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Basura acumulada junto al río en el distrito peruano de Yarinacocha (Vía Wikimedia Commons)

Olvidemos al ecomodernismo

Traducción: Pedro Perucca

El debate entre decrecentistas y ecomodernistas de izquierda aclaró las apuestas en torno a la lucha por una transición verde en una Tierra agotada. El ecomodernismo es una preocupante tendencia reaccionaria y una desviación social chovinista del marxismo. 

Desde hace algunos años, el debate ecosocialista gira en torno a dos perspectivas muy opuestas: el decrecimiento y el ecomodernismo de izquierdas. El primero, representado por Jason Hickel, Giorgos Kallis, Stefania Barca y otros, afirma que el paradigma basado en el crecimiento, por el que se entiende la interminable producción material y energética del capital, el uso del Producto Interno Bruto (PIB) como medida de una sociedad sana y la ideología del progreso determinada de acuerdo con las prioridades del capital, es una barrera para un futuro poscapitalista.

Para desvincular nuestra reproducción colectiva del capital, las versiones radicales del decrecimiento exigen reducciones de la producción material y energética en el núcleo imperial, reparaciones climáticas, transferencias de tecnología para apoyar una transición ecológica global y reducciones del consumo personal de los grandes consumidores. Estas características se combinan con la expansión de la industria y la energía ecológicas, la propiedad común de los medios de producción y la planificación democrática.

Esta visión del decrecimiento implica una transformación revolucionaria de nuestra forma de vida. Implica pasar de la mediación de las necesidades humanas y no humanas a través de la única métrica cuantitativa del afán de lucro a la búsqueda inmediata de una diversidad de bienes cualitativos como el florecimiento individual y colectivo, la expansión del tiempo libre y las ecologías reparadoras biodiversas. Todo esto, argumentan los decrecentistas, no sólo es deseable sino esencial para proporcionar un nicho ecológico seguro para la vida humana y no humana. Como dice Kohei Saito en Slow Down: How Degrowth Communism Can Save the Earth, es el decrecimiento o la barbarie.

Por otro lado, el ecomodernismo de izquierdas suele estar representado en estos debates por Matthew Huber, Leigh Phillips y los defensores de un Green New Deal (Nuevo Pacto Verde) basado en el crecimiento, como Robert Pollin. Desde un punto de vista crítico, el ecomodernismo de izquierdas es también la línea editorial adoptada por la revista Jacobin de Estados Unidos, que ha utilizado su amplio número de lectores para amplificar lo que es una posición cada vez más marginal en la izquierda. Para los ecomodernistas de izquierda —y es necesario especificar lo de izquierda porque también hay ecomodernistas reaccionarios (se llaman capitalistas)— el decrecimiento es innecesario y políticamente venenoso. Es innecesario porque los avances tecnológicos en el combustible basado en hidrógeno, la captura y almacenamiento de carbono, la energía nuclear y los sistemas de energía renovable significan que un estilo de vida de alto consumo para todos es posible siempre que se suprima el capitalismo, los trabajadores tomen el control de los medios de producción y la riqueza social se distribuya en base a la premisa que plantea: de cada uno según sus capacidades, a cada uno según sus necesidades.

Para los ecomodernistas de izquierda, la crisis climática es irresoluble porque en el capitalismo la ley del valor dicta las decisiones de inversión. Si algo no es rentable, no se persigue. Mientras que bajo su interpretación del socialismo, todo tipo de tecnologías y proyectos ecológicos que actualmente no son opciones serían posibles. La energía nuclear, por ejemplo, es inmensamente cara y no se presta bien a los ciclos económicos capitalistas. Sin embargo, un Estado de los trabajadores, liberado del afán de lucro, podría optar por invertir el tiempo y el trabajo necesarios para hacer realidad una energía nuclear con reducción de emisiones.

