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llustración de Mark Pernice.

La especulación en la era del estancamiento

Traducción: Florencia Oroz

La especulación no es la causa del gran estancamiento que atraviesa la economía estadounidense. Es la forma en que el sistema intenta superarlo.

Wall Street se estremece con cada cambio de política. El capital de riesgo entra y sale de la inteligencia artificial, la tecnología de la longevidad, Tesla… cualquier cosa que parezca ser la próxima gran novedad. Las noticias financieras parecen un carrusel a toda velocidad: gráficos, caídas, recuperaciones, tokens, burbujas. Todo parece estar sucediendo al mismo tiempo.

Sin embargo, la mayoría de la gente siente que nada en su vida está cambiando. Los salarios apenas han variado en años. La vivienda es inasequible. Las infraestructuras se están desmoronando. Los empleos ofrecen menos seguridad, menos prestaciones y más ansiedad. A pesar de todo el movimiento en la cima de la economía, la vida cotidiana parece estancada. Esta sensación de estancamiento no es una ilusión. Refleja algo real: la economía se está estancando. A pesar de toda la agitación, el crecimiento sigue siendo lento. Es más difícil encontrar nuevas industrias y el nivel de vida avanza a paso de tortuga. La economía lucha por crear buenos empleos, aumentar los ingresos y ofrecer oportunidades significativas.

Por eso la especulación se ha convertido en un elemento central del sistema. No es la causa del estancamiento, sino la forma en que el sistema intenta superarlo. Cuando la economía real deja de funcionar, el capital no se queda de brazos cruzados. Busca otros horizontes. Al haber menos inversiones rentables en la producción, el dinero fluye hacia cualquier activo cuyo precio pueda subir: viviendas, acciones, tokens, modas pasajeras.

Eso hace que las finanzas actuales sean muy diferentes de las de la época de nuestros abuelos. En aquel entonces, la riqueza obtenía su valor del flujo de dinero que podía generar. Si los inversores ricos compraban un negocio, era para obtener beneficios. Si compraban una casa, era para cobrar un alquiler. Lo que importaba no era solo el precio del activo, sino el rendimiento que podía generar. Eso es lo que impulsó el flujo de capital hacia nuevas industrias, mejores equipos y una mayor productividad: la promesa de mayores rendimientos. Y es esa lógica la que hoy se ha derrumbado.

En las últimas décadas, las tasas de rendimiento de la inversión productiva disminuyeron. El crecimiento económico se ralentizó, y los tipos de interés y el precio del crédito cayeron al mismo tiempo. Las empresas tienen menos confianza en la posibilidad de poder expandirse de forma rentable. Y, cuando lo hacen, a menudo es en el extranjero.

El Gobierno no solo ha permitido que esto ocurra, sino que ha contribuido a ello. Desde la década de 1980, el Estado ha desregulado las finanzas y ha inyectado dinero en la economía mediante créditos baratos, recortes fiscales, gasto deficitario y flexibilización cuantitativa. Pero, en lugar de desencadenar una ola de inversión productiva, la mayor parte de ese dinero se destinó a la especulación. Esto impulsó los precios de los activos, infló burbujas y recompensó a los que ya eran ricos, sin restaurar el dinamismo real.

El resultado es una enorme reserva de capital en busca de rentabilidad, y pocos lugares donde invertirlo. En este entorno, muchos inversores se han decantado por las ganancias de capital. Su estrategia no consiste en invertir en algo que genere beneficios, sino en comprar algo cuyo precio vaya a subir. Viviendas, acciones, terrenos, empresas… cualquier cosa que parezca que mañana valdrá más que hoy. Parece un cambio sutil, pero el resultado es todo menos sutil. No se compra un apartamento para cobrar un alquiler, sino para revenderlo. No se apuesta por una empresa porque sea rentable, se apuesta por que su valoración se dispare.

Esta transformación tiene profundas consecuencias. No solo cambia lo que hace el capital.  Cambia el tipo de empresas que se crean, el tipo de riesgos a los que se exponen los trabajadores y el tipo de futuro que cualquiera puede planificar de forma razonable. En el modelo antiguo, una empresa atraía inversiones porque vendía un producto rentable. En el nuevo modelo, lo que importa es el crecimiento, la velocidad, la escala y el bombo publicitario. Empresas como Uber y WeWork no eran valoradas por sus ganancias. Eran valoradas por la cuota de mercado que podían acaparar antes de que alguien empezara a hacer preguntas. La esperanza era simple: dominar ahora, obtener beneficios más tarde. Crecer lo suficiente, quemar suficiente dinero y, con el tiempo, volverse demasiado esencial para fracasar.

