Mientras aumenta la indignación en Estados Unidos, Canadá y Europa por la negativa de sus gobiernos a adoptar una postura firme contra las atrocidades que Israel está cometiendo contra Gaza, América Latina está abriendo el camino.
El 31 de octubre, Bolivia anunció que rompía relaciones diplomáticas con Israel, siendo el primer país de América que lo hace desde el comienzo del «diluvio de al-Aqsa», unas tres semanas antes. En un comunicado, el Ministerio de Asuntos Exteriores de ese país explicó que lo hacía «en repudio y condena a la agresiva y desproporcionada ofensiva militar israelí que tiene lugar en la Franja de Gaza y que amenaza la paz y la seguridad internacionales». Al anunciar la decisión ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, su portavoz añadió que Israel es un Estado «irrespetuoso de la vida, de los pueblos, del derecho internacional y humanitario».
Ese mismo día, el presidente Gustavo Petro anunció que retiraba al embajador de Colombia en Israel. «Si Israel no detiene la masacre del pueblo palestino, no podemos estar allá», tuiteó de forma concisa. Petro, de hecho, fue uno de los más críticos del continente con las acciones israelíes en las últimas semanas. «Si tenemos que suspender las relaciones exteriores con Israel, las suspenderemos», escribió el 15 de octubre. «No apoyamos los genocidios», planteó. Y, ampliando este punto en un tuit posterior, añadió: «Se llama Genocidio, lo hacen para sacar el pueblo palestino de Gaza y apropiársela. El jefe del estado que hace este genocidio es un criminal contra la humanidad. Sus aliados no pueden hablar de democracia».
Ahora bien, una cosa son las revueltas de Bolivia y Colombia, a la izquierda de la «segunda ola» de gobiernos progresistas de América Latina. Pero el presidente Gabriel Boric —decididamente más moderado, especialmente en asuntos exteriores— anunció que Chile también retiraba a su embajador. «Chile condena enérgicamente y observa con gran preocupación que dichas operaciones militares —que a estas alturas de su desarrollo comportan un castigo colectivo a la población civil palestina en Gaza— no respetan normas fundamentales del Derecho Internacional, como lo demuestran las más de ocho mil víctimas civiles, en su mayoría mujeres y niños».
En otro tuit del mismo 31 de octubre, fue más contundente: «Nada justifica la barbarie en Gaza. Nada». Tres días después, el 3 de noviembre, Honduras anunció que también retiraba a su embajador.
O estás con nosotros o estás con los terroristas
Desde entonces, otros países de la región han ofrecido su apoyo a estas posturas con declaraciones propias en las que condenan la agresión israelí. «Nada justifica la violación del derecho internacional humanitario y la obligación de proteger a la población civil en conflictos armados, sin distinción», escribió en un comunicado el ministerio de Asuntos Exteriores de Argentina, añadiendo una condena especial al bombardeo israelí del campo de refugiados de Yabalia.
Tras criticar por «inaceptable» el veto de Estados Unidos a una resolución del Consejo de Seguridad (propuesta por Brasil) que habría pedido una pausa humanitaria para la entrada de suministros vitales en Gaza, México elevó un par de peldaños su retórica: según Alicia Buenrostro, su representante en Naciones Unidas, los ataques indiscriminados de Israel contra civiles «podrían constituir crímenes de guerra». Por su parte, el presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, se hizo eco del grito que se oyó en las marchas celebradas a lo largo y ancho de la región en las últimas semanas: «Esto no es una guerra; es un genocidio».
La reacción de Israel a todo esto fue deplorablemente predecible. Acusó a Bolivia de «capitulación ante el terrorismo y el régimen de los ayatolás de Irán» antes de intentar restar importancia a la ruptura de los lazos diplomáticos quejándose de que, en primer lugar, nunca tuvieron mucha relación (Bolivia ya había roto las relaciones entre ambos países en 2009, también por la conducta israelí en Gaza). En cuanto a Colombia y Chile, el Ministerio de Asuntos Exteriores de Israel dijo que «espera» que «apoyen el derecho de un país democrático a proteger a sus ciudadanos… y no se alineen con Venezuela e Irán en apoyo del terrorismo de Hamás».