El debate entre decrecimiento y ecomodernismo de izquierdas fue instructivo en varios frentes. Plantea cuestiones importantes sobre el tipo de tecnologías que nos gustaría ver en un futuro socialista. ¿Deberíamos o no tener energía nuclear, por ejemplo? Los defensores del decrecimiento argumentan que la energía nuclear presupone una división del trabajo particular que puede no ser deseable en un futuro postcapitalista, que requiere grandes cantidades de agua para su refrigeración, lo que puede poner a prueba las limitadas reservas en un planeta que se calienta, y produce residuos nucleares de larga duración. Sin embargo, para los ecomodernistas de izquierdas, el hecho de que no contribuya al calentamiento global significa que es una fuente de combustible «limpia» que debería tenerse en cuenta en una combinación energética más amplia.

Los intercambios entre los ecomodernistas de izquierda y el decrecimiento también han suscitado preguntas sobre quién podría ser el sujeto de las luchas revolucionarias venideras. Como dicen Huber y Phillips, es poco probable que una «política del menos» gane muchos adeptos entre las clases trabajadoras del núcleo imperial cuando los niveles de vida están en declive en todas partes. Pero, como responden los decrecentistas, el decrecimiento no propone una política de menos en sí, sino una forma de vida cualitativamente diferente, una política de más riqueza y diversidad, muchas de cuyas propuestas cuentan con un amplio apoyo científico y popular. También se dice que los estilos de vida de alto consumo de muchos trabajadores del centro son imposibles de extender a la clase trabajadora mundial dentro de los límites socioecológicos y se basan —al menos en parte— en la explotación pasada y presente de las tierras, los mares y la mano de obra del Sur Global. Los ecomodernistas de izquierdas responden negando que las transferencias de valor de la periferia al núcleo del sistema mundial capitalista sean significativas y negando que los límites ecológicos no triviales requieran reducciones en la producción material y energética.

Un debate agotado sobre una Tierra agotada

El diálogo entre los decrecentistas y los ecomodernistas de izquierda aclaró las apuestas políticas de lo que significa luchar por una transición verde en una Tierra agotada. Es evidente que las diferencias entre el decrecimiento y el ecomodernismo de izquierdas son reales, sustanciales e irreconciliables. Que las dos perspectivas presentan visiones poscapitalistas distintas basadas en análisis opuestos del sujeto político que podría asegurar una transición poscapitalista, de la forma en que podrían asegurarla y de sus bases tecnológicas. Pero por todo ello, el debate se ha vuelto cada vez menos edificante.

Parte del problema es que el ecomodernismo de izquierdas ha malinterpretado sistemáticamente el decrecimiento como una perspectiva política homogénea y, en consecuencia, ha pasado por alto algunas de las complejidades y debilidades del decrecimiento. Los defensores del decrecimiento están unidos por la idea de que el «crecimiento» o el «paradigma basado en el crecimiento» es un obstáculo para el florecimiento humano y no humano, pero más allá de esto hay grandes desacuerdos en cuanto a cómo lograr un sistema social más sostenible y a cómo sería ese sistema. Las propuestas van desde el anarquismo del decrecimiento hasta el decrecimiento ecosocialista, pasando por la política del decrecimiento e incluso los modelos empresariales del decrecimiento. Tratar estos horizontes políticos tan diferentes como si fueran uno solo es pasar por alto algo importante sobre la amplitud de la influencia y el atractivo del decrecimiento en todo el espectro político, pero también su falta de visión política innata. En pocas palabras, el decrecimiento no es una política, sino un término que engloba una serie de propuestas socioecológicas que se han fusionado en una diversidad de perspectivas políticas, dando lugar a ideas muy diferentes sobre lo que significa el decrecimiento.

Una de las fusiones más prometedoras es la combinación del decrecimiento con el ecosocialismo explorada en los trabajos de Michael Löwy, Kohei Saito, Gareth Dale, Stefania Barca, John Bellamy Foster y otros. Mientras que muchos defensores no marxistas del decrecimiento limitan su crítica del capitalismo a una crítica del «crecimiento» —un arma contundente que confunde las numerosas denotaciones del crecimiento—, el decrecimiento marxista recurre a los instrumentos críticos mucho más agudos del materialismo histórico, como la explotación, la plusvalía, el fetichismo de la mercancía, la dependencia y la reproducción social. Y mientras que muchos defensores no marxistas del decrecimiento han pasado por alto la importancia de la lucha de clases y el lugar de producción para la transformación socioecológica, los marxistas del decrecimiento subrayan sistemáticamente la necesidad de la lucha de clases y las transformaciones en lo que se produce, cómo y por quién. Además, el trabajo de Jason Hickel, Mariano Féliz y otros acercó el decrecimiento al pensamiento marxista antiimperialista y tercermundista, abriendo potencialmente los movimientos en los países centrales a repertorios de lucha, vías de acción y actos de solidaridad con las luchas del Sur Global.

