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El presidente salvadoreño Nayib Bukele. (GDA / AP Images)

Nayib Bukele tiene las manos manchadas de sangre

En vísperas de elecciones municipales y legislativas, El Salvador presenció uno de los más graves hechos de violencia política desde la firma de los Acuerdos de Paz en 1992.

En la noche del domingo 31 de enero, tres hombres interceptaron a un grupo de militantes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional que se trasladaban en camión desde una actividad de campaña electoral en la ciudad capitalina de San Salvador. Uno de los agresores abrió fuego al bajarse del vehículo, asesinando a dos personas: Juan de Dios Tejada y Gloria Rogel del Cid, veteranos de la guerra civil en la cual el FMLN se enfrentó a la dictadura militar respaldada por Estados Unidos. Tres militantes más fueron heridos.

En lugar de condenar el acto de violencia, el presidente Nayib Bukele se encargó de sembrar teorías de conspiración, haciendo de las víctimas los victimarios. Bukele, un joven empresario de publicidad que se vende como un outsider irreverente y rebelde de la política salvadoreña, ha dirigido una campaña de odio contra el FMLN desde su expulsión del partido por violaciones de ética en 2017, recurriendo a insultos incendiarios y a la difusión de desinformación a través de redes sociales, medios digitales privados y el aparato de comunicación del Estado.

Momentos después del atentado, Bukele insinuó que la balacera fue un montaje construido por el mismo FMLN: «Parece que los partidos moribundos han puesto en marcha su último plan. Qué desesperación por no perder sus privilegios y su corrupción. Pensé que no podían caer más bajo, pero cayeron», tuiteó. Tras la revelación de que uno de los presuntos atacantes era agente de la Policía Nacional Civil asignado a la unidad de Protección a Personalidades Importantes (PPI) del Ministerio de Salud, Bukele cambió de táctica y propagó la teoría de que se trataba de un «enfrentamiento entre bandos».

La Fiscalía descartó esta alegación. En cambio, acusó a los tres hombres implicados en el ataque armado. Todos ellos son trabajadores en el gobierno de Bukele, del Ministerio de Salud: uno subcontratado como vigilante de seguridad privada, uno empleado como motorista y otro, el tirador, policía de PPI asignado al Ministerio.

Ejecutado por funcionarios del Estado, el atentado revive los peores espectros de la guerra civil salvadoreña: los escuadrones de la muerte. «No quiero decir que fue orden del Ministerio que mandó a matarlos, pero sí puedo decir que se está organizando un ejército de sicarios al margen de la ley y eso es muy peligroso», advirtió Nidia Díaz, excomandante guerrillera, jefa del grupo parlamentario del FMLN y firmante de los Acuerdos de Paz.

La balacera provocó indignación y denuncias a nivel internacional. Pero, además del horror y la tristeza, la noticia fue recibida con cierto sentido de inevitabilidad. Y es que era solo cuestión de tiempo. La violencia discursiva con que presidente Bukele arremete a diario contra el partido de izquierda tarde o temprano se iba a traducir en violencia material. En un comunicado oficial, el FMLN denunció «este ataque salvaje y criminal como resultado de la campaña de odio sostenido desde Casa Presidencial y el presidente Bukele contra nuestro partido y nuestra militancia». Pocos días después, circuló un video en redes sociales de militantes del partido oficialista Nuevas Ideas bailando frente a un ataúd decorado con la bandera del FMLN.

Desde su campaña presidencial, Bukele se ha posicionado como una figura mesiánica, un salvador contra los enemigos diabólicos del pueblo (principalmente, el FMLN). Su gobierno asumió un carácter populista autoritario, orientado por la publicidad, el militarismo y la polémica. Se convirtió en el primer mandatario que no conmemoró los Acuerdos de Paz que pusieron fin a la guerra civil. Todo lo contrario: Bukele se ha dedicado, sistemáticamente, a revertir los frágiles logros de esa histórica negociación, fomentando la politización de los cuerpos de seguridad pública y desafiando la separación de poderes hasta invadir, el 9 de febrero de 2020, la cámara de diputados de la Asamblea Legislativa con las Fuerzas Armadas.

