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El imperialismo cree que con la brutalidad suficiente puede someter a cualquiera, pero la historia siempre se ha inclinado hacia la justicia, no por casualidad, sino como resultado de la inevitable e implacable resistencia de los pueblos por su dignidad. (Foto vía Getty Images)

Palestina contra el apartheid ecológico

Traducción: Álvaro Queiruga

La época en que Occidente reivindicaba la democracia, el multilateralismo y la colaboración internacional ha terminado, y su rechazo a detener la matanza del pueblo palestino es la prueba. En un mundo de fantasías de sostenibilidad y realidades genocidas, la única salida es la resistencia colectiva.

Gaza experimenta la mayor matanza de hombres, mujeres y niños en décadas y un ritmo de destrucción tal que lleva ya acumuladas más de 40 millones de toneladas de escombros que tardarán una década en limpiarse. Las casi cien mil toneladas de bombas que se lanzaron sobre la Franja de Gaza desde octubre de 2023 superan los bombardeos conjuntos sobre Londres, Dresde y Hamburgo durante la Segunda Guerra Mundial.

Gaza también es escenario de una de las mayores hambrunas masivas de este siglo. Desde hace más de un año no pasa un día en que el ejército de Israel, con el respaldo de Estados Unidos, deje de desmembrar a un niño o niña palestinos. Gaza ha visto volar en pedazos sus hospitales, universidades, mercados y servicios esenciales, y sus vías fluviales, aéreas y terrestres han sido contaminadas hasta niveles sumamente tóxicos por los residuos químicos de los bombardeos de saturación.

La fuerza destructiva de los bombardeos en la Franja de Gaza supera varias veces a la de la bomba nuclear que Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima. Y, sin embargo, las decenas de miles de niñas y niños palestinos que mueren mutilados, incinerados o infectados a raíz de las amputaciones no cuentan absolutamente para nada ante los ojos de Occidente, en fuerte contraste con la reacción cuando se toma de rehén a un israelí o un estadounidense ultrarrico queda atrapado en un submarino durante un viaje de placer para ver el naufragio del Titanic. Resulta estremecedoramente claro que las vidas palestinas no importan a quienes defienden los intereses occidentales.

El total menosprecio de poblaciones enteras como subhumanas (o, de mínima, no equivalentes a los cuerpos europeos o estadounidenses), es un crudo recordatorio de que los horrores de la trata transatlántica de esclavos y el genocidio colonial de las poblaciones indígenas por parte de los imperios occidentales continúan vigentes. También es un reflejo aterrador de las prioridades de los gobernantes del mundo, mientras vemos cómo se erosionan los sistemas de soporte vital del planeta debido al colapso ecológico.

El deseo de la clase dirigente de preservar la sociedad democrática liberal sin riesgo de catástrofe ecológica solo se aplica a un futuro reservado para ellos mismos: una minoría cada vez más reducida de multimillonarios. Mientras tanto, Gaza es un indicio de lo que ocurrirá en esta época de creciente deterioro ecológico provocado por un orden capitalista mundial que ya no es apto para su propósito, si es que alguna vez lo fue. Como declaró el presidente colombiano Gustavo Petro en la COP28, la reunión de la conferencia sobre el clima celebrada en Dubái en 2023: «Gaza es el espejo de nuestro inmediato futuro».

La palabra genocidio es lamentablemente insuficiente para describir la aniquilación intencionada de personas y de las relaciones ecológicas que sustentan su vida. Lo que estamos presenciando en Palestina es el monstruoso intento de acabar con toda una población y todo un medio ambiente para consolidar los intereses imperiales dirigidos por Estados Unidos frente a la resistencia anticolonial, y para sacar provecho de los proyectos de petróleo y gas y de «propiedades frente al mar»[1] en la costa de Gaza.

