El análisis de la URSS llevado a cabo por Trotsky en La revolución traicionada ha dado lugar a tal cantidad de comentarios que más vale indicar de entrada, incluso de un modo lapidario, la doble apreciación que guía el artículo que sigue.
La fuerza del enfoque de Trotsky es la de captar la evolución del Estado soviético como una realidad sui géneris, a partir de contradicciones que le son propias. Y de las distorsiones que pudieran existir entre diferentes niveles de la realidad social en una formación social que no se apoyaba en un modo de producción estabilizado. No es malo recordar que la única caracterización general de la URSS que da es la de
«una sociedad a medio camino entre el capitalismo y el socialismo […] Calificar de transitorio o de intermediario al régimen soviético es desechar las categorías acabadas como el capitalismo (incluido el ‘capitalismo de Estado’) y el socialismo» (p. 606).
Haciendo eso, Trotsky moviliza el conjunto de los logros de la tradición marxista de la época con el fin de abordar dos problemas totalmente ausentes del horizonte teórico legado por Marx. El primero reside en el hecho de que una revolución proletaria pueda conducir a la (re)construcción de un Estado que bien puede llamarse «obrero»; lo que, por otro lado, los dirigentes de la joven Revolución rusa hicieron rápidamente. Además, —y este es el segundo problema— este Estado no solamente va a conocer deformaciones burocráticas, sino además un proceso de degeneración que conducirá al Estado estaliniano en el que —como Trotsky no deja de repetir— la clase obrera ha perdido cualquier forma de control sobre el poder político.
La Revolución traicionada contiene largas páginas (sin equivalente, por lo demás, en la época) de análisis de la evolución económica de la URSS. De todos modos, su propósito no es elaborar una teoría económica del sistema soviético, sino más bien esclarecer lo que constituye el objeto central del libro: abordar las contradicciones específicas que atraviesan el Estado soviético, en tanto que Estado del periodo de transición. Desde este ángulo, los análisis de la burocracia, de la degeneración del Estado obrero, etc., realizados por Trotsky son totalmente políticos; es, por otro lado, y volveré sobre ello, lo que le explica su fortaleza. Pero a su vez, el enfoque hace aparecer toda una serie de debilidades o de verdaderos puntos ciegos de la teoría marxista del Estado (y de la burocracia). Es esencialmente sobre este aspecto de las cosas que voy a abordar los análisis de Trotsky.
En el pasado, este tipo de discusión habría podido parecer académica, tanto más en la medida en que, según la fórmula consagrada, no ponía en juego desacuerdos sobre las tareas (en todo caso, era difícil establecer una relación mecánica entre ambas). Hoy la situación se ha invertido. Si, en lo que concierne al análisis de la URSS, somos deudores de algo, es de dar cuenta de los problemas teóricos con los que se ha tropezado la tradición marxista en este análisis. Y, en primer lugar, por la parte que nos toca, la que hacía referencia a Trotsky.
Observaciones sobre el capitalismo de Estado
Sabemos que esos análisis se cristalizaron en el concepto de Estado obrero burocráticamente degenerado. La categoría jamás me ha convencido realmente. Pero, a su modo, ilustra bien la dimensión innovadora del enfoque de Trotsky, mientras que hablar de capitalismo de Estado es, desde cierto punto de vista, mucho más ortodoxo en relación con la tradición legada por Marx, quien, recordémoslo, no preveía que la toma del poder por el proletariado se tradujera en la construcción de un nuevo tipo de Estado, aunque fuera obrero; y todavía menos que pudiera transformarse en Estado burocrático. Desde entonces, si un Estado se cristaliza no puede ser más que capitalista. La teoría del capitalismo de Estado ha precedido a la de Trotsky. Nos la encontramos entre los partidarios del «comunismo de los consejos», para quienes el mantenimiento de la relación salarial es sinónimo de venta de la fuerza de trabajo al Estado burocrático que «juega el papel del capitalista privado expropiado» [1].
El argumento, recurrente, va a encontrarse en Charles Bettelheim: Marx hace de la condición salarial una característica esencial del capitalismo, su mantenimiento en la URSS sería pues sinónimo de la existencia de una forma capitalista de producción. Resta decir que, para Marx, el capitalismo es igualmente sinónimo de la generalización de las relaciones mercantiles que, por primera vez en la historia, se adueñan de las condiciones de producción: medios de producción y fuerza de trabajo. Así pues, es necesario demostrar que ambas se mantuvieron en la condición de mercancía en la URSS. O bien no hay necesidad de seguir reivindicando a Marx para hacer tal constatación. «Por muy tentadora que sea la hipótesis de un capitalismo de Estado, no parece muy defendible en la medida en que es vano (como veía ya acertadamente Aron y, por otro lado, Trotsky) disociar su desarrollo de la existencia de un mercado que implica la competencia de los empresarios y el mantenimiento del trabajo libre», comenta Claude Lefort en su último libro. No obstante, no es inútil recordar que, en un artículo de Socialismo o Barbarie de 1956 y titulado «El totalitarismo sin Stalin», es justamente en términos de capitalismo de Estado como razona Claude Lefort. Para él, en esa formación social, «el Capital ha echado a los capitalistas» y está «encarnado en el personaje del Estado» [2].
De hecho, buena parte del tiempo, las discusiones con los partidarios de la URSS como forma capitalista han desembocado en problemas de caracterización del capitalismo mismo. Ello era manifiesto en los años setenta con el movimiento «althusseriano» (dominante en la época) que se apoyaba en los análisis de Bettelheim. La existencia de relaciones mercantiles ya no es pensado como una dimensión esencial del modo de producción capitalista, que es caracterizado exclusivamente por la separación de los productores directos de los medios de producción.
Más próximo a nosotros, Jacques Salir, antiguo partidario de Charles Bettelheim, procede dando una definición más extensiva de una relación mercantil:
«Hay relación mercantil a partir del momento en el que la producción ya no se destina principalmente al consumo, sino al de otros productores (ya sea intermedio o final). […] La relación mercantil funda la economía como un juego de coordinación. En ese marco, podemos distinguir dos sistemas de coordinación. La comercialización del producto, que conocemos bajo el nombre de mercado (en el sentido vulgar), y la asignación dirigida (ya sea despótica, administrativa o democrática) son las dos formas fundamentales» [3].
En efecto, en este marco Jacques Salir puede referirse a la URSS en tanto que capitalismo de Estado. Eso no impide que esa definición de una relación mercantil no sea la de Marx. Y, sobre todo, que disuelva la especificidad del capitalismo no solamente en relación con un país como la URSS sino, más en general, en relación con las formas precapitalistas de producción.
