hasta donde he podido establecer, la consigna se originó en el Cono Sur, y posiblemente haya surgido en Chile.
Cuando Fidel Castro visitó el país en 1971, la escuchó en voz de un grupo de estudiantes en Antofagasta, y su respuesta ante ella deja ver que no la conocía. Es decir, seguramente tampoco formaba parte del repertorio de la Revolución Cubana. A comienzos del año siguiente Volodia Teitelboim sostuvo que «El pueblo unido jamás será vencido» era ya el «grito de batalla» del Partido Comunista. También vemos la frase en una pancarta en la secuencia final de Ya no basta con rezar, que Aldo Francia estaba rodando por esos mismos días en Valparaíso. Una de las referencias escritas más temprana está en un artículo de la revista Punto Final, publicado el 15 de septiembre de 1970, once días después de que Salvador Allende ganara las elecciones presidenciales.
Más allá de su origen, lo cierto es que la consigna, al igual que la canción, se ha vuelto parte integral del paisaje sonoro de las protestas populares, desde México hasta Alemania y la India. Entre 1970 y 1971 los Partidos Comunistas de Chile, Argentina y Uruguay adoptaron el eslogan «El pueblo unido jamás será vencido» como divisa del proyecto de crear coaliciones electorales entre todos los sectores de la izquierda, siguiendo el modelo de la Unidad Popular. Así la frase llegó a convertirse en el eslogan oficial del Encuentro Nacional de los Argentinos (Resoluciones 110) y de la campaña presidencial del Frente Amplio en Uruguay (Seregni 8).
De modo que en este primer momento la consigna tenía un sentido específico: articular dentro de los marcos institucionales a un campo de izquierda donde cada vez más grupos estaban dispuestos a cambiar los programas de gobierno por los manuales de guerrilla, los cálculos electorales por los fusiles y las emboscadas en las montañas. Lejos de una lectura que podríamos denominar «populista» en el sentido desarrollado por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, la consigna no apuntaba a agrupar identidades y demandas heterogéneas, sino específicamente a formar una alianza entre clases a través de sus partidos políticos.
Por cierto, esto generó resistencias en parte de la izquierda argentina, a la que le parecía que el eslogan era vago y timorato. Ponían en cuestión tanto su horizonte como el sujeto político al que apelaba: ¿por qué «el pueblo» y no más bien la clase? ¿Y por qué una alianza electoral y no la revolución? Frente a «El pueblo unido» respondían «¡Ni golpe, ni elección: revolución!» (Gonzalez y Britos 426). De todos modos, el ritmo de la primera era tan seductor que pronto sirvió de molde para otras tantas consignas que siguen el mismo patrón: «Allende, amigo, el pueblo está contigo», «Si Evita viviera sería Montonera», «España, mañana, será republicana». Y así hasta el día de hoy.
De Norte a Sur se movilizará
Es lógico asumir que la canción y la frase misma se difundieron después del golpe de Estado, a través de las radios afines, en las maletas de los exiliados chilenos, en los panfletos de organizaciones solidarias y luego en el boca a boca de los movimientos que la adaptaron a sus propias luchas. Sin embargo, en Himno vemos que la canción comenzó a circular no después, sino meses antes del golpe.
El conjunto finlandés Agit Prop estuvo presente en el Primer Festival de la Canción Popular de 1973. Allí la escucharon y decidieron llevarla al X Festival Mundial de Juventudes Democráticas realizado en Berlín. El equipo de Himno viajó hasta Helsinki para entrevistar a los miembros sobrevivientes de Agit Prop, y el documental recoge impresionantes registros de archivo de ese festival, donde podemos verlos cantando «El pueblo unido» en español durante el verano boreal de 1973. La cantante Monna Kamu explica que fue por ese evento que la canción comenzó a propagarse por el mundo.