Con la creciente movilización de facciones perversas de extrema derecha y un vuelco general hacia el capitalismo autoritario en todo el mundo, es muy posible que en el futuro veamos más casos de este tipo de aniquilación del tejido social y ecológico de los lugares, en un último esfuerzo desesperado por seguir extrayendo ganancias y eliminar a las «poblaciones sobrantes», pero con menos pretensiones liberales y progresistas en lo que respecta a la moral, los derechos humanos y las soluciones que beneficien a todos. Estos actos de aniquilación se presentarán progresivamente como situaciones en las que los vencedores civilizados triunfan ante la barbarie de los tipos malos (en palabras de Tim Walz, el excandidato a la vicepresidencia de Estados Unidos por el Partido Demócrata), deshumanizando a poblaciones inocentes cuyo sacrificio se considerará necesario para mantener un orden mundial moribundo y totalmente catastrófico.

Ecocidio y genocidio

La combinación de ecocidio y genocidio en Gaza es una expresión de apartheid ecológico, un violento fenómeno de racialización que hace avanzar la frontera colonial de la ocupación de tierras y el saqueo de recursos para desviar la riqueza hacia unos pocos privilegiados a costa de la inmensa mayoría de la población. En el orden racial imperialista del apartheid ecológico, la destrucción de los «condenados de la tierra», de las personas marrones, negras e indígenas, y la supresión de sus medioambientes, culturas y conocimientos, es considerada completamente banal, como parte de un sistema que funciona como se supone que debería.

El genocidio y el ecocidio deben considerarse dos caras de la misma moneda. Ambos se definen por el intento de aniquilación de toda una población y de los medioambientes vitales de los que esta forma parte. El cambio climático es el producto de siglos de ocupación colonial y de la explotación de personas racializadas y de sus tierras como «recursos». Lo que distingue al genocidio del ecocidio es la velocidad de la matanza: rápida en algunos lugares, más lenta en otros.

El proceso que desvía la riqueza hacia un puñado de personas implica la creación de zonas geopolíticas y geofísicas de sacrificio de diversa gravedad. Estas zonas de sacrificio pueden darse tanto en el Sur global como en el corazón del imperio. Por ejemplo, mientras los estadounidenses de clase trabajadora en algunas partes de Carolina del Norte recibieron un máximo de 750 dólares en fondos de socorro tras la destrucción que causó el huracán Helene, que fue potenciado por el cambio climático, el Gobierno de Estados Unidos dio más de 22700 millones de dólares en ayuda a Israel para los bombardeos de Gaza y Líbano (equivalente a más de 2300 dólares por ciudadano israelí) desde el 7 de octubre de 2023.

Aunque las consecuencias del nexo entre ecocidio y genocidio son letales para la humanidad, el apartheid ecológico es necesario para mantener el capitalismo imperialista durante las próximas décadas y asegurar el futuro de los colonos supremacistas blancos. En ese futuro se acabarán las sutilezas del orden liberal basado en normas: los mitos del multilateralismo, el multiculturalismo, el derecho internacional y los derechos humanos ya no serán convenientes para la clase dominante frente a las abrumadoras contradicciones económicas y ecológicas. Como escribe Nesrine Malik, el hecho de que el inconmensurable ataque a Gaza no mueva un pelo a los dirigentes políticos occidentales  es un indicio de que en nuestro mundo el poder sigue teniendo la razón.

La actitud de «mirar hacia otro lado» que muestran las potencias occidentales al apoyar y fomentar activamente el genocidio de la población gazatí, junto al silenciamiento deliberado de las voces contrarias, presagian la normalización y la manipulación psicológica colectiva de la violencia inimaginable que se avecina mientras la catástrofe climática continúa evolucionando. Es de esperar que un número cada vez mayor de personas sean deshumanizadas y expulsadas de sus territorios para enfrentar la ira del cambio climático y la precariedad social, inclusive mediante la ocupación militar violenta. Al mismo tiempo, la élite seguirá desviando la responsabilidad y escudándose en la llamada vida con «sostenibilidad».

