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Imagen: Evening Standard

¿Hay «mal menor» para América Latina?

El 3 de noviembre se define si Donald Trump estará cuatro años más al frente de la Casa Blanca o si será reemplazado por el exvicepresidente Joe Biden. En un contexto de crisis (sanitaria, económica, social y política), el resultado electoral –y la crisis institucional que podría estallar si hay impugnaciones y la Corte Suprema debe intervenir– definirá la modalidad de las disputas geopolíticas de los próximos años.

Estados Unidos atraviesa una crisis sistémica. El desmanejo de Trump hizo que su país pasara rápidamente a ser el centro de la pandemia global. La crisis sanitaria provocada por el COVID-19 ya se cobró más de 220 mil víctimas fatales, y son más de 8 millones los infectados confirmados, mientras que los especialistas estiman que la cifra total de contagiados sería 10 veces mayor. La reacción tardía, la falta de coordinación entre el gobierno federal y las autoridades de los estados y municipios, el hostigamiento a los gobernadores demócratas que dispusieron aislamientos sociales y el aliento a la militancia anticuarentena, sumados a un sistema de salud que deja afuera a millones de ciudadanos y a las crecientes desigualdades sociales, produjeron una catástrofe sanitaria cuya profundidad, en parte, es responsabilidad de Trump.

El mandatario ordenó, a fines de mayo, la salida Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud (OMS), acusándola de ser «pro-China», desfinanciando a esta institución multilateral clave para la lucha coordinada contra el coronavirus. Avanza el otoño boreal y crecen los contagios, aumentando el riesgo de que la lucha contra la pandemia se salga nuevamente de control. El domingo 18 de octubre, Trump calificó de «idiota» al reconocido epidemiólogo Anthony Fauci –quien había dicho que no le sorprendía que Trump se hubiera contagiado– e incluso amenazó con despedirlo, alegando que los estadounidenses estaban hartos de oír hablar del COVID-19 y de las recomendaciones médicas.

A esta situación sanitaria crítica se agrega el desplome económico. En el primer trimestre la actividad se redujo un 4,8%, la mayor caída desde 2008. Entre marzo y mayo hubo 41 millones de solicitudes de seguros de desempleo, cifra récord que sólo puede compararse con los guarismos de la Gran Depresión de los años treinta. La desocupación saltó del 3,5% en febrero al 13,3% en mayo. Casi 21 millones de personas figuraban como desempleadas en junio. Pero, si se suman las personas que el gobierno señaló que habían sido clasificadas erróneamente como empleadas y las que perdieron empleos pero no buscaron nuevos trabajos, la cifra asciende a 32,5 millones.

Según las previsiones del FMI de mayo, siempre optimistas, el PBI en Estados Unidos caería el 5,9% este año. El 24 de junio, sin embargo, modificó estos pronósticos, anticipando que la caída llegaría al 8 por ciento, la más alta desde la Segunda Guerra Mundial (el peor año, 2009, tras la crisis financiera internacional, la caída de la actividad económica en Estados Unidos fue inferior al 2%). Hasta ahora, ningún presidente logró reelegirse en un contexto económico tan adverso –Herbert Hoover, también republicano, perdió las elecciones de 1932 frente a Roosevelt en medio de la Gran Depresión– y esa parece ser la obsesión del actual presidente estadounidense, dispuesto a sacrificar vidas para apurar el acelerado rebote económico, cuya concreción antes de las elecciones es cada vez más improbable.

El índice de confianza del consumidor muestra una pronunciada caída desde hace meses, aunque esto no se refleja en el precio de las acciones, que se recuperaron luego del desplome de marzo. Sin embargo, esta suba en el precio de los activos financieros se debió al anuncio por parte de Estados Unidos y la Unión Europea de una inyección de liquidez récord. Así, la Reserva Federal otorgó 2,3 billones de dólares de facilidades crediticias. Los bancos centrales de las diez mayores economías del mundo expandieron la masa monetaria por la exorbitante cifra de 6 billones de dólares entre enero y mayo. En solo cinco meses, se inyectó más del doble de dinero que en el bienio 2008-2009.