Fuera de Chile, la consigna y la canción se convirtieron rápidamente en puntas de lanza del movimiento contra la dictadura de Pinochet, a la vez que eran traducidas, versionadas y adaptadas en decenas de lugares y circunstancias diferentes. Una de sus primeras paradas fue Portugal. En 1974 la Revolución de los Claveles tumbó el régimen fascista del Estado Novo, una de las dictaduras más longevas del mundo, y en ese marco el cantautor Luis Cília, que también estuvo presente en aquel festival de Berlín, grabó una versión de «El pueblo unido» en portugués.
La consigna había arraigado con tanta fuerza en Portugal que el poeta Arnaldo Saraiva llegó a publicar un minucioso análisis de las cualidades lingüísticas que ayudaron a que la frase, con su cadencia y sus rimas, su espíritu ecuménico y atemporal, se transformara en el emblema de la revolución. Karmy y Farías viajaron también a Lisboa para entrevistarse con Cília, que nos deja saber parte de su historia como opositor a la dictadura, de sus archivos y de la emoción que siente al escucharla nuevamente.
Mientras tanto, el mismo año de 1974, Inti-Illimani viajaba a Nueva York para presentarse en el Hunter College. Fue allí que Rzewski escuchó por primera vez «El pueblo unido». Para entonces, Rzewski tenía un nombre como pianista vanguardista y militante. Había vivido en Italia desde comienzos de los años sesenta, donde formó un grupo de improvisación libre en el espíritu del 68. Tras el fracaso de esos movimientos, Rzewski y muchos otros compositores europeos dieron un giro hacia la izquierda tradicional, hacia sus sindicatos y sus partidos, y compusieron obras abiertamente militantes.
Se trata de un momento que la musicóloga Beate Kutschke llamó el «giro proletario», en el que estos compositores abandonaron el activismo estudiantil y el espíritu libertario de mayo del 68 para volcarse a las organizaciones más tradicionales del movimiento obrero. La improvisación libre, la participación inorgánica y la vocación destituyente dejaron lugar a una preocupación renovada por los problemas de la organización revolucionaria de las masas.
Para el caso de Rzewski, la culminación de ese giro fue The People United Will Never Be Defeated! (1975), una serie de treinta y seis variaciones para piano que toma como punto de partida la canción de Ortega y se despliega como un torrente de rigor compositivo de más de una hora de duración. En general, la obra apunta a conciliar el lenguaje de la canción política de raíz popular y el de la música contemporánea de concierto. Era una búsqueda que venía marcando el desarrollo de la música latinoamericana desde hacía tiempo, y que era compartida por muchos otros alrededor del mundo, desde Cornelius Cardew hasta Hikaru Hayashi.
Más específicamente, las variaciones de Rzewski apuntan a integrar los impulsos emancipatorios de la improvisación en el seno de una estructura rigurosa, avanzada y abiertamente militante. Los ecos políticos de ese problema saltan a la vista de inmediato, de modo que la organización formal de la pieza parece figurar uno de los dilemas de la izquierda global en los años de plomo de la Guerra Fría.
Escuchar la primera de variaciones de Rzewski produce un efecto desconcertante. En ella, la melodía de «El pueblo unido» es reducida a una serie de notas aisladas y dispersas por todo el registro del piano. El tema pasa de ser un clamor multitudinario a un murmullo entrecortado, una sucesión de puntos hilvanados en tenues constelaciones.
El documental establece un diálogo audiovisual con esa pieza: vemos a un grupo de obreros en una fábrica, a Eduardo Carrasco sentado al piano, una marcha de las Juventudes Comunistas, una celebración callejera, un conjunto folclórico tocando en el Estadio Nacional, niños en las poblaciones, alambre de púas, Angela Davis en la Universidad Técnica del Estado, Quilapayún en una peña, Víctor Jara en una toma de Barrancas.
