Lo ocurrido en Chile el 11 de septiembre de 1973 no reveló súbitamente nada nuevo acerca de las maneras en que los poderosos y los privilegiados buscan proteger su orden social: la historia de los últimos 150 años está salpicada de tales episodios. Aun así, Chile ha obligado a mucha gente de izquierda a reflexionar y a hacerse algunas incómodas preguntas en relación con la “estrategia” más adecuada en los regímenes de tipo occidental para lo que de un modo algo vago se ha llamado “transición al socialismo”.
Por supuesto, los Hombres Sensatos de la Izquierda, y otros también, se han apresurado a proclamar que Chile no es Francia, o Italia, o Gran Bretaña. Esto es totalmente cierto. No existe un país igual a otro: las circunstancias son siempre diferentes, no solo entre un país y otro, sino entre distintos períodos dentro de un mismo país. Este sabio juicio hace posible y plausible argumentar que la experiencia de un país o un período no puede ofrecer “lecciones” concluyentes. Eso también es cierto, y como principio general se debiera desconfiar de aquellos que instantáneamente formulan “lecciones” para cada ocasión. Lo más probable es que ya las tuvieran mucho antes, y solo intentan acomodar la nueva experiencia a sus ideas previas. Así es que seamos cuidadosos con aceptar o dar “lecciones”.
En todo caso, y aun siendo cuidadosos, hay cosas que aprender de la experiencia, o desaprender, lo que viene a ser lo mismo. Se decía, con mucha razón, que solo Chile, en Latinoamérica, era una sociedad pluralista, liberal, constitucional, parlamentaria, y un país que tenía política: no exactamente como los franceses, los estadounidenses o los británicos, pero que definitivamente existía dentro de un marco “democrático”, o, como dirían los marxistas, de la “democracia burguesa”.
Siendo este el caso, y con todo lo cuidadoso que uno quiera ser, lo ocurrido en Chile plantea ciertas preguntas, requiere ciertas respuestas, y puede incluso servir de recordatorio y advertencia. Puede sugerir, por ejemplo, que los estadios que permiten otros usos además del deporte –como albergar a prisioneros políticos de izquierda– existen no solo en Santiago, sino en Roma y París, o también en Londres; o que debe haber algo errado en el hecho de que Marxism Today, la revista mensual “teórica y de discusión” del Partido Comunista británico, traiga como artículo principal de la edición de septiembre de 1973 un discurso pronunciado en julio por el secretario general del Partido Comunista chileno, Luis Corvalán (actualmente en prisión en espera de juicio y una eventual ejecución), que se titula “¡No a la guerra civil! Pero estamos preparados para aplastar la sedición”.
A la luz de lo ocurrido, esa respetable consigna luce patética e insinúa que algo anda muy mal aquí, algo que se debe evaluar para tratar de ver las cosas más claramente. Puesto que Chile era una democracia burguesa, lo que ocurrió allí tiene que ver con la democracia burguesa, y con lo que puede también ocurrir en otras democracias burguesas. Después de todo, a la mañana siguiente del golpe The Times escribía (y la gente de izquierda debería memorizar cuidadosamente estas palabras): “… hayan o no las Fuerzas Armadas hecho lo correcto al actuar del modo en que han actuado, las circunstancias eran tales que cualquier militar razonable puede de buena fe haber pensado que era su deber constitucional intervenir”.
Si un episodio similar ocurriese en Gran Bretaña, no es descabellado pensar que quienquiera que esté dentro del estadio Wembley no será el editor del Times: él estará ocupado escribiendo editoriales lamentando esto y lo otro, pero coincidiendo, aunque de mala gana, en que tomadas en cuenta todas las circunstancias, y a pesar de la naturaleza angustiosa de la elección, no había alternativa sino la de un militar razonable que de buena fe puede haber pensado que era su deber… etcétera.
Cuando Salvador Allende fue elegido Presidente de Chile en septiembre de 1970, se dijo que el régimen que se inauguraba en ese momento constituiría un experimento de transición pacífica o parlamentaria al socialismo. Tal y como resultaron los siguientes tres años, fue una afirmación exagerada. El gobierno de la UP avanzó mucho en cuanto a reformas económicas y sociales, y bajo condiciones increíblemente adversas, pero se mantuvo como un régimen deliberadamente “moderado”: de hecho, no parece exagerado decir que la causa de su destrucción, o al menos una causa importante, fue su obstinada “moderación”.
Pero no, ahora nos dicen los expertos, como el profesor Hugh Thomas, de la Escuela de Estudios Europeos Contemporáneos de la Universidad de Reading: el problema fue que Allende estaba muy influenciado por figuras como Marx o Lenin, “más que por Mill, Tawney o Aneurin Bevan, o cualquier otro socialista democrático europeo”.Siendo este el caso, continúa animadamente el profesor Thomas, “el golpe de Estado en Chile de ninguna manera puede considerarse una derrota para el socialismo democrático, sino para el socialismo marxista”.
Todo está bien, entonces, por lo menos para el socialismo democrático. Eso sí, “no hay duda de que el doctor Allende tenía el corazón bien puesto”, debemos ser justos en esto; pero “hay muchas razones para pensar que su receta era la equivocada para los males del país, y por supuesto el resultado de tratar de aplicarla puede haber conducido a un cirujano de hierro a hacerse cargo. La receta correcta, por supuesto, era el socialismo keynesiano, no marxista”. Ahí está: el problema con Allende es que no era Harold Wilson, rodeado de consejeros imbuidos del socialismo keynesiano, como el mismo profesor Thomas obviamente lo está.
No debemos quedarnos en los thomases de este mundo y sus opiniones preconcebidas acerca de las políticas de Allende. Pero, aunque la experiencia chilena puede no haber sido un test válido para la “transición pacífica al socialismo”, todavía ofrece un ejemplo muy sugerente de lo que puede ocurrir cuando un gobierno da la impresión, en una democracia burguesa, de que genuinamente intenta realizar transformaciones verdaderamente serias en el orden social, y moverse hacia el socialismo, de una manera no obstante gradual y constitucional; y cualquier cosa que pueda decirse sobre Allende y sus colaboradores, sobre sus estrategias y políticas, debe tomar en cuenta que es esto lo que pretendían hacer.
No eran, y sus enemigos lo sabían, meros políticos burgueses voceando consignas “socialistas”. No eran “socialistas keynesianos”. Eran personas serias y dedicadas, como muchos lo han demostrado muriendo por lo que creían. Es esto lo que hace que la reacción conservadora se torne un asunto de gran interés e importancia, y por eso es necesario que tratemos de decodificar el mensaje, la advertencia, las “lecciones”. Porque la experiencia puede tener significados cruciales para otras democracias burguesas; de hecho, seguramente no hay necesidad de insistir en que una parte de esta experiencia repercutirá directamente en cualquier “modelo” de cambio social radical en el marco de este sistema político.
La lucha y la guerra
Quizás el mensaje, advertencia o “lección” más relevante es también el más obvio, y en consecuencia, el más fácilmente ignorado. Tiene que ver con la noción de lucha de clases. Suponiendo que dejamos de lado la visión de que la lucha de clases es resultado de la propaganda y agitación “extremistas”, queda el hecho de que la izquierda es más afín a la perspectiva según la cual la lucha de clases es un movimiento de los trabajadores y las clases subordinadas contra las clases dominantes.
Por supuesto, eso es. Pero la idea de lucha de clases también se refiere, y a menudo se refiere en primer lugar, a la lucha que libra la clase dominante, y el Estado actuando en su representación, en contra de los trabajadores y las clases subordinadas. Por definición, la lucha no es un proceso unidireccional; pero también es conveniente enfatizar que la clase o clases dominantes la promueven activamente, y en muchas maneras mucho más efectivamente que la batalla que libran las clases subordinadas.
En segundo lugar, pero en el mismo contexto, existe una enorme diferencia –tan grande que requiere un cambio de nombre– entre la lucha de clases “común”, del tipo que se ve día a día en las sociedades capitalistas, en los niveles económico, político, ideológico, micro y macro, y que se sabe que no constituye una amenaza para el marco capitalista en el que tiene lugar, y la lucha de clases que afecta, o se piensa que puede afectar, el orden social de un modo verdaderamente esencial.