La última semana del junio, el FMI advirtió que la desconexión entre la economía «real» (récord de caída de la actividad, del empleo y empresas en default) y la financiera abría la posibilidad de un crack bursátil de enormes dimensiones. En el segundo trimestre del año, la economía registró la brutal caída del 9,5%, la mayor desde 1947, cuando se empezaron a tomar estos registros. Trump apuesta a un rápido rebote, pero la posibilidad de salir de la recesión antes de noviembre es baja. Si bien hay una reactivación económica, el desempleo no cedió tanto, y actualmente roza el 8%. Las cifras de la esperada recuperación del tercer trimestre deberían hacerse públicas recién el 29 de octubre, es decir, a solo cinco días de las elecciones.

Si la catástrofe sanitaria y el desastre económico ya de por sí complicaban las posibilidades de éxito electoral de Trump, el 25 de mayo se produjo el brutal asesinato de George Floyd en Minneapolis, desatando una rebelión social comparable a la de los años sesenta. Una de las novedades de las masivas movilizaciones impulsadas, entre otros, por el cada vez más popular movimiento Black Lives Matter, es que no solo participan los afroestadounidenses, sino también infinidad de jóvenes blancos e hispanos.

Además, hubo manifestaciones de apoyo en las capitales de muchos países europeos y una reacción masiva a nivel global. La inicial mesura de Trump duró poco. El lunes 1º de junio, desde los jardines de una Casa Blanca asediada por las protestas –como cientos de ciudades en todo el país–, amenazó a los gobernadores que se negaban a convocar a la Guardia Nacional con aplicar una ley de insurrección que data de 1807 para enviar el ejército a reprimir a sus estados. Con la Biblia en la mano, e intentando emular a Richard Nixon, arremetió con un discurso de «ley y orden». Acusó de terroristas a la infinidad de movimientos que se revindican como antifascistas y pidió a los gobernadores que recuperaran el dominio del espacio público a fuerza de balas. Las protestas, lejos de desvanecerse, se multiplicaron.

En la madrugada del 13 de junio se consumó otro crimen racial en Atlanta, sede de enormes protestas, que llevaron a la renuncia del jefe de la policía. Hoy, ya no solo se discuten necesarias reformas en las fuerzas de seguridad, sino que crecen los reclamos para reducir el presupuesto a las policías y dedicarlos a programas sociales de salud, educación y vivienda. Aparece, también, la propuesta de abolir directamente esos corruptos cuerpos de seguridad, cuyos integrantes se ensañan, sistemáticamente, con los pobres, afrodescendientes e hispanos.

La deriva contra la violencia policial, encarnada en las demandas Reform, Defund, Abolish, indica el grado de radicalización que está adquiriendo el movimiento social en Estados Unidos. Biden hizo un guiño a los reclamos de reformas (en la Convención Nacional Demócrata fue homenajeado George Floyd), aunque aclarando que no está dispuesto a grandes modificaciones del statu quo. Trump, en cambio, profundiza el discurso estigmatizando a las protestas, reivindicando a las fuerzas de seguridad e intentando mostrarse como el paladín de la lucha contra la inseguridad y contra las propuestas «radicales» de los demócratas. En el primer debate presidencial, el actual mandatario insistió con esta embestida, lo que motivó a su oponente a desestimar cualquier reforma profunda que afecte el poder de los poderosos sindicatos policiales.

El tema volvió a los primeros planos del debate público tras los siete disparos que recibió Jacob Blake el 23 de agosto en Kenosha, Wisconsin, hecho al que siguieron protestas multitudinarias. Un simpatizante de Trump, armado con una ametralladora, asesinó a dos manifestantes. Mientras la reacción del presidente, para consolidar su base, fue enviar la Guardia Nacional a reprimir y vanagloriarse de que restablecería la «ley y el orden», la indignación social se esparció. Seis equipos de la NBA suspendieron su participación en los play off en repudio a la brutalidad policial. La estrella de ese deporte, LeBron James, llamó a deshacerse de Trump y a luchar por un cambio en serio. Además, otros equipos de poderosas ligas como la MLS (fútbol) y la MLB (béisbol) se sumaron al boicot.