El pianista Gustavo Miranda interpretó las variaciones de Rzewski en el preestreno de Himno en la USACH en enero pasado. Aunque Rzewski las compuso hace casi 50 años, y desde entonces ha sido parte del repertorio regular del piano contemporáneo, era la primera vez que un pianista chileno tocaba esta obra en Chile.
Un charango en Hokkaidō
La obra de Rzewski fue grabada por primera vez en Nueva York en 1978, a cargo de la pianista Ursula Oppens. Juan Pablo González cuenta que en Chile ese casete circuló de mano en mano durante la dictadura. Pero hubo otra grabación de la obra que apareció al mismo tiempo, esta vez al otro lado del Pacífico, en Tokio. El pianista Yuji Takahashi, un amigo de Rzewski desde los años sesenta, interpretó las variaciones en una serie de conciertos en Japón. Gracias a Alexis Rzewski, hijo del compositor, tuve acceso a las cartas que intercambiaron. En ellas se revela el compromiso de ambos con la resistencia contra la dictadura de Pinochet, iluminando cómo «El pueblo unido» fue apropiada por la contracultura japonesa.
Después del golpe en Chile, y especialmente tras el golpe en Tailandia de 1976, Takahashi, cuyo padre había sido militante comunista, abandonó su carrera como compositor de vanguardia para formar una pequeña banda compuesta por músicos aficionados y dedicada a difundir canciones de protesta de toda Asia. La Banda del Búfalo de Agua (水牛楽団, Suigyū Gakudan) buscaba emular al movimiento Canciones por la Vida, un análogo de la Nueva Canción que se desplegó en Tailandia (Dane 2). Pronto establecieron lazos con artistas y militantes de Corea del Sur, Filipinas, e incluso Hawaii, Polonia y Palestina.
Entre 1980 y 1987 publicaron la revista Suigyū Tsūshin, en la que acompañaban los movimientos de liberación cultural que se desarrollaban en distintos rincones de Asia. Promovían una renovación de la cultura popular en que la canción política, opuesta al imperialismo y a la mercantilización, jugaba un papel clave. Por eso su afinidad con Chile. Desde su creación en 1978 se dedicaron a difundir canciones de Violeta Parra, Víctor Jara, Quilapayún. Incluso tradujeron al japonés la Cantata Santa María de Iquique.
Para Takahashi, el noreste de Asia y la Cordillera de los Andes estaban unidos por un arco que se extendía a lo ancho del Pacífico. Cuando interpretaba las variaciones de Rzewski en Japón, Takahashi transformaba los conciertos para piano en verdaderas protestas: junto con el compositor Hikaru Hayashi le enseñaban «El pueblo unido» en japonés a la audiencia para poder corearla al inicio y al final de la pieza, tal como hacían los oyentes de la obra en los Estados Unidos, en las concentraciones del Movimiento de Solidaridad con Chile, que se multiplicaban de costa a costa.
El guitarrista Atsuo Fukuyama, uno de los miembros de la Banda del Búfalo de Agua, llegó a tocar este repertorio chileno en una gira por la isla de Hokkaidō en 1983, entre actos políticos de masas con hasta 55.000 asistentes, manifestaciones contra la dictadura militar de Corea del Sur y en varios encuentros con organizaciones feministas, sindicatos de fábrica, músicos experimentales y grupúsculos de poetas maoístas. El underground de la izquierda japonesa durante la Guerra Fría. En esa gira, Fukuyama estaba acompañado únicamente de su charango, instrumento que por entonces estaba prohibido en Chile. Cada presentación terminaba con la versión japonesa de «El pueblo unido» (Fukuyama 29).
La Banda del Búfalo de Agua tocó «El pueblo unido» en innumerables presentaciones como estas a lo largo de sus diez años de actividad. El diplomático Luis Enrique Délano, que entonces dirigía la Casa de Chile en México, llegó a agradecerles por escrito su apoyo en la resistencia contra la dictadura de Pinochet.