La primera forma de lucha de clases constituye la sustancia, o gran parte de la sustancia, de la política en la sociedad capitalista. No es trivial, o una mera farsa; pero tampoco fuerza excesivamente el sistema político. La segunda forma habría que describirla no simplemente como lucha de clases sino como una guerra de clases. Allí donde los poderosos y los privilegiados (y quienes tienen el máximo poder y privilegios no son necesariamente los más intransigentes) creen que enfrentan una amenaza real desde abajo, allí donde piensan que el mundo que conocen y que les gusta y que quieren preservar empieza a ser socavado y a ceder control a fuerzas malignas y subversivas, entonces una forma completamente diferente de lucha de clases entra en operación, una cuya agudeza, dimensiones y universalidad garantiza la etiqueta de “guerra de clases”.
Chile había conocido durante muchas décadas la lucha de clases dentro de un marco democrático burgués: esa era su tradición. Con la llegada al poder del Presidente Allende, progresivamente las fuerzas conservadoras transformaron la lucha de clases en una guerra de clases; y aquí también vale la pena recalcar que fueron las fuerzas conservadoras las que llevaron adelante este proceso.
Antes de detenerme en este tema, quisiera abordar un asunto que a menudo se plantea en relación con la experiencia chilena. Concretamente, la cuestión de los porcentajes electorales. Con frecuencia se ha dicho que Allende, candidato presidencial de una coalición de seis partidos, solo obtuvo el 36% de los votos en septiembre de 1970, implicando de esta manera que si hubiese obtenido, digamos, 51% de los votos, la actitud de las fuerzas conservadoras hacia él y su gobierno hubiese sido muy diferente. En un sentido puede ser cierto; pero en otro sentido me parece un peligroso disparate.
Tomando este último primero: uno de los más reconocidos expertos franceses en Latinoamérica, Marcel Niedergang, ha publicado un documento que es relevante en este tema. Se trata del testimonio de Joan Garcés, uno de los ase- sores cercanos de Allende por más de tres años, quien, bajo las órdenes directas del Presidente, escapó del Palacio de La Moneda el 11 de septiembre.
En la visión de Garcés, fue precisamente después de que la coalición de gobierno incrementase su porcentaje electoral a 44% en las elecciones legislativas de marzo de 1973 que las fuerzas conservadoras comenzaron a pensar seriamente en un golpe de Estado. “Tras las elecciones de marzo –dice Garcés–, un golpe de Estado por la vía legal ya no era viable, ya que no sería posible alcanzar la mayoría de dos tercios requerida para destituir constitucionalmente al Presidente. Entonces la derecha entendió que la vía electoral estaba agotada y que el único camino posible era el de la fuerza”.
Lo ha confirmado uno de los principales promotores del golpe, el general de la Fuerza Aérea Gustavo Leigh, quien declaró al corresponsal en Chile del Corriere della Sera que “iniciamos los preparativos para el derrocamiento de Allende en marzo de 1973, inmediatamente después de las elecciones parlamentarias”.
Tal evidencia no es concluyente, pero tiene mucho sentido. Escribiendo antes de que esta información estuviese disponible, Maurice Duverger dijo que, mientras Allende era apoyado por algo más de un tercio de los chilenos al comienzo de su mandato, tenía a casi la mitad de la población de su lado al momento del golpe; y esa mitad era la más afectada por las dificultades económicas. Él escribe:
Esta es probablemente la principal razón para el golpe militar. Mientras la derecha chilena creyó que la experiencia de la Unidad Popular acabaría por voluntad de los electores, respetó el juego democrático. Valía la pena respetar la Constitución y esperar que pasara la tormenta. Pero cuando comenzó a temer que esta no pasaría y que el juego de las instituciones liberales resultaría en la permanencia de Allende en el poder y en el desarrollo del socialismo, prefirió la violencia a la ley.
Probablemente Duverger exagera la actitud democrática de la derecha y su respeto por la Constitución antes de las elecciones de marzo de 1973, pero su argumento principal parece muy sensato. Y lo que implica es muy importante. A saber: en lo que respecta a las fuerzas conservadoras, los porcentajes electorales, sin importar lo altos que puedan ser, no le confieren legitimidad a un gobierno que les parece inclina- do hacia políticas que ellas consideran efectiva o potencialmente desastrosas. Tampoco es esto en absoluto extraordinario: porque a ojos de la derecha quienes están en el poder son demagogos viciosos, traidores de clase, locos, gánsteres y sinvergüenzas apoyados por una chusma ignorante, todos comprometidos en contribuir a la ruina y al caos de un país hasta ahora plácido y pacífico, etcétera.
El guioon nos es familiar. Desde esa perspectiva, la idea de que los apoyos electorales tienen algún sentido es ingenua y absurda: lo que importa, para la derecha, no es el porcentaje de votos de un gobierno de izquierda, sino los objetivos por los que se mueve. Si los objetivos les parecen errados, profunda y verdaderamente errados, los porcentajes electorales les parecerán irrelevantes.
Sin embargo, existe un sentido en el que los porcentajes sí importan dentro del tipo de situación política que enfrenta la derecha en condiciones como las chilenas. Y es que mientras más altos son los porcentajes de votos obtenidos por la izquierda en cualquier elección, más probable es que las fuerzas conservadoras se sientan intimidadas, desmoralizadas, divididas e inseguras de su rumbo. Estas fuerzas no son homogéneas; y es obvio que las demostraciones electorales de apoyo popular son muy útiles para la izquierda en su confrontación con la derecha, siempre que la izquierda no las considere decisivas.
En otras palabras, los porcentajes de apoyo pueden ayudar a intimidar a la derecha, pero no a desarmarla. Es muy posible que no se hubiese atrevido a atacar cuando lo hizo si Allende hubiese obtenido porcentajes electorales aun más altos. Pero si, habiendo obtenido este apoyo, hubiese persistido en el rumbo al cual se sentía inclinado, la derecha habría atacado en cualquier oportunidad que se le presentara. El asunto era negar- les la oportunidad; o, fallando esto, asegurar que la confrontación ocurriera en los términos más favorables que fuera posible.
La oposición
Ahora propongo volver a la cuestión de la lucha de clases y la guerra de clases, y a las fuerzas conservadoras que la desataron, con una referencia particular a Chile, aunque las consideraciones que ofrezco tienen una aplicación más amplia, por lo menos en lo que respecta a la naturaleza de las fuerzas conser- vadoras que deben tomarse en cuenta, y que examinaré una por una, relacionándolas con las formas de lucha en las que participan estas distintas fuerzas:
(a) La sociedad como campo de batalla. Hablar de “las fuerzas conservadoras”, como lo he hecho hasta aquí, no implica la existencia de un bloque económico, social o político homogéneo, ya sea en Chile o en cualquier otro lugar. En Chile, entre otras cosas, fueron las divisiones entre elementos de las fuerzas conservadoras las que hicieron posible la llegada de Allende a la Presidencia.
Aun así, y tomando debidamente en cuenta estas divisiones, es necesario recalcar que un aspecto decisivo de la lucha de clases lo acometen estas fuerzas como un todo, en el sentido de que la lucha ocurre en toda la “sociedad civil” y no tiene frente, ni un foco específico, ni una estrategia en particular, ni una organización o liderazgo elaborado: es la batalla diaria de cada miembro de las clases media y alta descontentas, cada uno a su manera, y también de buena parte de la clase media baja. Se pelea desde un sentimiento que Evelyn Waugh expresara admirablemente cuando escribió en 1959, recordando los “horrores” del régimen de Attlee en Gran Bretaña después de 1945, que en aquellos años de gobierno laborista “el reino parecía estar bajo ocupación enemiga”.
La ocupación enemiga invita a varias formas de resistencia, y todo el mundo aporta con algo. Esa resistencia incluye a dueñas de casa de clase media manifestándose a través de caceroleos frente al palacio presidencial; dueños de fábricas saboteando la producción; comerciantes acaparando existencias; dueños de periódicos y sus subordinados desarrollando incesantes campañas en contra del gobierno; latifundistas impidiendo la reforma agraria; la difusión de lo que en Gran Bretaña durante la guerra se llamó “inquietud y pesimismo”, o “inquietud y desconcierto” (ciertamente sancionado por la ley): en pocas palabras, todo lo que la gente influyente, acomodada, educada (o no tan bien educada) puede hacer para obstaculizar un gobierno que detesta.