La brutal reacción militarista de Trump generó incluso una grieta en su propio partido, provocando una crisis política que se suma a la sanitaria, la económica y la social. El 3 de junio, Mark Esper, su Secretario de Defensa, salió públicamente a rechazar la idea de Trump de sacar las tropas a la calle para reprimir al pueblo. A él se sumó nada menos que James Mattis, el jefe del Pentágono en 2017 y 2018, quien afirmó que Trump era divisivo, que representaba un peligro para la Constitución estadounidense y que había que apoyar a los manifestantes.

También alzaron voces críticas otros militares, como el general John F. Kelly, ex Jefe de Gabinete de Trump, y John Allen, excomandante de las fuerzas estadounidenses en Afganistán, quien declaró: «Trump fracasó en proyectar emoción o el liderazgo que se necesita desesperadamente en cada rincón del país en este difícil momento». Pocos días después, el General retirado Collin Powell, ex Secretario de Estado de Bush (2001-2005), fue todavía más lejos y declaró que votaría por Joe Biden en las elecciones del 3 de noviembre (aunque, hay que decirlo, Powell es un republicano que viene apoyando a los demócratas desde las elecciones de 2008). El 18 de agosto lo reiteró en la Convención Nacional del Partido Demócrata, indicando que apoyaría la fórmula Biden-Kamala Harris porque representaba «los valores» que hay que «restaurar» en la Casa Blanca. Lo mismo hicieron Cindy McCain, viuda del exsenador y excandidato a presidente republicano en 2008, John McCain, quien también se pronunció en ese mismo sentido, y John Kasich, exgobernador de Ohio (2011-2019) por el partido republicano, quien expresó su apoyó al aspirante demócrata destacando que lo conocía bien y sabía que no iba a girar a la izquierda. El senador republicano Ben Sasse, quien busca la reelección en Nebraska, criticó la semana pasada a Trump porque «coquetea con supremacistas blancos», ataca a las mujeres y apoya a dictadores en otros países.

Una plutocracia que manipula la voluntad popular

Los principales medios de comunicación y los políticos del establishment de Occidente abonan la idea y la percepción general de que Estados Unidos es una democracia modelo, el ejemplo a imitar. Sin embargo, eso es uno de los grandes mitos forjados en el poderoso país del norte, para consumo externo y también para reforzar su dominio ideológico, cultural y político global.

En realidad, lo que se observa en Estados Unidos es más bien una democracia (burguesa) de baja intensidad, en la cual la participación política ciudadana está muy mediatizada y distorsionada. Se vota cada dos años, pero garantizando la alternancia prácticamente exclusiva entre los dos partidos del orden. En los procesos electorales hay una serie de mecanismos para que cambie algo –un demócrata o un republicano al mando de la Casa Blanca–, pero sin que nada se modifique estructuralmente. La presencia de legisladores de terceras fuerzas políticas es casi inexistente. Hace una década, por ejemplo, Bernie Sanders era el único senador independiente. Y, para dar batalla a nivel nacional, debió hacerlo al interior del Partido Demócrata, cuyo establishment lo boicoteó en las primarias de 2016 contra Hillary Clinton y en las de este año contra Biden.

Desde que George W. Bush desreguló los aportes electorales privados –y de las corporaciones y lobistas– quedó aún más en evidencia que lo que realmente existe es más una plutocracia que una democracia. En 2016, por ejemplo, se registraron 2.368 SuperPACs (Comités de Acción Política) ante la Comisión Federal Electoral, grupos de lobistas que invirtieron más de mil millones de dólares en esas campañas presidenciales. Si se suman los gastos de los aspirantes a las Cámaras de Representantes y de Senadores, las cifras se disparan. La carrera para controlar el Capitolio insumió 4.267 millones de dólares. El gasto total estimado alcanzó la astronómica cifra de 7 mil millones de dólares hace cuatro años. La contracara, por cierto, son las campañas del senador Sanders de 2016 y 2020 financiadas a partir de pequeños aportes, situación que también se replicó en las de otros aspirantes socialistas democráticos (DSA), quienes recaudan importantes cifras con cientos de miles de aportes de menos de 20 dólares.