Las innovaciones de Trotsky
Volvamos a La revolución traicionada. Me parece falso —tanto en la música como en la letra— explicar que para Trotsky la burocracia no es «más que una simple casta parasitaria y transitoria […], superpuesta a una infraestructura socialista» [4]. La fórmula es de Claude Lefort, pero mucha otra gente la habría suscrito. Se sitúa en la línea de la crítica enunciada en 1949 por Cornelius Castoriadis en «las relaciones de producción en Rusia», un texto fundador de Socialismo o Barbarie, según el cual Trotsky confundía la forma jurídica adoptada por las relaciones de propiedad y las relaciones de producción reales [5].
En los años setenta, Charles Bettelheim retomó esta temática (que será entonces presentada como una innovación teórica capital…). Ahora bien, no solamente Trotsky no confunde, como hemos visto, la estatización de la producción y las relaciones de producción socialistas, sino que su análisis de la formación social soviética desentona si lo comparamos con el mecanicismo economicista que tanto ha pesado en la tradición marxista, incluidas las corrientes de oposición al estalinismo. De ese modo, en su texto sobre las «relaciones de producción en Rusia», uno de los principales reproches que hace Castoriadis a Trotsky es el de poner en cuestión la ortodoxia marxista: el derecho no puede más que ser la expresión de la economía, no puede existir distorsión entre el ámbito de la distribución de la riqueza y el de la producción.
Sin embargo, era literalmente lo que escribía Marx en su Crítica del programa de Gotha y que retomaba Lenin en El Estado y la revolución. En este texto, Marx explica que el derecho igual, o sea burgués, subsistirá desde el punto de vista de las normas de distribución, no solamente durante el periodo de dictadura del proletariado, sino también durante la primera fase del comunismo. En El Estado y la revolución, Lenin retoma esta problemática añadiendo que durante este mismo periodo deberá mantenerse un Estado para garantizar la aplicación de esas normas. La deducción es analíticamente lógica, pero no subrayamos lo suficiente que constituye una innovación teórica capital en relación con Marx y Engels, para quienes el Estado ya no existe durante la primera fase del comunismo.
En La Revolución traicionada, Trotsky se remite directamente a El Estado y la revolución, añadiendo de algún modo una dimensión sociológica a los comentarios de Lenin. El Estado obrero, explica, está atravesado por una contradicción. Por un lado, ha expropiado a la burguesía, ha estatizado la producción y se fija como objetivo la construcción del socialismo. Por otro, mantiene normas burguesas en lo que concierne a la distribución de los bienes de consumo. Es a ese nivel donde hunde sus raíces la fuente de las desigualdades y se cristaliza la burocracia. «Se formó una potente casta de especialistas en la distribución y se fortificó gracias a la operación en absoluto socialista consistente en quitar a diez personas para dar a una sola». La evolución es notable en relación con los análisis producidos por los bolcheviques en los años veinte.
Sin entrar aquí en los detalles, podemos decir que para dar cuenta de la existencia de una burocracia, éstos últimos se contentaban con subrayar las condiciones económicas generales del país, la debilidad y la inexperiencia del proletariado, la existencia del campesinado, etc. Factores ciertamente importantes, pero que se remiten siempre a condiciones exteriores, en el sentido de que no son tratadas, desde el punto de vista teórico general, las contradicciones específicas de un Estado obrero durante el periodo de transición. Por otro lado, en esa época, en Nuevo Curso, Trotsky posee las formulaciones más claras para caracterizar a la burocracia como una capa social específica ligada al ejercicio del poder del Estado. Centra su atención en el «aparato de Estado», «la fuente más importante del burocratismo», rechazando remitirse al «conjunto de malos hábitos de los empleados de oficina». El burocratismo es un fenómeno en tanto que «sistema de administración de los hombres y de las cosas».
La inflexión es manifiesta en relación a la tonalidad de los análisis dominantes en la dirección del Partido, Lenin incluido, quien insiste mucho más a menudo en los comportamientos que en el conjunto de prácticas cristalizadas en un «sistema de administración de los hombres y de las cosas» y que lo reproducen. Sin embargo, más allá del reducido nivel cultural de las masas, Trotsky se remite únicamente a la naturaleza particular del Estado ruso, como Estado que cristaliza en su seno la alianza con una clase no proletaria. Ahora bien, en La Revolución traicionada, introduce explícitamente la dimensión suplementaria, subrayada más arriba, para hacer de las condiciones de distribución del excedente social un elemento clave de las condiciones de producción/reproducción de formas estatales burocráticas en el periodo de transición:
«Cuando hay escasez de mercancías, los compradores están obligados a hacer cola. Tan pronto como la cola se vuelve algo larga, la presencia de un agente de policía se impone para mantener el orden. Este es el punto de partida de la burocracia soviética».
En cambio, este tipo de consideraciones desaparece cuando Trotsky aborda la producción. Todo pasa entonces como si tuviera que ver con un ámbito totalmente exterior a las condiciones de producción/reproducción de las formas estatales. La cosa es tanto más chocante en la medida en que Trotsky dice explícitamente que estatización no es sinónimo de socialismo: «las fuerzas productivas son todavía insuficientes para conceder a la propiedad estatal un carácter socialista». Y, si bien subraya que la planificación ha permitido un desarrollo muy importante de las fuerzas productivas, no observa acríticamente ese desarrollo. Citando a Marx, recuerda que el salario a destajo que fue introducido es un
«sistema de sobreexplotación sin constricciones visibles […] que se corresponde perfectamente con el mundo capitalista de la producción». Por otro lado, denuncia el lugar ocupado por la burocracia en la producción: «la gestión de la industria se ha vuelto extremadamente burocrática. Los obreros han perdido cualquier influencia sobre la dirección de las fábricas. El funcionario es para [ellos] un jefe, y el Estado un amo».
El olvido del despotismo de fábrica
Trotsky no ignora pues que la burocracia controla la producción y que, a través de ese control, esta se estructura según una jerarquía social muy estricta, haciendo del funcionario un «jefe» de los obreros y del Estado su «amo». Pero todo sucede como si esa constatación no tuviera consecuencia alguna en la caracterización de las formas estatales de la URSS, como si ese control no fuera un elemento determinante de producción/reproducción de esas formas estatales. Y, por consiguiente, de la burocracia.