Aunque inevitablemente persisten los desacuerdos entre los decrecentistas marxistas sobre cuestiones importantes, y aunque sus defensores pueden tender a exagerar la novedad de las contribuciones del decrecimiento al pensamiento socialista internacional, la fusión del decrecimiento y el marxismo es posiblemente uno de los desarrollos intelectuales más apasionantes de la izquierda verde del centro imperial.

Sin embargo, según el ecomodernismo de izquierdas, cualquier compromiso con el decrecimiento supone un alejamiento radical del marxismo y de los intereses de la clase obrera. Para Huber, en la medida en que el decrecimiento ganó popularidad, es sólo entre la «clase gerencial profesional», cuyo «desprecio por las masas trabajadoras (y consumidoras)» y cuya agitación psicológica por su «complicidad en la sociedad de consumo» encuentra su expresión más clara en el decrecimiento. Para los ecomodernistas de izquierdas, lo que hace falta es volver a la vieja política de clases de la variedad «marxista clásica». «No hay necesidad de añadir ningún prefijo “eco” al marxismo para explicar nuestra difícil situación», argumentan Huber y Phillips, porque «la explicación del marxismo clásico y la prescripción concomitante para la corrección ya son suficientes».

Este argumento sería persuasivo si el ecomodernismo de izquierdas ofreciera una política marxista antiimperialista y ecológicamente informada, pero no es el caso. En su reciente reseña de Marx en el Antropoceno y Slow Down, de Kohei Saito, Huber y Phillips presentan su resumen más claro de la política ecomodernista de izquierdas hasta el momento y, en el proceso, demuestran que la perspectiva se describe mejor como una desviación social chovinista del marxismo, una preocupante tendencia reaccionaria promovida por posicionamientos ostensiblemente de izquierdas, que podrían tener una influencia perjudicial en la actividad sindical y de los movimientos sociales de base.

Hay al menos tres áreas en las que el artículo de Huber y Phillips revela el carácter reaccionario del ecomodernismo de izquierdas: su rechazo de la existencia de transferencias de valor e intercambio ecológico desigual, su interpretación vulgarizada del análisis del capital de Marx y su afirmación de que el reconocimiento ecologista de izquierdas de los límites socioecológicos es una marca de neomalthusianismo. Estos elementos políticos y teóricos convergen para apoyar una visión estrechamente nacionalista y ecológicamente analfabeta de la transición socialista que, intencionadamente o no, encuentra puntos en común con el pensamiento «nacionalconservador» ascendente en Estados Unidos y otros países.

Transferencias de valor

Uno de los rasgos definitorios del ecomodernismo de izquierdas es la negación de la existencia de transferencias de valor e intercambios ecológicos desiguales de la periferia al núcleo del sistema mundial. En su reciente reseña, Huber y Phillips citan el artículo de 2011 de Charles Post «A Critique of the Theory of the ‘Labour Aristocracy‘» para afirmar que la idea de las transferencias de valor ha sido «desacreditada desde hace mucho tiempo». Sin embargo, el artículo de Post no es en absoluto una crítica decisiva de las transferencias de valor o del intercambio ecológico desigual y sus conclusiones son, como mínimo, cuestionables. Zak Cope refutó las pruebas empíricas y conceptuales de Post hace más de una década, mientras que desde entonces se han publicado numerosos trabajos que demuestran la importancia pasada y presente de las transferencias de valor y del intercambio ecológico desigual, incluso cuando el nivel de vida material en el centro imperial está empezando a disminuir.