Y la tendencia se sigue profundizando. Este año, de acuerdo a un informe del Center for Responsive Politics (CRP), el proceso electoral para elegir al presidente, vicepresidente representantes y senadores alcanzará la astronómica cifra de 10.838 millones de dólares, o sea un 50% más que hace cuatro años.

El sistema electoral estadounidense, además, es uno de los más anacrónicos, heredado del período esclavista: fueron cuatro las oportunidades en las que a la Casa Blanca no llegó el candidato presidencial que más votos sacó, sino el que ganó en el colegio electoral (en el cual están sobrerrepresentados algunos estados escasamente poblados). La última vez ocurrió en 2016: Trump ganó en colegio electoral (se adjudicó 304 de los 538 integrantes), a pesar de que obtuvo 2.870.000 votos menos que Hillary Clinton. Lo mismo ocurrió en 2000, cuando Bush le arrebató la elección a Al Gore, habiendo sacado menos votos que él a nivel nacional.

Además, existen muchos mecanismos de supresión del voto. Esto quiere decir que a millones de personas –pobres, negros e hispanos, en su mayoría– se les niega, en cada elección, el derecho político más elemental: el derecho a votar. La elección, además, se realiza en un día laborable (martes), el voto no es obligatorio y es necesario empadronarse para poder participar. En 2016, por ejemplo, sobre una población total de 325 millones de personas, había habilitados para votar 231 millones, pero solo ejercieron ese derecho 137 millones. Casi 94 millones no votaron. La participación fue de apenas el 59% de los votantes habilitados. Trump, entonces, se convirtió en presidente con apenas el 27% de los votos del total de personas en condiciones de sufragar. Como muestra el reciente documental «El poder del voto» (Netflix), los conservadores utilizan además el mecanismo de gerrymandering, es decir, la manipulación de circunscripciones electorales para modificar la voluntad popular y sobrerrepresentar a los republicanos.

Un error común entre los analistas es reducir la política a las contiendas electorales, que son sólo un aspecto de la misma. Hoy Estados Unidos no solo atraviesa elecciones, sino que se ve sacudido por múltiples movimientos que cuestionan el statu quo de diversas formas: Black Lives Matter, feministas, hispanos, ambientalistas, sindicatos, organizaciones LGBTI+, inmigrantes que resisten las deportaciones, jóvenes contra la libre portación de armas que defiende la poderosa Asociación Nacional del Rifle (NRA), pueblos originarios, militantes que luchan por cobertura médica universal y estudiantes que procuran la gratuidad de la educación y la condonación de sus deudas, son algunos de los protagonistas de la resistencia a Trump desde 2017.

La plutocracia estadounidense, con su sistema electoral obsoleto y conservador, devino en una farsa democrática, que se manifiesta en la banalización y la espectacularización de la política. Trump es un objeto más de consumo por parte de los grandes medios de comunicación –con menos recursos financieros que Hillary Clinton, hace cuatro años, logró mayor cobertura mediática por el rating que generaba a través de los escándalos que protagonizó durante toda la campaña–, pero él no es una rara avis. O, al menos, no totalmente, como pretenden mostrarlo los medios de prensa liberales. Todo aquel que haya seguido la transmisión de las convenciones demócrata y republicana y las campañas, puede percibir cómo la política estadounidense devino en un gran show de contenido diluido. Y los candidatos parecen envases vacíos, a merced de que los expertos en marketing los vendan lo mejor posible a sus potenciales clientes-consumidores-votantes. Si bien este fenómeno es global, en el caso de Estados Unidos, cuna de la telepolítica desde 1960, esta tendencia está llevada a su máxima expresión.

