Esto que cuento sucedió entre fines de enero y comienzos de febrero de 1995. Fue en un diálogo con un compañero zapatista en una noche con luna en la Selva Lacandona. Yo le pregunté con preocupación qué sucedería si el gobierno mexicano lanzaba al Ejército sobre las comunidades rebeldes que asumieron su autogobierno bajo el lema de Mandar Obedeciendo. El compañero me miró y, desde su pasamontaña, me respondió: «contamos con la solidaridad internacionalista».
La respuesta me inquietó. En Argentina gobernaba el innombrable. El menemato, con la privatización de todas las empresas estatales, la desregulación de la economía, la flexibilización laboral, la pérdida de derechos sociales y económicos del pueblo (salud, educación, vivienda, trabajo, alimentación), los indultos, el despojo, la entrega, la corrupción generalizada, había planchado a los movimientos populares reconfigurados después de la retirada de la dictadura en 1983.
A eso se agregaba un clima internacional derrotista. Muchos sectores de izquierda y movimientos populares, después de la caída del Muro de Berlín (1989), la derrota electoral sandinista (1990), la disolución de la Unión Soviética (1991), los acuerdos de paz en El Salvador (1992), entre otros factores, dieron crédito a las ideas del norteamericano Francis Fukuyama sobre «el fin de la historia». No estamos valorando acá el carácter popular o no de los regímenes caídos —cuyo fin fue celebrado por otras corrientes—, sino de la pérdida de horizontes y de energía de sectores populares.
En ese contexto era difícil pensar en un aporte internacionalista enérgico desde Argentina. Sin embargo, el compañero, con gran tranquilidad, miró a la luna como si fuera una bola de cristal, y comentó: «tú sabes cómo son los argentinos… pasan tiempo en silencio, parece que no sucede nada, y de pronto explotan y queman todo». Lo miré con desconcierto: ¿cómo había caracterizado esos modos de ser de nuestra argentinidad? Luego fui comprendiendo que, en la lucha popular, muchas veces sucede que «lo esencial es invisible a los ojos», esa idea del Principito que, cual «príncipe moderno», hacía metáforas de amor para referirse a la política y a la vida misma.
Memoria del saqueo
Poco más de un año atrás, el 16 y 17 de diciembre de 1993, el pueblo de Santiago del Estero se había levantado en un potente estallido social que efectivamente quemó los edificios habitados por los distintos poderes. El «santiagazo» fue el primer levantamiento popular en Argentina contra las políticas neoliberales de miseria, hambre, desocupación y entrega. Después se sucedieron numerosos levantamientos en el formato «fuego a todos los símbolos del poder»; entre ellos, el de Cutral-Co y Plaza Huincul en junio de 1996, Tartagal y General Mosconi en Salta, el segundo Cutralcazo y el Jujeñazo en 1997, el corte del puente Corrientes–Resistencia y el acampe en la «Plaza del Aguante y la Dignidad» en diciembre de 1999, en Corrientes.
Mientras tanto, crecía la potencia del movimiento piquetero en todas las provincias, en especial en el conurbano bonaerense. La acción directa, las asambleas, los corte de rutas y el fuego comenzaban a establecerse como el lenguaje de las nuevas protestas sociales. Al estar parado el país, perdía fuerza la herramienta del paro, y el movimiento de desocupadas y desocupados se decidían por interrumpir la esfera de circulación del capital. Las puebladas intensas de los años 90 tenían contacto en la memoria popular: en algunxs de lxs protagonistas, esa memoria se remontaba a los levantamientos de los años 60: el Rosariazo, el Correntinazo, el Cordobazo, el Choconazo, el Salteñazo, etc. dejaron una siembra de rebeldías que no llegaron a concretarse en lo que se esperaba fuera la revuelta mayor: el Argentinazo.
A diferencia de los años 60, los estallidos de los años 90 tenían un componente espontáneo y una interpelación directa a las organizaciones sindicales y políticas, que se vieron desbordadas por los mismos. Esas modalidades previas se expresaron con energía el 19 y 20 de diciembre del 2001 en varias ciudades del país y en el centro político de Buenos Aires, donde el descontento de las y los desocupados —organizadxs como piqueterxs— se conjugó con la creciente inquietud de sectores medios de la población en la medida en que el crecimiento de la pobreza y de la miseria empezaba a tocar a sus puertas debido a la pérdida de derechos sociales y la dificultad creciente de acceso a la vivienda.