También es revelador que en su refutación de las transferencias de valor ni Huber y Phillips, ni Post, se comprometan con el pensamiento marxista antiimperialista y tercermundista, que si bien no es en absoluto homogéneo en esta cuestión ni en ninguna otra, ha mostrado de forma convincente la importancia de las transferencias de valor y el intercambio ecológico desigual tanto históricamente como en la actualidad. Entre las referencias importantes que se han pasado por alto figuran Amiya Bagchi, Utsa y Prabhat Patnaik, Ali Kadri, Anuouar Abdel-Malek, Walter Rodney, Samir Amin, Ruy Marini, Claudio Katz e Intan Suwandi.

Las transferencias de valor y el intercambio ecológico desigual tienen que ser negados por el ecomodernismo de izquierdas porque aceptar que los trabajadores del centro puedan beneficiarse de las ganancias de la división global del trabajo del capitalismo —ya sea a través de salarios, bienes de consumo, transferencias de materias primas, infraestructuras, asistencia sanitaria, etc.— es enturbiar las aguas sobre los intereses de la clase trabajadora en el centro y el lugar de la clase trabajadora dentro de los sistemas imperialistas y neocoloniales de acumulación.

En el imaginario ecomodernista de izquierdas, el trabajador debe ser un tótem puro, abstracto, explotado, depositario de las esperanzas revolucionarias de los ecomodernistas de izquierdas. En este imaginario —y es un imaginario— la clase obrera no puede ser una clase global, compleja, viva y diferenciada de personas realmente existentes. Es inconcebible que, aunque ellos mismos sean explotados, a través de su integración diferenciada en los circuitos de acumulación del capital, los trabajadores del centro imperial puedan también participar de la realización del valor generado a través de la explotación, la dominación e incluso la muerte de los trabajadores de otros lugares del centro y de la periferia. En otras palabras, la clase obrera está internamente diferenciada en función del género, la raza y la nacionalidad, y los intereses inmediatos de los diversos sectores de la clase obrera mundial pueden oponerse entre sí, y de hecho lo hacen.

Comprender esto es una condición importante para la solidaridad internacional y la política ecológica en los términos correctos. Cuando los trabajadores del centro imperial consumen alimentos producidos a través de la deforestación generalizada que induce a la sequía, por ejemplo, o cuando son empleados para construir armas utilizadas para el genocidio palestino, la solidaridad requiere un cierto grado de «sacrificio» por parte de los trabajadores del núcleo imperial. Como lo planteó Lenin:

El internacionalismo por parte de los opresores o de las «grandes» naciones, como se les llama (aunque sólo son grandes por su violencia, sólo son grandes como matones), debe consistir no sólo en la observancia de la igualdad formal de las naciones, sino incluso en una desigualdad de la nación opresora, la gran nación, que debe compensar la desigualdad que existe en la práctica real. Quien no entienda esto no ha comprendido la verdadera actitud proletaria ante la cuestión nacional.

A través de su negación de las transferencias de valor y de la infrateorización acerca de cómo se reproduce el imperialismo en  la vida cotidiana de los trabajadores del centro, el ecomodernismo rechaza este difícil terreno político. Huber y Phillips sugieren que es «una calumnia que los trabajadores del mundo desarrollado sean imperialistas cuyas vidas cotidianas son un motor primario del “colapso ecológico”» Esto es poner palabras en boca de los marxistas del decrecimiento. Ningún partidario de la síntesis entre marxismo y decrecimiento afirmó que las vidas de los trabajadores del núcleo imperial sean el principal motor de nuestras crisis ecológicas agravadas, pero decir que los trabajadores del núcleo imperial pueden contribuir a través de su trabajo o consumo debería estar fuera de toda duda. Negar esto es cegarse ante la realidad del capitalismo histórico.

La tesis de las trabas

La visión del ecomodernismo de izquierdas de una transición socialista depende de una lectura vulgarizada de lo que G.A. Cohen llama la tesis de las trabas de Marx. Esta es la idea de que el capital establece la base material y social para el socialismo porque en un momento determinado del desarrollo del capitalismo, sus relaciones de producción se convierten en un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas de producción, es decir, que la propiedad privada y la apropiación privada de la riqueza producida socialmente se convierten en una barrera para el florecimiento humano. Para garantizar un mayor desarrollo de la producción y la emancipación humana, las relaciones de producción deben, por lo tanto, ser «rotas», como dijo Marx, por los productores asociados, dando paso a una sociedad socialista no clasista. La tesis de las trabas es lo que subyace tras el apoyo del ecomodernismo a la energía nuclear, la agricultura convencional y la idea de un transporte aéreo sostenible generalizado.

