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Imaginar el poscapitalismo

La desaparición de la idea de planificación ha coincidido con el ocaso de la aspiración de la clase obrera de crear un mundo que exceda los límites de las relaciones sociales burguesas. Pero hoy la planificación vuelve. Y reclama la facultad de imaginar y producir un futuro que no sea un mero pastiche de la sociedad existente.

El texto que sigue es un adelanto exclusivo de Gobernar la utopía: sobre la planificación y el poder popular (Caja Negra Editora, 2021).

En el intento de aventurar hipótesis, en el deseo que traza mapas cognitivos se encuentra el principio de la sabiduría.

-Fredric Jameson, La estética geopolítica

El año 2019 dio inicio a un ciclo de protestas que remeció el paisaje social y político en Latinoamérica. La abrumadora realidad de desigualdad extrema, injusticia social, violencia estatal y sufrimiento socioecológico agrietó el consenso neoliberal de las últimas tres décadas, llevando manifestaciones masivas a las calles y plazas de la región. Pese a las particularidades de cada territorio, la demanda ha sido clara y unívoca: redistribución de la riqueza y democratización del poder político y económico.

Posteriormente, la pandemia global del coronavirus no solamente exacerbó, sino que hizo aún más visibles las profundas dislocaciones —de clase, raza, ecológicas y de género— que ha hecho posible el neoliberalismo en su fase tardía. El oficialismo de izquierda, por su parte, ha sido incapaz de ofrecer un proyecto de transformación que sea viable y sostenible en el tiempo. Los esquemas redistributivos implementados por las diversas administraciones progresistas de la región han dejado intacto un régimen primario-exportador que ha demostrado ser desastroso en lo ecológico e inviable en lo fiscal.

Los incendios que en 2019 devoraban cientos de kilómetros de bosques tropicales y plantaciones agroexportadoras tanto en la Amazonía de Evo Morales como en la de Jair Bolsonaro simbolizan una verdad abrumadora: el orden dominante es incapaz de ofrecer una alternativa concreta al mundo que el capital ha creado a su propia imagen.

Mientras tanto, la revuelta social abre caminos en las calles y la pandemia abre portales en ollas populares, en hospitales, en viviendas. En esta multiplicidad de espacios de encuentro, de cooperación y de cuidado se imaginan y fraguan mundos distintos, mundos cuya realización concreta se ve directamente amenazada por la inercia institucional del orden liberal. ¿Qué hacer, entonces, cuando se extingan las llamas del radicalismo popular y las urgencias de la crisis y se emprenda un regreso a la supuesta «normalidad»? ¿De qué manera esta sucesión de momentos constituyentes podría desbordar un registro agonístico-adversarial, y ensanchar el espectro de lo que es posible, o incluso de lo que es imaginable?

El presente exige con urgencia formas de intervenir en la realidad que puedan superar el cerco de lo que el crítico cultural Mark Fisher denominó realismo capitalista: la aceptación generalizada —tanto explícita como tácita— de que el capitalismo es el único sistema político y económico viable y que por lo tanto es imposible imaginar cualquier alternativa coherente. La economía emocional que ha predominado en las últimas décadas, de acuerdo con Fisher, es la de una «melancolía de izquierda» de intelectuales y organizaciones políticas que se sienten a gusto en su marginalidad y en su derrota, y que por ende se limitan a una orientación meramente defensiva, contestataria o de denuncia frente a los excesos del sistema.

No se puede esperar que una situación posrevolucionaria o catastrófica, por sí sola, pueda llevar automáticamente a un sistema socioeconómico distinto. En el «Manifiesto por una política aceleracionista», Alex Williams y Nick Srnicek afirman que una transición poscapitalista requiere de un ejercicio consciente de planificación que además de desarrollar un mapa cognitivo del sistema actual, también pueda confeccionar una posible imagen o representación del sistema económico futuro.

Las prácticas alternativas de consumo, por sí mismas, son incapaces de propiciar una reforma agraria significativa que pueda fracturar el poder de concentración de cadenas transnacionales de supermercado, de laboratorios y de grandes monocultivos industriales; cambiar el automóvil por la bicicleta puede ser un acto individual importante, pero insuficiente para emprender una transición energética profunda que permita un desmantelamiento real de las industrias fósiles y el florecimiento de las energías limpias y comunitarias; las marchas y protestas contra la desigualdad, por multitudinarias que puedan llegar a ser, no podrán surtir un verdadero efecto si no se transforman en reformas fiscales que puedan controlar las pulsiones evasoras del gran capital y recuperar la riqueza socialmente generada para redistribuirla de manera equitativa.