«Bienvenida, clase media» decían, improvisados, varios carteles en las villas y barrios empobrecidos. Jóvenes que se iban del país, viejas y viejos que sobrevivían penosamente, y el golpe de gracia: la confiscación de los ahorros bancarios en el llamado «corralito». «No nos une el amor sino el espanto», podrían haber afirmado quienes salieron en diciembre rabiosamente a las calles juntando la organización piquetera con la rabia clasemediera que se expresó como «cacerolazo», en primera instancia, y luego en asambleas barriales que dieron lugar a la consigna «piquete y cacerola, la lucha es una sola».
Fueron años de creación y de imaginación. El 18 de diciembre las mujeres que trabajaban en la textil Brukman ocuparon la fábrica abandonada por los patrones y ya nunca se fueron de ahí. Estuvieron acompañadas activamente de la solidaridad feminista y de los movimientos populares, especialmente de los obreros y obreras de Zanon, fábrica recuperada por los y las trabajadorxs en octubre de ese mismo año.
Piqueteros y piqueteras cortando rutas, realizando puebladas, organizando la sobrevivencia. Trabajadoras y trabajadores ocupando fábricas y aprendiendo a producir sin patrones. Asambleas barriales. Huertas. Comedores comunitarios. Ampliación de los espacios de resistencia territorial. Creación de nuevos modos de educar y educarse, de comunicar. En el año 2000 se había concretado la fundación de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo. Muchos compañeros, compañeras, compañeres, fuimos parte de esa experiencia.
El 19 de diciembre del 2001 estábamos en la Universidad, donde coordinábamos la Carrera de Educación Popular. Al enterarnos de la declaración del estado de sitio, nos autoconvocamos en una asamblea. Un joven preguntó entonces: «Madres, ¿qué se hace cuando hay estado de sitio?». Le respondieron: «No se le da pelota». Claro, el estado de sitio funciona cuando la gente cree en esa medida represiva. Esta vez no se creyó, y las calles se vieron desbordadas de pueblo al grito «el estado de sitio se lo meten en el culo». Una manera tan poco poética como contundente de responder lo mismo que había dicho la Madre de Plaza de Mayo. La memoria es una fuerza poderosa que atraviesa las subjetividades y emerge de maneras diferentes desde el fondo de la historia.
En esta tarde del 19 de diciembre salimos a las calles. Las organizaciones tradicionales sindicales y políticas de izquierda habían convocado para el día 20 al mediodía, pero el pueblo no aguantó ni un minuto más. Era tarde. La gente llenaba las calles en distintas ciudades. Se quemaban los bancos. Se asaltaban los supermercados para sobrevivir al hambre. Se incendiaban los símbolos del poder. Es cierto que recordar es pasar nuevamente por el corazón. Pero es también sentir cómo arden los ojos por los gases. Es ahogarse en la carrera. Es respirar con los pulmones, los ojos, la piel en estado de alerta. Es el corazón y la cabeza pensando al mismo tiempo. Recordar es ver caer a un joven, y a otro, y a otro. Son los muertos y muertas a nuestro lado incendiando el centro de la rabia.
Nos sacaban de la Plaza y regresábamos. Nuestras voces gritando hasta quedar afónicas. Las mujeres en la primera línea. Las travas en la primera línea. Todo lo que aprendimos en otras luchas se enseñaba en las esquinas. Los motoqueros, la generación de los envíos rápidos, surcando las calles con bicarbonato y limones, que repartían generosamente, mientras avisaban por donde llegaban los policías.
Memoria es esto. Es saber qué somos. Somos la resistencia. Somos el pueblo en las barricadas. Una generación se sumaba a la rebeldía y ayudaba a organizarla. Compañeres de otras generaciones apoyando al ritmo que podían. Autodefensa popular. Lucha de calles. Siembra de abrazos en encuentros breves dentro de la nube de gases. Los barrios llegando al centro de la ciudad. Las feministas populares, lesbianas, travestis, en el medio del conflicto, haciendo puntería con adoquines que tiraban contra el capital y el patriarcado. Nadie más nos sacaría de la primera línea. Las ciudades agonizaban con su arquitectura antiturbas. Los bancos ardían en sus corralitos. Ardían también los McDonald’s porque sí, porque su comida chatarra enferma, porque son parte de los tejidos empresariales del capitalismo alimentario.
