En una entrevista en la radio alemana en 1969, el filósofo Theodor W. Adorno expresó su sorpresa por la frecuencia con que nos preguntan por nuestros pasatiempos. Cuando él mismo recibía esta pregunta, le chocaba, explicaba, para luego declarar de forma contestataria: «No tengo pasatiempos». Para él, las aficiones son una forma de ideología burguesa. Donde el capitalismo hace del trabajo una mercancía, de la misma manera el hobby, el ocio, se convierte en «libertad organizada».
Adorno ya era bastante anticuado en su época, y desde que pronunció aquella conferencia radiofónica, preguntar a la gente por sus aficiones se ha convertido en algo casi banal. Desde la esfera informal —charlas con desconocidos, aplicaciones de citas— hasta los entornos más formales —entrevistas de trabajo, formularios de solicitud—, el interrogante sobre los pasatiempos aparece en todas partes. La pregunta es bastante inocua, aunque a veces tiene un claro elemento normativo. Quien no tiene aficiones es un inadaptado social, un adicto al trabajo o un vago.
Aunque la noción de tener pasatiempos se ha convertido en algo habitual, sigue siendo objeto de debate. Muchos millennials se dan cuenta de que sencillamente no tienen aficiones y, como señalaba recientemente un artículo del Financial Times, ciertas aficiones, como coleccionar sellos o postales antiguas, llevan mucho tiempo en declive. Por triviales que puedan parecer estas observaciones, apuntan a la cuestión más profunda de la relación contemporánea entre trabajo y ocio, y nuestra capacidad para reclamar nuestro tiempo libre.
El auge del pasatiempo
El pasatiempo, tal como lo conocemos hoy, está entrelazado con la historia del capitalismo. En su libro Hobbies: Leisure and the Culture of Work in America, el historiador Steven Gelber traza el significado cambiante del hobby. Mientras que hasta 1880 refería a una «obsesión peligrosa», a partir de entonces fue adquiriendo el significado exclusivo de «ocio productivo».
Originalmente, la palabra «hobby» se refería a un pequeño caballo o poni. En el siglo XVIII adquirió el significado de una preocupación, una obsesión casi siempre trivial y cómica. Esto queda bien ilustrado en la novela Tristram Shandy, la obra maestra cómica de Laurence Sterne publicada en cinco entregas entre 1759 y 1767, que popularizó el término hobby horse [«caballito de batalla»]. El personaje de Tío Toby está obsesionado con la estrategia militar; el narrador, Tristram Shandy, revela hacia el final del libro que escribirla era su hobby horse.
Recién en el siglo XIX el término perdió gradualmente su connotación equina y empezó a referirse cada vez más a un conjunto de actividades de ocio. La revolución industrial ya había empezado a impulsar la urbanización y el disciplinamiento del trabajo, y en este contexto el movimiento obrero luchó por la jornada laboral de ocho horas. Karl Marx se refirió a la reducción de la jornada laboral como «la condición básica» para la libertad. Con el aumento del tiempo libre, la clase trabajadora buscaba alivio a las presiones del trabajo. Pero, como muestra Gelber en su fascinante historia, las clases altas veían el aumento del ocio de la clase trabajadora como un problema: la ociosidad podía conducir a ideas peligrosas, al vicio o a actividades delictivas. Los reformistas y moralistas vieron la solución en las ocupaciones decentes y virtuosas: los pasatiempos.
A principios de siglo, el sociólogo Thorstein Veblen escribió su clásico La teoría de la clase ociosa. Argumentaba que las clases altas de la sociedad siempre se han definido por tener ocupaciones y aficiones económicamente improductivas (como el gobierno, la guerra, los deportes y la religión), mientras que las clases bajas están atadas al trabajo manual. Veblen acuñó el término «ocio conspicuo» para referirse a las actividades que sirven para exhibir el estatus social. Con el desarrollo de la clase ociosa, por ejemplo, la caza se descompone en dos actividades diferentes: una como «oficio, ejercido principalmente con fines lucrativos», y la segunda como deporte. Según Veblen, las clases bajas habrían imitado los pasatiempos de las clases altas, lo que puede explicar el auge del hobby.