Volvamos ahora al documental. Es muy probable que fuese a través de los conciertos de Takahashi y su banda que «El pueblo unido» llegó a oídos de la banda japonesa de rock progresivo A-Musik, quienes la interpretaron en vivo y la grabaron a comienzos de los ochenta. Y en Himno vemos que fue a través de A-Musik que el clarinetista Wataru Okuma escuchó «El pueblo unido» por primera vez. Okuma fundó la banda Jinta-La-Mvta en 1994. El equipo de Himno viajó hasta Tokio durante la pandemia para entrevistarse con él y con la cantante y percusionista Miwazo Kogure. Participaron en eventos y registraron sus versiones de «El pueblo unido».
Junto con las protestas contra la guerra de Vietnam y el apoyo a las guerrillas del Tercer Mundo, el movimiento contra las armas nucleares fue uno de los más masivos y uno de los principales movilizadores para la Nueva Izquierda durante las últimas décadas de la Guerra Fría. En Japón, por razones obvias, no podía sino tener un lugar prominente. De modo que existe una profunda continuidad histórica entre ese movimiento y las causas ambientalistas contra el uso de la energía nuclear que se desarrollaron durante los setenta y ochenta, las que cobraron una urgencia nueva después del desastre de Fukushima en 2011. Es en este marco que Jinta-La-Mvta toca «El pueblo unido». Como vemos en Himno, su versión es frenética, festiva, alejada de la solemnidad que nos es más familiar en Chile.
¿El pueblo unido?
Mientras la canción daba la vuelta al mundo, la consigna «El pueblo unido jamás será vencido» siguió una trayectoria completamente diferente en Chile. Podría decirse que se marchitó justo después de florecer. Casi nació póstuma. En pocos meses, la consigna pasó de definir un horizonte estratégico para el avance de la izquierda del Cono Sur a decretar un repliegue en torno a La Moneda para aguantar el golpe que venía. Y se popularizó fuera de Chile justo en el momento en que había perdido su vigencia, como emblema de una resistencia cada vez más amarga.
De un día para otro, las palabras se vaciaron y perdieron su capacidad de movilizar. A medida que la dictadura se afirmaba en el poder, algunos comenzaron a oírla como el recordatorio constante de una derrota. Hacia los años ochenta, muchos la percibían ya no como un llamado a la acción sino como un signo de irresponsabilidad o de ceguera. De ineficacia política. El poeta José Ángel Cuevas lo captó así:
Tú eras el que decía no habrá vuelta atrás / es este un camino irreversible / y la clase obrera invencible / mencionabas la fuerza del acero / enfático / en lo de: Venceremos / en la cancha se ven los gallos / el pueblo unido jamás será vencido. etc. etc. / etc. / Después pusiste los pies en polvorosa / no se supo más de ti guachito / güevón / romántico / bocón / cínico del lenguaje / tonto irresponsable (19).
Recordando las protestas de 1983 y los inicios del Colectivo de Acciones de Arte, la artista Lotty Rosenfeld explica: «Nos dimos cuenta que el puño en alto y “El pueblo unido jamás será vencido” ya no tenían efecto, y se necesitaba un eslogan nuevo» (101). De ahí el conocido «No +», con todas sus variantes: «No + tortura», «No + exilio», «No + CNI». Durante esos años, Eduardo Carrasco y Quilapayún, radicados en Europa, comenzaron a alejarse la música contingente y «consignista», en vistas de que la canción política carecía ya de la capacidad de articularse con la movilización social en Chile y de que sus propias posiciones se alejaban de las del Partido Comunista. Comenzaron a buscar «un lenguaje más poético y musicalmente más cuidado». Carrasco llegó a decir en una entrevista que la letra de «El pueblo unido», con sus amaneceres rojos y sus batallones de acero, le parecía más bien mala (cit. en Vergara).