Palestina en la ecología mundial

El proyecto sionista no es más que una versión moderna de la salvaje historia colonial de asentamiento de Occidente. Desde la Declaración de Balfour (1917) publicada por Gran Bretaña y la violenta represión de la Gran Revuelta Árabe (1936-1939), pasando por el considerable suministro de armas de Francia a mediados del siglo XX hasta la incesante ayuda militar actual de Estados Unidos, Israel siempre fue considerado el baluarte central de la dominación imperialista en la región. Se lo considera un puesto de avanzada de la misión civilizadora de Europa entre los árabes «atrasados» y sus áridos paisajes, y un antídoto contra las expresiones de autodeterminación árabe y los movimientos progresistas de la región.

Como sucedió con el imperio británico, que legitimó y facilitó al proyecto sionista, al imperio estadounidense no le interesan la democracia, los derechos humanos ni la lucha contra el antisemitismo. Estos, como la «sostenibilidad» comercializable, no son más que narrativas convenientes que sirven para aprovechar las inquietudes sociales con el fin de lavar la imagen de los proyectos militares y económicos del imperio. Tales proyectos tienen la intención de someter a territorios y personas y empujarlos a circuitos de acumulación en torno al trabajo, la tierra y nuevas formas de deuda. Como consecuencia, las personas que ya son ricas mantienen y mejoran sus estilos de vida intensivos en agua y energía mediante la automatización ecomodernista que se presenta como resistente al clima.

En esencia, los estilos de vida ecomodernistas no son otra cosa que el 10%  más rico haciendo negocio con sus inversiones. La búsqueda colonial de recursos también otorga al colonizador supremacista blanco un estatus exaltado, especialmente cuando quienes sufren son árabes, musulmanes y personas de color de bajos ingresos según los caprichos de los intereses occidentales, ya sea en Haití, el Líbano, la República Democrática del Congo, Cuba o Sudán, así como también fronteras adentro de los Estados Unidos u otras potencias occidentales.

Israel es el puesto de avanzada más importante del imperio estadounidense, no por los conflictos interreligiosos o la influencia del lobby prosionista en América del Norte y Europa Occidental, sino por la centralidad que tiene Oriente Medio en el sistema capitalista mundial. Tras la guerra de 1967 con el Egipto de Nasser, en la que Israel demostró ser un socio fiable del imperialismo, Estados Unidos asumió la posición de principal patrocinador del régimen sionista por medio del suministro de armas y el apoyo financiero al Estado colono. Los intereses de Washington en la región se concentran en la economía basada en combustibles fósiles y en garantizar el suministro estable de petróleo. Esto implica un círculo vicioso de retroalimentación positiva, en el que los petrodólares engendran más petrodólares mediante campañas militares, explotación de recursos, guerras y ecocidio. Washington solo puede confiar plenamente en Israel, con su población de colonos estratégicamente ubicada, fronteras vulnerables, sociedad militarizada y fuerzas represivas, para ayudar a afianzar el orden regional basado en Estados Unidos.

La utilización del antisemitismo como arma moral geopolítica por parte del lobby sionista es un factor a la hora de apuntalar a Israel y su exaltado estatus para los intereses de Estados Unidos. Mientras tanto, la entidad sionista de extrema derecha también depende totalmente de Estados Unidos para sobrevivir, tanto en lo financiero, como en lo militar e incluso lo político. De hecho, la supervivencia de Israel es clave para la supervivencia de un orden capitalista mundial basado en el imperialismo estadounidense y en la hegemonía de Europa Occidental. Una amenaza para Israel es, por tanto, una amenaza para el predominio imperial estadounidense. Solo a través de esta dialéctica podemos entender tanto el apoyo incondicional que se otorga al genocidio de Israel en Gaza como la absoluta normalización del genocidio en la sociedad occidental. Y este hecho también explica la magnitud de la tiranía y el holocausto perpetrados por Israel en respuesta a los actos de resistencia palestinos: un holocausto que se racionaliza y se rebautiza como «rutinario» o que constituye una serie de «operaciones terrestres limitadas».