Hacia 1930, el pasatiempo se utilizaba cada vez más para distinguir entre «buenos» y «malos» usos del tiempo libre. En Estados Unidos, el sistema educativo, los ayuntamientos y las organizaciones de voluntarios promovían la práctica de este tipo de actividades. Después de la Segunda Guerra Mundial, la cultura del pasatiempo se comercializó. Surgieron tiendas de hobbies y de deportes. Por otro lado, los aficionados ya no intentaban proteger su afición de los motivos comerciales, y la idea de «hacer de tu afición tu trabajo» se convirtió en algo habitual.
Entre la ideología y la anticipación utópica
El pasatiempo es la forma burguesa de ocio por excelencia. Ocupa un lugar intermedio entre el trabajo y el ocio. Por eso se le califica de ocio «productivo» o «serio». Se trata de tiempo de ocio empleado de forma socialmente autorizada. Esto apunta a la vertiente ideológica de la afición: aunque implica un uso aparentemente totalmente libre del tiempo libre, se hace de un modo coherente con una determinada ética del trabajo.
Desde este punto de vista, Gelber describe acertadamente la afición como una forma de «afirmación encubierta»: una actividad que es diversión y al mismo tiempo recreación ideológica. Aunque copiaba las creencias y el comportamiento necesarios para el capitalismo, al mismo tiempo ofrecía un alivio frente a la organización centralizada de la producción. Como escribe sobre el pasatiempo después de 1880: «Como afirmación disfrazada, los pasatiempos eran un caballo de Troya que llevaba la ideología de la fábrica y la oficina al salón».
Y, en efecto, los defensores de la ética del trabajo señalan la necesidad de los pasatiempos. Se trata de una forma significativa de pasar el tiempo libre en contraposición a la mera holgazanería. Esta idea se encuentra tanto en la derecha como en la izquierda. Pero mientras que para la antigua ética del trabajo, el hobby existía junto al trabajo remunerado, o la nueva ética del trabajo capitalista que surgió en los años setenta, tener un pasatiempo se convierte en algo totalmente funcional al trabajo remunerado.
Como han demostrado Pierre Dardot y Christian Laval, este ethos anima al individuo a verse a sí mismo como una pequeña empresa, con objetivos y estrategias. Considera sus propias actividades como «un proceso de autovalorización». Así pues, para esta nueva ética del trabajo, dedicarse a una afición no solo da la oportunidad de «recargar las pilas» para el trabajo, sino que también enseña «habilidades» y «destrezas», amplía la red de contactos y, sobre todo, aumenta el «rendimiento» laboral. «Puede que bailar no sea la primera afición que le venga a la mente cuando piensa en la gestión», nos dice una revista sobre el estilo de vida de los CEO. «Sin embargo, la precisión necesaria para completar los movimientos y el elemento de compañerismo le proporcionarán importantes habilidades transferibles».
Los conservadores suelen emplear un argumento puramente moral para tener pasatiempos. En la tradición cristiana, la ociosidad se asocia con el pecado, como expresa el dicho «el diablo encuentra trabajo para las manos ociosas». Lo importante de las aficiones es que mantienen ocupado al individuo. Trasladada a la sociedad en su conjunto, esta antropología pesimista implica que la ociosidad puede causar malestar social. El individuo sin aficiones es potencialmente peligroso políticamente.
Pero es a la vez inexacto y demasiado simplista considerar las aficiones simplemente como ideología, como un reflejo de los valores del lugar de trabajo. Más que una «compensación» necesaria por el trabajo, hay también un elemento crítico en esta forma de ocio.
Donde en el lugar de trabajo puede haber soledad, las aficiones compartidas unen a las personas en comunidades. La actividad compartida puede ser la base de otras cosas, desde amistades hasta política. Además, algunas comunidades de aficiones tienen una clara dimensión subversiva, como un club de lectura feminista o un club de fútbol radical. Pero, sobre todo, las aficiones, como formas de actividad realizadas en libertad, pueden ofrecer el placer y la creatividad que se nos niegan en el lugar de trabajo. En un registro utópico, los pasatiempos nos dan una idea de cómo podría ser el trabajo libre en el futuro.
Sin tiempo para aficiones
Como forma de actividad de ocio que requiere cierta inversión de tiempo, el hobby presupone una sociedad con una clara separación entre trabajo y ocio. Hoy en día, el crecimiento de la economía gig y las diversas formas de precarización están disolviendo cada vez más la separación entre trabajo y ocio. El hogar se considera cada vez más una extensión del lugar de trabajo.
