No es fácil decir cómo sería la política económica de Donald Trump si lograra un segundo mandato presidencial, ya que a menudo se limita a lanzar cualquier idea que se le pasa por la cabeza. En el ámbito económico, está la idea de «no aplicar impuestos a las propinas» (que Kamala Harris plagió rápidamente), pero lo más importante es su cambio de opinión sobre las criptomonedas. Seis meses después de dejar el cargo en 2021, denunció a Bitcoin como «una estafa… otra moneda que compite contra el dólar», que reveló que quería ser «la moneda del mundo». Un par de años antes, había señalado que el cripto era un reino plagado de crimen «basado en el aire». Las cosas cambiaron. En un mitin sobre Bitcoin en julio de 2024 en Nashville, Tennessee, halagó a los asistentes como «individuos de alto coeficiente intelectual» y a la moneda como un «milagro de la humanidad». Prometió que haría que «se disparara como nunca, incluso más allá de sus expectativas». Incluso fantaseó con pagar la deuda nacional, ahora de 35 billones de dólares, con Bitcoin, cuyo valor total ronda los 1,1 billones de dólares.
No hay duda de que vio votos en esa multitud de alto coeficiente intelectual y, quizás lo más importante, posibles contribuciones de campaña entre sus beneficiarios, que han estado arrojando grandes sumas a la política. Pero lo que realmente lo hizo cambiar de opinión fueron las «imágenes halagadoras de sí mismo», según un artículo de Bloomberg. «En pocas palabras, se enamoró de Trump-themed nonfungible-tokens [sic] (tokens no fungibles inspirados en Trump) —y de sus partidarios que los compraron—, una pasión se transformó en una apreciación más amplia de la industria, de acuerdo con los iniciados que observaron la evolución cripto de Trump.»
El fin del impuesto sobre la renta
En el núcleo de la agenda económica de Trump, que es lo que le permite a muchos capitalistas pasar por alto su volatilidad y vulgaridad, están los recortes de impuestos y la desregulación. Un segundo mandato de Trump significaría más de ambos, aunque los detalles, como suele ocurrir con el candidato, son esquivos.
Sus propuestas fiscales fueron de otro mundo. La primavera pasada, propuso un arancel general del 10% y un arancel del 60% sobre las importaciones chinas (junto con recortes del impuesto sobre la renta, pero todavía no su abolición total). Según un documento publicado por el Instituto Peterson de Economía Internacional, ese paquete reduciría los ingresos después de impuestos en aproximadamente un 3,5% para los hogares de la mitad inferior de la distribución de ingresos y le costaría al hogar medio un 2,7%, el equivalente a 1.700 dólares.
Pero esto no era lo bastante radical. En una reunión de junio con congresistas republicanos, Trump propuso eliminar por completo el impuesto sobre la renta y sustituirlo por un fuerte aumento de los aranceles. Con ello, la estructura de los ingresos federales retrocedería al siglo XIX, cuando los aranceles representaban entre el 80% y el 90% de la recaudación total y no existía el impuesto sobre la renta. Pero, aparte de las guerras ocasionales, el gobierno federal era pequeño entonces y no necesitaba de muchos ingresos. Eso dejó de ser así hace casi un siglo.
¿Cómo serían los ingresos federales con el canje completo de Trump? Serían mucho más escasos. Los impuestos sobre la renta de las personas físicas representan casi la mitad de los ingresos federales totales. (Los impuestos a las sociedades, que Trump quiere recortar aún más, representan otro 9%.) Los derechos de aduana existentes, que son técnicamente diferentes de los aranceles, representan menos del 2%.
Cálculos aproximados muestran que el gravamen del 60% sobre las importaciones chinas y el 10% sobre el resto de las importaciones ni siquiera se acercarían a reemplazar los ingresos perdidos del impuesto sobre la renta; una simulación sugiere que el paquete produciría ingresos equivalentes a sólo el 28% de la recaudación actual. Esto reduciría los ingresos federales en un tercio y duplicaría el déficit. Es muy difícil imaginar que sea políticamente posible compensar recortes del gasto de esa magnitud.
Estas simulaciones de ingresos suponen que las importaciones se mantendrían sin cambios ante el aumento de los aranceles, lo que por supuesto no ocurriría. Tampoco abordan las consecuencias distributivas de un cambio de un impuesto progresivo sobre la renta a un impuesto regresivo sobre el consumo, que es lo que son los aranceles, al menos en parte. La simulación de esta propuesta realizada por el Instituto Peterson concluyó que reduciría un 9% los ingresos de la quinta parte más pobre de la población, un 5% los de la quinta parte intermedia y que añadiría un 14% a los ingresos del 1% más rico.
