El 16 de noviembre de 1989 San Salvador amanecía con un día soleado y luminoso, poco adecuado para la catástrofe que había ocurrido esa misma madrugada en los jardines de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA).
Cinco días antes, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) había lanzado una ofensiva final sobre el país, tratando de derrocar al gobierno de Alfredo Cristiani —quien impondría al día siguiente el estado de sitio— y construir un nuevo país socialista. La guerra de larga duración había comenzado en 1980 como respuesta al clima de violencia institucional que vivía el pueblo salvadoreño. El hambre, la injusticia y la violencia política imperaban por doquier. La guerrilla había decidido tomar las armas para tratar de poner fin a esa situación.
La caída del precio del café había sumido a una población eminentemente campesina en la ruina. El principal producto salvadoreño prácticamente se regalaba, y los recolectores del café —en su mayoría, asalariados para un gran terrateniente— se veían obligados a trabajar por muy poco, sumiendo a familias y pueblos enteros en la hambruna. A esto se sumaban los numerosos fraudes electorales de una joven democracia secuestrada por la oligarquía, así como la represión policial y militar que se vivía en las calles. Había muertos todos los días, la mayoría anónimos, cuyos nombres fueron borrados antes siquiera de apretar el gatillo. La represión había alcanzado tal nivel de brutalidad que quien quiera que se interpusiese ante los intereses de la oligarquía debía ser eliminado.
El 12 de marzo de 1977, el sacerdote jesuita Rutilio Grande se dirigía hacia el municipio de El Paisanal para dar una misa vespertina en la parroquia municipal junto a dos compañeros laicos, Manuel Solórzano, de 62 años, y Nelson Rutilio Lemus, de 16. En el camino se encontraron a unos seis o siete miembros de la Guardia Nacional que les hicieron detenerse. Rutilio Grande bajó del auto para tratar de hablar con ellos para que les dejaran continuar para dar la misa.
En aquella época, la derecha salvadoreña había hecho famosa una consigna: «Haz Patria y mata un cura». Rutilio Grande, junto con sus dos ayudantes, fue el primer sacerdote asesinado. Los miembros de la Guardia Nacional habían rodeado a Rutilio y sus acompañantes y habían disparado a sangre fría contra aquellos tres hombres indefensos. Los jesuitas, en su compromiso por la ayuda de los pobres, habían sido relacionados con los partidos comunistas. La recién nacida Teología de la Liberación se había hecho fuerte en los países centroamericanos, algo que no había sentado nada bien a las oligarquías.
Nadie esperaba nada en aquel 1977 del recién nombrado arzobispo de San Salvador, Oscar Arnulfo Romero. Años antes había censurado un escrito del jesuita Ignacio Ellacuría y compadreaba con los oligarcas. Su nombramiento como arzobispo era un jarro de agua fría para aquellos religiosos comprometidos con la liberación y la lucha de los oprimidos. Veían en Romero a una persona en la que no podrían confiar, un aliado de la reacción y de aquellos que estaban masacrando al pueblo salvadoreño. Era visto como un hombre débil, amigo de todos, campechano, pero débil. Justo el tipo de persona que no convenía a una curia comprometida y a las puertas de una guerra civil.
Todo cambió en aquel marzo de 1977. Rutilio Grande, amigo de Romero, había sido asesinado, obrando así un milagro: el milagro de transformar a un hombre débil, a un sin sangre como Romero, en un santo. Rutilio era un hombre humilde, que vivía en el interior del país y que viajaba cantón a cantón predicando el Evangelio con humildad y en favor de los pobres. Esto no lo hacía un hombre de izquierda. Era, simplemente, un cristiano. Pero en un país dominado por la oligarquía, predicar que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el Reino de Dios, lo pintaba a ojos de los poderosos como un peligroso comunista.
Aquella noche Monseñor Romero llegó al velatorio del padre Grande desolado, triste y asolado por una profunda oscuridad. Romero, quien hasta entonces no había sido sino una sombra, se transformó en la voz de un pueblo. No muchos confiaron cuando Romero dijo que se pronunciaría. Sin embargo, lo hizo.