Conformar un poder democrático que permita desarticular la economía de mercado capitalista y transitar hacia modos más elevados de organizar la vida en común, entonces, no solamente requiere confrontar al establishment en las calles y en las urnas. Durante las últimas décadas, sin embargo, hemos visto cómo la pregunta acerca de la forma de un Estado que pueda hacer posible una transición hacia una sociedad alternativa ha sido desplazada por un nuevo consenso que rechaza de plano las instituciones y entiende a los movimientos sociales, por sí mismos, como el único sujeto posible de cambio. El orden neoliberal y su ejército de tecnócratas y economistas, mientras tanto, se adentran cada vez más en las insondables abstracciones técnicas de la regulación, secuestrando el aparato estatal para favorecer a pequeñas élites. La planificación económica está de vuelta, y opera a una escala sin precedentes.

Durante muchos años, el consenso general en la teoría económica y en los espacios de toma de decisiones ha consistido en la idea de que el mercado constituye el instrumento más sofisticado y completo para recopilar información dispersa en la economía; una superinteligencia difusa y más-que-humana que traduce esta información en «señales» que luego alimentarán diseños institucionales y de política. El mercado, por ende, ha sido comprendido como el medio más eficaz para solucionar cualquier problema colectivo de asignación y gestión de recursos. Este sentido común o doxa se remonta al famoso «debate sobre el cálculo socialista» de las décadas de 1920 y 1930, en el que Friedrich von Hayek y Ludwig von Mises (filósofos y economistas de la Escuela de Austria) cuestionaron la capacidad de las agencias nacionales de planificación para movilizar este tipo de información de sistemas complejos, como lo son las economías nacionales.

La tesis de la imposibilidad del cálculo socialista, bajo el anterior entendido, consiste entonces en la impugnación de la factibilidad técnica (no política o incluso moral) de una economía conscientemente planificada, principalmente desde dos derivas teóricas: en primer lugar, las corrientes neoclásicas han cuestionado su viabilidad práctica por los problemas de cómputo y contabilidad que suscitaría la gestión de una economía extensa. En segundo lugar, las tradiciones austriacas han conjeturado su inviabilidad lógica por la incapacidad que una economía de esta naturaleza tendría para recopilar la información necesaria para un cálculo racional del proceso general de reproducción socioeconómica.

La figura del individuo racional maximizador de utilidades —célula elemental de este sujeto colectivo difuso llamado «mercado»— ha sido desde entonces tan hegemónica como símbolo de anticolectivismo que, como lo señala Jodi Dean, incluso se ha extrapolado al imaginario de una izquierda que considera las prácticas individuales y micropolíticas como un foco de acción más importante que los movimientos organizados de masas y de gran escala (como sindicatos, partidos políticos, cuadros técnicos y, por supuesto, organismos de planificación).

La sucesión de crisis globales que inició con el estallido de la burbuja de hipotecas basura (subprime) en los Estados Unidos durante 2008 y que llegó a su punto más álgido en la pandemia global del coronavirus en 2020 ha puesto en entredicho aquel consenso. Primero que todo, ha demostrado que la «catalaxia» (término que Hayek empleó para describir la naturaleza supuestamente autoorganizativa del mercado) de la economía neoliberal, es de hecho una práctica de gobierno; su existencia es inconcebible sin una vasta diversidad de mecanismos de intervencionismo político y de coordinación interempresa.

El auge de megacorporaciones como Amazon, Facebook y Walmart, por su parte, también ha sido posible gracias a ambiciosos esquemas de planificación estratégica al interior de las firmas mismas. Haciendo un guiño a Gosplan (la agencia de planificación central de la Unión Soviética bajo el estalinismo) algunos analistas sugieren que las prácticas de coordinación de este tipo de actores monopólicos han dado origen a una suerte de «Gosplan 2.0» o «Gosplan de Google».

Si esta planificación del poder oligárquico nos ha llevado a una era de extinciones masivas y desigualdad extrema, ¿por qué no volver a disputar el diseño y ejecución de los planes, e incluso el significado mismo de la planificación?

Planificar para producir futuro

Uno de los elementos cardinales de la planificación es precisamente el hecho de que no solamente está orientada hacia el futuro, sino que despliega los instrumentos técnicos del aparato estatal —leyes, estatutos, planos, dispositivos regulatorios, censos, etc.— para realizar concretamente ese futuro. Es precisamente debido a su carácter prospectivo que la planificación ha sido entendida como un modo de asignación de recursos que opera de manera ex ante, en contraposición a la asignación de recursos por vía de mercado, que opera de manera ex post.