De forma reveladora, Huber y Phillips afirman que la tesis de las trabas es «fundamental para la teoría del materialismo histórico». Para demostrarlo, los coautores recurren a la respuesta mundial al COVID-19, en la que la producción y distribución de equipos de protección personal y vacunas que salvaron vidas se vieron obstaculizadas por el afán de lucro. Huber y Phillips eligen este ejemplo obvio para afirmar la aplicabilidad universal de esta tesis. A partir de aquí, afirman que el aparente rechazo de Saito a ella forma parte de su estrategia de «seleccionar fragmentos del canon marxista» para apoyar conclusiones políticas preconcebidas.

Huber y Phillips deberían prestar atención a sus propias palabras sobre los riesgos que entraña la selección caprichosa de citas. Marx escribió sobre cómo el capital puede trabar la producción y el desarrollo humanos, pero Marx y muchos otros en la tradición marxista también observaron repetidamente la forma en que el capital arruina activamente las condiciones para un futuro poscapitalista, ecosocialista, a través de lo que Ali Kadri llamó recientemente el despilfarro de trabajadores, capital fijo y ecologías.

En un discurso pronunciado ante la Sociedad Educativa Obrera Alemana en 1867, Marx habla de las condiciones de lucha en Irlanda, vinculando explícitamente la lucha por la descolonización con la ecología. El dominio colonial británico, argumentaba Marx, había desindustrializado Irlanda, transformándola en una economía agrícola orientada a la exportación y organizada en torno a las necesidades de su colonizador. El resultado fue la indigencia del trabajador y el campesinado irlandeses, sobre todo en la hambruna de la patata y lo que Marx llamó el «agotamiento de los suelos», que cada vez podían sostener menos la producción cultivable. Estas conclusiones serían repetidas por numerosos pensadores marxistas anticoloniales, como Walter Rodney, José Mariátegui, Amilcar Cabral y Thomas Sunkara.

En El Capital, volumen uno, publicado el mismo año en que pronunció su discurso sobre la cuestión irlandesa en Londres, Marx generaliza estas observaciones. Lo que István Mészáros llama el «control metabólico» del capital se dice una vez más que empobrece lo que Marx llama esta vez la «fuente original de toda riqueza: el suelo y el trabajador». Con respecto a la clase obrera, Marx escribe:

En la agricultura, como en la manufactura, la transformación capitalista del proceso de producción aparece a la vez como martirologio de los productores; el medio de trabajo, como medio de sojuzgamiento, de explotación y empobrecimiento del obrero (…). Al igual que en la industria urbana, la fuerza productiva acrecentada y la mayor movilización del trabajo en la agricultura moderna, se obtienen devastando y extenuando la fuerza de trabajo misma.

En cuanto al suelo, Marx señala:

Y todo progreso de la agricultura capitalista no es sólo un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino a la vez en el arte de esquilmar el suelo; todo avance en el acrecentamiento de la fertilidad de éste durante un lapso dado, un avance en el agotamiento de las fuentes duraderas de esa fertilidad. (…) La producción capitalista, por consiguiente, no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción sino socavando, al mismo tiempo, los dos manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador.

El capitalismo, en otras palabras, conduce a la ruina desigualmente distribuida del trabajador y de la naturaleza no humana. Esto equivale a refutar la interpretación unilateral de Huber y Phillips de la tesis de las trabas. Al despojar a los trabajadores de su vitalidad, libertad e independencia, y al socavar las condiciones ecológicas de la producción, el control metabólico del capitalismo en lugar de sentar las bases del comunismo las está socavando. No es que las fuerzas y relaciones de producción entren en contradicción —aunque esto puede ocurrir—, es que la totalidad de las relaciones sociales capitalistas también entran en contradicción y arruinan o canibalizan su base social y ecológica.

