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Cristina Fernández de Kirchner saluda a los manifestantes desde la ventana de su despacho. (Foto: Télam)

Una condena que no sorprende a nadie

La Justicia es en Argentina un estamento privilegiado, propenso al nepotismo, exento de impuestos y beneficiario de pensiones desmesuradas. Tal conformación es incompatible con una democracia digna de tal denominación. Necesitamos un poder judicial no vitalicio, electivo y con más participación popular.

El Tribunal Oral Federal N° 2 condenó a la vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner a la pena de seis años de prisión e inhabilitación especial perpetua para ejercer cargos públicos por el delito de administración fraudulenta en perjuicio de la administración pública. La oposición de derecha y los grandes medios salieron a aplaudir la decisión, que calificaron de «histórica» y caracterizaron como un «paso importantísimo» para defender las instituciones.

El poder judicial: ¿por qué y para qué?

Para comprender una de las fuentes que alimentaron este resultado se requiere prestar atención al papel que ha sido pensado para el poder judicial, ya desde tiempos lejanos. Nos referimos sobre todo a su carácter «contramayoritario». Se lo concibió desde el siglo XVIII como un órgano no electivo, apto para la corrección de «excesos» o «desviaciones» que pudieran cometer los poderes sometidos a votación popular. Desvíos a los que se pretende neutralizar mediante un órgano decisor cuya no dependencia de las mayorías derive en un sólido vínculo con las fuerzas conservadoras de la sociedad.

Si se suma su carácter vitalicio, solo contrarrestable con la ardua implementación de un juicio político, queda claro que el imperio de la soberanía popular se detiene a las puertas de los tribunales.

Suele argumentarse que el carácter «contramayoritario» juega a favor de asegurar una protección especial a las minorías vulnerables. En muchos casos, y de modo evidente en nuestro país, sin duda son minorías los sujetos de la protección judicial. Pero no las débiles sino las más fuertes. Y difíciles de vulnerar de ninguna forma.

Y allí está la sedicente «independencia» judicial, que en la visión más habitual se define solo frente al poder ejecutivo y al legislativo. Y eso siempre y cuando quienes ocupan los otros dos poderes del Estado no merezcan completa confianza a las clases dominantes.

La llamada «justicia» es en Argentina un estamento lleno de privilegios, propenso al nepotismo, exento del impuesto a las ganancias, beneficiario de jubilaciones desmesuradas… De tal concepción y práctica institucional emana un fallo como el que se ha conocido esta semana.

Más allá de apelaciones éticas o de propuestas de reformas parciales, lo que cabe es tomar nota activa de la incompatibilidad de esta conformación judicial con una democracia digna de tal denominación. Se necesita un poder judicial no vitalicio. Y elegido por instancias con menos componentes corporativos y más participación popular.

Ellos votan, nosotros vetamos

Lo más grave de la condena emitida es su finalidad proscriptiva. El propósito es definir desde las autoridades judiciales quién puede ser candidato y quién no a través de la «inhabilitación» a perpetuidad. No por un veredicto desfavorable de las urnas sino por el mayestático poder de un núcleo de jueces de manifiestos vínculos con los principales animadores de la crítica «republicana» a su persona y su gobierno.

El contexto no ayuda. La presencia de jueces, funcionarios, agentes de inteligencia y dos altos ejecutivos del grupo Clarín en una reunión furtiva en la estancia de un empresario muy cuestionado echa un nuevo baldón no solo sobre la imparcialidad judicial, sino hacia su respeto hacia las leyes que se supone defienden.

Aunque sin relación directa con la trama del caso «Vialidad», el espectáculo de «ínclitos» magistrados judiciales en promiscuidad con empresarios de medios y funcionarios políticos, dejándose financiar un viaje —y, para peor tratando de disimular el carácter de dádiva (un delito) que podría tener todo el periplo— ofrece una pésima imagen.                                                                          

Más allá del efecto de postergación que pueden proporcionar las sucesivas apelaciones disponibles, lo que está diciendo el tribunal oral es que Cristina Fernández de Kirchner debe ser excluida de la vida política. Y mientras haya recursos pendientes, la apuesta será a su descrédito, en tanto que condenada que debería su permanencia en libertad a la morosidad de los trámites en curso.

La «Justicia» parece aspirar a una judicialización cada vez mayor de la actividad política. Quizás incluso a la funesta distopía del «gobierno de los jueces». Y cuenta para ello con necesarias complicidades de la dirigencia política. Ante cualquier controversia con cierta gravitación, se responde no con un debate más o menos de cara a la ciudadanía, sino con una demanda o denuncia ante los jueces. Y esto atañe tanto a la presente oposición como al actual oficialismo.

