Todos los años, en enero y abril, conmemoramos la extraordinaria carrera del reverendo Martin Luther King Jr. Pero probablemente no haya ninguna figura en la historia reciente de Estados Unidos cuyo recuerdo esté más distorsionado, cuyo mensaje esté más edulcorado, cuyas poderosas palabras estén más banalizadas que las de King.
Hace unos años, para preparar una conferencia pública sobre 1968, volví a leer el libro más importante sobre King y su política publicado en las últimas décadas: From Civil Rights to Human Rights: Martin Luther King Jr and the Struggle for Economic Justice, de Thomas F. Jackson. Jackson, antiguo investigador del proyecto King Papers de Stanford, ha leído hasta el último sermón, discurso, libro, artículo y carta del reverendo. Lo que Jackson descubre es que, desde el principio de su ministerio, Martin Luther King fue mucho más radical de lo que recordamos, especialmente en cuestiones de trabajo, pobreza y justicia económica.
En los medios de comunicación, King fue etiquetado rápidamente como el «Apóstol de la no violencia» y, a mediados de la década de 1960, fue presentado como la antítesis de Malcolm X. Aunque King se adhirió a la no violencia durante toda su carrera, el enfoque unívoco de los medios de comunicación en la carrera entre Malcolm y Martin llevó a los periodistas a ignorar los pronunciamientos más radicales de King. Sencillamente, no encajaban en el desarrollo de la historia.
Los defensores del poder negro también distorsionaron a King, centrándose en su estilo ministerial y su arrogancia. Tacharon a King de burgués sin remedio, un perjuicio más que una fuerza positiva en la lucha por la libertad de los negros. Los liberales blancos, temerosos del descontento negro, acogieron a King como una voz de moderación, con la esperanza de que pudiera frenar la creciente marea de descontento negro que estalló en los largos y calurosos veranos de mediados de los sesenta.
La representación de King por parte de la corriente dominante dejó a los observadores incapaces de dar sentido a la oposición de King a la guerra de Vietnam, su llamamiento a un Movimiento de los Pobres interracial y sus denuncias cada vez más vocales de la desigualdad de clases en Estados Unidos.
King, sostenían, se había radicalizado o, tal vez, era más calculador en su giro a la izquierda, cambiando su retórica para seguir siendo un líder legítimo a los ojos de los negros más jóvenes y enfadados. Pero, como demuestra Jackson, King era cualquier cosa menos un liberal racial anodino o un radical venido a menos.
A través de una lectura atenta de la obra de King, Jackson descubre profundas corrientes de antimperialismo que recorren el pensamiento de King, remontándose hasta sus días de estudiante. Encuentra un hilo consistente de anticapitalismo en sus discursos. Y descubre que King estableció alianzas con el ala izquierda del movimiento obrero y se alió con activistas que pedían cambios estructurales en la economía. En otras palabras, King era un radical mucho antes de ofrecer su profética denuncia de la guerra de Vietnam en 1967 o de unirse a la huelga de los trabajadores sanitarios de Memphis en 1968.
El radicalismo de King se pierde en la niebla ofuscadora de la memoria. En la cultura estadounidense actual, tenemos varios Martin Luther King Jr: el King conmemorativo, el King terapéutico, el King conservador y el King mercantilizado. Cada uno de estos Kings compite por nuestra atención, pero cada uno de ellos representa una visión del reverendo que él mismo no habría reconocido.
El primero es el King Conmemorativo. Fue recién quince años después de su muerte que Martin Luther King Jr. obtuvo un reconocimiento extraordinario: se convirtió en el único individuo (a menos que contemos a los presidentes Washington y Lincoln, cuyos cumpleaños se han consolidado sin ceremonias en el Día del Presidente) con su propia fiesta nacional. Que un hombre que fue tachado de antiamericano, acosado por el FBI, detenido y encarcelado en numerosas ocasiones fuera reconocido con una fiesta nacional es poco menos que asombroso.
Sin duda, la conmemoración de King se encontró con una oposición importante, sobre todo por parte de sureños como Jesse Helms, que sostenía que King era un instrumento del Partido Comunista, y de John McCain, Evan Mecham y otros arizonenses conservadores. Pero la legislación sobre la conmemoración de King fue promulgada tras la abrumadora aprobación del Congreso nada menos que por el presidente Ronald Reagan, que comenzó su carrera política como opositor a la Ley de Derechos Civiles de 1964 y que repitió su acto al lanzar su campaña electoral de 1980 en Filadelfia, MS, un diminuto lugar cuyo único reclamo a la fama era que tres jóvenes activistas de los derechos civiles habían sido asesinados allí veinte años antes.
Cualquier rasgo subversivo de la vida de Martin Luther King se ha perdido en las celebraciones posteriores, y su día se ha convertido en una jornada para recoger basura y pintar las aulas de las escuelas. No es que el servicio a la comunidad sea algo malo, pero está muy, muy lejos de la visión de King sobre el cambio social.