El 20 de diciembre, por la mañana, las Madres de la Plaza de Mayo llegaron al centro político. El grito fue unánime: «La plaza es de las Madres, y no de los cobardes. Madres de la plaza, el pueblo las abraza». Fueron momentos de llanto, de abrazos y de desconcierto de las fuerzas policiales. Respiramos unos pocos minutos hasta que llegó la orden. Los caballos se tiraron sobre las madres; sus jinetes las golpearon. El pañuelo blanco manchado de sangre recorrió el mundo. Miles de personas salieron a las calles y se lanzaron sobre la plaza. Tal vez por algún mandato como «a las viejas no se las toca». Tal vez porque las Madres de Plaza de Mayo nos acompañaban hacía ya tanto tiempo. El pañuelo manchado de sangre se convirtió en la contraseña para la masificación definitiva de la protesta.
Cavallo se fue. Después, De La Rua en su helicóptero. El que había anunciado el estado de sitio escapando como rata. Ardió el estado de sitio que las generaciones mayores llevábamos adentro. Ardió y se derrumbó con nuestros cuerpos en movimiento. Recuerdo que en un taller de educación popular realizado posteriormente, una mujer de un movimiento villero afirmó que, para ella, la dictadura había terminado el 19 de diciembre: cuando se animó a enfrentarse nuevamente a las fuerzas represivas.
Los grandes medios de comunicación contaron la historia oficial del caos. Pero todas y todos contamos otra historia, y nos volvimos comunicadorxs en esos días de sangre y fuego. Los caídos, 39 compañeros y compañeras, todavía esperan justicia. Pero no se trata solo de las posibilidades que ofrece un Poder Judicial altamente corrupto, al servicio del poder capitalista, colonial y patriarcal. Se trata, fundamentalmente, de que la memoria del pueblo no sea corroída por las políticas negacionistas, estigmatizadoras, de olvido. Se trata de no aceptar la lectura realizada desde el poder, que transforma un momento de rebeldía popular en una maniobra manipuladora del caos social. Memoria y rebeldía por cada uno y cada una de las compañeras y compañeros caídos en una gesta que transformó profundamente al país, a tono con otras rebeliones y levantamientos indígenas y populares sucedidos en distintos rincones del continente contra las políticas neoliberales impuestas desde fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI.
Corriendo bajo el impacto de los gases, las balas, la pasión de la conmoción social, recordaba al compañero zapatista. «Ya sabés cómo son los argentinos…». Y aún sin mucho análisis, agitada, me decía: «tenemos que reaprender a leer la realidad desde el corazón de la tierra».
Que se vayan todos
Una nueva organización de los movimientos sociales se fue creando al ritmo del «Que se vayan todos», grito fundamental de esa rebelión. Los movimientos piqueteros, movimientos de trabajadores y trabajadoras desocupadxs, las corrientes antiburocráticas del sindicalismo de liberación, las fábricas sin patrones, las asambleas barriales, el crecimiento de los movimientos campesinos e indígenas, la visibilización de la resistencia histórica de los pueblos originarios, negros, de las comunidades migrantes, los feminismos populares, tomaron centralidad en la resistencia.
Los feminismos se multiplicaron en las experiencias de resistencia y de sobrevivencia colectiva ensayadas desde los piquetes y desde las iniciativas de alimentación, huertas comunitarias, comedores populares. Fueron feminismos que contenían no solo la presencia de mujeres, que formaban parte de esos movimientos o estaban en articulación con ellos. En los nacientes espacios de mujeres, o de mujeres y disidencias de esas organizaciones, participaban también lesbianas, travestis, trans, disidencias que ejercieron la lucha codo a codo en las calles, y encontraron —no sin dificultades— sus lugares en un movimiento que interpelaba los distintos modos de dominación capitalista, colonial y patriarcal.
El «Que se vayan todos» expresaba el resquebrajamiento de la institucionalidad estatal y de sus organizaciones subsidiarias, como sindicatos, partidos políticos, organizaciones populares. De La Rúa, Ramón Puerta, Adolfo Rodriguez Sáa, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde fueron los cinco presidentes que se sucedieron en 11 días, dando cuenta de la profunda crisis de representación política. El último fue quien pudo restablecer una precaria gobernabilidad, apelando a una masiva política asistencial, al adelantamiento de las elecciones y a la represión planificada de Puente Pueyrredón.