Tomado como una “totalidad no totalizada”, el daño que de este modo puede provocarse es muy considerable, y no he mencionado a los profesionales superiores, los médicos, los abogados, los funcionarios públicos, cuya capacidad para ralentizar el curso de una sociedad, de cualquier sociedad, debe reconocerse que es alta. No se requiere nada muy espectacular: solo un rechazo individual a la legitimidad del régimen en nuestra vida diaria, lo que en sí mismo se transforma en una vasta y colectiva empresa dedicada a la producción de alteraciones.
Cabe suponer que la gran mayoría de los miembros de las clases alta y media (no todos, por cierto) serán irrevocablemente contrarios al nuevo régimen. La cuestión de la baja clase media es algo más compleja. El primer requisito en esta relación es hacer una distinción radical, por un lado, entre profesionales inferiores y oficinistas, técnicos, personal administrativo, etc., y por otro lado los pequeños capitalistas y microcomerciantes. Los primeros son parte integral de aquel “trabajador colectivo” del cual Marx habló hace más de un siglo; y están involucrados, al igual que la clase obrera industrial, en la producción de excedentes. Esto no significa que esta clase o estrato se verá necesariamente a sí misma como parte de la clase obrera, o que automáticamente vaya a apoyar políticas de izquierda (ni siquiera la propia clase obrera); pero sí que existe por lo menos una sólida base para una alianza.
Es mucho más dudoso (de hecho muy probablemente sea falso) que esa base exista en la otra parte de la baja clase media, el pequeño empresario y el microcomerciante. En el artículo citado, Maurice Duverger sugiere que “la primera condición para la transición democrática al socialismo en un país occidental como Francia es que un gobierno de izquierda tranquilice a las clases medias acerca de su futuro bajo el nuevo régimen, de manera de disociarlas del núcleo de grandes capitalistas que están condenados a desaparecer o a someterse a un estricto control”.
El problema aquí radica en lo siguiente: si con clases medias se refieren a los pequeños capitalistas y microcomerciantes (y Duverger deja en claro que él lo considera así), el intento está condenado desde el comienzo. Pensando en ellos, Duverger quiere “que la evolución hacia el socialismo sea muy gradual y muy lenta, de manera de recuperar en cada etapa una parte sustancial de aquellos que tenían temor al principio”. Más aun, a las pequeñas empresas se les debe asegurar que su futuro será mejor que bajo el monopolio u oligopolio capitalista. Es interesante notar, y sería divertido si el asunto no fuera tan serio, que el realismo que el profesor Duverger es capaz de desplegar en relación con Chile lo abandona tan pronto como se acerca a casa. Su escenario es ridículo; e incluso si no lo fuera no existe posibilidad de que a las pequeñas empresas puedan dárseles garantías apropiadas.
No quisiera dar la impresión de estar promoviendo la quiebra de los medianos y pequeños kulaks urbanos de Francia: lo que digo es que adaptar la marcha de la transición al socialismo a las esperanzas y los temores de esta clase es promover la parálisis o prepararse para el fracaso. Mejor no empezar. Cómo manejar el problema es un tema aparte. Pero es importante empezar siendo consciente del hecho de que, como clase social o estrato, este elemento debe ser reconocido como parte de las fuerzas conservadoras.
Sin duda parece haber sido el caso en Chile, particularmente en relación con los ahora famosos 40 mil dueños de camiones, cuyas reiteradas huelgas incrementaron las dificultades del gobierno. Estas paralizaciones, muy bien coordinadas, y muy posiblemente subsidiadas por fuentes externas, ilustran el problema que un gobierno de izquierda debe esperar enfrentar, en mayor o menor medida dependiendo del país, en un sector de considerable importancia económica en términos de la distribución.
El problema, irónicamente, resalta aun más por el hecho de que, de acuerdo con estadísticas de Naciones Unidas, era esta clase media la que más había prosperado bajo el régimen de Allende en relación con la distribución del ingreso nacional. En efecto, pareciera que el 50% más pobre de la población vio incrementarse su parte del total de 16,1% a 17,6%; que el ingreso de la clase media (45% de la población total) aumentó de 53,9% a 57,7%; mientras que el del 5% más rico de la población cayó de 30% a 24,7%. Difícilmente esta es la imagen de una clase media oprimida hasta morir, y de ahí la importancia de su hostilidad.
(b) La intervención de fuerzas conservadoras externas. No es posible discutir la guerra de clases en ningún lugar, muchos menos en América Latina, sin tomar en consideración la intervención extranjera, más específicamente y de manera obvia la intervención del imperialismo estadounidense, representado tanto por intereses privados como por el mismo Estado norteamericano. Las actividades de la ITT han recibido bastante publicidad, así como sus planes de hundir al país en el caos de manera de conseguir que los “militares amigos” llevaran a cabo un golpe de Estado. Por supuesto, la ITT no era la única gran empresa operando en Chile; de hecho, no había un sector importante de la economía chilena que no estuviese integrado, y en algunos casos dominado, por empresas estadounidenses, y su hostilidad hacia el régimen de Allende debe haber acrecentado en gran medida las dificultades económicas, sociales y políticas del gobierno. Todo el mundo sabe que la balanza de pagos de Chile depende en gran medida de sus exportaciones de cobre: pero el precio mundial del metal rojo, que se había reducido casi a la mitad en 1970, permaneció a ese nivel hasta fines de 1972; Estados Unidos ejerció entonces una enorme presión mundial para que se interpusiera un embargo al cobre chileno.
Además, presionó fuertemente y con éxito al Banco Mundial para que este denegara préstamos y créditos a Chile, aunque no era necesaria demasiada presión, ya fuera en el Banco Mundial o en otras instituciones bancarias. Pocos días después del golpe, The Guardian señalaba que “los nuevos anticipos netos, congelados como resultado de la presión estadounidense, incluían sumas que totalizaban 30 millones de libras: todo para proyectos que el Banco Mundial ya había aprobado como dignos de respaldo”. El presidente del Banco Mundial es por supuesto el señor Robert McNamara. Se dijo en su momento que el señor McNamara había experimentado algún tipo de conversión espiritual por el remordimiento que sentía, habiendo sido ministro de Defensa de Estados Unidos, al infligir tanto sufrimiento al pueblo vietnamita: bajo su dirección, el Banco Mundial iría efectivamente en ayuda de los países pobres. Lo que omitían aquellos que intentaron convencernos de esta linda historia es que había una condición: los países pobres debían mostrar la mayor deferencia, y Chile no lo hacía, por las demandas de la empresa privada, particularmente de la empresa privada norteamericana.
Así, el régimen de Allende enfrentó, desde el comienzo, la implacable tentativa estadounidense de estrangular la economía. En comparación con este hecho –que debe considerarse en conjunto con el sabotaje realizado por los intereses económicos conservadores internos–, los errores cometidos por el régimen son relativamente de menor importancia, aun cuando se les echen a la cara vivamente, no solo sus críticos sino también los amigos del gobierno de Allende. Lo verdaderamente extraordinario, contra tales probabilidades, no son los errores sino el hecho de que el régimen resistiera económicamente hasta el fin; tanto más cuanto que fue sistemáticamente obstaculizado por los partidos de oposición en el Congreso cuando quiso tomar las acciones necesarias.
Desde esta perspectiva, la cuestión de si el gobierno de Estados Unidos estuvo o no directamente involucrado en la preparación del golpe militar no es particularmente importante. Sabía del golpe antes que ocurriera, eso es seguro. El ejército chileno tenía vínculos cercanos con el ejército estadounidense. Y sería estúpido pensar que el tipo de personas que manejan el gobierno de Estados Unidos se restarían de una participación activa en un golpe, o de impulsarlo. Sin embargo, lo importante aquí es que durante los tres años previos el gobierno de Estados Unidos hizo todo lo que estuvo en sus manos –en términos de una guerra económica en su contra– para preparar el camino para el derrocamiento del régimen de Allende.
(c) Los partidos políticos conservadores. El tipo de lucha de clases conducido por las fuerzas conservadoras en la sociedad civil al que hice referencia requiere de dirección y articulación política en último término, tanto en el Congreso como en todo el país, si es que va a transformarse en una fuerza política realmente efectiva. Esta dirección la proporcionan los partidos conservadores, y en Chile fue principalmente facilitada por la Democracia Cristiana.