La piedra en el zapato

En este contexto, la resistencia palestina es la piedra en el zapato del imperialismo estadounidense. Mucho antes de octubre de 2023, la estrategia del presidente saliente de Estados Unidos Joe Biden para con Oriente Medio había sido muy clara: normalizar los lazos entre Israel y Arabia Saudita, abrir más mercados de inversión formales en la región y estabilizar aún más las relaciones imperiales. Con el acuerdo de normalización entre Arabia Saudita e Israel a punto de anunciarse a principios de 2023, la cuestión de la soberanía nacional palestina se puso de manifiesto una vez más gracias a la resistencia popular.

Porque la destrucción de Gaza por parte de Israel —con el apoyo de Estados Unidos— no es simplemente una forma de habilitar más mercados inmobiliarios o de apoderarse de tierras para el capital. Palestina, Líbano y Yemen son castigados por haber obstaculizado la acumulación desigual de capital y la fuga de valores de Medio Oriente. La resistencia palestina expresa actualmente de la forma más clara la disidencia anticolonial de un movimiento de liberación nacional que se niega a que su humanidad sea cancelada y a que sus poblaciones sean suprimidas y sacrificadas en aras del núcleo imperial.

La escala de la aniquilación de Gaza por parte de Israel, que deshace el tejido social, ecológico y político con megatones de arsenal militar, será cada vez más habitual a medida que se intensifiquen las crisis de acumulación del capital mundial, con las presiones que provocan la alteración del clima, las graves tensiones geopolíticas y la desigualdad socioeconómica. Las excavadoras que devastan la ecología de Gaza no difieren de las que arrasan las selvas tropicales primarias para la expansión del agronegocio, precipitando la sexta extinción masiva. Las tecnologías de inteligencia artificial (IA) que refinan las armas utilizadas para asesinar a la población civil en los hospitales y las escuelas de Gaza son las mismas tecnologías de IA que requieren más fuentes de energía, como el carbón, el petróleo, el gas, las energías renovables e inclusive la energía nuclear.

Este apetito por la energía que tienen las gigantes tecnológicas como OpenAI, Microsoft, Alphabet y Meta, entre otras, no solo anula los beneficios ambientales derivados del uso de las energías renovables, sino que también refuerza prácticas de extracción devastadoras para la ecología y vertederos de residuos tóxicos sobre comunidades de personas consideradas indignas e infrahumanas en otros lugares. Lo que estamos presenciando es un círculo vicioso de violencia genocida y ecocida.

En su discurso en la cumbre de la COP28 en Dubái, el presidente colombiano Gustavo Petro declaró: «El genocidio y la barbarie desatada sobre el pueblo palestino es lo que le espera al éxodo de los pueblos del Sur desatado por la crisis climática». A quienes disientan en el Norte les espera la manipulación psicológica y la represión. A quienes se organicen para resistir en el Sur les responderán con violencia y barbarie. La historia de la civilización occidental moderna se caracteriza por la colonización salvaje, la desposesión, la esclavitud y el genocidio, pero este hecho ha quedado oculto por el recurso a la moral elevada.

Esta brutalidad caracterizó a la colonización euroestadounidense del «Nuevo Mundo» desde el momento en que los colonos europeos mataron a más de 55 millones de indígenas en América del Norte, Central y del Sur a lo largo de 100 años, hasta el «periodo civilizador» de los siglos XIX y XX, durante el cual Occidente llevó a cabo las campañas de mutilación y exterminio más brutales y salvajes del planeta bajo la bandera de la modernidad y el desarrollo, inclusive dentro de sus propias fronteras.

La brutalidad también caracterizó al siglo XX y principios del XXI, una época marcada por las guerras del imperialismo estadounidense, que implicaron la brutalización de las poblaciones de Vietnam, Angola, Irak y Afganistán, y el apoyo de Estados Unidos a gobiernos títere liderados por tiranos en lugares como Chile, Argentina e Indonesia, por nombrar solo algunos.