En el caso de México, incluso las suaves declaraciones de neutralidad de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en los días posteriores al 7 de octubre fueron suficientes para provocar un regaño por parte de Israel, que «lamentó profundamente» que el país no hubiera «adoptado una respuesta más enérgica» a la situación. La embajadora israelí Einat Kranz Neiger aprovechó para insistir en que la postura del presidente mexicano estaba «fuera de lugar» porque «no tomar partido en este caso es apoyar el terrorismo». Pero las tácticas de presión resultaron contraproducentes y AMLO endureció su postura el 18 de octubre para pedir un alto el fuego.
¿Quién es la democracia?
Más que una atracción innata por el terrorismo, como esta torpe grandilocuencia nos haría creer, la simpatía por la causa palestina en América Latina puede explicarse por dos razones fundamentales: una simpatía histórica por los pueblos oprimidos y colonizados, junto con la propia historia de Israel en la región como representante de los intereses de Estados Unidos.
Israel apoyó una larga lista de los peores nombres de la historia reciente de América Latina, como Rafael Trujillo, Augusto Pinochet, Luis García Meza, Efraín Ríos Montt, Anastasio Somoza y Jorge Rafael Videla. En efecto, actuó como una cómoda manera de circunvalar las restricciones inconvenientes, como cuando entrenó, armó y proporcionó inteligencia a la dictadura de Pinochet en Chile —convirtiéndose, de paso, en su mayor proveedor de armas— durante una época de embargo estadounidense. También mantuvo el flujo de armas a Nicaragua y El Salvador durante embargos similares, y en el caso de Honduras durante los regímenes militares de los años 70, proporcionó armamento estadounidense avanzado a pesar de las leyes estadounidenses que prohibían las transferencias de equipo militar a terceros países.
Israel también proporcionó entrenamiento de «contrainsurgencia» a la policía costarricense en un momento en que eso también estaba prohibido en Estados Unidos, proporcionó armas y otros materiales a la junta militar de Argentina a pesar de que un número considerable de sus víctimas eran judías, colaboró en la «palestinización» de la población maya en Guatemala y armó tanto al ejército como a los paramilitares de derechas en Colombia. Con el recuerdo de las dictaduras y las masacres patrocinadas por el Estado aún fresco en la región, estas intervenciones no se olvidan fácilmente.
Y luego está la cuestión de la democracia. Las élites mundiales consideran axiomático que las «democracias occidentales» son superiores a las latinoamericanas: en el Índice de Democracia 2022 de The Economist, por ejemplo, todos y cada uno de los países mencionados en este artículo ocupaban puestos inferiores a los de Estados Unidos, Canadá y Europa Occidental. Pero he aquí que estas democracias «inferiores» están haciendo un trabajo mucho mejor a la hora de reflejar las opiniones de sus ciudadanos sobre esta cuestión, desde luego en contraposición a Estados Unidos, donde una mayoría bipartidista del 66 por ciento está de acuerdo en que su gobierno debería pedir un alto el fuego, frente a apenas un 4 por ciento de la Cámara de Representantes que está de acuerdo.
Mientras tanto, con el Reino Unido debatiendo si ondear una bandera palestina es un delito penal, el Senado francés considerando un proyecto de ley para hacer del insulto al Estado de Israel un delito punible con fuertes multas y las protestas pro-Palestina siendo criminalizadas y disueltas en todo el continente, los países latinoamericanos estarían más que justificados si reclamaran a sus vecinos del Norte y del Este que les ahorren cualquier sermón que resulte de sus posturas principistas sobre Palestina.
Porque en un momento crítico de la historia de este siglo es América Latina —y no las Naciones Unidas, la Unión Europea o cualquier otra organización internacional que pretenda actuar en interés de la paz— la que está asumiendo el liderazgo humanitario en la escena mundial.