La cuestión no es solamente de orden teórico: sabemos que en los años treinta la URSS conoció un formidable proceso de industrialización que jugó un papel importante en la estructuración del Estado burocrático [6]. Aquí no voy a multiplicar las citas para demostrar que, por una parte, Trotsky no ignoraba el poder de la burocracia sobre la sociedad mediante la estatización de la producción y que, por otra, jamás tuvo en cuenta los efectos de esta estatización cuando se trataba de dar cuenta, en lo fundamental, de formas estatales burocráticas cuyo «punto de partida» se sitúa en otro lugar, en la esfera de la distribución. De hecho, el marco teórico a través del cual Trotsky piensa las condiciones de producción/reproducción de las formas estatales está dotado de una especie de punto ciego, que existía ya en El Estado y la revolución, pero que se manifiesta de un modo exacerbado, podríamos añadir. Es suficiente, nos dice Lenin, con expropiar a la burguesía y estatizar la producción para que la gran industria desarrollada por el capitalismo se convierta en la base finalmente encontrada que nos permita iniciar la extinción del Estado. Y añade:
«todos los ciudadanos se convierten en empleados de un solo ‘cártel’ de todo el pueblo, del Estado […] La sociedad en su conjunto no será más que una sola oficina y un solo taller, con igual trabajo e igual salario» [7].
Ciertamente, el destino de la joven república soviética no estaba escrito en un libro, pero no podemos contentarnos en admitir el carácter algo «exagerado» de la formulación. Más allá del hecho de que no está aislado en Lenin, es, al contrario, sintomático del modo en que la tradición que se cristaliza en la Revolución de Octubre está –cuando menos de un modo ampliamente dominante– marcada por lo que podríamos denominar el olvido de los análisis de Marx sobre el despotismo de fábrica [8]. Es decir sobre los efectos de la división del trabajo instaurada por el capitalismo tratados, no únicamente en términos de diferenciación social, sino en términos de formas específicas de poder; y no solamente en la fábrica.
No obstante, esa tradición conserva una cierta legitimidad. La encontramos en el Anti-Dühring, cuando Engels explica que es suficiente con suprimir la propiedad privada de los medios de producción para que se exprese la socialización inminente de la producción impulsada por las fuerzas productivas que el capitalismo ha desarrollado; de ahí esa dialéctica algo sorprendente que le permite afirmar que el Estado se extingue en el momento en el que se apodera de los medios de producción. Pasamos entonces a la «administración de las cosas», es decir, a una simple gestión técnica de las fuerzas productivas, o bien a la puesta en marcha de una simple «reglamentación técnica» de la producción, según la fórmula de Pasukanis; o incluso, por citar a Preobrajensky, al advenimiento de una simple «tecnología social», entendida como «ciencia de la producción socialmente organizada» [9]. No se abordará aquí la vulgata «marxista-leninista» producida por el estalinismo, sino de un marxismo revolucionario vivo que se esforzó en pensar con rigor (y actualizar) la perspectiva, legada por Marx, de extinción del Estado, del derecho y de la forma valor. Por otro lado, Trotsky la va a modular. Así, en 1932, escribe:
«si existiera un cerebro universal, descrito por la fantasía intelectual de Laplace, [él] podría construir a priori un plan económico definitivo y sin defecto alguno, empezando por calcular las hectáreas de forraje y acabando por los botones de los chalecos. En verdad, la burocracia se figura a menudo que es ella la que cuenta con un cerebro así; de ahí que se libere tan fácilmente del control del mercado y de la democracia soviética. En realidad, la burocracia se equivoca profundamente en la evaluación de sus recursos intelectuales» [10].
La burocracia como «cerebro universal»
La función socioeconómica otorgada a la democracia soviética introduce elementos de ruptura con una visión tecnicista del desarrollo de las fuerzas productivas. Y recordemos que Trotsky caracteriza claramente el trabajo a destajo introducido en la URSS como un método capitalista. No obstante, no parece que se le ocurra pensar que el poder de esta burocracia, presentándose como «cerebro universal» de una economía estatizada, no deja de presentar analogías con el que describe Marx cuando habla del despotismo de fábrica:
«bajo el régimen capitalista de producción, la masa de los productores inmediatos se encuentra cara a cara con el carácter social de su producción, bajo la forma de una autoridad organizadora severa y de un mecanismo social perfectamente jerarquizado del proceso de trabajo» [11].
En lo que concierne al despotismo de fábrica, como forma de poder generada por la organización capitalista del proceso de producción, y a sus relaciones con el Estado moderno y la burocracia, no puedo más que remitirme a otros textos [12]. Me limitaré a subrayar dos aspectos importantes.
1) En sus análisis sobre el despotismo de fábrica, Marx intenta dar cuenta de una forma de poder social históricamente inédita, ligada al movimiento de separación de los productores de los medios de producción. Más allá de la pérdida de propiedad, en el sentido jurídico, este movimiento se traduce en una puesta en cuestión del «proceso de trabajo individual» —según una formulación que Marx y Engels utilizan a menudo— característico de las formas precapitalistas y la emergencia del «trabajador colectivo», que se apoya en una división del trabajo en el seno del proceso inmediato de producción. Pero esta organización colectiva se organiza bajo la férula del capital. Para caracterizarla, Marx habla de «separación entre el trabajo manual y las capacidades intelectuales de la producción» [13]. No es necesario hacer una lectura «naturalista» de esta referencia al trabajo manual (esos que trabajan con sus manos); lo que se describe es la separación introducida entonces entre las tareas de concepción/organización del proceso de trabajo y las de ejecución, que no existía en el proceso de trabajo individual.
2) Los efectos de esta forma históricamente nueva no conciernen exclusivamente al proceso inmediato de producción. Así, en El 18 Brumario, Marx habla de un «poder de Estado en el que el trabajo está dividido y centralizado como en una fábrica». Pero esta formulación se quedó aislada. En el periodo de El Capital, no hizo un análisis del aparato de Estado capitalista, ni del Estado moderno sin más. Aquí sería necesario poder mostrar más detalladamente cómo Max Weber, en cambio, produce un análisis coherente de las especificidades de la burocracia moderna (de hecho, de la burocracia, puesto que, en sentido estricto, esta categoría es una invención del capitalismo) subrayando su homología estructural con las formas de organización del trabajo de la fábrica capitalista.
No creo que este análisis sea suficiente para dar cuenta del conjunto de las dimensiones del Estado capitalista, ya que la sociedad burguesa no es gobernada al modo de una fábrica. Aquella está igualmente estructurada por las relaciones mercantiles generalizadas que perciben a los individuos como a sujetos político-jurídicos de un Estado representativo. Pero, en lo que concierne a la estructura del aparato de Estado, los análisis de Max Weber sobre la burocracia me parecen pertinentes. La burocracia es ese «cerebro universal» del que hablaba Trotsky; es decir, una forma social a través de la cual se supone que cristaliza, esta vez no solamente la única inteligencia necesaria para la organización del proceso de producción inmediato, sino esa necesaria para la organización de una sociedad que se ha vuelto compleja bajo el efecto del desarrollo de la división del trabajo.