El ataque del 31 de enero ocurrió a menos de un mes de elecciones intermedias, en las que Bukele apuesta a superar tanto a las bancadas de la izquierda como de la derecha tradicional con su nuevo instrumento electoral, Nuevas Ideas, poblado por los oportunistas más repelentes de la política salvadoreña. Por medio de la conquista del poder legislativo, Bukele espera liberar a su gobierno de la controlaría ejercida por la oposición. Las encuestas aseguran que Nuevas Ideas será la principal fuerza legislativa; lo que queda por determinar es el margen de su victoria. Con una mayoría parlamentaria simple de 43 diputados, el presidente podría colocar a magistrados leales en Corte de Cuentas para encubrir la descarada corrupción que ha caracterizado su gobierno. En un escenario mucho menos probable, podría alcanzar una mayoría calificada de 56, permitiéndole elegir al Fiscal y los magistrados de la Corte Suprema de Justicia.

En medio de este decisivo contexto electoral, la estrategia de Bukele se basa en mantener su postura beligerante. A pesar de contar con un triunfo electoral asegurado para el 28 de febrero, agita su base para un escenario de fraude, sembrando desconfianza frente las autoridades electorales. Al mismo tiempo, continúa disputando la narrativa de la Fiscalía sobre los acontecimientos del 31 de enero. La Policía Nacional Civil, nuevamente politizada y subordinada a su persona, también ha intervenido para reproducir su alegación de un intercambio de disparos y cuestionar el desempeño de la Fiscalía. El conflicto abierto por el ejecutivo y la policía contra el Fiscal, por un lado, y el Tribunal Suprema Electoral, por otro, no es inédito, pues esta clase de disputa entre poderes es la que han llevado al país de crisis constitucional en crisis constitucional desde el inicio de la toma de posesión de Bukele en 2019.

Pero no por ello deja de ser preocupante. Y los que menos se figuran en este melodrama producido por el presidente son las víctimas, quienes arriesgaron sus vidas para que el pueblo jamás tuviera que volver a vivir esa represión que los sorprendió aquella noche de campaña, 29 años después de la firma de la paz.

Sean cuales fueren los resultados de la próxima votación, la aguda crisis económica, ecológica, política y social que envuelve a El Salvador va rumbo a profundizarse. A Bukele no le interesa gobernar. A más de 18 meses en el poder, su gestión se ha materializado en un hospital incompleto, una deuda pública equivalente al 90% de PIB, y muchas promesas incumplidas. Sin los diputados de la oposición para culpar por su inacción, no es difícil prever un escenario en el que sus seguidores se cansen del espectáculo y comiencen a sospechar que el presidente y su partido no son otra cosa que los famosos «mismos de siempre». Pero la izquierda salvadoreña y su instrumento histórico, el FMLN, sigue sin poder preparar las condiciones necesarias para capitalizar un eventual desencanto.

El ascenso de Bukele es producto de la crisis de la joven democracia burguesa salvadoreña de la posguerra, la misma que tiene paralizada a la izquierda. Después de dos periodos en la presidencia (2009-2019), el FMLN avanza camino a su peor resultado electoral desde su entrada a la política partidaria. Los movimientos populares se encuentran divididos y debilitados. Algunos fueron cooptados por Bukele y muchos otros están resentidos con el FMLN. Bukele pretende desvirtuar la lucha revolucionaria descalificando el proyecto histórico con que se comprometieron personas como Gloria y Juan. Pero la reivindicación de ese proyecto es más urgente hoy que nunca. No solo como reivindicación de memoria y exigencia de verdad, sino como horizonte de lucha vigente y revitalizado.

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