Esa estrategia tiene sentido en un mundo en el que el crecimiento en sí mismo se ha vuelto escaso. En una economía de crecimiento lento, las únicas empresas que ganan mucho dinero son las que tienen una escala masiva: empresas que pueden acaparar mercados, fidelizar a los usuarios y obtener rendimientos constantes gracias a su dominio absoluto. Amazon, Apple, Google, Microsoft o gigantes más antiguos como Comcast, Verizon o UnitedHealth. No se trata de empresas emergentes que persiguen nuevas fronteras. Son actores consolidados, que se asientan en infraestructuras esenciales —suscripciones, plataformas, logística, datos— y recaudan rentas. Sin un fuerte crecimiento de la demanda, la competencia no genera oportunidades. Reduce los márgenes.

Por eso el verdadero premio no es construir algo mejor. Es hacerse demasiado grande como para perder. Esa lógica es la que impulsa ahora el auge de la IA. Empresas como OpenAI y Anthropic pierden miles de millones de dólares al año pero cuentan con el respaldo de otros miles de millones de gigantes como Microsoft y Amazon que persiguen la próxima gran novedad.

Durante años, esta estrategia ha determinado la forma en que una generación ha vivido la economía. Los servicios parecían baratos. Se podía pedir un coche, ver la televisión por streaming sin límite, recibir comida a domicilio, todo por menos de lo que costaba ofrecerlo. Parecía una innovación. Pero en realidad solo era una subvención, un regalo temporal de inversores dispuestos a perder dinero con la esperanza de obtener una recompensa lejana.

Esa recompensa, sin embargo, no se ha materializado, y la mayoría de estas empresas siguen sin ser rentables. Pero con tanto capital persiguiendo tan pocos beneficios reales, el dinero sigue fluyendo de todos modos. No porque los fundamentos sean sólidos, sino porque no hay ningún sitio mejor donde invertirlo.

Y no son solo las empresas las que se comportan así. La gente también. En un mundo en el que el trabajo no da para vivir y la estabilidad parece inalcanzable, cada vez más personas buscan otras formas de salir adelante. Si no puedes ganarte una vida mejor, quizá puedas apostar por ella. El comercio minorista, las criptomonedas y las apuestas deportivas se han disparado. Durante la pandemia de COVID-19, millones de personas abrieron cuentas de corretaje, no para ahorrar para la jubilación, sino para apostar por acciones meme como AMC y GameStop. No importaba qué activo fuera, siempre y cuando alguien lo comprara al día siguiente por más dinero.

No se trataba solo de una fiebre por el dinero fácil. Era una respuesta a una verdad más profunda sobre la economía: que los viejos caminos hacia la estabilidad ya no funcionan. Muchos se sienten no solo abandonados, sino excluidos. La vieja promesa —trabajar duro, ahorrar dinero, construir poco a poco— ya no tiene mucho sentido cuando el precio de la casa de tus sueños sube más rápido que tu sueldo. En este mundo, como ha argumentado el sociólogo Aris Komporozos-Athanasiou, la especulación no es imprudencia, es supervivencia. El sistema ha enseñado a la gente que el riesgo es el único camino hacia la recompensa. Para unos pocos afortunados, funciona. Alguien convierte una publicación en Reddit en una acción meme y se hace millonario de la noche a la mañana. Sin embargo, la mayoría pierde dinero y se queda aún más atrás.

Aun así, la especulación no es solo una elección personal o una tendencia cultural. Es una respuesta racional a un fracaso económico más profundo, a una larga desaceleración de las tasas de crecimiento que ha redefinido lo que es posible tanto para las empresas como para las familias. La inversión en nuevas industrias se ha estancado, los salarios se han quedado atrás y los tipos de innovaciones que solían impulsar el crecimiento a largo plazo son ahora más difíciles de encontrar.

Gran parte de la historia es estructural. Los países ricos pasaron de producir bienes manufacturados a prestar servicios. Los empleos en las fábricas, que en su día elevaron los salarios e impulsaron la productividad, fueron sustituidos por trabajos en la educación, la sanidad, el comercio minorista y la restauración, sectores en los que la eficiencia se gana más lentamente. Se puede duplicar la producción de una fábrica de automóviles, pero no se puede duplicar el número de pacientes que puede atender una enfermera sin reducir la calidad de la atención. Esto es importante porque el crecimiento de la productividad es lo que impulsa la mejora del nivel de vida. Permite que los salarios aumenten y los precios se mantengan estables. En los servicios, ese motor falla. Las ganancias son lentas y los precios suben más rápido. A medida que la productividad se estanca, los servicios esenciales se encarecen y los presupuestos familiares se desplazan hacia la atención médica, el cuidado de los niños, el alquiler y la matrícula escolar. La gente no ha dejado de comprar bienes, pero tiene menos ingresos disponibles para comprarlos. Las ganancias que antes se destinaban a un refrigerador o un automóvil han sido absorbidas por facturas de servicios y primas de seguros.