Tal como la Unión Demócrata Cristiana en Alemania y el Partido Demócrata Cristiano en Italia, la Democracia Cristiana en Chile albergaba muchas tendencias en su interior, desde varias formas de radicalismo (aunque los más radicales se apartaron para formar sus propias agrupaciones tras el triunfo de Allende) hasta el conservadurismo extremo. Pero representaba en esencia a la derecha constitucionalista, el partido del orden, una de cuyas figuras más emblemáticas, Eduardo Frei Montalva, había sido Presidente antes de Allende.
Con constante y creciente determinación, esta derecha constitucionalista buscó por todos los medios en su poder –del lado de la legalidad– bloquear las acciones del gobierno y evitar que funcionara adecuadamente. Los partidarios del parlamentarismo siempre dicen que el funcionamiento del sistema depende de que haya cierto grado de cooperación entre el gobierno y la oposición; y sin duda están en lo cierto. Al gobierno de Allende le fue negada esta cooperación por la misma gente que nunca cesó de proclamar su adhesión a la democracia parlamentaria y al constitucionalismo. Aquí también, en el frente legislativo, la lucha de clases se transformó en guerra de clases. Las asambleas legislativas son, con algunas reservas que no vienen al caso aquí, parte del sis- tema estatal; y en Chile el Congreso estaba sólidamente bajo el control de la oposición. También lo estaban otros importantes sectores del sistema estatal, a las que me referiré más adelante.
La resistencia de la oposición, en el Congreso y fuera de él, no asumió sus verdaderas dimensiones hasta la victoria alcanzada por la Unidad Popular en las elecciones de marzo de 1973. Ya en el otoño los antiguos constitucionalistas y parlamentaristas se habían lanzado al camino de la intervención militar. Después del abortado golpe del 29 de junio, el “Tanquetazo”, que marca el comienzo de la crisis final, Allende trató de alcanzar un compromiso con los líderes de la Democracia Cristiana, Aylwin y Frei. Estos se rehusaron, y aumentaron la presión sobre el gobierno. El 22 de agosto, la Cámara de Diputados, dominada por su partido, aprobó una moción que efectivamente llamaba a las Fuerzas Armadas a “poner término a las situaciones que constituían una violación a la Constitución”. Por lo menos en el caso chileno, no hay dudas sobre la responsabilidad directa que cargan estos políticos en el derrocamiento del régimen de Allende.
Ciertamente los líderes de la Democracia Cristiana habrían preferido ex- pulsar a Allende sin recurrir al uso de la fuerza, y dentro del marco de la Constitución. A los políticos burgueses no les gustan los golpes militares, en buena parte porque los privan de su rol. Pero les guste o no, y a pesar de lo empapados de constitucionalismo que puedan estar, la mayoría se volverá hacia los militares dondequiera que sientan que las circunstancias lo demandan.
Los cálculos que entran en juego en la decisión de que las circunstancias de- mandan recurrir a la ilegalidad son muchos y complejos. Incluyen presiones e instigaciones de diferentes tipos y calibres. Una de esas presiones es la presión general, difusa, de la clase o clases a las cuales estos políticos pertenecen. Il faut en finir, se les dice desde todos los frentes, o mejor dicho desde los frentes a los que ellos prestan atención; y esto importa en la deriva hacia el golpismo. Pero otra presión, que se vuelve cada vez más importante en la medida en que la crisis aumenta, es la de los grupos a la derecha de los conservadores constitucionalistas, que en tales circunstancias pasan a ser un elemento que importa.
(d) Agrupaciones de tipo fascista. El régimen de Allende tuvo que enfrentar la violencia organizada de agrupaciones fascistas. Esta actividad de guerrilla del ala más extremista de la derecha creció hasta asumir proporciones febriles en los meses previos al golpe; implicó el estallido de instalaciones eléctricas, ataques a militantes de izquierda y otras acciones de ese orden que contribuyeron enormemente a la sensación general de que de alguna manera había que poner fin a la crisis. Aquí también, acciones de este tipo, en circunstancias “normales” de conflicto de clases, no tienen un significado político muy importante, ciertamente no el de amenazar a un régimen o siquiera dejar muchas marcas en él; si el grueso de las fuerzas conservadoras permanecen en el ámbito constitucionalista, las agrupaciones de tipo fascista permanecen aisladas, incluso la derecha tradicional las rehúye.
Pero, en circunstancias excepcionales, uno se relaciona con gente con la que de otro modo nunca sería visto ni muerto en la misma habitación; uno asiente y da un guiño donde antes un ceño fruncido y una reprimenda hubieran sido casi la respuesta automática. “Son jóvenes”, dicen ahora con indulgencia los adultos conservadores. “Por supuesto, son salvajes y hacen cosas lamentables. Pero mira a quién atacan, y qué esperas cuando tienes un gobierno de dema- gogos, criminales y ladrones”. Así que grupos como Patria y Libertad operaron más y más audazmente en Chile, ayudaron a acrecentar la sensación de crisis y alentaron a los políticos a pensar en términos de soluciones drásticas para acabar con ella.
e) Oposición administrativa y judicial. Las fuerzas conservadoras en cualquier parte pueden siempre contar con el apoyo, la aquiescencia o la simpatía más o menos explícitos de los escalones superiores del sistema público; y es más, de muchos, si no la mayoría, de los miembros de los escalones inferiores también. Por origen social, educación, estatus, vínculos de parentesco y amistad, los escalones superiores, para enfocarnos en ellos, son parte intrínseca del campo conservador; y si ninguno de estos factores sirviera, seguramente algunas disposiciones ideológicas los ubicarían allí.
Los funcionarios públicos de alto rango y miembros del Poder Judicial pueden, en términos ideológicos, estar entre el liberalismo moderado y el conservadurismo extremo, pero el liberalismo moderado, en su cara más progresista, es el último extremo del espectro. En condiciones “normales” de conflicto social, esta situación puede no encontrar una gran expresión excepto en términos del tipo de sesgo implícito o explícito que se espera de esa gente. Pero en condiciones de crisis, cuando la lucha de clases adquiere el carácter de guerra de clases, estos miembros del aparato estatal pasan a ser activos participantes en la batalla, y lo más probable es que quieran aportar su grano de arena al esfuerzo patriótico para salvar a su amado país –ni hablar de sus amados cargos– de los peligros que los acechan.
El régimen de Allende heredó un personal que por largos años había trabajado bajo las órdenes de partidos conservadores, y que no puede haber incluido a mucha gente que viera al nuevo régimen con algún tipo de simpatía. Buena parte de eso cambió con la renovación de personal en cargos de alto rango que impuso el nuevo gobierno, pero aun así, y quizás inevitablemente, dadas las circunstancias, los mandos medios y bajos continuaron siendo ocupados por burócratas tradicionales y establecidos. El poder de esa gente puede llegar a ser muy grande. Puede venir una orden desde lo alto, pero ellos están en buena posición para hacer que no avance, o que no avance lo suficiente.
Para variar la metáfora, la máquina no responde apropiadamente porque los mecánicos a su cargo no tienen un particular deseo de que funcione como se debe. A mayor sensación de crisis, menos voluntad tienen los mecánicos; y mientras menos voluntad tienen, mayor es la crisis. A pesar de todo, el régimen de Allende no “colapsa”. A pesar de la obstrucción legislativa, el sabotaje administrativo, la guerra política, la intervención extranjera, los recortes económicos, las divisiones internas; a pesar de todo esto, el régimen aguanta. Ese, para los políticos y las clases que estos representaban, era el problema.
En un artículo que en este momento quiero comentar, Eric Hobsbawm señala acertadamente que “para aquellos comentaristas de la derecha que se preguntan qué otra opción les quedaba a los opositores de Allende más que un golpe, la respuesta es simple: no hacer un golpe”. Esto, sin embargo, significaba incurrir en el riesgo de que Allende pudiera zafarse de las dificultades que enfrentaba. De hecho, pareciera que, el día previo al golpe, él y sus ministros habían decidido hacer uso de un último recurso constitucional, un plebiscito, que sería anunciado el 11 de septiembre. Tenía esperanzas de que un triunfo plebiscitario hiciera que los golpistas se lo pensaran mejor, lo que le concedería nuevos espacios para la acción. Si perdía, habría renunciado, con la esperanza de que las fuerzas de izquierda algún día estuvieran en un mejor pie para ejercer el poder.