Estas masacres a lo largo de los últimos siglos no son notas a pie de página ni estudios de caso. El objetivo estaba claro: el exterminio de mundos vitales en función de la supervivencia del orden colonial. Por ello mismo son fundamentales para entender las crisis ecológicas que vivimos hoy en día. Si bien todas las civilizaciones a lo largo de la historia tuvieron guerras y conflictos, solo el imperio euroestadounidense supremacista blanco, con sus tecnologías racializantes, ha perfeccionado tanto la infraestructura social y ecológica basada en el genocidio y el ecocidio. Aunque las masacres de Gaza y el Líbano han sacudido la conciencia dormida de las masas, son un reflejo nada sorprendente y muy coherente del carácter moral de Occidente, como se ha demostrado en los últimos 500 años.

Más cuerpos que sacrificar

¿Qué hay de nuevo en la coyuntura actual? ¿Qué caracteriza a esta renovada era del imperialismo estadounidense en la que hemos ingresado? La respuesta es simple: el abandono inclusive de las pretensiones más moderadas de un orden internacional basado en normas; la inauguración de una situación en la que las normas se aplican a todo el mundo con la excepción de las potencias coloniales que han infligido 500 años de violencia al planeta y a sus pueblos, y cuyo modus operandi de fragmentar a la humanidad para extraer mano de obra y recursos se basa en la idea de la supremacía blanca. El historiador Enzo Traverso sostiene que este estado de excepción de las potencias colonizadoras es una admisión implícita de inmoralidad. Implica la transgresión selectiva de las leyes, en la que todas las libertades civiles, así como las normas básicas de la ley y el orden, pueden ser desmanteladas con el fin de proteger el futuro del imperio mientras este contrarresta su propia decadencia.

Las consecuencias de este ejercicio selectivo de la inmoralidad son absolutamente aterradoras en esta época en que los sistemas de soporte vital de la Tierra corren el riesgo de desmoronarse debido al colapso ecológico. Y allí reside la clave para entender el apartheid ecológico. Atrás queda la época de las reivindicaciones occidentales de humanidad, sostenibilidad y derechos civiles (si es que fueron válidas alguna vez): en su lugar, vemos el reconocimiento de que esos derechos solo les pertenecen a unos pocos, y que el «otro» debe ser sacrificado para salvar este orden moribundo.

Quienes trazan paralelismos entre el actual genocidio en Gaza y el sistema en desarrollo del apartheid ecológico mundial no están haciendo una comparación simplista. En el verano de 2024 se registraron récords mundiales de calor que superaron la barrera de los 50°C en extensas zonas del Sur global, como Egipto y México. Las inundaciones y los incendios asolaron vastas zonas del planeta, inclusive en el corazón del imperio, al sur de los Estados Unidos, perjudicando en mayor proporción a las personas racializadas, así como a la clase trabajadora blanca, cuyas vidas de trabajo han sido explotadas con escasas compensaciones o redes de seguridad a cambio.

Un mundo con más de mil millones de migrantes y refugiados desplazados por el cambio climático no es una hipótesis lejana sino nuestro «inmediato futuro», como ha señalado el presidente colombiano Gustavo Petro, si la producción de combustibles fósiles continúa sin cesar (siguiendo los deseos del ministro saudita de Energía, que ha prometido que «saldrá hasta la última molécula de hidrocarburo»).

La magnitud del éxodo de personas como consecuencia del calor extremo, las sequías y hambrunas ha llevado a algunos científicos a alzar la voz de alarma entre el colapso social y el ecológico (Xu et al., 2020). Estos desplazados climáticos ya son objeto de leyes antinmigración por parte de una envalentonada agenda derechista en todo el mundo, como sucedió en Turquía, India, Filipinas, Estados Unidos, Reino Unido y la Unión Europea. Estas leyes se promulgan materialmente a través de fronteras militarizadas diseñadas para matar, dejar ahogar y morir de hambre, y luego culpar a los migrantes y refugiados de todos los males del capitalismo.