En su texto de 1920 El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, Lenin lleva adelante la idea de Marx:

Hace ya muchas décadas que podía decirse con entera razón que el capitalismo había «caducado históricamente»; pero esto no impide, ni mucho menos, que nos veamos precisados a sostener una lucha muy prolongada y muy tenaz sobre el terreno del capitalismo.

Samir Amin reconfirmaría más tarde la conclusión de Lenin en su estudio Obsolescent Capitalism (Capitalismo Obsolescente), que argumentaba la naturaleza esencialmente ruinosa del capital en las colonias y neocolonias. Lo mismo haría Anouar Abdel-Malek en su estudio sobre el lugar de la guerra en la acumulación global, István Mészáros en sus escritos sobre el despilfarro y la infrautilización del capital, y Ali Kadri en su estudio sobre el imperialismo global.

Lo que se desprende de estos escritos es una apreciación de la violenta dialéctica de producción y destrucción del capital. En lugar de las historias ecomodernistas de izquierdas sobre cómo cada avance tecnológico es un paso hacia el socialismo, nos vemos abocados a una realidad incierta e incómoda: el capital desarrolla «fuerzas de destrucción», como dice Marx, al menos tanto como fuerzas de producción. De hecho, en el mundo actual, destrozado, arruinado y devastado por el control metabólico del capital, podría decirse que el capitalismo destruye y deja en la indigencia mucho más de lo que produce o emancipa.

En resumen, el capital es una máquina de matar. Cuanto más dura, más mata, mutila y expropia, más priva a las clases trabajadoras mundiales de las condiciones que necesitan para crear un futuro poscapitalista viable. Este es el desafío urgente al que nos enfrentamos, y es uno que una interpretación unilateral de la tesis de las trabas y el ecomodernismo de izquierdas ocultan a través de fantasías tecnooptimistas.

Antiecologismo

El compromiso del ecomodernismo con la tesis de las trabas también produce un tipo peculiar de analfabetismo ecológico. La idea básica del ecomodernismo es que una vez que se ha puesto fin al control metabólico del capital sobre nuestros intercambios con la naturaleza no humana, todas las fronteras y límites ecológicos pueden superarse espontáneamente. Como explican Huber y Phillips en referencia a las emisiones globales de gases de efecto invernadero: «Este límite energético es muy real, pero también contingente. Cuando pasemos totalmente a fuentes de energía limpias como la nuclear, la eólica y la solar, ese límite climático en el uso de la energía se habrá superado. Los únicos límites verdaderos y permanentemente insuperables a los que nos enfrentamos son las leyes de la física y la lógica».

El primer problema de este argumento es que Huber y Phillips no aportan ninguna prueba que lo respalde. Simplemente se da por sentado que los niveles de consumo energético utilizados en el centro imperial pueden extenderse al resto del mundo sin que la necesaria extracción de recursos —litio, uranio, sílice, plata, bauxita, cobre— o la eliminación de residuos en diversos sumideros ecológicos y energéticos se topen con limitaciones socioecológicas. En un movimiento digno de Jeff Beszos y Elon Musk, Huber y Phillips aluden brevemente a la minería espacial y a las fuentes de energía derivadas del espacio como una especie de carta de libertad para la cuestión de los límites de recursos.

Tal vez la minería espacial sea posible, tal vez no tengamos que preocuparnos por la alteración de los ciclos de nutrientes y la eutrofización, o por cómo los sistemas alimentarios convencionales contribuyen a la pérdida de biodiversidad, o por los peligros socioecológicos de la producción de energía nuclear, pero, como sostiene Ajay Singh Chaudhary, el ecomodernismo de izquierdas debe aportar pruebas allí donde hasta ahora sólo ofreció fe ciega y tecnooptimismo. Por desgracia, como Chaudhary pone juiciosamente de manifiesto, en los casos en que Huber y Phillips han aportado pruebas en apoyo de la energía nuclear, la agricultura convencional y sus otras tecnologías preferidas, la literatura académica se elige selectivamente y con frecuencia se pasan por alto factores socioecológicos que complican la viabilidad de la tecnología.