Para América Latina, ¿da lo mismo Trump o Biden?

Siendo dos hombres blancos, millonarios, casi octogenarios, que integran la elite estadounidense (aunque Trump pretenda presentarse como anti establishment, ese argumento ya es menos efectivo que hace cuatro años), muchos se preguntan si son lo mismo. Es cierto que representan a los dos grandes partidos de un sistema político creado para que, más allá de las elecciones cada dos años, casi nada estructural pueda modificarse. El llamado «gobierno permanente de las grandes corporaciones» y el complejo militar-industrial y de inteligencia y el equilibrio de pesos y contrapesos bloquea cualquier alternativa de cambio real, como la que podía haber expresado Bernie Sanders.

Dicho esto, ambos expresan cosas distintas dentro del sistema, por lo cual el triunfo de uno u otro tendrá consecuencias. Desde el punto de vista de la clase dominante, Trump encarna la alianza del sector americanista-nacionalista de la burguesía estadounidense, mientras que Biden al sector globalista, de los capitales más internacionalizados. Desde el punto de vista político-ideológico-cultural, el primero representa a los hombres blancos protestantes anglosajones (WASP) del llamado «Estados Unidos profundo», con más peso en los ámbitos rurales, mientras que el segundo a los sectores cosmopolitas y socialmente diversos de las grandes ciudades.

Por supuesto que plantearlo así es una simplificación; pero en cada uno de los órdenes que analicemos –económico, político, social, cultural, ideológico, militar, geopolítico, medioambiental y científico– Trump y Biden expresan orientaciones distintas, al menos en lo discursivo (más allá del grado en que luego puedan concretar esas aspiraciones).

Y esto es así no solo para los más de 300 millones de personas que habitan hoy en Estados Unidos, sino para el mundo entero. Por eso, tal como ocurrió en 2016, el resultado de la contienda va a impactar en el resto de los países y, en particular, en América Latina.

Una pregunta recurrente es qué le conviene a la región. ¿Da igual, gane quien gane? Creo que no. Lo primero que hay que decir es que la estrategia estadounidense de mantener a su patio trasero como su área de influencia, defender sus bases militares y los intereses de sus corporaciones y atacar a los gobiernos, actores sociales y políticos que promuevan una integración latinoamericana autónoma es un objetivo compartido por todo el establishment estadounidense desde el establecimiento de la doctrina Monroe (1823).

Las diferencias son en las tácticas y las modalidades empleadas, en el uso de hard (Trump) o soft power (Biden), en apelar más al multilateralismo (Biden) o al bilateralismo (Trump) y en la retórica más o menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba. Tener esto en claro es fundamental para no alimentar falsas expectativas. Ya Obama decepcionó a quienes creyeron en su promesa de 2009 de una nueva política «entre iguales» con los países de la región. Dicho esto, entiendo que hay diferencias.

La reelección de Trump potenciaría a las ultraderechas, como ocurrió con Jair Bolsonaro en Brasil en 2018. Sin Trump en la Casa Blanca, difícil imaginar que el militar podría haberse encaramado en el poder. Lo mismo puede decirse sobre la ofensiva contra cualquier política económico-social incluso tímidamente igualitarista, o contra los derechos sociales conquistados o por conquistar (sindicales, de las diversidades sexuales, del aborto legal, de las luchas de los pueblos originarios por las tierras o de los ambientalistas contra el extractivismo). Cuatro años más de Trump implicarían un corrimiento todavía mayor hacia a la derecha en todo el mundo, y en especial en América Latina.

Es cierto que el magnate no promovió los mega acuerdos de libre comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó (todavía) guerras en el extranjero. Pero el avance de la internacional ultraderechista apañada por los trumpistas y sus émulos latinoamericanos implica un peligro enorme para la región, que hoy podemos constatar no solo en Brasil, sino también en Bolivia y Ecuador, por poner dos ejemplos elocuentes. Una derrota de Trump sería también un revés para quienes, con una retórica propia de la guerra fría, acusan a todos de socialistas intentando bloquear cualquier perspectiva emancipatoria a nivel local, nacional, regional e internacional.