Quienes analizan la realidad mirando solamente la esfera de la institucionalidad existente, o de los resultados electorales, levantan los hombros desdeñosxs, como si nada hubiera pasado. «Todos volvieron», expresan con una resignación esperanzada de que no se sucedan nuevas rebeliones. Sin embargo, para quienes habitamos los territorios de la tormenta social, sabemos que hubo un enorme cambio en los modos de hacer política, en las organizaciones populares nacidas de esas experiencias, en el encuentro de las dimensiones antipatriarcales, antirracistas y anticapitalistas de las luchas, en los modos de realizar la educación popular, la comunicación popular, en la valoración de la acción directa frente a los modos de representación política alienantes que se nombran como democracia.
Hubo nuevas colectivas y organizaciones feministas, nacidas de esos fuegos, que problematizaron todas las violencias patriarcales sobre los cuerpos y la naturaleza (una parte de las mismas nos organizamos en la red Feministas Inconvenientes, que contó con la participación activa de Lohana Berkins). Años después, la marea verde es también resultado de esos nuevos modos de hacer política que aprendimos en las calles. Las leyes que ganamos, como el Aborto Legal, Seguro y Gratuito, la que implementa la ESI en todos los niveles de la educación, las que promueven la libre elección de identidad de género, el matrimonio igualitario, el cupo laboral travesti trans y otras, nacen de esas peleas codo en las calles, donde nos re-conocimos. «Si desaparezco, quemen todo», dicen las pibas ante la sucesión de femicidios, de travesticidios, de transfemicidios y de desaparición de jóvenes por las redes de trata y de prostitución. En los últimos años, los feminismos promovimios paros internacionales y plurinacionales y Encuentros Plurinacionales de Mujeres, Lesbianas, Travestis, Trans, No Binaries, Bisexuales con una masividad que se concreta en la ocupación sistemática y valiente del espacio público. A pesar de la pandemia, y frente a una profundización de la crisis social, económica y financiera que arrebata nuestros derechos, sostenemos redes comunitarias para la sobrevivencia.
El fuego ilumina la rabia
Podríamos dar muchos ejemplos. Pero el que estamos viviendo hoy vale por todos ellos: la lucha del pueblo en Chubut contra la decisión del gobierno de Arcioni y sus diputados de zonificación minera. Como años atrás en Mendoza, en Esquel, en defensa del agua y de los bienes comunes, las asambleas socioambientales tomaron la posta aprendiendo de las experiencias de las asambleas barriales del 2001 y ampliando las resistencias en defensa del vivir bien y los derechos de la naturaleza de la que somos parte. Las luchas antiextractivistas hoy cobran una dimensión central, cuando desde el poder se está terminando con los ríos, las lagunas, los bosques, las semillas, y todos los elementos fundamentales para la vida y la biodiversidad.
En Chubut, una vez más, el fuego ilumina la rabia. El agua vale más que el oro. Las puebladas gritan su «Ya basta» y su «Que se vayan todos». Recordamos en estos instantes con emoción a los precursores, como Javier Rodríguez Pardo y Andrés Carrasco, entre muchos otros que enseñaron con el ejemplo la organización social contra el crimen ambiental. La Patagonia Rebelde en estos días llora el crimen de Elías Cayicol Garay; su sangre derramada en la Lof Quemquemtrew grita justicia y que se suspenda la orden de desalojo de la comunidad en la que participó Elías. Desde distintos rincones donde estamos haciendo memoria de diciembre del 2001, y decimos: no hay justicia, no hay libertad, si siguen matando a los pueblos originarios y arrebatando sus tierras.
Del 2001 aprendimos que la lucha es una sola: por defender cuerpos y territorios, por enfrentar el despojo de nuestros territorios y bienes comunes, contra las políticas de muerte de las transnacionales y el FMI, contra la lógica criminal del patriarcado capitalista y colonial. Con alegría, con pasión, con rebeldía, venceremos. Y vencer significa seguir realizando revoluciones cotidianas. Con el escepticismo de la inteligencia, con el optimismo de la voluntad, sin perder la memoria ni la ternura, jamás.