El presidente en funciones le había prometido a Romero —más para tranquilizarle que porque realmente fuera su intención— que se abriría una investigación para aclarar lo sucedido. Tres días después, el arzobispo le envió una carta para recordarle su promesa. Anunció que hasta que el triple asesinato no se aclarase, no asistiría a ninguno de los actos del gobierno. Anunció también una única misa en honor de los asesinados para ese mismo domingo. Una misa única que marcaba el inicio del camino que acababa de tomar Romero y que lo martirizaría. Tres años después de aquella noche, Romero se habría convertido en la voz de los pobres.
El 23 de marzo de 1980, Oscar Romero dio la que se conocería como la Homilía de Fuego, pero cuyo título original era «La Iglesia al servicio de la liberación personal, comunitaria y trascendente». La guerra había comenzado un año antes, y el Ejército salvadoreño, apoyado militar y económicamente por los Estados Unidos, arrasaba las calles del país secuestrando y asesinando.
Romero salió a la catedral de San Salvador y mandó un enérgico mensaje al Ejército, al gobierno y al mundo entero. La represión tenía que cesar. La homilía fue retransmitida por radio: todas las casas del pequeño país centroamericano escucharon sus palabras de esperanza. Su voz resonó por todo el pueblo. Él habló, puso voz a los silencios del pueblo salvadoreño. Dijo aquello que nadie más podía decir:
Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: cese la represión.
«Cese la represión». Cada día, El Salvador despertaba con un nuevo asesinato. Un nuevo muerto. Un nuevo silencio. Un nuevo vacío. Los campesinos que se atrevían no ya a protestar, sino a hablar, eran exterminados por el Ejército. Los oligarcas señalaban, la Guardia Nacional actuaba.
El 24 de marzo, un día después, Óscar Arnulfo Romero se encontraba celebrando misa en la capilla del hospital Divina Providencia, en la colonia Miramonte. Se disponía a dar la comunión. Alzó los brazos para bendecir el pan y le alcanzó un disparo. Moría un hombre, pero nacía un santo: San Romero de América.
Álvaro Rafael Saravia Merino es el señalado como supuesto asesino del mártir salvadoreño. Merino apretó el gatillo, sí. Pero quien dio la orden de matarlo fue Roberto d’Aubuisson. Fundador del partido ARENA y señalado por todos como autor intelectual del asesinato, murió en libertad el 20 de febrero de 1992, sin pagar nunca por su crimen.
Dios había pasado por El Salvador, dijo Ellacuría de San Romero, y lo habían asesinado. Y al tercer día resucitó en el pueblo. El 30 de marzo sucedió su funeral. La catedral, abarrotada, no era lo suficientemente grande para poder albergar a todos los que se congregaron para despedir a su santo. Unas 50 mil personas asistieron al funeral. La plaza y las calles adyacentes se encontraban abarrotadas. Francotiradores de la Guardia Nacional abrieron fuego contra el pueblo allí congregado. Miembros del FMLN que se acercaron a despedir al santo respondieron como pudieron para defender al pueblo de los disparos. Asustados, muchos trataron de entrar en la catedral para refugiarse, otro tantos huyeron como pudieron o se escondieron.
El funeral se convirtió en masacre. La sangre tiñó las calles de rojo carmesí. Treinta y cinco personas murieron aquel día, y muchísimas fueron heridas. La catedral fue desalojada por el Ejército y los feligreses salieron con las manos en la cabeza.
Se sucedieron nueve años de intensa guerra y más represión. Y entonces llegó noviembre de 1989 y, con él, la gran ofensiva final del FMLN. Ignacio Ellacuría, cercano a los llamados «primos» —principales dirigentes de la guerrilla— intensificó los contactos con ambos bandos para tratar de lograr la paz. Pero la paz no debía lograrse. El Ejército recibía miles de millones de dólares estadounidenses para frenar la amenaza socialista. La paz no era una opción. Continuar la guerra era el único camino.
La madrugada del 15 al 16 de noviembre de 1989, el batallón Atacatl, siguiendo las órdenes del coronel René Emilio Ponce, rodeó la UCA. Sacó a Ellacuría de su cama y a todos los que pudieran ser testigos. Los jesuitas Ignacio Ellacuría, Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López y Joaquín López y López, junto a la empleada Elba Ramos y su hija Celina, de tan solo 16 años, fueron asesinados a sangre fría.