Esta atmósfera de escepticismo y desazón frente a los antiguos símbolos de la izquierda se mantuvo relativamente estable durante los años de la Transición en Chile. «El pueblo unido» retornó a las calles por sus fueros con la irrupción del movimiento estudiantil de 2011. Y no solo en Chile, pues coincidió con el ciclo de protestas que por un tiempo unió a París con Juliaca, Atenas y Teherán. El documental también acompaña ese recorrido. Aunque Farías y Karmy discutieron la idea de hacer este documental por primera vez en 2015, solo formularon el primer proyecto a inicios de 2019. La revuelta de octubre confirmó la relevancia de su inquietud por la historia de esta canción. Y ahora que la memoria de esa movilización está en disputa, la cuestión se volvió urgente.
En este sentido, Himno es un documental urgente. Lo es no solo porque rescata esta historia en el marco de los 50 años del golpe, sino porque también interviene con ironía en la discusión actual sobre la revuelta de 2019. Hoy asistimos al intento de borrarla de la historia, a la vez que se la representa como una conspiración tramada por las agencias de inteligencia de Cuba y Venezuela en alianza con carteles narco, guerrillas indígenas, barras bravas, comandos anarquistas, bandas de adolescentes anómicos y alienígenas.
Himno responde a esta atmósfera haciendo guiños a la caza de brujas del macartismo: incluye secuencias de documentales como Communism (1950) y Operation Abolition (1960), ambos parte de las campañas de represión política anticomunista desatadas en los Estados Unidos durante la posguerra.
Su paso ya anuncia el porvenir
En septiembre de 2016 Takahashi fue a ver la versión restaurada de La batalla de Chile en Tokio. Días más tarde, publicó una nota en que recordaba episodios de su participación en la lucha contra la dictadura y miraba con pesar el legado de las revoluciones del siglo XX. Observó que a los breves momentos de liberación muchas veces siguieron largas olas de opresión, arrestos y masacres, incontables derrotas y desilusiones, y que los días en que finalmente pudieran respirar a través de pequeños cambios en la vida cotidiana también parecían estar quedando atrás. Aunque honraba la experiencia de la Unidad Popular, reconocía que el estilo revolucionario de las canciones políticas, el ritmo marcial de las marchas al unísono, era ahora «indistinguible de los ritmos de los ultraderechistas y chupafusiles».
Sin duda esto supone un problema. Después de todo, ¿es tan grande la distancia musical que separa a «El pueblo unido» de «Los viejos estandartes»? ¿No está más cerca de las marchas militares que de la «Oda a la alegría», más cerca del Realismo Socialista que de los montajes del Berliner Ensemble? Esta era una de las contradicciones que atormentaban a los compositores revolucionarios de todo el mundo ya desde los años treinta. En gran medida, la obra musical de Sergio Ortega puede entenderse como un intento por superar ese impasse.
Tal vez una respuesta a ese dilema, como muestra el documental, esté en las innumerables versiones de la canción. «El pueblo unido» no es una partitura ni una grabación canónica congelada en el tiempo: existe, sobre todo, a través de sus interpretaciones; vive en la medida que la gente se la apropia. En sus cincuenta años de vida ha saltado de ritmo en ritmo y de frontera en frontera. Ha circulado como un himno impajaritable y también como un susurro íntimo y agridulce; como grito multitudinario y como canción de cuna, en los programas de las salas de concierto y en casetes clandestinos. Por las causas y en las coyunturas más diversas.
Antes que el emblema de un gobierno, de un partido o de un ejército, «El pueblo unido» es una herramienta portátil al servicio del objetivo que Sergio Ortega siempre persiguió como artista. En sus palabras, contribuir a cambiar la correlación de fuerzas en favor del pueblo. En una entrevista con la musicóloga Jan Fairley aseguró: «honestamente, no conozco nada más hermoso que un pueblo tratando de construir su futuro». Himno también hace parte de ese esfuerzo.
Referencias
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