Especificar históricamente la categoría de burocracia
A menos que se crea que la gran industria generada por el capitalismo es portadora de una socialización inmanente de las fuerzas productivas, la expropiación de la burguesía y la supresión de la propiedad privada de los principales medios de producción en pos de su estatización no suprime la separación de los productores directos de los medios de producción instaurada por el capitalismo. Se plantea entonces, no solamente el problema de las formas de control del «trabajador colectivo» sobre los medios de producción, sino igualmente el de los efectos, en términos de poder, de esta separación siempre presente; tanto más en la medida en que se sitúa en una formación social en la que el Estado controla esos medios de producción.
En su enunciado, este segundo problema parece simple. Sin embargo, funciona como un verdadero punto ciego en Trotsky (y desde entonces en la tradición “trotskista”) que, a pesar de denunciar el control de la burocracia sobre la economía, no consigue concebir, desde el punto de vista teórico, que había ahí un factor decisivo de producción/reproducción de formas estatales burocráticas durante el periodo de transición. No estoy diciendo que el Estado burocrático estaliniano disponía sobre el conjunto de la sociedad de un poder idéntico al del Capital sobre el proceso inmediato de producción. Eso sería ignorar los efectos de la desestructuración de las relaciones de producción capitalista generados por Octubre de 1917 y las formas específicas de legitimidad de ese Estado. Y, sin embargo, estas observaciones no bastan por sí mismos para dar cuenta de la burocracia estaliniana como burocracia particular. Solo pretenden subrayar un mecanismo decisivo de producción/reproducción de las formas burocráticas ocultado por Trotsky y su posteridad.
También son importantes para especificar históricamente la categoría de burocracia. Los que han retomado como tal el análisis de Trotsky, en general, han explicado que, en último análisis, la burocracia es una forma social ligada a la penuria; ahí encontramos la imagen del gendarme necesario para asegurar el reparto de un excedente social insuficiente. Sería necesario discutir la noción misma de escasez, que, en sí misma, no es rigurosa. Subrayemos simplemente que como todas las sociedades conocidas han vivido bajo un régimen de escasez (en el sentido utilizado aquí), es difícil generar conocimientos sobre una sociedad dada a partir de este enfoque.
De hecho, hay que especificar históricamente la categoría. Max Weber subraya bien las dos características de la burocracia moderna. En primer lugar, su estructura es la del funcionariado, en el sentido general del término (el funcionario no es el poseedor de los medios de administración). A continuación, es concomitante a la separación de los productores directos de los medios de producción y de las formas de existencia comunitarias (comunidades campesinas, corporaciones, etc.), características de las sociedades precapitalistas, en las que esta separación no existe.
El poder de los Estados precapitalistas (incluso en el llamado «despotismo oriental») se articula siempre con sus formas de organización socio-políticas comunitarias en las que los individuos están insertados; en cambio, el de la burocracia moderna se ejerce directamente, en cierto modo, sobre esos individuos aislados y separados de los medios de producción. Si además, a través del Estado, la burocracia tiene el control de estos últimos, entendemos que puede generar un poder totalitario, impensable en las sociedades precapitalistas.
Sabemos que Trotsky subraya a menudo el carácter totalitario del Estado estaliniano. Si no queremos contentarnos con retomar literariamente esta fórmula, es justamente abordando la forma de dominación particular de un Estado burocrático moderno el modo en que se puede dar cuenta de él. Trotsky, por lo demás, da algunas indicaciones en este sentido [14].
A propósito del «despotismo oriental»
Resulta difícil escribir, como hace Daniel Bensaïd [15], que existe «una fuerte homología estructural» entre la sociedad estaliniana y esos «despotismos burocráticos» de los que habla Kart Wittfogel en Le despotisme oriental (Minuit, 1964). Esta obra, que hizo mucho ruido en el momento de su aparición, pretendía dar cuenta de la particularidad del Estado estalinista mediante el análisis del despotismo oriental. Mostrando —contra la tradición trotskista y la ortodoxia marxista dominante, entre otras— que habían existido en el pasado clases dominantes directamente estructuradas por la función que ocupaban en el Estado. Volveremos sobre este problema a propósito del Estado estaliniano. Pero en lo que concierne a la categoría de «despotismo oriental», podemos retomar la apreciación de Perry Anderson: el método de análisis que reagrupa en la misma categoría a sociedades tan diferentes como Rusia, el Egipto de los mamelucos, Perú, la Roma imperial, etc. se desprende de una «vulgar palabrería» mantenida por un «vago heredero de Spencer» [16].
Las fórmulas son lapidarias, sin embargo, en un prólogo muy interesante a la primera edición francesa de la obra de Kart Wittfogel: Pierre Vidal-Naquet ya ponía de manifiesto que la categoría era demasiado extensiva [17]. Aquí, habría que entrar más en detalle sobre las discusiones que han atravesado al movimiento obrero ruso en lo concerniente al aspecto «asiático» (la caracterización es discutible) del Estado zarista. Estas se remiten al lugar particular ocupado por el Estado en ese país, que, sin asomo de duda, permite esclarecer ciertos problemas con los que se tropezó la Revolución de Octubre y que comprende ciertos rasgos del Estado estalinista. Pierre Vidal-Naquet —siempre en su prólogo— hace una presentación muy pertinente de ello. En particular, recordando cómo, en el joven Trotsky (quien retoma ciertos análisis de Plejanov), se articula con sus polémicas contra Lenin y la crítica del «sustitucionismo» y del jacobinismo de los bolcheviques. En un texto como 1905: balance y perspectivas, marca la diferencia del absolutismo ruso con el de otros países insistiendo en su carácter «asiático». El Estado aparece entonces no solamente como todopoderoso, sino como un actor clave del desarrollo económico («toda la economía rusa es una creación artificial del Estado»), frente a una sociedad civil incapaz de autonomía y de desarrollo. La intelligentsia, nacida de las necesidades del Estado, se vuelve contra él en el marco de lo que Trotsky llama el sustitutismo: las diferentes fracciones de la intelligentsia sustituyen (desde el punto de vista de la acción política y de la ideología) a las diferentes clases, poco desarrolladas. La tendencia al «jacobinismo» de los bolcheviques se inscribe pues en este fenómeno más vasto, característico de la sociedad rusa.
Es sistematizando este tipo de análisis como corrientes mencheviques y «consejistas» —que, por lo demás, no en todos los casos ponen en cuestión la Revolución de Octubre y la toma del poder— van a producir la teoría sin duda más coherente sobre la URSS como capitalismo de Estado, por articularse con una historia de las particularidades de Rusia, tanto desde el punto de vista «interno» como por su inserción en el capitalismo mundial. Según ellos, el Partido Bolchevique, representante de una ingelligentsia radicalizada que busca apoyos en el seno de la clase obrera (pero también entre el campesinado) substituye a la burguesía, a través del Estado creado por la revolución, para llevar a cabo la acumulación primitiva.