Una nueva era de aranceles
Trump tiene un historial con los aranceles. Venía agitando el tema hace años, hasta que finalmente consiguió imponerlos a las importaciones de acero y aluminio de la mayoría de los países en marzo de 2018 y a las importaciones de China, en cuatro etapas, entre 2018 y 2019. También impuso duros aranceles a los paneles solares y a las lavadoras. Los aranceles a los metales fueron recibidos con alegría por los siderúrgicos estadounidenses, pero el resultado no se pareció en nada a lo que esperaban Trump y sus partidarios. El empleo y la producción no prosperaron, y, en particular, las medidas contra China provocaron represalias que golpearon las exportaciones agrícolas estadounidenses.
No es evidente quién paga los aranceles. Los seguidores de Trump dicen se cubren a costa de las empresas y los países exportadores, pero esa opinión no está muy extendida. La mayoría de los estudios muestran que afectan a los compradores de bienes importados, aunque hay cierto desacuerdo sobre qué parte exacta del aumento de los costos se refleja en precios más altos. Un documento de trabajo de 2020 de la Oficina Nacional de Investigación Económica concluye, al igual que estudios anteriores, que «los aranceles estadounidenses siguen siendo soportados casi en su totalidad por las empresas y los consumidores estadounidenses». Los autores, Mary Amiti, Stephen J. Redding y David E. Weinstein, señalan que los productores no chinos bajaron sus precios para ganar cuotas de mercado, calificando esto de «buena noticia para las empresas estadounidenses que demandan acero, pero mala para los trabajadores que esperan que los aranceles al acero devuelvan el empleo. (…) La producción de acero de Estados Unidos solo aumentó un 2 por ciento anual entre el tercer trimestre de 2017 y el tercer trimestre de 2019 a pesar de los aranceles al acero del 25 por ciento».
Mark Zandi, economista jefe de Moody’s Analytics, estimó en 2019 que, un año después, los aranceles habían costado a Estados Unidos 88.000 millones de dólares y 340.000 empleos. Este tipo de estimaciones suelen sonar sospechosamente precisas, pero casi todos los que estudiaron el asunto llegado resultados similares, y pocos concluyeron lo contrario. Como era de esperar, la Administración Trump, liderada por el economista Larry Kudlow —alguien que casi siempre se equivoca—, afirmó que había ganancias económicas, pero se negó a mostrar su trabajo.
La respuesta de China dolió. Un artículo de Bloomberg de diciembre de 2019 sobre las secuelas de la guerra comercial con China citaba, como ejemplo de daños colaterales, el caso de Northwest Hardwoods, un exportador de madera que sufrió un descenso del 40% en sus pedidos como consecuencia de las represalias de China. La empresa cerró plantas y despidió a trabajadores. Los agricultores se vieron especialmente afectados. Un año después de que Trump abriera el frente agrícola de la guerra comercial en julio de 2018, un representante de la American Farm Bureau Federation le dijo al Hill que habían «perdido la gran mayoría de lo que una vez fue un mercado de 24 mil millones de dólares en China».
Los aranceles no lograron equilibrar el comercio con China ni estimular el empleo. Desde 2016, el año antes de que comenzaran las guerras comerciales, hasta 2019 (justo antes de que COVID-19 rompiera todo), las importaciones estadounidenses de China cayeron un 3%, pero las exportaciones cayeron un 8%. Y aunque el aumento de los precios de las importaciones de China desalentó modestamente las ventas, también desplazó la demanda a otros exportadores como Vietnam. En general, desde principios de 2017 hasta finales de 2019 (desde el inicio de Trump hasta justo antes del inicio de COVID), las exportaciones reales aumentaron un 4,8%, las importaciones reales aumentaron un 5,3% y el déficit comercial aumentó un 7,6%.
El empleo en metales básicos representa una parte muy pequeña del empleo estadounidense y los aranceles no tuvieron ningún efecto visible en él. Tanto el acero como el aluminio experimentaron fuertes pérdidas de empleo en las décadas de 1990 y 2000 (el acero se redujo un 55% y el aluminio un 50%, mientras que el empleo global aumentó un 19%), pero después se estabilizaron en niveles muy bajos. En febrero de 2010, cuando el empleo tocó fondo tras la Gran Recesión, el hierro y el acero representaban el 0,06% del empleo total. En marzo de 2018, el mes en que se anunciaron los aranceles, el sector seguía representando solo el 0,06% del empleo total. En febrero de 2020, víspera de la pandemia, esa cifra era de nuevo del 0,06%. Y en junio de 2024, seguía en el 0,06%. Las cifras de empleo en el aluminio son muy similares. Los aranceles tampoco estimularon la producción nacional. Entre marzo de 2018 y diciembre de 2019, la producción de acero cayó un 6,1% y la de aluminio un 3,7%.