La violencia de este futuro inmediato ya está en marcha, y es cada vez más legitimada por discursos que presentan el cambio climático como una cuestión de seguridad nacional. Mientras los países occidentales continúan fortificando sus fronteras contra los inmigrantes y los refugiados climáticos, siguen superando la parte que les corresponde del presupuesto de carbono. Si el presupuesto mundial de carbono se dividiera en partes iguales entre la población mundial, Estados Unidos —teniendo en cuenta sus emisiones per cápita históricamente elevadas— habría superado la parte que le corresponde en un factor de 4 a 10 (Fanning y Hickel, 2023). Mientras tanto, es probable que los países pobres del Sur global no alcancen nunca el 100% de sus presupuestos nacionales de carbono. Sin embargo, es sobre sus cuerpos donde se sentirán los impactos más feroces del cambio climático y de las políticas ecológicas impuestas por la escasez.

Ninguna población, rica o pobre, elige ser refugiada y renuncia voluntariamente a la soberanía y la autonomía sobre sus tierras, su cultura y su forma de conocer el mundo. La presión para abandonar el hogar propio debido a la guerra, el despojo forzoso provocado por el acaparamiento de tierras agrícolas, proyectos mineros u otras crisis inducidas por el clima, es una condición impuesta a quienes las potencias coloniales ven como «poblaciones excedentes» del mundo. Con suerte, estas poblaciones quedan atrapadas en zonas de sacrificio y son sobreexplotadas como mano de obra precaria.

Pero cuando los países colonizados forman un frente de resistencia anticolonial, cuando intentan desvincular sus economías del sistema imperialista mundial, cuando expresan su derecho a resistir la explotación de su mano de obra y de sus recursos naturales, Occidente está dispuesto a responder con la muerte, como también declaró Gustavo Petro. Lo vemos en Palestina, en América Latina, el Líbano, Irán y en todo el continente africano, donde las luchas de liberación nacional son demonizadas y socavadas. En el caso de Palestina, se respondió a la resistencia con más de un año de bombardeos de saturación.

El último suspiro de la moralidad occidental

En enero de 2024, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) emitió un fallo provisional en el que ordenaba a Israel tomar medidas para «prevenir actos de genocidio» después de que Sudáfrica presentara un caso sólido. Casi un año después, la decisión se convirtió en un símbolo de la subordinación de todas las instituciones de gobernanza multilateral a los intereses y la voluntad de Estados Unidos. Dicha subordinación ha demostrado su abyecto fracaso como instrumentos de la democracia internacional.

La posición y los esfuerzos de las Naciones Unidas en el contexto del genocidio han sido, en el mejor de los casos, insuficientes. Tras 58 días del inicio de la matanza indiscriminada de palestinos en Gaza, António Guterres, Secretario General de la ONU, invocó el Artículo 99 —un instrumento que no se utilizaba desde 1989— con el fin de convocar una reunión del Consejo de Seguridad «para evitar una catástrofe humanitaria en Gaza». Llamativamente, Guterres siguió presentando la situación como una catástrofe humanitaria y no como un genocidio deliberado de una fuerza de ocupación con el respaldo de Occidente contra una población autóctona.

Desde octubre de 2023, Estados Unidos vetó cuatro resoluciones de alto al fuego en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (en realidad, las dos primeras no pedían un alto al fuego total, sino simplemente pausas en los combates para entregar ayuda humanitaria). La capacidad que tiene un solo Estado, debido a su hegemonía militar y económica, de vetar resoluciones de alto al fuego que pretenden condenar —al menos simbólicamente— un genocidio en curso demuestra claramente la absoluta impotencia de la ONU y, por extensión, el rotundo fracaso del multilateralismo.

Aún más cruda es la forma en que se ignora y niega la Resolución 3103 de 1973 de la Asamblea General de la ONU, relativa al derecho de los pueblos de luchar contra la ocupación y la opresión. Tras 76 años de ocupación, limpieza étnica y condiciones deshumanizadoras y sostenidas de violento apartheid, se espera que la población palestina sea dócil y servil ante sus opresores. De forma similar a la expectativa de que quienes viven en guetos marginados y sometidos a pogromos religiosos o raciales o quienes son forzados a subirse a buques de esclavos o vivir en reservas, plantaciones o campos de concentración nunca aspiren a superar los grilletes de su opresión, se espera que los palestinos se rindan a la «misión civilizadora» y acepten su destino como bárbaros «animales humanos».