Otro elemento característico de la planificación es el hecho de que ésta no se limita a actuar sobre sectores individuales de la economía, sino que aspira a conducir el proceso general de reproducción socioeconómica a partir de trayectorias de desarrollo fijadas democráticamente. Bajo este entendido, la planificación democrática sería entonces la trama de instrumentos que se activan para dar forma (potestas) a las visiones de sociedad que emergen del pueblo organizado (potentia).

Puede parecer extraño e incluso anacrónico querer recobrar, en un tono relativamente apologético, un concepto con un pasado tan cargado y turbulento como el de la planificación. Sin duda, fue la visión grandilocuente de la planificación, así como sus desfiguraciones burocráticas y autoritarias, lo que signó su declive tras el fin de la Guerra Fría. En la década de 1990, la idea de planificación económica ya no solamente parecía soberbia, sino ineficiente y políticamente peligrosa. En su remplazo, la gobernanza surgió como una alternativa más sensata, imparcial y aparentemente menos ideológica de administrar recursos escasos en una sociedad.

Tras el declive de la planificación económica modernista, la gobernanza y la planificación urbana inauguran entonces un paradigma de política económica que se desliga de los grandes diseños utópicos y normativos. Su función principal será la de velar por la eficiencia, generar un entorno atractivo para la inversión privada, e inculcar actitudes y disposiciones empresariales en la población. La competitividad territorial se convierte en el nuevo norte de la gestión pública, y los distintos espacios regulatorios (desde las economías nacionales hasta los espacios submetropolitanos) empiezan a competir entre sí para atraer flujos de inversión extranjera directa, así como capital humano altamente cualificado. Desde este momento, las regiones y territorios se empiezan a especializar en la atracción de variados tipos de inversiones —mineras, turísticas, agroindustriales, energéticas y financieras, entre otras—. También, los protocolos de intervención de la gobernanza usualmente van acompañados de retóricas y ejercicios formales de «participación» e «inclusión», particularmente como dispositivos que permitan dotarlos de legitimidad ante la ciudadanía. Este tipo de ejercicios participativos, sin embargo, han sido criticados porque en la práctica tienden a cooptar la organización colectiva y a desactivar demandas redistributivas reales.

Pese a las críticas, la gobernanza —con su evangelio de la eficiencia y sus mecanismos de inclusión espuria— se presenta hoy en día como el único modo de gestión viable. Entonces, hay algo en la figura de la planificación que es subversivo precisamente porque le imprime una historicidad densa a un momento en el que los excesos del postmodernismo y de la ideología neoliberal clausuran la posibilidad de pensar históricamente. Como lo sugiere Fredric Jameson en Arqueologías del futuro, el conocimiento histórico es uno de los mecanismos que permiten perforar aquel cerco de la experiencia que en circunstancias normales nos impide captar la alteridad radical; es decir, el hecho de que las cosas no solamente pueden ser radicalmente otras, sino que en efecto lo han sido en algún momento del tiempo, y que por ende la ruptura es una posibilidad concreta de la vida social.

La planificación, entonces, supera la idea del presente como tiempo vacío o simplemente como continuum y reclama una facultad que hoy se encuentra adormecida: la de imaginar y de producir un futuro que no sea un mero pastiche de la sociedad ya existente. En otras palabras, la planificación no solamente da forma al futuro-como-ruptura; por su naturaleza eminentemente prefigurativa, conjura mundos alternativos y por tanto es una forma mediada o modo de existencia del futuro.

Como se desprende de la crítica materialista de la economía política desarrollada por Marx, la mercancía es una forma mediada o indirecta del trabajo humano, así como el dinero es una forma mediada de los mercados y la interdependencia económica. Estas formas cristalizan —aunque de manera parcial, inestable e indirecta— los atributos de las relaciones sociales que les dan origen. De esta misma manera, los instrumentos técnicos de la planificación se pueden entender como una expresión mediada y cosificada de las visiones del futuro que emergen del poder popular constituyente.

Los estudios basales, censos y leyes que dieron vida a las reformas agrarias latinoamericanas del siglo pasado, por ejemplo, cristalizaron en mayor o menor medida la sensibilidad de múltiples movimientos de masas que al gritar con fuerza «la tierra para quien la trabaja», trazaron el rumbo hacia una sociedad libre de la dominación de patrones hacendales. En este sentido, las fórmulas y protocolos de intervención que puedan surgir en el marco de nuevas luchas por la justicia territorial, racial, de género y socioecológica también prefigurarían mundos más allá de otras formas de dominación.