Amaneció en San Salvador y el día era soleado. No parecía que hubiera ocurrido una masacre. Los disparos que se escucharon durante la noche no eran una anomalía en un país en guerra. Quizás se escucharon demasiado cerca, pero para quienes hacen de la guerra el ruido de fondo que ocurre en sus vidas, los disparos son siempre algo normal.
Los cuerpos fueron descubiertos por la mañana. El gobierno de Cristiani trató de culpar a la guerrilla. Los jesuitas de la universidad sabían que había sido el Ejército. La universidad se encontraba en una zona controlada por el gobierno y estaba rodeada por cuarteles. Que la guerrilla, un ejército popular, hubiese sido capaz de atravesar esas filas para asesinarlos y salir sin ser vistos era un hecho que nadie, ni el mismo presidente Cristiani o el embajador estadounidense, se podría haber creído.
La masacre detuvo los conflictos. Una tensa paz se apoderó del país. Pero pese a la aparente calma, nadie se sentía seguro. Al funeral de los mártires acudieron miles de personas. El mismo presidente Cristiani se sentó en la catedral. A su marcha apareció Rubén Zamora, líder de la guerrilla y amigo de Ignacio Ellacuría. El líder guerrillero, quien hasta entonces estaba en paradero desconocido, se apareció en la catedral y sacó a hombros el féretro del teólogo vasco.
Gracias a que Lucía Cerna habló, se supo la verdad. Lucía se había despertado por los ruidos de los disparos aquella noche. Los militares disparaban por doquier para hacer ver que había sucedido un conflicto y así poder culpar a la guerrilla. Se asomó cuidadosamente a la ventana y fue testigo de la masacre. Fue llevada a los Estados Unidos para tratar de ponerla a salvo. En una habitación de hotel, agentes del FBI y un oficial del Ejército salvadoreño trataron de minar su moral, humillarla y hacer que se retracte de sus palabras para culpar a la guerrilla. La maltrataron a ella y a su familia para que no diga la verdad.
En 1992 se firmaron los acuerdos de paz. El FMLN dejaba las armas y optaba por la vía electoral. Estos acuerdos no hubieran sido posibles sin esta triste masacre. De la peor de las formas, Ellacuría logró su objetivo. Los acuerdos de paz, sin embargo, no trajeron la paz a El Salvador.
Los movimientos sociales contemporáneos, como el Black Lives Matter, suelen decir que si no hay justicia, no hay paz. Y así es. El Salvador acabó la guerra, pero no conquistó la paz. La injusticia y la violencia han seguido imperando en las calles del país centroamericano. Ni siquiera los gobiernos democráticos del FMLN han conseguido transformar esa triste realidad. La oligarquía salvadoreña sigue prefiriendo la guerra interminable, sigue apostando por la miseria para mantener su poder. Así llegamos a un presente como Nayib Bukele que, con su populismo reaccionario, sigue la estela de Trump y Bolsonaro.
Bukele no es más que un producto de la injusticia. Un oligarca que pretende gobernar el país para que todo siga igual. Es el final de una larga cadena de odio y violencia que atraviesa toda la historia de El Salvador. El dictador no es sino aquellos miembros de la Guardia Nacional que asesinaron a Rutilio; es Roberto d’Aubuisson; el batallón Atacatl; el coronel René Emilio Ponce. Es la resurrección del odio y la injusticia. Llegó al poder con mentiras y engaños y así pretende mantenerse. Pretende trastornar la democracia del país para lograr su objetivo: el retorno de las dictaduras de seguridad nacional, de las democracias fraudulentas.
En Bukele convergen los grandes males de la humanidad. Se trata de un Pinochet redivivo, un fascista con un programa neoliberal completamente inhumano.
En el aniversario de su asesinato, ejecutados a sangre fría y con la conveniencia institucional, la justicia debe volver a atisbarse. Han pasado 32 años y, de nuevo, el odio gobierna en El Salvador. «La historia es nuestra y la hacen los pueblos», decía Allende, otra víctima de este odio que quiere apoderarse del mundo. Sin justicia no habrá paz, y el neoliberalismo avanza incansable para profundizar en la injusticia.
El pueblo salvadoreño está acostumbrado a la violencia y al horror, pero su pasado brilla por la esperanza de aquellas víctimas y mártires que supieron sobreponerse a la injusticia. Nada honrará mejor a los muertos que actualizar sus luchas en el presente, que mantener viva la llama de la esperanza que continuamente han tratado de apagar.