Todo esto ya sería malo de por sí, pero Huber y Phillips dan un paso más y acusan de neomalthusiano a cualquiera que se tome en serio la idea de los límites o umbrales socioecológicos. El resultado es que el mismo término se utiliza para describir a eugenistas racistas como Paul Ehrlich —el infame autor de La explosión demográfica— y a la mayoría de la izquierda ecologista del centro imperial. Esto sólo es posible estirando la definición de neomalthusianismo más allá de su punto de ruptura.

Huber y Phillips tienen razón al afirmar que numerosos límites supuestamente ecológicos son en realidad límites creados socialmente e impuestos por el modo de producción imperante. La idea racista, colonial, de que necesitamos reducir la población humana para evitar la catástrofe climática, por ejemplo, naturaliza el modo de producción capitalista. En realidad, es la organización por el capital de la naturaleza humana y no humana, y no el número de personas vivas hoy, lo que está destruyendo el planeta. Aun así, como los propios Huber y Phillips reconocen con respecto a la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera, existen límites biofísicos reales que deben respetarse para mantener un planeta habitable para la vida humana y no humana tal como la conocemos.

Cuando Huber y Phillips afirman que reconocer la existencia de esos límites socioecológicos es «una especie de neomalthusianismo», le dan al término un significado totalmente nuevo. El término neomalthusiano suele reservarse para quienes sustituyeron las ideas de Thomas Malthus sobre los límites fijos de la población humana por la creencia de que el crecimiento económico y la tecnología pueden evitar los desafíos demográficos. Para los neomalthusianos, en otras palabras, el aumento de la población humana sigue siendo una amenaza, pero la crisis puede evitarse mediante el avance tecnológico y el aumento de la producción material. El marxismo del decrecimiento no es poblacionista ni sostiene que los avances tecnológicos sean la salida a la crisis ecológica.

Irónicamente, el neomalthusianismo propiamente dicho comparte muchos más puntos en común con Huber y Phillips que con el decrecimiento.  Aunque ni Huber ni Phillips comparten la preocupación del neomalthusianismo por el aumento de la población, sí participan de la tendencia neomalthusiana a fetichizar una configuración muy particular de soluciones tecnológicas —la agricultura convencional y la energía nuclear, en particular— que no están alineadas con los intereses de clase de muchas de las clases trabajadoras del mundo y que exigen restar importancia a los efectos socioecológicamente devastadores de ambas industrias.

Ecomodernismo de izquierda: Una desviación social chovinista

La falta de compromiso del ecomodernismo de izquierdas con el marxismo del Tercer Mundo, su negación de las transferencias de valor y del intercambio ecológico desigual, su vulgarización del análisis del capital de Marx y su antiecologismo convergen para apoyar una teorización estrechamente nacionalista de la transición socialista que se acerca peligrosamente a un programa de renovación nacionalista más que a un socialismo internacional.

En su libro Climate Change as Class War (El cambio climático como guerra de clases), por ejemplo, Huber afirma presentar una política para «la mayoría», con lo que se refiere a las clases trabajadoras del mundo, pero en una nota a pie de página aclara que el análisis y las propuestas políticas del libro se circunscribirán a los Estados Unidos, cuyos habitantes de clase trabajadora forman una minoría de la diversa y dividida clase trabajadora mundial que es el objeto propio del análisis marxista.

Al final de su artículo, con una visión igualmente limitada sobre las estrategias de lucha aplicables en el centro imperial, Huber y Phillips defienden la sindicalización de los trabajadores industriales. Los empleos sindicales de buena calidad y bien pagados en la industria verde son, sugieren, el camino hacia el socialismo. Huber y Phillips no sitúan esta teoría estrechamente economicista de la lucha de clases dentro de la visión más amplia de Marx y del marxismo sobre la transformación social. Tampoco la sitúan dentro de un proyecto internacionalista de solidaridad antiimperialista, como el que hemos visto entre los sindicatos y movimientos sociales del centro imperial en respuesta a la campaña genocida de Israel en Palestina. Debido a esto, el artículo de Phillips y Huber termina efectivamente con una propuesta de renovación nacional con conciencia de clase que no es en absoluto diferente de ciertos tipos de pensamiento nacional conservador que se desarrolla en EE.UU. y en otros lugares. Aunque es injusto decir que somos la compañía que tenemos, es al menos preocupante que Sohrab Ahmari, el sionista y antitrans cofundador de la reaccionaria publicación Compact Magazine compartiera con aprobación el artículo de Huber y Phillips. En palabras de Ahmari, «como cuestión de política pública, estoy al 100% con Huber y Phillips». En su reseña del último libro de Ahmari, Tryanny Inc, Jodi Dean muestra el carácter conservador de la política de clase de Ahmari, que al igual que Huber y Phillips, aboga por el sindicalismo de la clase obrera pero, a diferencia de ellos, lo hace en nombre de salvar al capitalismo de sí mismo.