En consecuencia, el objetivo de este ensayo consiste en identificar y recuperar aquello que es emancipador en la planificación tal como ésta ha existido. Esto incluye no solamente la planificación del pasado histórico, sino también nuevas formas de planificación insurgente que han emergido en municipios y territorios para confrontar los efectos desintegradores del capitalismo tardío en su configuración financiarizada, microelectrónica y rentista.

Parte de la inspiración para este libro ha surgido de la ciudad de Santiago de Chile, que durante la década de 1960 fue uno de los principales epicentros globales del pensamiento crítico sobre la planificación. El Centro de Estudios Socioeconómicos (CESO), el Instituto Latinoamericano de Planificación Económica y Social (ILPES), el Centro de Estudios de la Realidad Nacional (CEREN) y la Comisión Económica de América Latina y el Caribe (CEPAL), fueron algunos de los nodos de una vibrante red epistémica transnacional que entrelazaba espacios universitarios, de militancia política y de toma de decisiones.

Posteriormente, en el contexto del proceso revolucionario que lideró el gobierno de la Unidad Popular tras la victoria electoral de Salvador Allende en 1970, Santiago fue la sede de una de las reformas agrarias más masivas y transformadoras llevadas a cabo por un régimen democrático. En ese período, la ciudad también fue el escenario del Proyecto Synco, quizás el más futurista y ambicioso esfuerzo de emplear tecnologías cibernéticas para crear un sistema de planificación económica descentralizada en tiempo real.

El sueño de construir una economía consciente y colectivamente coordinada a partir de principios de democracia económica, liberación nacional y autogobierno obrero, como bien se sabe, fue extinguido por una sangrienta dictadura militar. Su presencia fantasmática, sin embargo, aún perdura en la cultura política de las organizaciones populares que hoy se enfrentan al neoliberalismo.

Recobrar la ambición futurista

Una planificación democrática que traduzca y extienda de manera eficaz el lenguaje del poder constituyente, entonces, requiere de una nueva imaginación escalar y temporal cuyo horizonte de transformación sea mucho más amplio que los territorios afectados por problemas puntuales, o los tiempos del corto plazo. En las visiones que inspiraron el diseño de grandes reformas agrarias, Estados de bienestar, proyectos de vivienda social y programas de reconversión productiva en el siglo XX, se encuentran mapas cognitivos de mundos donde no solamente se buscaba expandir la equidad socioeconómica, sino también ampliar las fronteras del bienestar material e incluso del disfrute y la experiencia estética para millones de personas.

Es por ello que este documento también pretende recuperar algunas de las preguntas, abordajes metodológicos y aspiraciones de la planificación económica bajo el modernismo. Volver de manera crítica a estas imágenes históricas no implica una actitud nostálgica o complaciente con los mundos perdidos del socialismo, la socialdemocracia o el desarrollismo. Articular históricamente el pasado, plantea Walter Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia, «no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Significa apoderarse de un recuerdo tal como este relampaguea en un instante de peligro». La historia de la planificación económica aviva y reactualiza trayectorias de democratización que han desaparecido ante el eterno presente del realismo capitalista y que podrían trazar el rumbo hacia una planificación distinta en el futuro.

Al reflexionar sobre estas trayectorias de democratización, entonces, también se busca tensionar el consenso posmoderno que desdeña los grandes diseños de transformación social del pasado. Hoy, nuevos movimientos populares empiezan a plantear visiones de diseño y planificación arraigadas en movimientos de base pero con un ámbito de operación a escala nacional y, en algunos casos, incluso transnacional.

El Green New Deal o Nuevo Pacto Verde, propuesto por un emergente movimiento de socialismo democrático en los Estados Unidos, formula un ambicioso programa de descarbonización profunda de las infraestructuras tecnológicas que constituyen la economía nacional, y cuyo desarrollo estimulará la creación masiva de empleos dignos. Es decir, el Green New Deal parte del presupuesto de que una transición energética a gran escala es inconcebible sin antes garantizar el bienestar material de las clases trabajadoras, y particularmente de las comunidades más afectadas por los efectos del cambio climático y la crisis económica. Si bien el proyecto del Green New Deal se originó en el mundo angloeuropeo, actualmente está siendo apropiado por partidos y movimientos sociales en varios países del mundo para combatir de manera simultánea los dos grandes desafíos del presente siglo: el calentamiento global y la desigualdad extrema.