Por su lado, después de Octubre del 17, Trotsky volverá sobre esta cuestión publicando en 1922 un estudio sobre «Las particularidades del desarrollo histórico en Rusia», que reproducirá como anexo en su Historia de la Revolución rusa (1929), introduciendo elementos en el primer capítulo del libro. A través de sus comentarios sobre el desarrollo de las ciudades europeas y rusas desde la época medieval, sobre la debilidad de las clases dominantes y del lugar del Estado, sobre el clero reducido a un funcionariado, encontramos los temas de sus textos de juventud. Su preocupación esencial es la de ilustrar la ley del «desarrollo desigual y combinado» que permite entender la dinámica proletaria de la Revolución rusa. Pero subraya igualmente el peso de la herencia del Antiguo Régimen que aún subsiste tras esa revolución.
Sobre la categoría de Estado obrero degenerado
Volvamos a los análisis de La revolución traicionada y a la categoría de Estado obrero degenerado. Cuando, durante los años veinte, Lenin habla del Estado soviético como de un Estado obrero deformado burocráticamente, el término obrero se remite empíricamente a numerosos datos (expropiación de la burguesía, estatización de los medios de producción, sistema soviético, carácter revolucionario del Partido Bolchevique, etc.) que permiten decir globalmente que, a pesar de su deformación burocrática, este Estado sigue siendo un instrumento en la lucha del proletariado por su emancipación.
En cambio, tras la contrarrevolución estaliniana, este Estado no es obrero ni en el plano político (partido y aparato de Estado), ni en el plano de las relaciones de producción. A menos que nos deslicemos por la vía de afirmar que la estatización de los medios de producción —cuya existencia defiende acertadamente Trotsky— quiere decir que esas relaciones son obreras, en el sentido de que defienden, incluso de un modo muy mediatizado, los intereses históricos de esta clase; y, por consiguiente, lo mismo vale también para el Estado. Esta temática se despliega en En defensa del marxismo (Ed. Fontamara, 1977). Podríamos multiplicar las citas mostrando que, por lo demás, Trotsky percibe bien que, habida cuenta de la estatización de los medios de producción, la burocracia estalinista tenía características inéditas y bastante particulares. Pero el conjunto del tono de la obra es dogmático, puesto que se presenta como una defensa y una ilustración de conceptos elementales (Estado, clase, etc.) del marxismo que funcionan de un modo transhistórico y no son especificados en función de la formación social estudiada.
Uno de los argumentos de Trotsky —a menudo retomado posteriormente por Ernest Mandel— que se quiere decisivo consiste en explicar que, en la caracterización de Estado obrero degenerado está en juego de hecho la teoría marxista del Estado. No existe Estado por encima de las clases, un Estado defiende siempre los intereses históricos de una clase dada, incluso a pesar de que ese Estado puede adoptar formas políticas diferentes. Así pues,
«la naturaleza del Estado se define, no por sus formas políticas, sino por su contenido, es decir, por el carácter de las formas de propiedad y de las relaciones de producción del Estado en cuestión […] La dominación de la socialdemocracia en el Estado y en los soviets (en Alemania en 1918-1919) no tenía nada en común con la dictadura del proletariado en la medida en que deja intacta la propiedad burguesa. En cambio, un régimen que preserva la propiedad expropiada y nacionalizada contra el imperialismo, eso es, independientemente de las formas políticas, la dictadura del proletariado» (p. 88-89).
Esta vuelta a la ortodoxia marxista parece pues inapelable. Es la referencia a la llamada infraestructura económica, a las relaciones de producción, lo que permite caracterizar a un Estado, más allá de las variaciones de sus formas políticas. Incluso aunque pueda darse una separación importante entre la clase dominante y el Estado que, en última instancia, defiende los intereses de una clase determinada. El enfoque ilustra bien la lógica de una argumentación que hace funcionar de un modo abstracto a categorías de análisis que olvidan lo que son las características de una formación social del periodo de transición del capitalismo al socialismo (llamémoslo la sociedad poscapitalista), que no es asimilable a una formación social estructurada según el modo de producción capitalista.
Es en nombre de la misma ortodoxia que Ernest Mandel rechaza cualquier reflexión sobre la burocracia como forma social particular y sobre la especificidad históricas de las formas de dominación del Estado estalinista como Estado burocrático:
«La fórmula ‘Estado burocrático’ no tiene sentido. ¡El Estado es ‘burocrático’ por definición! Representa aparatos separados de la sociedad. Todo depende de la naturaleza de clase del Estado y, por tanto, de la burocracia. Hay burocracias despóticas (las sometidas al modo de producción asiático), burocracias esclavistas, burocracias feudales y semifeudales (estas últimas en las monarquías absolutas), burocracias burguesas, burocracias obreras. Aparentemente, la burocracia soviética es todavía una burocracia obrera» [18].
Este tipo de discurso tanshistórico sobre la naturaleza de clase de cualquier burocracia, o el tipo de analogía establecida más arriba en la cita de Trotsky entre las variaciones de las formas del Estado capitalista y el del Estado de transición, borra la especificidad de las formaciones sociales que se construyen en el periodo de transición al socialismo que no podemos comparar a otros periodos de transición; por ejemplo, el del feudalismo al capitalismo. No solamente una sociedad poscapitalista está estructurada por relaciones de producción no estabilizadas, sino que su dinámica de evolución está ligada, en último término, a la política que lleve a cabo el Estado. En efecto, como recuerda Charles Post,
«el socialismo es la primera forma de sociedad basada en la planificación consciente y deliberada del desarrollo económico»; en consecuencia, este tipo de analogía «tiende a oscurecer la diferencia específica de la transición al socialismo [19].
El Estado no es una simple «superestructura»
El Estado ocupa un lugar particular en las sociedades poscapitalistas. Estas están estructuradas por relaciones de producción con lógicas contradictorias. No obstante, lo que constituye su diferencia específica con las relaciones de producción capitalista —lo que, por tanto, las caracteriza— reside en la estatización de los principales medios de producción y sus efectos: planificación y supresión de la dominación de las relaciones mercantiles. Y esta diferencia tiene una consecuencia decisiva sobre la forma de estructuración objetiva de esas sociedades que marca también sus diferencias específicas con las sociedades capitalistas. Mientras que en éstas es «la economía» la que domina, en aquéllas ese papel es devuelto a las relaciones políticas, tal como están estructuradas en esas formaciones sociales, es decir, al Estado. Lo que, en suma, es simplemente la consecuencia de las relaciones de producción que las caracterizan. Cierto, el Estado puede pasar por encima de ciertas constricciones de la economía, pero los movimientos de ésta última dependen de un plan, es decir, de una política del Estado (que éste sea opaco, no sometido a control, es otro problema).