La estrategia regional ante el potencial escándalo político-institucional en EE.UU

A solo dos semanas de las elecciones, el resultado todavía es incierto. El promedio de encuestas muestra hoy una ventaja de entre 8 y 9 puntos en favor de Biden, pero lo que cuentan son los estados oscilantes, donde la diferencia es mucho menor, de apenas 4% (Hillary Clinton, a esta altura de la campaña, aventajaba a Trump por 5 puntos y terminó perdiendo esos estados). Además, luego de la lección de 2016, es prudente no confiar demasiado en las encuestas –apenas un 5% de los estadounidenses las contestan–. Hasta hoy, más de 28 millones de estadounidenses había emitido su voto por correo en forma anticipada, cifra récord que, se estima, puede ampliarse hasta los 80 millones en las próximas dos semanas (muy por encima de los 57 millones que votaron anticipadamente hace cuatro años).

Lo más probable es que en la noche del martes 3 de noviembre no pueda anunciarse quién es el presidente electo. O que ambos se declaren ganadores, abriendo una batalla político-judicial potencialmente explosiva y mucho más disruptiva que la que en el año 2000 le permitió a Bush Jr. llegar a la Casa Blanca. Trump repitió en el debate del 29 de septiembre su pronóstico alarmista: «Será un fraude como nunca antes se ha visto. Esto no va a terminar bien». Si, como indican las encuestas, los resultados son ajustados en los swing states y el voto por correo confirma el protagonismo que mostró hasta hoy –lo cual es lógico, por la pandemia-, lo más probable es que esto termine en una disputa judicial complejísima. La última palabra la tendrá la Corte Suprema, con tres de sus nueve miembros –si el senado confirma el nombramiento de la ultraconservadora Amy Barrett– propuestos por Trump. Lo único seguro es que el sistema político y electoral estadounidense va a salir mucho más desprestigiado y deslegitimado de lo que ya está.

En medio de una fuerte disputa geopolítica y geoeconómica con China, la imagen internacional de Estados Unidos no para de caer en todo el mundo. Por su incapacidad para liderar una respuesta global a la pandemia y a la crisis económica, hoy Trump tiene menos aprobación internacional que líderes como Merkel, Xi Jinping o Putin. El 2020 será recordado como el año en que se resquebrajaron buena parte de los cimientos sobre los que se erigió el liderazgo global estadounidense.

Para América Latina esto puede significar una enorme oportunidad. La reciente victoria de Luis Arce y el MAS en Bolivia, sumada al previsible triunfo popular en el plebiscito del 25 de octubre en Chile para reformar la constitución pinochetista y las venideras elecciones en Venezuela y Ecuador auguran un nuevo ciclo de protagonismo de los pueblos y las fuerzas sociales radicales y progresistas en la región, luego de las enormes movilizaciones de los últimos meses del año pasado, pausadas por el estallido de la pandemia.

Como señaló Evo Morales el lunes 19 de octubre, horas después del contundente triunfo electoral, es el momento de reconstruir la UNASUR y demás herramientas regionales de coordinación y cooperación política, atacadas por gobiernos derechistas en los últimos años. Álvaro García Linera, hace dos años y frente a tantos agoreros que pronosticaban una robusta restauración conservadora, pronosticó que no habría un largo invierno neoliberal ya que, a diferencia de los años noventa de siglo pasado, cuando se impuso el llamado Consenso de Washington, el neoliberalismo del siglo XXI no tenía un proyecto. Parecía, más bien, un «neoliberalismo zombi», con poco combustible. La crisis hegemónica del imperio –en cuyo seno miles y miles de jóvenes que simpatizan con el socialismo se lanzan a la participación política– genera condiciones para que el renovado protagonismo de los pueblos latinoamericanos impulse un cambio histórico y ponga en marcha la construcción de la tantas veces anhelada Patria Grande.

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Publicado en América Latina, Artículos, Crisis, Elecciones, Estados Unidos, homeIzq and Política

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