Sin embargo, a Trump le gustaría probar con más aranceles.
Proyecto 2025
¿Qué más podríamos esperar? Ahondando en la cámara de los horrores conocida como Proyecto 2025, el anteproyecto de la Fundación Heritage para una nueva administración presidencial de derecha —del que Trump afirma no saber nada, aunque muchos de sus autores trabajaron para él—, encontramos una ambiciosa agenda reaccionaria, aderezada con piedad y valores decimonónicos. Está lleno de palabras que les encantan a los conservadores fiscales, como «racionalizar» y «flexibilidad» (cada una aparece 43 veces), que son términos amables para dejar que las empresas hagan lo que les dé la gana.
El capítulo sobre el Departamento de Trabajo y las agencias reguladoras relacionadas se abre con «la resolución de reclamar el papel de cada trabajador estadounidense como protagonista de su propia vida y de restaurar la familia como eje central de la vida estadounidense» y, sólo unas líneas después, pasa a recomendar la «tradición judeocristiana, que se remonta al Génesis». Eso significa derogar la «agenda de ingeniería social de izquierda asertiva» que actualmente encarna el Departamento de Trabajo de Estados Unidos y reducir la regulación. Los primeros puntos de acción específicos son «revertir la revolución DEI» (siglas de Diversity, Equity, and Inclusion: Diversidad, Equidad e Inclusión) y «eliminar las capacitaciones en teoría crítica de la raza». Nada de ingeniería social aquí. El plan suprimiría las normas contra la discriminación y flexibilizaría las que regulan el pago de horas extra, especialmente en el «sudeste», la antigua Confederación. Desregularía el trabajo infantil y fomentaría «alternativas a los sindicatos, cuya politiquería y enfoque contencioso atrae a pocos». Pero hay excepciones al impulso desregulador: El Proyecto 2025 endurecería las normas para los trabajadores inmigrantes y avanzaría hacia la exigencia de que el 95% de los empleados de los contratistas federales sean ciudadanos estadounidenses.
Los capítulos siguientes proponen una política comercial más agresiva, es decir, aranceles y otras barreras comerciales, especialmente contra China, asumiendo aparentemente que Trump no se esforzó lo suficiente la última vez. El capítulo de Peter Navarro sobre comercio es enérgicamente belicoso al instarnos a luchar contra la «amenaza existencial planteada por el Partido Comunista Chino (PCCh) en su búsqueda del dominio global». (La abreviatura «PCCh» aparece 41 veces.) Curiosamente, sin embargo, el manifiesto de Navarro va seguido de una disensión: una defensa del libre comercio por Kent Lassman, presidente del libertario Competitive Enterprise Institute. Lassman declara que el experimento arancelario fue un costoso fracaso que enfureció a los aliados de EE.UU. y no obtuvo concesiones de China; en lugar de repetirlo, argumenta, debería reformarse la política para asegurar que no vuelva a ocurrir. Evidentemente, hay algunas tensiones dentro de la coalición de Trump.
Los autores del Proyecto 2025 también disolverían la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), porque es el núcleo de la «industria de la alarma sobre el cambio climático», privatizarían el Servicio Meteorológico Nacional (una agencia dentro de la NOAA) y «alinearían la misión de la Oficina del Censo con los principios conservadores», invirtiendo el largo aislamiento de las agencias federales de estadística de la política. Purgarían al Tesoro de su agenda «woke». (Promoverían la «competencia fiscal» en lugar de un «cártel fiscal internacional», lo que significa eliminar los esfuerzos internacionales para evitar la evasión fiscal y acabar con los paraísos fiscales. Reducirían la progresividad del impuesto sobre la renta y recortarían los tipos de sociedades y de las plusvalías. A partir de ahora, para subir los impuestos se necesitaría una mayoría de tres quintos en el Congreso. También retirarían a Estados Unidos del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, no porque hayan sido agentes de austeridad punitiva durante décadas, sino porque son «contrarios a los principios estadounidenses de libre mercado y gobierno limitado» y promueven «impuestos más altos y un gran gobierno centralizado». Los países que vivieron la crisis de la deuda latinoamericana de los años 80 y la crisis del euro de los años 2010 se sorprenderían de estas caracterizaciones.