En mayo de 2024, el fiscal de la Corte Penal Internacional presentó solicitudes de órdenes de detención tanto contra dirigentes de Hamás como contra los criminales de guerra israelíes Benjamin Netanyahu y Yoav Gallant. La equivalencia inherente en la comparación entre la violencia colonial israelí y la resistencia palestina con décadas de limpieza étnica, apartheid, bombardeos reiterados, apropiación de tierras, restricciones de agua y asesinatos impunes invoca la falsa sensación de que la ley es neutral. Esconde por completo la magnitud de la mortandad y el terror continuos que el Estado sionista impuso a las y los palestinos desde 1948, y aun antes. Y, sin embargo, inclusive este intento de falsa neutralidad, con todos sus defectos incalificables, no logró detener a los criminales de guerra israelíes (al momento de redactar este escrito, la Corte todavía no ha emitido órdenes de detención contra ellos).

La brutal matanza de decenas de miles de personas en el transcurso de un año, en lo que constituye el genocidio más televisado y transmitido de la historia de la humanidad, se considera simplemente un costo corriente del mantenimiento del régimen terrorista de apartheid, devastación ecológica y genocidio patrocinado por Estados Unidos y Europa Occidental y representado por el Estado de Israel. La normalización combinada del genocidio y la criminalización de los manifestantes en universidades e instituciones de todo el mundo que exigen la desinversión de la maquinaria bélica genocida anula cualquier efecto redentor de la acción de las sociedades occidentales en otras causas morales y sociales, ya sean relativas a los derechos humanos, la justicia, el feminismo, la sostenibilidad o la igualdad. En otras palabras, es imposible afirmar que se apoya la diversidad, la equidad o la inclusión cuando se desarrolla tecnología de inteligencia artificial que permite a los francotiradores apuntar con mayor precisión a los cuerpos de niños y niñas y cuando se envían armas para asesinar a 100 palestinos al día.

La falsa fusión de la crítica a la política de un Estado con la crítica a un pueblo o a una religión, amplificada por la instrumentalización del dolor y el trauma históricos del pueblo judío como consecuencia del Holocausto en Europa Occidental para permitir el genocidio en Palestina, son tácticas grotescas de manipulación que justifican la pretensión absolutamente perversa de que el asesinato de decenas de miles de palestinas y palestinos equivale de alguna manera a una defensa propia. Mientras tanto, los supremacistas blancos y los fascistas de extrema derecha de Europa y América del Norte que perpetúan actos de antisemitismo se regodean, al hallar en el proyecto sionista al embajador perfecto para protegerse de las acusaciones y desviar la culpa hacia los palestinos y sus defensores.

La aceptación del actual genocidio en Gaza —y el aliento y apoyo que recibe— muestra de manera crucial y dolorosa cómo el dolor y el sufrimiento indescriptibles se consideran medallas de honor para el Team America. Las repercusiones son importantes. Si se acepta la depravación que estamos presenciando en Gaza (e inclusive se glorifica, hasta por algunos autoproclamados «progresistas»), es muy poco probable que la violencia mucho más prolongada y lenta que experimenta la mayoría mundial como consecuencia del colapso ecológico y el cambio climático suscite algún tipo de simpatía por parte de la clase dominante.

Las empresas petroleras y de gas, las gigantes tecnológicas, los fabricantes de armas y los especuladores inmobiliarios obtendrían ganancias imprevistas con los negocios y ventas en la Franja de Gaza y sus alrededores. Son precisamente estos intereses los que forman parte de la columna vertebral de la economía global que está destrozando el planeta para vender el botín al mejor postor. En este contexto, la negativa de los países occidentales a aceptar la sentencia de la Corte Internacional de Justicia sobre el riesgo de genocidio en Gaza demuestra que no habrá nada que se interponga en el camino del lucro y la dominación; menos aún los derechos humanos, el colapso ecológico y la catástrofe climática.