En América Latina, la discusión sobre un posible Pacto Verde aún es incipiente, pero ya empieza a esbozar algunos caminos posibles para la descarbonización y democratización de las economías de la región. Por otro lado, una red de alcaldías rebeldes —en Rosario, Valparaíso, Recoleta, Belo Horizonte— está transformando las administraciones locales en laboratorios de experimentación con formas no capitalistas de los mercados y las relaciones sociales. En Uruguay, el caso del Sistema Nacional e Integrado de Cuidados (SNIC) es también ilustrativo de una visión de planificación cuyo ámbito de operación se extiende por la escala nacional. Creado en 2015 tras un largo proceso de movilización social feminista, el SNIC inaugura una institucionalidad pública orientada a visibilizar los trabajos de cuidados, velar por personas en situación de dependencia y promover una mayor justicia de género en el trabajo reproductivo.

Pese a lo innovadores que puedan ser este tipo de casos, son apenas excepciones a una tendencia general a pasar por alto diseños institucionales de mayor escala y de más largo plazo, principalmente por asumir que implican una lógica estatista y homogeneizadora. Por esta razón, volver al antiguo problema de la planificación implica replantear las grandes preguntas —muchas de ellas aún no resueltas— que animaron los distintos programas y protocolos de intervención del siglo pasado.

En cuanto a sus manifestaciones históricas concretas, podemos identificar tres figuras o tipos ideales de la planificación: primero, una planificación del pasado histórico bajo el modernismo, que pese a estar fundamentada en ideales y programas redistributivos de distinta raigambre, fue intrínsecamente burocratizada, masculinizada y centrada en el ideal del crecimiento económico compuesto como un fin en sí mismo. La persistencia de algunos elementos de este paradigma de gestión se puede evidenciar en el auge reciente de plataformas neodesarrollistas o neokeynesianas, como ha sido el caso de los gobiernos progresistas de la llamada «marea rosa» en América Latina.

Segundo, una planificación del presente bajo el capitalismo tardío, cuyas tendencias polarizantes han permitido nuevas y más avanzadas configuraciones de poder monopólico, segregación social y colapso ecológico. Este tipo de planificación estratégica es la que predomina actualmente, y sus modos de operación se han hecho mucho más evidentes tras la reciente mutación del neoliberalismo hacia una configuración más ostensiblemente autoritaria e intervencionista.

Tercero, una planificación democrática del futuro posible. Esta última forma de planificación surgiría como una determinación necesaria de la activación política de las masas populares y de su posterior inserción sustantiva al proceso de toma de decisiones. Sería abigarrada no solamente en términos de su capacidad de combinar formas institucionales estatales y extraestatales (esto es, cuerpos técnicos y grupos de democracia de base), sino públicos heterogéneos en cuanto a su composición de género, de raza y de clase. Asimismo, esta planificación no emanaría desde arriba o desde ningún tipo de «centro», sino que sería el producto de la interacción sinérgica de distintas escalas o niveles de toma de decisiones.

Por último, esta tercera figura de la planificación superaría la obsesión enfermiza con el ideal del crecimiento económico infinito, tan propia no solamente de enfoques (neo)keynesianos y (neo)desarrollistas, sino también del socialismo productivista en sus distintas derivaciones. Por el contrario, este modo de coordinación consciente de la economía estaría orientado hacia el pleno despliegue de las capacidades humanas y del valor de uso como el principio regulador de las relaciones sociales: democracia económica, tiempo libre, cuidado, solidaridad interespecies, elación estética, bienestar físico y psíquico, serían sus objetivos primigenios.

Sería un modo de gestión orientado hacia la realización concreta de la antropología filosófica que informa los Cuadernos de París, en los que un joven Marx plantea que la construcción de una sociedad poscapitalista no implica otra cosa que la emancipación de los sentidos del dominio de la necesidad abstracta; en esta sociedad, las personas desarrollarían a plenitud la vasta gama de potencialidades y atributos de su ser genérico [Gattungswesen], elevándose sobre un sistema de relaciones sociales donde su propia individualidad sensible se ve reducida a sus funciones animales —para quien sufre de hambre, los alimentos no existen en su forma social, convivial y humanizada, sino en su forma abstracta como comida; para quien está asediado por las deudas y las privaciones materiales, no existe diferencia alguna entre el sonido de una melodía y el ruido de un objeto al caer—.