En segundo lugar está el King terapéutico: en la iconografía estadounidense, Martin Luther King aparece como el gran sanador, el hombre que llamó a Estados Unidos a ser fiel a su «credo» de igualdad y oportunidades. El mensaje de King, desprovisto de su duro contenido político, es tan anodino que todos podemos apoyarlo, republicanos y demócratas por igual. Su mensaje inspirador ha pasado a primer plano en la memoria colectiva. Un popular programa escolar destinado a fomentar la autoestima de los alumnos, por ejemplo, pide a los niños que expresen sus sueños. El mensaje de King es que nos tomemos de la mano y unamos nuestras voces en perfecta armonía.
Pero también está el King conservador: desprovisto del contenido político que impulsó su mensaje, la figura de Martin Luther King ha podido ser convertida también en un icono del conservadurismo racial. Los acólitos más improbables de King en la actualidad son los críticos de las políticas de derechos civiles como la discriminación positiva. En esta versión, King es el profeta del individualismo meritocrático.
El defensor más elocuente de esta versión de King (y hay muchos) es Ward Connerly, líder de la campaña nacional contra la discriminación positiva, que se basó en las propias palabras de King para pedir el desmantelamiento de las admisiones basadas en la raza. Solo un discurso de King —el discurso de la marcha sobre Washington de 1963— importa a los conservadores del tipo de Connerly. Y, de allí, solo importa una línea: «Sueño con que mis cuatro hijos pequeños vivan algún día en una nación en la que no se les juzgue por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter».
Los discursos de King deben juzgarse por su contenido. Y hay muchas cosas en el discurso «I have a dream» que harían retorcerse a McCain y Connerly. King celebró la «maravillosa nueva militancia que ha envuelto a la comunidad negra». Y, hablando de la «feroz urgencia del Ahora», animó a las 250 mil personas reunidas en el National Mall a emprender acciones más agresivas. «No es momento de darse el lujo de enfriarse ni de tomar la droga tranquilizante del gradualismo».
En un momento en que los conservadores (y muchos liberales) denunciaban al movimiento por ir «demasiado lejos, demasiado rápido», Martin Luther King Jr. envió un mensaje claro: ve más lejos, más rápido. King pasó a apoyar la aplicación agresiva de las leyes de derechos civiles, incluida la propia acción afirmativa. Y más que eso, exigió un reordenamiento fundamental de la economía estadounidense.
Por último, quizás en el más americano de los giros, tenemos al King mercantilizado, surgido de los esfuerzos en las últimas décadas —en gran parte encabezados por la propia familia King— para comercializar las palabras y la imagen del reverendo. Al clásico estilo estadounidense, Martin Luther King Jr. se ha convertido en un bien de consumo. La familia de King ha emprendido un agresivo esfuerzo para comercializar la imagen del reverendo, incluido un acuerdo multimillonario con Time Warner por los derechos de sus discursos, escritos y grabaciones.
La familia King había presentado una demanda para impedir que las empresas utilizaran la imagen de King en imanes de nevera, navajas y hasta en los cucuruchos de helado. Pero no tardó en descubrir los beneficios de expandir su propio negocio. A mediados de los 90, el hijo de Martin Luther King Jr., Dexter King, que administraba el patrimonio familiar, hizo una peregrinación para visitar el santuario de otro King: The King, Elvis, para aprender algunas lecciones de marketing. Desde mediados de la década de 1990, el patrimonio de King ha autorizado, entre otras cosas, insignias conmemorativas de los Juegos Olímpicos de Verano de Atlanta con su imagen, estatuillas de porcelana y, mi favorito, talonarios de cheques con la imagen del reverendo.
Ya se trate de una mercancía o de un icono conservador, basta decir que cada una de estas visiones de King es defectuosa. El King conmemorativo celebra el heroísmo y el valor, pero corre el riesgo de crear un personaje unidimensional que pasa por alto los mensajes subversivos, desafiantes y perturbadores del reverendo. El King terapéutico contrasta con una estrategia política que exigía el derrocamiento del apartheid estadounidense y grandes sacrificios tanto a negros como a blancos.
El King conservador se basa en una apropiación muy selectiva de las palabras de King (en gran parte, como vimos, de una sola línea de un solo discurso) al servicio de una causa que King consideraba aborrecible. Y el King mercantilizado crea imágenes reconfortantes totalmente desprovistas de su capacidad para provocar y desafiar y, además, se yuxtaponen tajantemente a la penetrante crítica de King al capitalismo estadounidense y a su arraigado antimaterialismo.
Porque, por encima de todo —y esto debemos tenerlo siempre presente— la contribución de Martin Luther King Jr. consistió en desestabilizar el poder y en desafiar el statu quo, algo que una estatuilla de porcelana, un pin olímpico o una ley contra la discriminación positiva nunca conseguirán.