De intenciones y responsabilidades

El fallo se orienta contra la capacidad movilizadora que ostenta el peronismo. Y el temor a una «radicalización» que pueda traer el retorno de rasgos «populistas» al gobierno, por más que las condiciones económicas y la voluntad de la dirigencia no aparezcan propicias a una deriva de ese tipo.

El Frente de Todos ha escenificado una condena unánime a la decisión judicial. Lo que no borra el pasado no tan lejano en que el actual ministro de Economía manifestaba en público su aspiración a meter en la cárcel a las principales figuras del kirchnerismo.

La corrupción existió y existe. Lo amañado de este juicio y la parcialidad manifiesta del tribunal y los fiscales no exime automáticamente a Cristina Fernández ni a los otros acusados de la posibilidad de haber tomado parte en la comisión de actos ilegales. Lo que ocurre es que el principio de inocencia establece que la culpabilidad tiene que ser probada, no puede presumírsela. No cabe obligar al acusado a verificar su inocencia.

Otro debate es el de la responsabilidad política de quien estuvo durante ocho años al frente del aparato estatal, aunque no se haya involucrado de modo directo en determinadas acciones u omisiones. De allí a dar por probado que fue autora de delitos hay distancia. Debería ser obvio, el plano jurídico es distinto del político.

La que no merece ser convalidada es la pretensión de que la acción persecutoria y proscriptiva sea una prueba indirecta del carácter «nacional y popular» de la actual gestión de gobierno. La Justicia no actúa contra las políticas actuales. Ellas están en línea con el Fondo Monetario Internacional y con parte de las coordenadas del programa permanente del gran capital, con la «austeridad fiscal» en primer término. Su acción tiene un carácter preventivo, por si en el futuro el peronismo «vuelve a las andadas» con políticas que preserven siquiera un poco a trabajadorxs y pobres.

Lo que el poder del capital busca, cada vez con empeño mayor, es fortalecer a las diversas instancias que puedan «corregir» expresiones de la voluntad popular que no le sean del todo favorables. O bien que entronicen a personajes de la política que no le inspiran entera confianza. El estamento judicial es solo uno de esos mecanismos y puede actuar bien como protagonista de acciones antidemocráticas, bien como respaldo o aval de las que tengan otras procedencias. La ventaja que ofrece su legitimación en el saber jurídico y su pretensión de «independencia» queda ajada, pero no destruida, ante las evidencias de inequidad y falta de apego a los procedimientos.

Lo que adquiere claridad es el predominio de los «poderes permanentes» respecto a los electivos. Y el mensaje es inequívoco: ninguna instancia de poder sometida a votaciones y plazos de vigencia debe tomarse en serio su autonomía frente a los verdaderos poderosos, so pena de ser acosado por éstos e incluso desplazado. Y, de ser posible, «borrado» para siempre de la escena pública. El entramado «democrático» está cada vez más despegado de los deseos e intenciones de los votantes y los elementos de «gobierno del pueblo» se hallan en mengua permanente.

***

En Argentina asistimos a la consumación de un atentado contra la voluntad popular: una condena a quien sigue siendo la dirigente de mayor popularidad en el país. Con pruebas menos que endebles y una explícita carga proscriptiva. El alegato del fiscal Diego Luciani, sobrecargado de histrionismo para disimular su fragilidad, constituyó el anuncio de lo que vendría. Junto con su actuación, el fallido atentado contra la vida de Cristina Fernández (que solo una mirada interesada puede atribuir a un grupo de «loquitos») y la condena por un tribunal oral con insólitas cercanías con el expresidente Mauricio Macri forman una serie que sería ridícula si no tuviera una carga siniestra.

La movilización, la disputa en la calle, la creatividad orientada hacia diversas formas de poder popular pueden ser el principal contrapeso frente a quienes aspiran a que la política se dirima en ámbitos cerrados, al amparo de cualquier presencia indiscreta. Pero el quizás improvisado renunciamiento de la vicepresidenta a postularse para cualquier cargo parece apuntar en sentido contrario. De hacerse efectivo, dejaría a sus partidarios al margen de la posibilidad de elegirla. Y, de rebote, concuerda con el propósito de quienes la juzgaron o impulsaron esa decisión.

Para quienes aspiran a sostener su independencia tanto respecto a la oposición de derecha como frente al gobierno, el camino es cuestionar las decisiones de la mal llamada «Justicia» con atención al diseño elitista y clasista de todas las instancias judiciales. Las víctimas de sentencias injustas son muchas y están diseminadas por todo el país. La gran mayoría no pertenece a las élites sino al amplísimo campo social afectado por la explotación y la pobreza.

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