La emancipación de los sentidos, sin embargo, estaría lejos de ser una empresa burdamente antropocéntrica. Como lo sugieren enfoques teóricos recientes sobre planificación ecosocialista, el proyecto político de la emancipación sensible humana contribuiría de manera decisiva a enfrentar la crisis climática. La multiplicación de nuevas formas de desarrollo personal y consumo colectivo —manifestadas en actividades de ocio, deportivas, artísticas, eróticas, e intelectuales— tendrían una huella energética más baja que las que dependen del consumismo individualista e irracional del capitalismo. Lo mismo sucedería con la ampliación del sector de trabajos relacionados con el proceso de reproducción social, como lo son los cuidados, la educación, la salud, el transporte público, la vivienda, etc.

Una transición hacia estilos de vida bajos en carbono, en este sentido, reduciría la presión sobre especies y ecosistemas planetarios, permitiendo un programa de estabilización climática que sea efectivo y democráticamente coordinado. Entendida en estos términos, la planificación no se limita al ejercicio economicista de organizar las relaciones de producción. Al ser una práctica con una fuerte sensibilidad utópica, también comprende la aspiración estética de crear y movilizar nuevas formas de deseo y de disfrute.

Es quizás la dimensión propiamente libidinal de la planificación lo que explica la fijación retromaniaca hacia la cultura material del modernismo, en muchos casos deliberadamente orientada a amplificar los ámbitos sensibles y lúdicos del cuerpo deseante. La fascinación atávica que hoy suscitan los artefactos arquitectónicos de corrientes como el brutalismo, el Bauhaus, el constructivismo o el art deco —complejos de vivienda, pero también parques, monumentos, estadios y lugares de esparcimiento— por ejemplo, es un síntoma de la inconformidad generalizada tanto hacia el dogma de la austeridad neoliberal, como hacia el ascetismo lúgubre o pastoril de las izquierdas más tradicionales.

Después de que tres décadas de neoliberalismo y una pandemia global hayan devastado la estabilidad material y psíquico-afectiva del cuerpo social, instalar nuevamente una política de la prosperidad tal vez sea una de las tareas más urgentes en la agenda. A diferencia de lo que sucedió con los antiguos debates sobre planificación, sin embargo, hoy no solamente se encuentra en juego una disputa por la capacidad de gestionar el bienestar y la felicidad social en un escenario de desmoronamiento económico. La naturaleza de la coyuntura también hace ineludible la necesidad de redefinir y ampliar radicalmente lo que se entiende por abundancia.

Las narrativas tradicionales sobre el bienestar, basadas en nociones occidentalizadas de la afluencia material, el trabajo asalariado, la familia heteropatriarcal y el Producto Interno Bruto (como métrica única del progreso humano), durante décadas fueron incuestionables. Hoy, sin embargo, enfrentan una profunda crisis. Si bien la globalización neoliberal ha permitido un aumento en la afluencia material de diversos sectores de la sociedad al garantizarles acceso a una mayor cantidad y diversidad de bienes de consumo, esto ha sido a costa de crecientes niveles de estrés, deudas, inestabilidad económica, sobrecarga de trabajo y destrucción ecológica.

Resaltando el efecto deslibidinizante de este tipo de consumismo financiarizado e individualizado, Kate Soper ha planteado recientemente la necesidad de un hedonismo alternativo como el imaginario político de una sociedad futura posconsumismo. Un hedonismo alternativo, de acuerdo con Soper, pone de manifiesto la pérdida de placer que acompaña la adquisición irracional de cada vez más bienes de consumo, y avizora la compleja y vibrante estructura libidinal que podría ser activada por culturas de trabajo y estilos de vida menos apresurados, cronocéntricos y adquisitivos. El regreso de la antigua cuestión sobre la planificación, como se verá a lo largo de este libro, aparece entonces como un importante terreno de batalla sobre el que se vislumbran los términos concretos de una futura política de la prosperidad.

La planificación fue una de las ideas-fuerza más importantes del siglo pasado. Su desaparición ha coincidido con el ocaso de aquella sensibilidad que Mark Fisher denominó «prometeísmo popular», y que consiste en la aspiración que alguna vez tuvo la clase obrera de crear un mundo que excediera —en términos experienciales, estéticos y políticos— los miserables límites de las relaciones sociales burguesas. El conocimiento histórico de las contradicciones y de las potencialidades de la planificación económica puede servir a la imaginación táctica y estratégica de nuevos movimientos de masas (feministas, antirracistas y por la justicia climática) que hoy buscan recobrar esta antigua ambición futurista.

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