Cualquiera sea el juicio que se haga de esta estrategia, de la que los políticos conservadores deben haber tenido conocimiento, arriesgaba prolongar la crisis a la que estos estaban frenéticos por poner fin; y esto significó la aceptación –de hecho, el apoyo activo– del golpe de Estado que los militares habían estado preparando. Al final, y de cara al peligro presentado por el respaldo popular a Allende, no quedaba más remedio: los asesinos debían ser convocados.
(f) Los militares. Por supuesto se nos ha dicho, una y otra vez, que las Fuerzas Armadas en Chile, a diferencia de todos los otros países en Latinoamérica, eran políticamente neutrales, no deliberantes, constitucionalistas, etc.; y aunque el hecho se ha exagerado, en términos generales era cierto que los militares en ese país no “se mezclaban en política”. Tampoco existen motivos para dudar de que en la época en que Allende llegó al poder, y durante un tiempo después, no querían intervenir y no pensaban en montar un golpe de Estado.
Fue después de la aparición del “caos”, de la inestabilidad política extrema, y de que se revelara la debilidad en la respuesta del régimen a la crisis, que las fuerzas militares conservadoras entraron en acción, y entonces inclinaron la balanza decisivamente. Pero sería desquiciado pensar que su “neutralidad” y “actitud apolítica” significaban que no tenían posturas ideológicas definidas, y que estas no eran definitivamente conservadoras. Como señala Marcel Niedergang, “sea lo que sea que se haya dicho, nunca han existido oficiales de alto rango que fueran socialistas, para qué hablar de comunistas. Había dos grupos: los partidarios de la legalidad y los enemigos del gobierno de izquierda. Los segundos, cada vez más y más numerosos, fueron los que finalmente triunfaron”.
El énfasis de la cita tiene la intención de transmitir la dinámica decisiva de los acontecimientos en Chile, que afectó a los militares tanto como a todos los demás protagonistas. La noción de proceso dinámico es esencial para el análisis de cualesquiera de las situaciones dentro de esta clase: personas que son de tal modo, y que quieren o no quieren hacer esto o lo otro, cambian bajo el impacto de eventos que se suceden muy rápidamente. Por supuesto, mayormente cambian dentro de un cierto margen de opciones, pero en tales situaciones de todos modos el cambio puede ser muy grande. Así, en ciertas situaciones los militares conservadores pero constitucionalistas se vuelven solo más conservadores: y esto quiere decir que dejan de ser constitucionalistas.
La pregunta obvia es qué es lo que produjo el giro. En parte, sin duda, la respuesta se encuentra en la situación “objetiva”, que se percibía como empeorando cada día; también en la presión generada por las fuerzas conservadoras. Pero en gran medida se debió a la postura que adoptó el gobierno en curso, y a cómo se percibió esa postura. Como yo lo entiendo, la débil respuesta del gobierno de Allende al intento de golpe del 29 de junio, su constante retirada ante las fuerzas conservadoras (y los militares) en las semanas subsiguientes, y la pérdida que le significó la renuncia del general Prats, el único general que parecía firmemente preparado para mantenerse junto al régimen, todo esto debe haber tenido mucho que ver con el hecho de que los enemigos del gobierno dentro de las fuerzas armadas (o sea, los uniformados que estaban preparados para un golpe) se hicieran “más y más numerosos”. En estas materias, hay una ley que se mantiene: mientras más débil es el gobierno, más audaces sus enemigos, y más numerosos se vuelven día tras día.
Así fue que aquellos generales constitucionalistas atacaron el 11 de septiembre, llevando a cabo la acción que habían etiquetado –de manera muy significativa a la luz de la masacre de los izquierdistas en Indonesia– como Operación Yakarta. Antes de continuar con la siguiente parte de esta historia, aquella que concierne a las acciones del régimen allendista, su estrategia y dirección, es necesario recalcar la brutalidad de la represión desatada por el golpe militar, y subrayar la responsabilidad que les corresponde a los políticos conservadores en ella.
Marx, escribiendo inmediatamente después de la Comuna de París, y mientras los comuneros continuaban siendo ejecutados, señalaba con amargura que “la civilización y justicia del orden burgués asoma en su espeluznante luz cada vez que los esclavos y burros de carga de ese orden se levantan contra sus amos. Entonces esta civilización y orden se presentan como manifiesto salvajismo y venganza sin ley”. Sus palabras aplican bien al caso de Chile después del golpe. El semanario Newsweek, no precisamente un medio muy de izquierda, publicó una crónica de su corresponsal en Santiago poco después del golpe, titulado “Slaughterhouse in Santiago” (Matadero en Santiago), que decía lo siguiente:
La semana pasada me colé por una puerta lateral de la morgue de la ciudad de Santiago, mostrando rápidamente mi credencial de prensa otorgada por la Junta con la impaciente autoridad de un alto oficial. Ciento cincuenta cadáveres yacían en el suelo del primer piso, esperando ser identificados por sus familias. Arriba, pasé por una puerta batiente y allí, en un mal iluminado pasillo había por lo menos otros cincuenta cuerpos, apretados unos con otros, sus cabezas contra la pared. Estaban todos desnudos.
La mayoría habían sido ejecutados con un tiro a corta distancia bajo la barbilla. Algunos tenían el cuerpo ametrallado. Sus pechos habían sido abiertos y luego grotescamente cosidos en lo que presumiblemente haya sido una autopsia pro forma. Todos eran jóvenes y, a juzgar por la aspereza de sus manos, de la clase obrera. Un par de ellos eran mujeres, distinguibles entre la masa de cuerpos solo por las curvas de sus pechos. La mayoría de las cabezas habían sido aplastadas. Permanecí allí por unos dos minutos a lo sumo, luego me fui.
Los funcionarios de la morgue han sido advertidos de que serán enjuiciados por una corte marcial y ejecutados en caso de que revelen lo que ocurre allí adentro. Pero las mujeres que entran a ver los cuerpos dicen que hay entre cien y ciento cincuenta en el primer piso todos los días. Y yo pude obtener un recuento oficial de la morgue de manos de la hija de un funcionario: ella me dijo que, a catorce días del golpe, la morgue había recibido y procesado dos mil setecientos noventa y seis cadáveres”.
El mismo día en que apareció esta crónica, el Times de Londres comentaba en un editorial que “la existencia de una guerra o algo muy parecido explica claramente la drástica severidad del nuevo régimen, lo que ha tomado por sorpresa a muchos observadores”. La “guerra” era por supuesto una invención de The Times. Habiéndola inventado, continuó observando que “un gobierno militar enfrentado a una vasta oposición armada (¿?) es poco probable que sea muy puntilloso con las finuras constitucionales o incluso con los derechos humanos básicos”. Pero, por si acaso se cree que el Times aprobaba la “drástica severidad” del nuevo régimen, el periódico decía a sus lectores que “debe permanecer viva la esperanza de los amigos de Chile en el extranjero, como sin duda de la gran mayoría de los chilenos, de que los derechos humanos pronto serán plenamente respetados y que el gobierno constitucional será restablecido a la brevedad”. Amén.
Nadie sabe cuánta gente ha sido asesinada en el terror que siguió al golpe, ni cuánta gente todavía va a morir como resultado de él. Si un gobierno de izquierda hubiese mostrado una décima parte de la crueldad de la junta militar, llamativos titulares en todo el mundo “civilizado” lo habrían denunciado día por medio. Tal como está, el asunto fue rápidamente pasado por alto y con suerte sonó el crujido de una semilla cuando el gobierno británico se apresuró, once días después del golpe, a reconocer a la Junta. Lo mismo hicieron otros gobiernos occidentales amantes de la libertad.
Podemos entender que la gente pudiente en Chile compartiera, y más que compartiera, los sentimientos del editor del Times de Londres en relación a que, dadas las circunstancias, no podría esperarse que los militares fueran “muy puntillosos”. Aquí también, Hobsbawm lo explica claro cuando dice que en general “la izquierda ha subestimado el temor y el odio de la derecha, la facilidad con que los hombres y mujeres bien vestidos adquieren el gusto por la sangre”. Esta es una vieja historia. En su Flaubert, Sartre cita una entrada del diario de Edmond de Goncourt del 31 de mayo de 1871, inmediatamente después de que la Comuna de París había sido aplastada:
Está bien. No ha habido conciliación ni compromiso. La solución ha sido brutal. Ha sido pura fuerza (…) un baño de sangre tal como este, al ejecutar a la parte militante de la población [la partie bataillante de la population], posterga por una generación la nueva revolución. Son veinte años de tranquilidad los que la vieja sociedad tiene por delante si las autoridades se atreven a todo lo que hay que atreverse en este momento.