Más allá de esta constatación empírica, esta característica tiene consecuencias sobre el modo en que se deben articular las categorías de análisis en función de la especificidad de la formación social dada. Afirmar en este caso que el Estado es una simple «superestructura» en relación con lo que sería la «infraestructura» representada por las relaciones de producción no tiene sentido, puesto que es, justamente, el lugar ocupado por el Estado en las relaciones económicas lo que constituye la especificidad de esas relaciones de producción. Al contrario, el Estado es un elemento decisivo de la llamada infraestructura, de sus formas de estructuración.
Es en este marco que hay que discutir del devenir de la burocracia como, justamente, capa social generada por el aparato de Estado. Para describir el mecanismo general de este movimiento de burocratización, podemos remitirnos a un texto escrito en 1928 por Rakovsky, miembro de la Oposición de Izquierda. «Cuando una clase toma el poder, una de sus partes se convierte en el agente de ese poder. Surge así la burocracia. En un Estado socialista, en el que la acumulación capitalista está prohibida por los miembros del partido dirigente, esta diferenciación empieza siendo funcional; más tarde acaba siendo social» [20]. El interés de este enfoque es, dadas las condiciones de la elevación del proletariado a clase dominante, el de poner el acento en los mecanismos específicos del ejercicio del poder político, en el lugar ocupado por el Estado en el periodo de transición.
La burocracia no es una capa social preconstituida que, en un segundo momento, se apoderaría del poder de Estado. Al contrario, como capa social particular, es el producto del aparato de Estado, puesto que, por retomar la formulación de Trotsky, el «burocratismo», como «sistema de administración de los hombres y las cosas», es la forma de existencia de este aparato. Las características de la burocracia están pues ligadas a las características estructurales del Estado de transición. Para dar cuenta de este último, no podemos remitirnos únicamente a las formas de distribución del excedente social, hay que remitirse también a lo que tenemos como consecuencia del despotismo de fábrica (éste es el nombre, bueno o malo, que nos legó Marx en El Capital). Es decir, a una forma históricamente nueva de poder «inventada» por el capitalismo, concomitante a la separación del productor directo de los medios de producción, de la emergencia del «trabajador colectivo» y su organización bajo la férula del capital.
En las sociedades poscapitalistas, la estatización de los medios de producción no dio nacimiento (de un modo duradero) a formas de socialización democrática de este trabajador colectivo. Reprodujo formas de poder, si no idénticas, al menos similares a las que Marx caracteriza como despotismo de fábrica y que son un marco decisivo de producción/reproducción de las formas estatales. Formas estatales, repitámoslo, que juegan un papel central en la estructuración de las relaciones de producción.
Si son éstas las características del Estado obrero de transición, está claro que la expropiación política del proletariado llevada a cabo por la contrarrevolución estaliniana da inicio a la cristalización social de la burocracia como capa específica mucho más profunda que la descrita por Trotsky. En una sociedad poscapitalista, la organización de la producción y la apropiación del excedente social se realiza a través del Estado, como lo hemos definido. Si el proletariado pierde toda forma de control (aunque sea mediatizado) sobre ese Estado, es evidente que ocurre lo mismo en lo que se refiere al excedente social.
Burocracia, clase obrera y relación de explotación
En la tradición marxista, por explotación hay que entender una forma históricamente dada de control del excedente social. Es justamente la dinámica que se inicia tras la expropiación política del proletariado. No se trata de explicar que, de un día para otro, aparece, como por arte de magia, un nuevo grupo social dotado de todos los atributos de una clase explotadora. Se trata simplemente de subrayar que las relaciones entre clase obrera y Estado burocrático se inscriben en una dinámica diferente a través de la cual son justamente relaciones de explotación lo que empieza a cristalizar.
En cambio, Trotsky, como se ve claramente en En defensa del marxismo, razona a partir de lo que es el modelo de la clase dominante en el modo de producción capitalista: es solamente en las relaciones económicas, en la llamada infraestructura, donde puede emerger una clase social que debe apoyarse en una forma de propiedad directamente «económica» (en la práctica, una relación de «posesión» de los medios de producción es pensada bajo la única forma de la propiedad privada en el sentido moderno del término). El Estado es una simple superestructura. Cierto, puede generar ciertas estratificaciones sociales, pero las grandes divisiones sociales atraviesan la sociedad hundiendo sus raíces en otro lado. Se excluye pues la posibilidad de que una capa social cuya existencia se debe a la intermediación del Estado pueda generar una relación de explotación.
Aquí habría que entrar más en detalle en la discusión de las teorías de «la nueva clase explotadora». En En defensa del marxismo, Trotsky discute análisis que hacen de la burocracia una nueva clase explotadora en una sociedad que, si no es «obrera», tampoco es capitalista, pero que se inscribe en una evolución general de los dos sistemas hacia un modo de producción dominado por la capa de los «directores», cuyo papel decisivo no está determinado por relaciones de propiedad. Es un tema que va a desarrollar, tras su ruptura con la IV Internacional, James Burnham en The Managerial Revolution, un libro que llegará a tener mucha repercusión, pero que no es más que un plagio de La burocratización del mundo, de Bruno Rizzi [21].
Ya no se trata aquí de una simple discusión sobre el lugar que ocupa el Estado en el periodo de transición. Y, por lo demás, desde este punto de vista, hacer referencia, como hace Trotsky, a elementos más clásicos en la definición de una clase social (en particular a las formas estabilizadas de propiedad de los medios de producción) tenía un sentido. Puesto que lo que estaba en juego era, de hecho, saber si se asistía a la emergencia de un nuevo modo de producción, en sentido fuerte, y no a una apreciación de las formas de degeneración de un Estado de transición.
Tras la Segunda Guerra Mundial, esta temática de la convergencia del Este y del Oeste en una dinámica de superación del capitalismo llamado clásico fue, bajo formas diversas, recurrente; tanto por la «derecha» como por la «izquierda». Estaba ligada a un cierto análisis —dominante en la época— del capitalismo que, gracias al desarrollo de la intervención del Estado, al plan, etc., habría encontrado formas de regulación que permitirían controlar al mercado, léase marginarlo. Este es el razonamiento de Cornelius Castoriadis en 1972 (es decir, dos años antes de la inversión de la onda larga en 1974) para explicar que el capitalismo en Occidente ya no estaba regido por las mismas leyes que el capitalismo clásico y que tendía a converger con lo que él llama «capitalismo burocrático» de los países del Este [22].
En la misma época, Ernest Mandel, poniendo en cuestión a cierto dogmatismo marxista, no solamente era capaz de dar cuenta de la evolución del «capitalismo tardío», sino de prever esta inversión de tendencia. Y será con los mismos instrumentos conceptuales que criticará de un modo pertinente a los que convertían a la URSS en una variante de capitalismo. Independientemente de las discusiones sobre la noción de Estado obrero degenerado, está claro que no podemos hacer un balance ponderado de los análisis de la época sin tomar en consideración el conjunto de los elementos que se han abordado aquí.