Esa fue la causa principal de la desindustrialización. La producción industrial siguió aumentando, pero la demanda de bienes no siguió el ritmo de las ganancias en productividad. Se necesitaban menos trabajadores para producir más. Los puestos de trabajo desaparecieron no porque la producción se derrumbara, sino porque el aumento de la eficiencia superó el crecimiento de la demanda. Lo mismo ocurrió en la agricultura. Hace un siglo, el 40% de los trabajadores estadounidenses se dedicaba a la agricultura. Hoy en día, menos del 2%, no por el comercio, sino porque la productividad agrícola se disparó mientras que la demanda de alimentos se estabilizó.

Sin embargo, ese no fue el único freno al crecimiento. Al mismo tiempo, el crecimiento demográfico se ralentizó. La natalidad cayó por debajo de la tasa de reemplazo. La población activa comenzó a reducirse. Un crecimiento demográfico más lento significaba mercados futuros más pequeños. Las empresas veían menos motivos para expandirse. ¿Por qué construir una fábrica si no va a haber suficientes compradores? El resultado fue un desajuste creciente: más capital, menos salidas rentables. La financiarización llegó precisamente en ese momento. Se vendió como una solución, una forma de liberar el capital estancado en actividades de bajo rendimiento y destinarlo a usos más productivos. Desregular, recortar impuestos y dejar que los mercados funcionen. En teoría, el capital liberado iría en busca de oportunidades. En la práctica, siguió girando en torno al mismo pequeño grupo de apuestas especulativas: el sector inmobiliario, las plataformas tecnológicas y las burbujas de activos.

El problema no era solo que las apuestas fueran malas. A medida que la economía pasaba de la industria manufacturera a los servicios, las vías más evidentes para el crecimiento de la productividad se redujeron. Esto dificultó la búsqueda de inversiones que pudieran ofrecer rendimientos elevados y rápidos. Había mucho capital pero no suficientes lugares rentables donde invertirlo. Así que, en su lugar, la vivienda se convirtió en un activo financiero. Los mercados bursátiles se dispararon, incluso cuando la vida se hacía más difícil para la mayoría de la gente. Casi todos los beneficios de esta actividad financiera fueron a parar a las clases más altas. La desigualdad se disparó, lo que agravó el estancamiento. A medida que se concentraban más ingresos en la cima, el poder adquisitivo se drenaba de la economía en general, lo que debilitaba la demanda y reforzaba aún más la desaceleración.

En este entorno, las personas con talento dejaron de construir cosas y comenzaron a gestionar carteras. Los aspirantes a ingenieros se convirtieron en consultores. Los científicos se dedicaron al capital privado o al derecho corporativo. Y durante todo este tiempo, la justificación siguió siendo la misma: que los mercados sabían más. Que el próximo auge estaba a la vuelta de la esquina. Pero no fue así.

La economía especulativa no solo es desigual, sino también inestable. Y deja tras de sí enormes necesidades insatisfechas: en materia de vivienda, cuidados, resiliencia climática e infraestructuras públicas. No son fuentes de beneficios rápidos pero son los cimientos de una vida digna.

En la economía actual no hay escasez de recursos ni de talento humano. Lo que falta es un sistema que los ponga a trabajar. Sí, la economía crece más lentamente. Es más difícil aumentar la productividad. Los servicios son difíciles de automatizar. La población envejece. Pero eso no significa que no haya nada que hacer. Significa que las inversiones que necesitamos, las que realmente mejorarían nuestras vidas, no son rentables en términos financieros. Generan beneficios públicos, no beneficios privados. Las finanzas nunca apostarán por estas cosas. Pero nosotros sí podríamos.

Podríamos invertir directamente en lo que la gente realmente necesita: viviendas, transporte, escuelas, hospitales, energía limpia, espacios compartidos. No para perseguir beneficios, sino para mejorar vidas. No todos los proyectos tendrían éxito. No todas las ideas funcionarían, pero estaríamos eligiendo qué tipo de futuro queremos y utilizando nuestros recursos colectivos para construirlo. No tenemos por qué seguir organizando la sociedad en torno a las empresas de capital privado y las valoraciones del mercado bursátil. Podríamos acabar con esos sistemas y sustituirlos por instituciones diseñadas para dirigir la inversión hacia donde más se necesita.

No se trata de especulación. Se trata de planificación, un proceso democrático para promover visiones contrapuestas de la buena vida en todos los ámbitos de la sociedad, desde la sanidad y la educación hasta la energía y la industria, elegir entre ellas y construir el mundo que queremos, pieza a pieza.

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