Profundizando, encontramos propuestas para revisar el sistema financiero, concretamente mediante una desregulación radical —básicamente dejar que los bancos hagan lo que quieran— al mismo tiempo que se reduce radicalmente la Reserva Federal. El capítulo sobre la Reserva Federal es surrealista. Señala que desde que se creó la Fed en 1913, hubo una recesión cada cinco años, lo que es aproximadamente correcto. Lo que no menciona es que, entre 1854 (cuando comienzan las estadísticas oficiales) y 1913, hubo una cada dos años, y que las expansiones duraron sólo ligeramente más que las recesiones, a diferencia del periodo posterior a 1913, en el que las expansiones fueron cuatro veces más largas que las recesiones. Desde 1945, fueron seis veces más largas. Sí, la Fed (junto con el resto del gobierno) fue absurdamente indulgente a la hora de rescatar a los financieros cuando se meten en problemas, pero la respuesta a ese problema es regularlos y supervisarlos estrictamente, no traer de vuelta el régimen de pánicos y depresiones que prevaleció durante el siglo XIX y principios del XX. El crack de 1929, durante el cual la joven Reserva Federal no hizo prácticamente nada, no es un modelo inspirador casi un siglo después.
Destrucción creativa
Otra fuente sobre cómo podría ser el segundo mandato de Trump es el America First Policy Institute, descrito por el Financial Times como «la “Casa Blanca en espera” de Trump» (donde Larry Kudlow ejerce de vicepresidente, rodeado de antiguos alumnos de la primera administración de Trump). El material de la página web es más bien escaso, sin embargo, e incluye artículos de opinión sobre economía de fuentes tan rigurosas como el Daily Mail y el Daily Caller. Sus recetas pueden resumirse fácilmente: perforar, desregular, recortar impuestos, recortar gastos, promover el dinero sensato (y no la política climática y la DEI), dejar de subvencionar a los sindicatos federales y subir los aranceles. El sitio está lleno de quejas sobre cómo la deuda federal aumentó con Joe Biden (es cierto, pero aumentó mucho más rápido bajo Trump, gracias en gran parte a sus recortes de impuestos de 2017, que agregaron casi $ 2 billones al déficit). Y como a Trump le gustaría ampliar y profundizar esos recortes fiscales, es difícil ver cómo la deuda no volvería a aumentar. La única alternativa serían profundos recortes del gasto que resultaron políticamente imposibles en el pasado. Pero como estos déficits se destinarían a financiar recortes fiscales de alto nivel en lugar de subsidios por hijos, están bien.
Un comodín en todo esto es el posible vicepresidente J. D. Vance y sus posturas populistas. Un vicepresidente no tiene mucho poder, pero Trump tiene 78 años y no está, al menos a simple vista, en su mejor forma física, por lo que no es descabellado que Vance pueda ascender. Vance —cuyo ascenso se vio favorecido por la financiación de Peter Thiel, el multimillonario de la tecnología que cree que la democracia se acabó— hizo mucho ruido a favor de los trabajadores e incluso visitó un piquete, pero es difícil ver aquí algo más que afectación. (La visita al piquete tuvo lugar durante la huelga de United Auto Workers del otoño pasado contra las Tres Grandes; la aparición de Vance provocó que la representante de Ohio, Marcy Kaptur, le preguntara: «¿Es la primera vez que viene?». «Sí», respondió él). A pesar del disfraz de piquetero, Vance no parece muy pro-sindicatos, y su idea de impulsar el poder de la clase trabajadora parece girar en torno a respaldar el plan de Trump de sellar las fronteras y deportar a diez millones de trabajadores indocumentados.
Pero todo esto son especulaciones fundadas. El currículum de Trump como gestor nos hace preguntarnos cuánto podría conseguir. Su primera administración fue caótica. No estaba preparado para ganar e improvisó durante su mandato. Hubo una inmensa agitación en su gabinete: la rotación, según un recuento de la Brookings Institution , fue siete veces mayor que la de Biden y cinco veces mayor que la media desde Ronald Reagan hasta Barack Obama. Un segundo mandato podría ser más estable, con una agenda inspirada en el Proyecto 2025 y un equipo formado por tecnócratas y agitadores de derechas experimentados. Por otra parte, Trump seguiría en la cima, por lo que podríamos tener un extravagante drama de decadencia imperial.