Goncourt, como bien sabemos, no tenía necesidad de preocuparse. Tampoco la clase media chilena, si los militares no solo se atreven sino si son capaces –esto es, si se les permite– de dar a Chile “veinte años de tranquilidad”. Una periodista con una larga experiencia en Chile reporta, tres semanas después del golpe, el “júbilo” de sus amigas de clase alta que habían rogado mucho tiempo por que se produjera el golpe. Probablemente estas damas no se preocuparán demasiado por la masacre de los militantes de izquierda. Tampoco lo harán sus esposos.
Lo que al parecer preocupa a los políticos conservadores ha sido la meticulosidad con que los militares han actuado para restaurar “la ley y el orden”. Perseguir y disparar a los militantes es una cosa, como lo es la quema de libros y la intervención de las universidades. Pero disolver el Congreso, censurar la política y juguetear con la idea de un Estado “corporativista” del tipo fascista, como algunos de los generales están haciendo, es otra cosa, y bastante más seria. De modo que los líderes de la Democracia Cristiana, que tuvieron un papel muy relevante en azuzar a los militares, y que continúan manifestando su respaldo a la Junta, han comenzado sin embargo a expresar su “inquietud” por algunas de sus inclinaciones. El expresidente Frei, un tipo resuelto, ha llegado a decir confidencialmente a una periodista francesa su creencia de que “la Democracia Cristiana tendrá que pasarse a la oposición de aquí a dos o tres meses”, presumiblemente después de que las Fuerzas Armadas hayan sacrificado suficientes militantes izquierdistas.
Al estudiar el comportamiento y las declaraciones de hombres como estos, uno entiende mejor el desprecio salvaje que Marx expresaba hacia los políticos burgueses a quienes execró en sus escritos históricos. La estirpe no ha cambiado.
El costo de la conciliación
La configuración de las fuerzas conservadoras que he presentado en la sección previa es esperable que exista en cualquier democracia burguesa, por supuesto que no en las mismas proporciones o con exactos paralelos; pero el patrón de Chile no es único. Siendo este el caso, lo más importante es intentar un análisis lo más preciso posible de la respuesta del régimen de Allende al desafío que le fue impuesto por estas fuerzas.
Como suele ocurrir, y mientras haya y continúe habiendo controversias interminables en la izquierda sobre quién carga con la responsabilidad de lo que se hizo mal (si es que alguien la tiene), y si hubo algo más que pudo haberse hecho, habrá muy poca controversia sobre cuál fue de hecho la estrategia del régimen de Allende. De hecho, no la hay, en la izquierda. Tanto los Sensatos como los Rabiosos de la Izquierda al menos están de acuerdo en que la estrategia de Allende era llevar a cabo una transición constitucional y pacífica al socialismo. Los Sensatos de la Izquierda opinan que este era el único camino posible y deseable. Los Rabiosos de la Izquierda afirman que ese era el camino al desastre. Resulta que estos tenían la razón; pero todavía está por verse si la tuvieron por las razones correctas. En cualquier caso, hay varias preguntas que aparecen aquí, que son muy importantes y muy complejas para responderlas con eslóganes. Son algunas de estas preguntas las que quisiera abordar ahora.
Para empezar por el comienzo: concretamente, con el modo en el que la llegada al poder –o al gobierno– de la izquierda debe ser concebido en las democracias burguesas. La mayor chance por lejos es que esto ocurra vía el éxito electoral de una coalición de comunistas, socialistas y otras agrupaciones de tendencias más o menos radicales. ¿La razón? No es que no pueda haber una crisis, lo que abriría posibilidades de otro tipo (por ejemplo, el Mayo francés fue una crisis de esta índole), pero, sea por buenas o por malas razones, los partidos que debieran ser capaces de acceder al poder en este tipo de situaciones, específicamente las principales formaciones de la izquierda –en particular los partidos comunistas de Francia e Italia–, no tienen la menor intención de embarcarse en tal rumbo, y de hecho creen fuertemente que hacerlo invitaría al desastre y supondría un retraso del movimiento de la clase obrera durante generaciones por venir. Su actitud podría cambiar si se dan circunstancias de un tipo que no se puede anticipar; por ejemplo, la clara inminencia o directamente el comienzo de un golpe de Estado derechista.
Pero esto es especulación. Lo que no es especulación es que estas vastas formaciones, que comandan el apoyo al grueso de la clase obrera organizada, y que continuarán comandándola por mucho tiempo, están totalmente comprometidas con la obtención del poder –o del gobierno– por los medios electorales y constitucionales. Fue también la posición de la coalición liderada por Allende en Chile.
Hubo un tiempo en que mucha gente de izquierda decía que, si una izquierda claramente comprometida con cambios económicos y sociales profundos estuviera en vías de ganar una elección, la derecha no lo permitiría; esto es, lanzaría un ataque preventivo por medio de un golpe. Esta ha dejado de ser una visión moderna: correcta o incorrectamente se percibe que, en circunstancias “normales”, la derecha no estaría en condiciones de decidir si podría o no “permitir” que se realicen elecciones. Independientemente de lo que la derecha o el gobierno puedan hacer para influir en los resultados, la verdad es que no podrían arriesgarse a evitar que las elecciones se llevaran a cabo.
La visión actual de la extrema izquierda tiende a ser que, incluso si esto es así, y admitiendo que es probable que lo sea, todo triunfo electoral, por definición, está condenado y será estéril. El argumento, o uno de los principales argumentos en los que se basa esta afirmación, es que el costo de la hazaña de una victoria electoral es demasiado alto en términos de acomodos, maniobras y compromisos, de “ingeniería electoral”. Me parece que hay más de esto que lo que los Hombres Sensatos de la Izquierda están dispuestos a conceder; pero no necesariamente tanto como sus oponentes insisten en que debe ser el caso. Pocas cosas en estos asuntos se pueden establecer por definición. Tampoco tienen los oponentes al “camino electoral” mucho que ofrecer como alternativa en las democracias burguesas de sociedades capitalistas avanzadas; y tales alternativas, de la manera como se ofrecen, han probado hasta ahora no ser en absoluto atractivas para el grueso de la población de cuyo respaldo la realización de estas alternativas precisamente depende; y no existe una muy buena razón para creer que esto cambiará drásticamente en un futuro que deba ser tomado en cuenta.
En otras palabras, debe asumirse que, en países con esta clase de sistema político, es por la vía del triunfo electoral que las fuerzas de la izquierda se encontrarán en el gobierno. La pregunta realmente importante es qué sucede después. Porque, como Marx también lo señalara en tiempos de la Comuna de París, la victoria electoral solo nos da el derecho a gobernar, no el poder de gobernar. A menos que uno dé por garantizado que este derecho a gobernar no puede, en estas circunstancias, de ninguna manera ser transmutado en el poder de gobernar, es en este punto que la izquierda enfrenta cuestiones complejas que hasta ahora solo ha sondeado de forma imperfecta: es aquí donde más fácilmente se han usado los lemas, la retórica y las palabras mágicas como substitutos por la dura trituradora de la deliberación política. Desde este punto de vista, Chile ofrece algunas pistas y “lecciones” extremadamente importantes de lo que debe, y quizás lo que no debe, hacerse.
La estrategia adoptada por las fuerzas de izquierda chilenas tuvo una característica no muy asociada a la coalición: específicamente, un alto grado de inflexibilidad. Quiero decir que Allende y sus aliados habían tomado decisiones sobre ciertas líneas de acción, y de inacción, bastante antes de llegar al gobierno. Habían decidido proceder conforme a la Constitución, la legalidad y el gradualismo; y también, en este escenario, que harían todo lo posible por evitar la guerra civil. Habiendo tomado estas decisiones antes de tomar posesión del gobierno, se mantuvieron apegados a ellas hasta el fin, a pesar de los cambios en las circunstancias. Pero puede ser que lo que era correcto y apropiado e inevitable en un comienzo se haya vuelto suicida en la medida en que la batalla se desarrollaba. Lo que está en cuestión aquí no es la oposición “reforma o revolución”: es que Allende y sus colaboradores estaban empeña- dos en una particular versión del modelo “reformista”, el que finalmente hizo imposible que pudieran responder al desafío que enfrentaban. Esto necesita una mayor elaboración.