Hay que decir que esta capacidad de análisis de la dinámica del capitalismo contrastaba con la apreciación que Ernest Mandel tenía sobre la URSS. En 1977, hablaba de la propiedad de Estado existente en ese país como de una «forma de propiedad social», explicando «que la superioridad de este aspecto de la economía soviética no dejaba lugar a dudas, al menos a la luz de una visión a largo plazo». Y añadía que la burocracia seguía siendo una simple capa privilegiada de la clase obrera, ya que, a pesar de sus privilegios, participaba «en la distribución de la renta nacional exclusivamente como una función de remuneración de la fuerza de trabajo» [23].
Aquí aparecen claramente los efectos de ocultación de una problemática de análisis que excluye —a priori, podríamos decir— que, sobre la base de la propiedad estatal de los medios de producción, la burocracia de un Estado de transición pudiera entablar relaciones de explotación con la clase obrera.
A modo de conclusión
No voy a ir más lejos en mis comentarios. Este artículo no tiene por objeto volver sobre el conjunto de los elementos de análisis a través de los cuales Trotsky intenta dar cuenta del estalinismo como fenómeno histórico específico. Se trataba de abordar un aspecto particular de la cuestión con el fin de subrayar que ciertos límites en el enfoque de Trotsky se remiten directamente a lo que es, sin duda, una de las principales debilidades de la tradición marxista: el análisis del Estado. Y, más en particular, de esta institución históricamente inédita que es el Estado moderno.
Que esta debilidad hunde sus raíces en Marx es evidente. Si, por ejemplo, he hablado del olvido de los análisis del despotismo de fábrica no era para decir que basta con releer los textos de Marx con el fin de restituir una verdad disimulada por la tradición marxista y respuestas casi formuladas a problemas que, de todos modos, estaban fuera del horizonte teórico de Marx. En cambio, lejos de cualquier dogmatismo, me parece importante mostrar que es posible trabajar sobre estos problemas a partir de Marx. Desde este punto de vista, sirvan como prueba estos comentarios para mostrar que, tras la Segunda Guerra Mundial, corrientes que se han propuesto criticar a Trotsky manteniendo —al menos en un primer momento— referencias a Marx, lo han hecho a partir de un “marxismo” muy marcado por la época.
Así, Cornelius Castoriadis resume bien una de las preocupaciones de Socialismo o Barbarie: «La burocratización, como proceso dominante de la vida moderna, había encontrado su modelo en la organización de la producción específicamente capitalista […], pero desde allí invadía el conjunto de la vida social». No obstante, cuando se trata de saber en qué puede ser útil para dar cuenta del fenómeno, el autor explica que, en lo que concierne al análisis de la producción, «Marx había compartido hasta el final los análisis capitalistas: su denuncia de los aspectos monstruosos de la fábrica capitalista se mantuvo exterior y moral; en la técnica capitalista veía la racionalidad misma que imponía ineluctablemente una única organización, ésta también totalmente racional» [24]. Se entiende que, con una lectura tal de Marx, uno no puede más que apartarse de él para dar cuenta de «la burocratización como proceso dominante de la vida moderna».
En lo que concierne a los análisis de Trotsky, no he opuesto a la teoría del Estado obrero degenerado un análisis de la burocracia estaliniana como grupo social dotado, desde su nacimiento, del conjunto de los atributos clásicos de una nueva clase explotadora. Simplemente he subrayado que esta caracterización —y, sobre todo, el análisis de las contradicciones que atravesaban al Estado de transición que la argumenta— no permitía comprender la dinámica abierta por este proceso de degeneración a través del cual la burocracia perdía cada vez más su carácter «obrero» para transformarse en una protoclase.
Tener hoy una discusión para intentar periodizar este proceso no tiene mucho sentido. Sabemos que Trotsky no preveía que el Estado estaliniano pudiera perdurar mucho tiempo, aunque lo acabaría haciendo tras la Segunda Guerra Mundial. Es, seguramente, a partir de ese periodo que los efectos de la inadecuación de la teoría del Estado obrero degenerado se harán sentir, ya que, en política, el tiempo no es neutro.
Esta perpetuación no podía más que reforzar la dinámica de degeneración subrayada más arriba, a pesar de que, en la misma época, se planteara el problema de las relaciones de la URSS con diversas revoluciones (china, yugoslava, vietnamita, cubana) y el nacimiento de nuevos Estados obreros. Si los comparamos con los problemas legados por los partidarios del capitalismo de Estado o –peor– con los forjados en la época por los partidarios de «la nueva clase explotadora» –quienes, muy a menudo, para tratar estas nuevas revoluciones, razonaban esencialmente en términos de expansionismo soviético–, los instrumentos de análisis del estalinismo puestos en pie por Trotsky se han revelado mucho más funcionales. Esta es mi opinión. Sin duda porque, más allá de la categoría de Estado obrero degenerado, Trotsky –como he señalado al principio del artículo– abordaba el estalinismo de un modo esencialmente político. Analizaba la URSS como una sociedad que había iniciado un proceso de ruptura con el capitalismo, en la que las relaciones capitalistas habían sido desestructuradas y cuyo porvenir se decidiría a través de la evolución de las correlaciones de fuerzas internacionales. No existen en absoluto una «infraestructura socialista», ni, por lo demás, capitalista.
Es justamente la ausencia de relaciones de producción estabilizadas lo que permite comprender la hipertrofia de un Estado que controlaba la economía, cuya función era organizar a la burocracia contra el proletariado. Y, eso, defendiendo el estatus quo internacional (una forma de equilibrio de las correlaciones de fuerza a nivel internacional) que es su condición de existencia; tanto contra las impugnaciones procedentes del imperialismo, como contra las puestas en cuestión planteadas por nuevas direcciones revolucionarias, que contestaban, de hecho, una de las raíces de su poder: su pretensión de ser el «cerebro único» del proletariado.
Este enfoque ha conservado una gran parte de su funcionalidad tras la Segunda Guerra Mundial. Es, en todo caso, la que permite comprender la calidad desigual de los análisis de Trotsky sobre la política de Stalin antes de tal guerra. He dicho que la defensa de la ortodoxia marxista a través de la cual Trotsky argumenta su caracterización de la URSS en En defensa del marxismo no evita caer en el dogmatismo. En cambio, en La revolución traicionada, como en muchos de sus textos sobre la política de la URSS estalinista, escapaba al mecanismo que dominaba al marxismo entonces —y lo hará durante mucho tiempo— en pos de un método de análisis en el que Merleau-Ponty veía un ejemplo de «dialéctica en acción» [25].
Este texto es un capítulo del libro Las razones de Octubre: la revolución soviética y el siglo XX, VVAA, publicado por Espacio Alternativo, Madrid, 2010.