En una sociedad capitalista, el tiempo también se distribuye de forma desigual. En relación con la precarización, el economista británico Guy Standing ha demostrado que las personas que tienen un salario fijo y aquellas otras con un empleo precario —el «precariado»— tienen un control desigual sobre su tiempo. Esto no solo se debe a la falta apreciable de permisos retribuidos. La élite y una parte de los que tienen un salario fijo pueden dedicarse a actividades recreativas dentro del tiempo de trabajo, saliendo a comer o haciendo deporte en la oficina. En cambio, los trabajadores precarios a veces están «de guardia» sin cobrar, tienen que trabajar para conseguir un nuevo contrato laboral y a menudo no disponen de medios para delegar el trabajo, por ejemplo contratando a un contable.
Ciertamente, gran parte del trabajo ya es no remunerado (especialmente, por supuesto, el trabajo de cuidados, que en todas partes siguen realizando las mujeres de forma desproporcionada). Con tanto trabajo remunerado y no remunerado, muchas personas simplemente no tienen tiempo para aficiones. A esto se añade la cultura del ajetreo, especialmente muy presente en Estados Unidos. Incluso objetivamente tener tiempo para una afición no significa subjetivamente vivirlo así, porque estar siempre trabajando es la norma. No tener tiempo para aficiones se ha convertido, perversamente, en un símbolo de estatus social.
Pero también pasamos más tiempo conectados, así sea por Internet. Actualmente, los internautas de todo el mundo dedican una media de 151 minutos al día a las redes sociales. El modelo de negocio de las empresas tecnológicas depende de la tentación de pasar el mayor tiempo posible en estas plataformas. Tal vez esto explique por qué la cultura en línea está impregnada de tanta nostalgia por los pasatiempos que implican trabajo manual. En las redes sociales hay un flujo constante de vídeos y tutoriales sobre cómo cocinar, tejer, elaborar cerveza o arreglar las cosas de la casa. Durante la pandemia de COVID-19 hubo una oleada de personas que se aficionaron a estos pasatiempos en Estados Unidos y Europa. Por citar un ejemplo, en Estados Unidos la repostería se hizo tan popular que hubo escasez de harina.
La lucha por el ocio
No es sorprendente que, en respuesta al omnipresente culto al trabajo, «no hacer nada» haya adquirido un brillo especial. Esto ha sido recogido por la industria de la autoayuda, que ha dedicado innumerables libros y artículos al «arte de no hacer nada».
Una variante reciente es la moda del niksen, una palabra holandesa que significa «no hacer nada». La popularizó la escritora polaca Olga Mecking, que lo describió en un artículo del New York Times de 2019 como tomarse «tiempo y energía de forma consciente y meditada para realizar actividades como mirar por una ventana o sentarse sin moverse». Es extraño elegir una palabra de una cultura conocida por su ética de trabajo protestante. Además, tiene una carga normativa: aquí en Holanda, niksen significa admitir que no se hace nada, aunque se debería estar haciendo algo útil. Dice mucho de la obsesión actual por el trabajo que hoy en día haya que leer un libro para aprender a no hacer nada.
Una reflexión crítica sobre la afición como «ocio productivo» no significa abrazar acríticamente el no hacer nada. Además de considerarlo una forma de libertad organizada, a Adorno tampoco le gustaba el hobby porque el término implica un grado limitado de seriedad. En otras palabras, significa que no debes tomarte tu actividad «demasiado en serio» y que voluntariamente sigues siendo un «aficionado». El propio Adorno componía y escuchaba música apasionadamente y, por tanto, consideraba que la palabra «hobby» era una forma despectiva de hablar de estas actividades.
Reflexionar sobre el tema aparentemente inocuo del pasatiempo conduce en última instancia a una pregunta importante: ¿cómo sería el ocio si ya no estuviera determinado por la dinámica del trabajo explotado y alienado? Para la izquierda, establecer un trabajo no explotador y un mayor control en el lugar de trabajo implica también la lucha por un tiempo libre suficiente e igual para todos. Y no es demasiado utópico especular que en ese tiempo verdaderamente libre —que podría dedicarse a actividades serias o simplemente a relajarse— el clásico hobby podría perder su atractivo como refugio de los horrores del trabajo moderno.