Alcanzar la Presidencia por la vía electoral implica mudarse a una casa ocupada durante mucho tiempo por personas de distintas costumbres; de hecho implica cambiarse a una casa en la cual muchas habitaciones continúan ocupadas por esas personas. En otras palabras, la victoria de Allende en las urnas permitió que la izquierda ocupara uno de los elementos del sistema estatal, el Poder Ejecutivo: un elemento extremadamente importante, quizás el más importante, pero obviamente no el único. Habiendo alcanzado esta victoria parcial, el Presidente y su gobierno iniciaron la tarea de realizar sus políticas “trabajando” el sistema del cual se habían convertido en una parte.
Al hacerlo, indudablemente contravinieron un principio esencial del canon marxista. Como escribió Marx en una famosa carta a Kugelmann en tiempos de la Comuna de París, “el próximo intento de la Revolución Francesa ya no será, como antes, transferir la máquina burocrática-militar de una mano a otra, sino hacerla pedazos, y esta es la condición preliminar para una verdadera revolución popular en el continente”. Del mismo modo, en La guerra civil en Francia, Marx señala que “la clase trabajadora no puede simplemente conservar la maquinaria estatal predefinida y manejarla para sus propios objetivos”, y procede a subrayar la naturaleza de la alternativa presagiada por la Comuna de París. Tanta era la importancia que Marx y Engels le atribuían a este asunto que, en el prefacio de la edición alemana de 1872 del Manifiesto comunista afirman que “la Comuna demostró especialmente una cosa”, que es la observación de Marx en La guerra civil en Francia que acabo de citar. Fue de estas observaciones que Lenin derivó la visión de que “destruir el Estado burgués” era la tarea esencial del movimiento revolucionario.
He defendido en otro lugar que, en el sentido en el cual parece establecerse en El Estado y la revolución (y por ende, en La guerra civil en Francia), esto es, como establecimiento de una forma extrema de democracia asambleísta (o soviética) inmediatamente después de la revolución, como substituto del destruido Estado burgués, la noción constituye una proyección imposible que puede no tener una relevancia inmediata para ningún régimen revolucionario, y que ciertamente no la tuvo en la práctica leninista tras la revolución bolchevique; y es difícil culpar a Allende y sus colaboradores por no hacer algo que nunca tuvieron la intención de hacer en primer lugar, y culparlos en nombre de Lenin, quien ciertamente no mantuvo su promesa, y no podría haber mantenido su promesa, detallada en El Estado y la revolución.
Sin embargo, aunque sea desgraciadamente “revisionista” siquiera sugerirlo, puede haber otras posibilidades que son relevantes para la discusión de la práctica revolucionaria, y para la experiencia chilena, y que además difieren de la particular versión del “reformismo” adoptada por los líderes de la Unidad Popular. Así, un gobierno empeñado en cambios mayores a nivel económico, social y político, en algunos aspectos cruciales, tiene ciertas posibilidades incluso si no contempla “destruir el Estado burgués”. Puede, por ejemplo, ser capaz de efectuar cambios muy considerables en la planta funcionaria de las distintas áreas del sistema estatal; y en la misma línea, puede comenzar a atacar y flanquear el aparato estatal existente por medio de una variedad de mecanismos políticos e institucionales. De hecho, si quiere sobrevivir debe hacerlo; y debe finalmente hacerlo con respecto al elemento más difícil de todos: los militares y la policía.
El régimen de Allende hizo algunas de estas cosas. Si pudo haber hecho más, dadas las circunstancias, es materia de discusión; pero parece haber sido menos capaz o haber estado menos dispuesto a abordar el problema más difícil, el de los militares. Por el contrario, parece que hubiese buscado comprar el apoyo y la buena voluntad de estos a través de concesiones y conciliación, incluso hasta la hora del golpe, a pesar de la cada vez mayor evidencia de hostilidad por parte de las Fuerzas Armadas.
En un discurso el 8 de julio de 1973, y al que me referí en el comienzo de este artículo, Luis Corvalán observaba que “algunos reaccionarios han comenzado a buscar nuevas formas de lanzar una cuña entre el pueblo y las Fuerzas Armadas, sosteniendo que estamos intentando reemplazar al Ejército profesional. ¡No, señores! Continuamos apoyando el carácter absolutamente profesional de nuestras instituciones armadas. Sus enemigos no están en las filas del pueblo sino en el campo reaccionario”. Es una pena que los militares no compartieran esta visión: uno de sus primeros actos después de tomar el poder fue liberar a los fascistas de Patria y Libertad que tardíamente habían sido puestos en prisión por el gobierno de Allende. Declaraciones similares, expresando confianza en la mentalidad constitucionalista de las Fuerzas Armadas, fueron frecuentes entre los líderes de la coalición, y el mismo Allende. Por supuesto, ni ellos ni Corvalán albergaban muchas ilusiones acerca del apoyo que podían esperar de los militares; pero pareciera, sin embargo, que la mayoría pensaba que podrían ganárselos; y que lo que Allende temía no sería algo así como un golpe en el clásico patrón latinoamericano, sino la “guerra civil”.
Régis Debray ha escrito –por su conocimiento de primera mano– que Allende sentía un rechazo visceral por la guerra civil; y lo primero que hay que decir sobre esto es que solo las personas moral y políticamente lisiadas en sus sensibilidades podrían burlarse de este “rechazo” o considerarlo poco noble. Sin embargo, esto no agota el tema. Hay diferentes maneras de tratar de evitar una guerra civil, y puede haber ocasiones en las que uno no pueda hacerlo y sobrevivir. Debray también escribe (y su lenguaje es en sí mismo interesante) que “él [Allende] no se dejaba embaucar por la fraseología del ‘poder popular’ y no quería cargar con la responsabilidad de miles de muertes inútiles: la sangre de otros le horrorizaba. Por eso es que no quiso escuchar a su partido, el Partido Socialista, que lo acusaba de maniobras inútiles y que lo presionaba a tomar la ofensiva”.
Sería útil saber si el mismo Debray cree que el “poder popular” es necesariamente una fraseología por la que uno no debería dejarse “embaucar”; y qué es lo que se entendía por “tomar la ofensiva”. Pero, en cualquier caso, el “rechazo visceral” de Allende a la guerra civil, como lo deja en claro Debray, era solo una parte del argumento de conciliación y compromiso; la otra era un profundo escepticismo ante cualquier otra alternativa. La explicación de Debray de las razones que se discutían en las últimas semanas antes del golpe tiene un párrafo revelador:
“¿Desarmar a los conspiradores? ¿Con qué?”, respondía Allende. “Denme primero las fuerzas para hacerlo.” “Movilícelas”, se le decía desde todos lados. Porque es cierto que él estaba en las alturas, en las superestructuras, dejando a las masas sin orientaciones ideológicas o dirección política. “Solo la acción directa de las masas detendrá el golpe de Estado.” “¿Y cuántas masas se necesitan para parar un tanque?”, respondía Allende.
Más allá de si concordamos o no con que Allende estaba “en las alturas, en las superestructuras”, esta clase de diálogo tiene algo de verdad; y puede ayudar mucho a explicar los acontecimientos en Chile. Considerando la forma en que murió Salvador Allende, se justifica una cierta reticencia. Pero es imposible no atribuirle por lo menos algo de responsabilidad por lo que finalmente ocurrió. En el texto que acabo de citar, Debray también nos dice que uno de los colaboradores más cercanos de Allende, Carlos Altamirano, secretario general del Partido Socialista, le había dicho, con rabia, hablando de las maniobras de Allende, que “la mejor manera de precipitar una confrontación y de hacerla incluso más sangrienta es darle la espalda”. Había otros cercanos a Allende que desde hacía tiempo compartían el mismo punto de vista. Pero, como Marcel Niedergang ha señalado, todos ellos “respetaban a Allende, el centro de gravedad y el verdadero ‘dueño’ de la Unidad Popular”; y Allende, como sabemos, estaba absolutamente empeñado en el rumbo de la conciliación, alentado hacia ese curso por el miedo a la guerra civil y la derrota, por las divisiones en la coalición que lideraba, por las debilidades en la organización de la clase obrera chilena, por un sumamente “moderado” Partido Comunista, y así.