Notas
[1] Korsch, Mattick, Pannekoek, Tühle, Wagner, La Contre-révolution bureaucratique, 10-18, París, 1973, p. 61.
[2] Claude Lefort, La Complication, Ed. Fayard, París, 1999, p. 162. El artículo de 1956 está reproducido en Élements d’une critique de la bureaucracie, Gallimard, 1979.
[3] Jacques Salir, “lettre addresée à Critique Communiste” de enero de 1992.
[4] Claude Lefort, L’invention démocratique, Ed. Fayard, París, 1981, p.167.
[5] Cornelius Castoriadis, La societé bureaucratique 1, 10/18, 1973 [hay traducción castellana: La sociedad burocrática, Tusquets, Barcelona, 1976, vol I]. El libro es un compendio de artículos publicados en Socialismo o Barbarie, precedido por un prólogo escrito en 1972.
[6] Raya Dunayevskaya (antigua secretaria de Trotsky en 1937 y 1938 en México, rompería con él antes de la Segunda Guerra Mundial) hace del desarrollo de los planes quinquenales un elemento clave de la cristalización de la burocracia estaliniana, en referencia explícita a los análisis de Marx sobre el despotismo de fábrica; algo poco común en la época. Lo que, según ella, está en juego no es solamente una cuestión de normas burguesas de distribución, como creía Trotsky, sino que “era un método burgués de la producción” que desembocará en la instauración de un capitalismo de Estado. Marxisme et liberté, Ed. Champ Libre, París, 1971, p. 236 y siguientes. Primera edición americana en 1958.
[7] Lenin, El Estado y la revolución, en Obras Escogidas vol.2, Progreso, Moscú, 1964, p. 373.
[8] En el periodo de entreguerras, las corrientes que se reclamaban del “comunismo de los consejos” fueron las únicas que subrayaron sistemáticamente este aspecto. Así pues, las “tesis sobre el bolchevismo”, escritas en 1934, explican que Lenin, retomando las tesis de Hilferding, consideraba ya socializadas las fuerzas productivas desarrolladas por la gran industria. Y, por consiguiente, “del problema de la socialización no vio más que los aspectos técnicas y no los aspectos proletarios o sociales”. La Contre-revolution bureaucratique, op. cit, p. 44 [hay versión castellana VV.AA. Crítica del bolchevismo, Anagrama, Barcelona, 1976].
[9] Pasukanis, La Théorie generale du droit et le marxismo, EDI, 1970 [existe traducción castellana: Teoría general del derecho y marxismo, Labor, Barcelona, 1976] y E. Preobrajensky, La nueva economía, Era, México, 1971.
[10] L. Trotsky, “L’économie soviétique en danger. Au seuil du plan quinquenal”, Écrits, Rivière, París, 1935., p. 125.
[11] Marx, El Capital, Libro III, volumen 3, p 256. 12. Véase mi artículo “État ouvrier et bureaucratie”, Critique Communiste n. 20 y Marx, L’État et la politique, Syllepse, París, 1999 [Marx, el Estado y la política, Ed. Sylone, Barcelona, 2016].
[12] Ver mi artículo “État ouvrier et bureaucratie”, en Marx,L’État et la politique, Syllepse 1999.
[13] Marx, El Capital, I.2, p. 105.
[14] Así, haciendo referencia a una fórmula de Luís XIV, escribe: “ ‘El Estado soy yo’ es una fórmula casi liberal en comparación con las realidades del régimen de Stalin [quien] abraza la economía entera del país. A diferencia del Rey Sol, Stalin puede decir sin exagerar: ‘La sociedad soy yo’ (Stalin, UGE, 1979, t.2, p. 338). Mientras que el Antiguo Régimen estaba estructurado por formas socio-políticas (comunitarias) de poder, que Marx caracterizaba correctamente: “La antigua sociedad civil tenía un carácter directamente político, es decir, que los elementos de la vida civil como la propiedad o la familia, o el modo de trabajo, eran promovidos bajo la forma del señorío, de las órdenes y de las corporaciones, elemento de la vida en el Estado. Determinaban, bajo esta forma, la relación particular del individuo con todo el Estado, es decir, su relación política”. (La cuestión judía)
[15] Daniel Bensaïd, La discordance des temps, Editions de la Passion, 1995, p. 120. En cambio, en referencia a la obra de Wittfogel, Claude Lefort, en La Complication (op. cit.), subraya acertadamente el carácter moderno del “totalitarismo estaliniano”. Por consiguiente, no podemos hablar de “un protototalitarismo en tiempos del zarismo”, incluso aunque podamos “detectar una formación social despótico-burocrática sobre la cual se asienta el régimen comunista” (p. 167).
[16] Perry Anderson, El Estado Absolutista, Siglo XXI, Madrid, 1979, p.502 El autor hace una buena síntesis de la historia de la categoría de modo de producción asiático y muestra de un modo convincente que (sea cual sea, por lo demás, el interés de las preocupaciones que dicho concepto reviste en Marx y Engels) que el concepto no es operativo para tratar las diferentes sociedades concernidas, a la vista de los conocimientos actuales sobre estas últimas.
[17] Antiguo miembro del Partido Comunista Alemán (es en esta época cuando empieza sus trabajos sobre el despotismo asiático) refugiado en Estados Unidos y convertido en un “anticomunista” militante, Kart Wittfogel, a quien no le gustaba el prólogo, pidió que se retirase la edición… Está reproducido, acompañado de algunas explicaciones, en Pierre Vidal-Nacquet, La démocratie grecque vue d’ailleurs, Ed. Flammarion, París, 1990. Su autor jamás se definió como “marxista”, pero hay que lamentar que, en la época, muchos de los que sí se definían como tales carecían —sobre esta materia— de una cultura y una inteligencia como la suya.
[18] Ernest Mandel, “Bureaucratie et production marchande: les bases théoriques de l’interpretation marxiste”, en Quatrième Internationale, abril de 1987, p. 87.
[19] Charles Post, “Ernest Mandel et la théorie marxista de la bureaucratie”, Gilbert Achcar (Ed.), Le marxisme d’Ernest Mandel, PUF, París, 1999, p. 124.
[20] Christian Rakovsky, “Los peligros profesionales del poder”, en León Trotsky, La Oposición de Izquierda en la URSS, Ed. Fontamara, Barcelona, 1977.
[21] James Burnham, La revolución de los directores, Sudamericana, Buenos Aires; 1967, Bruno Rizzi, La burocratización del mundo, Península, Barcelona, 1980.
[22] Cornelius Castoriadis, La sociedad burocrática, op. cit.
[23] Ernest Mandel, “Sobre la naturaleza de la URSS”, Critique Communiste, oct/nov 1977.
[24] Cit.
[25] Maurice Merleau Ponty, Les aventures de la dialectique, Gallimard, París, 1955.