No se trata aquí de construir un caso de culpabilidad por asociación, sino de decir que debería generar una reflexión el hecho de que reaccionarios como Ahmari puedan reconocerse en la agenda ecomodernista de izquierdas. Si a esto añadimos que Huber y Phillips le dan regularmente «golpes a la izquierda» en medios reaccionarios como Unherd Magazine, Compact Magazine y las redes sociales, acusándola de rechazar a la clase obrera como sujeto político o de moralizar sobre el consumo de la clase obrera en el centro imperial, las piezas empiezan a encajar.

Lenin dijo una vez que los chovinistas sociales insisten «en el “derecho” de una u otra de las “grandes” naciones a robar las colonias y oprimir a otros pueblos». Este es el resultado de una política, como la de la versión ecomodernista de izquierdas de la lucha de clases, que niega la presencia de transferencias de valor e intercambios ecológicos desiguales, que resta importancia a las consecuencias socioecológicas de los flujos materiales y energéticos continuados o en expansión, y que toma como sujeto político a una clase obrera nacional, en lugar de a la clase obrera global. Ésta es una política que, sencillamente, no tiene cabida en la izquierda.

Estrategia ecocomunista

Escribiendo en 1995, con la vista puesta en las crecientes crisis ecológicas del mundo, Mészáros advirtió que en el futuro «el reto al que se enfrentarán los socialistas será la necesidad de unir las piezas y crear un orden social metabólico viable a partir de las ruinas del viejo». Casi 30 años después, este sigue siendo nuestro reto, y las ruinas se acumulan. El año pasado fue la primera vez que las temperaturas medias anuales superaron el hito de 1,5 ºC por encima de los niveles preindustriales, la biodiversidad que sustenta la vida disminuyó un 69% en 50 años, las temperaturas de los océanos están literalmente por las nubes, los microplásticos son ahora una parte constituyente de cada nube de lluvia, los productos químicos tóxicos para siempre están presentes en cada recién nacido, la esperanza de vida está empezando a invertirse en el centro imperial, las guerras imperiales y los genocidios se libran con casi total impunidad, la extrema derecha está resurgiendo y el hambre y la desposesión globales van en aumento. En otras palabras, el control metabólico del capital sobre las interacciones socioecológicas está arruinando tanto a los trabajadores como a los ecosistemas. En lugar de trabar a nuestro ingenio colectivo, está matando a los trabajadores de todo el mundo y privándoles de las condiciones necesarias para construir un mundo en el que tanto los humanos como los no humanos puedan florecer.

En un planeta destrozado y arruinado por el capital, seguir debatiendo con el ecomodernismo de izquierdas es una distracción. Lo que se necesita más que nunca es una reflexión profunda sobre la estrategia política. ¿Cómo podemos los que vivimos en el centro imperial aprovechar nuestra posición para lograr un futuro ecocomunista para todos? ¿Cómo podemos apoyar y amplificar los proyectos y luchas socialistas y antiimperialistas existentes en la periferia? ¿Qué aspecto tiene en la práctica una transición ecológica para el centro si no explota las tierras, los mares y la mano de obra de la periferia? ¿Y qué significa luchar por un futuro mejor en un mundo herido y arruinado? Estas son las preguntas urgentes de nuestro tiempo. Son preguntas a las que el ecomodernismo de izquierdas no puede dar respuesta porque niega los fundamentos del problema. Para avanzar juntos, pues, debemos olvidar al ecomodernismo.

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