El problema con ese rumbo es que tenía todos los elementos de una catástrofe autocumplida. Allende creía en la conciliación porque temía el resultado de una confrontación. Pero, precisamente porque creía que la izquierda era susceptible de ser derrotada en cualquier confrontación, tuvo que proseguir con cada vez mayor desesperación su política de conciliación; y mientras más la ejercía, más crecía la seguridad y la audacia de sus oponentes. Más aun, y decisivamente, una política de conciliación con los adversarios del régimen tenía el grave riesgo de desalentar y desmovilizar a los partidarios. “Conciliación” indica una tendencia, un impulso, una dirección, y encuentra una expresión práctica en muchos terrenos, se quiera o no.
Así, en octubre de 1972, el gobierno había conseguido que el Congreso promulgara una “ley de control de armas” que dio a los militares amplios poderes para hacer rastreos en busca de arsenales clandestinos. En la práctica, y dado el sesgo y las inclinaciones del Ejército, muy pronto esta ley se volvió una excusa para llevar a cabo redadas militares en fábricas que eran conocidas como bastiones de la izquierda, con el claro propósito de intimidar y desmoralizar a los activistas, todo perfectamente dentro de la “legalidad”, o al menos suficientemente dentro de la “legalidad”.
Lo verdaderamente extraordinario de esta experiencia es que la política de “conciliación”, tan incondicional y desastrosamente perseguida, no causara una desmoralización temprana ni mayor en la izquierda. Incluso hasta fines de junio de 1973, cuando tuvo lugar el fallido golpe militar conocido como el “Tanquetazo”, la voluntad popular de movilizarse en contra de los futuros golpistas fue de todas maneras mayor que en cualquier otro momento desde que Allende asumiera la Presidencia. Probablemente fue el último momento en el que hubiera sido posible un cambio de rumbo; y además, en cierto sentido fue el momento de la verdad para el régimen: era necesario tomar una decisión. Y se tomó una decisión: concretamente, que el Presidente continuaría tratando de conciliar; y Allende siguió cediendo, una y otra vez, a las demandas de los militares.
Yo no estoy defendiendo aquí, que quede claro nuevamente, que otra estrategia hubiera tenido éxito; solo que la estrategia que se adoptó estaba destina- da a fracasar. Dice Eric Hobsbawm, en el artículo ya citado: “Personalmente no creo que hubiese mucho que Allende hubiese podido hacer después de, digamos, principios de 1972 excepto hacer hora, asegurar la irreversibilidad de los grandes cambios que se había logrado concretar [¿pero cómo? –R.M.], y con suerte mantener un sistema político que le diera a la Unidad Popular una segunda oportunidad más tarde. (…) En cuanto a los últimos meses, es casi seguro que no había prácticamente nada que él pudiera hacer”.
Con toda su aparente racionalidad y sentido de realismo, el argumento es muy abstracto y además una buena receta para el suicidio. Para empezar, uno no puede “hacer hora” si ya se han impulsado grandes transformaciones, las que han conducido a una considerable polarización; y si las fuerzas conservadoras se están desplazando de una lucha de clases a una guerra de clases. Se puede avanzar o retroceder: retroceder hacia el olvido o avanzar para hacer frente al desafío.
Tampoco sirve de nada, en tal situación, actuar desde la presunción de que no hay mucho que se pueda hacer, ya que esto significa de hecho que nada se hará para prepararse para la confrontación con las fuerzas conservadoras. Lo que deja fuera de juego la posibilidad de que la mejor forma de evitar tal confrontación –quizás la única– es precisamente prepararse para ella, y estar en la mejor forma posible para triunfar si es que efectivamente se produce. Esta es una referencia a un artículo de J.P. Beauvais en Rouge, donde entrega un informe como testigo ocular de una de estas redadas del Ejército, el 4 de agosto de 1973, en la que un hombre fue asesinado y varios resultaron heridos en el curso de lo que equivalía a un ataque de paracaidistas en una planta textil.
Esto nos devuelve inmediatamente a la cuestión del Estado y el ejercicio del poder. Lo dije más atrás, que un cambio radical en la planta de funcionarios públicos es una tarea urgente y esencial para un gobierno inclinado hacia una transformación verdaderamente seria; y que ello necesita estar acompañado de una variedad de reformas e innovaciones institucionales diseñadas para empujar el proceso de democratización del Estado. Pero en este último punto es mucho más lo que debe hacerse, no solo para concretar un conjunto de objetivos socialistas de larga data concernientes al ejercicio del poder socialista, sino como un medio, sea de evitar la confrontación armada o de enfrentarla en los términos más ventajosos y menos costosos si es que evitarla se vuelve imposible.
Lo que ello significa no es simplemente “movilizar a las masas” o “armar a los trabajadores”. Estos son lemas –lemas importantes, sí–, a los que se requiere dotar de contenidos institucionales efectivos. En otras palabras, un nuevo régimen inclinado a acometer cambios fundamentales en las estructuras económica, social y política debe, desde el comienzo, empezar a construir y alentar la construcción de una red de órganos de poder, paralelos y complementarios al poder del Estado, además de constituir una sólida infraestructura para la oportuna “movilización de las masas” y la dirección efectiva de sus acciones. Las formas que esta movilización asuma –comités de trabajadores en sus lugares de trabajo, comités cívicos en distritos y subdistritos, etc.,– y la manera en que estos órganos se engranan con el Estado pueden no ser susceptibles de planificación anticipada. Pero la necesidad está allí, y es imperativo que se satisfaga, cualesquiera sean las formas más apropiadas.
A todas luces no fue la manera en que actuó el régimen de Allende. Algunas cosas que necesitaban hacerse se hicieron; pero, tal como ocurrió la “movilización”, y sus preparativos –demasiado tardíos para una posible confrontación–, careció de dirección, de coherencia y en muchos casos incluso de valor. Si el régimen hubiese promovido realmente la creación de una infraestructura paralela podría haber sobrevivido; y, por cierto, podría haber tenido menos problemas con sus adversarios y críticos dentro de la izquierda, por ejemplo el MIR, ya que sus miembros no se habrían visto tan impulsados a actuar por su cuenta y a desplegarse de un modo que incomodó tan enormemente al gobierno: habrían estado más dispuestos a cooperar con un régimen en cuya voluntad revolucionaria hubiesen podido confiar. En parte por lo menos, el “ultraizquierdismo” es consecuencia del “izquierdismo ultramoderado”.
Salvador Allende fue una figura noble y tuvo una muerte heroica. Pero, aunque sea difícil decirlo, ese no es el punto. No es cómo murió lo que importa finalmente, sino reflexionar sobre si pudo haber sobrevivido al promover otras políticas; y es errado afirmar que no había alternativa. Aquí, como en muchos otros ámbitos, y en este más que en la mayoría, los hechos solo se vuelven imperiosos cuando uno permite que lo sean. Allende no fue un revolucionario que también era un político parlamentarista. Fue un parlamentarista que, lo que ya es notable, tuvo tendencias genuinamente revolucionarias. Pero estas tendencias no pudieron sobreponerse a un estilo político que no era el adecuado a los propósitos que él pretendía alcanzar.
La cuestión del rumbo no es una cuestión de coraje. Allende tuvo todo el coraje que se requería, y más. La famosa acotación de Saint Just, que tanto se ha citado desde el golpe, de que “quien hace la revolución a medias cava su propia tumba”, está cerca del blanco, pero fácilmente puede usarse en un sentido erróneo. Existe gente en la izquierda para la que solo significa el despiadado uso del terror, y que dicen una vez más, como si acabaran de inventar la idea, que “no se puede hacer tortillas sin quebrar huevos”. Pero, como el escritor francés Claude Roy observaba hace algunos años, “puedes quebrar un montón de huevos y no lograr hacer una tortilla decente”.
El terrorismo puede llegar a ser parte de la lucha revolucionaria. Pero la cuestión esencial es el grado en que los responsables de la dirección de esa lucha son capaces y tienen la voluntad de engendrar y promover la movilización efectiva, esto es organizada, de las fuerzas populares. Si es que hay alguna “lección” definitiva que aprender de la tragedia chilena, parece ser esta; y los partidos y movimientos que no la aprenden, y no aplican lo que han aprendido, bien pueden estar preparando nuevos Chiles para ellos.
El artículo anterior fue publicado originalmente en Socialist Register. La traducción al castellano es de Sin Permiso.