Gaza ha puesto de manifiesto la eterna verdad de que nunca se podrá recurrir al derecho internacional y a la moral occidental para aliviar nuestras crisis, ya sean políticas, socioeconómicas o ecológicas. La Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, su Conferencia de las Partes (COP) y los acuerdos planteados por las principales economías mundiales se han presentado durante mucho tiempo como las únicas vías legítimas para abordar el cambio climático a escala mundial.

Pero la época en que Occidente reivindicaba la democracia, el multilateralismo y la colaboración internacional ha terminado: su fracaso absoluto a la hora de detener la matanza del pueblo palestino, y de establecer vínculos cruciales entre genocidio y ecocidio, le ha puesto fin. El mundo está siendo testigo de cómo el mito del orden internacional basado en normas cae envuelto en las llamas de la destrucción de Gaza por parte de Israel, haciendo oídos sordos a la insistencia del pueblo palestino sobre su propia humanidad.

El futuro colono del apartheid ecológico

La aniquilación de la población de la Franja de Gaza como banal telón de fondo de la productividad y los planes de vacaciones de norteamericanos, europeos occidentales, habitantes de los países del Golfo y otros que se benefician del orden imperial euroestadounidense, es una muestra de lo que ocurrirá en una situación de colapso ecológico mundial. Ya hemos visto esta actitud de profunda indiferencia durante los cierres de actividades de la pandemia, cuando se puso en peligro de forma intencional a millones de personas pobres y racializadas, tanto en los países occidentales como en el Sur global, con el fin de brindar los servicios esenciales para que las clases medias y élites blancas y cuasi-blancas pudieran mantener sus confortables estilos de vida.

El Informe sobre la Brecha de Circularidad de 2024 destaca que, tan solo entre 2016 y 2021, la economía mundial consumió 582000 millones de toneladas de materiales, aproximadamente el 75% de todos los materiales que había consumido a lo largo de todo el siglo XX (740000 millones de toneladas). En lugar de moderar esta gigantesca aceleración del uso de materiales y energía para detener el colapso ecológico en beneficio de la humanidad, las clases dominantes están presentando las consecuencias de este crecimiento completamente insostenible como «amenazas a la seguridad» que se multiplican y que es necesario gestionar, incluidos los movimientos de migrantes no cualificados y solicitantes de asilo y las invasiones geopolíticas de los enemigos del orden imperial occidental.

En los últimos años han aumentado las advertencias de los climatólogos sobre la consolidación de la «policrisis», una coyuntura de contradicciones económicas y socioecológicas que convergen y son difíciles de revertir. La clase dominante presenta a la policrisis como un riesgo a la seguridad en el que las diversas amenazas que alteran el statu quo y que determinan las previsiones de crecimiento financiero se retroalimentan. Juntas, las amenazas que suelen entenderse como externas a la actividad económica, o las consecuencias negativas involuntarias del crecimiento (como la sobreexplotación de los suelos y los acuíferos subterráneos, la desigualdad extrema de ingresos, los desbordamientos zoonóticos que provocan pandemias, el aumento del nivel del mar y el empeoramiento de las sequías, las inundaciones y los incendios) corren el riesgo de alterar el funcionamiento normal de la actividad económica.

Sin embargo, estas consecuencias nunca se perciben como señales de alarma relativas al propio sistema. Por el contrario, solo se ven como amenazas que debe gestionar un orden político y económico que no tiene intención de modificar el rumbo ni responder adecuadamente a sus propias contradicciones. Entre ellas, el cambio climático descontrolado asociado a la ilusión de que el crecimiento puede desvincularse del impacto ambiental a escala mundial, el aumento permanente del costo de vida y la extrema derecha envalentonada.

Sin embargo, el colapso ecológico mundial, que abarca desde la sexta extinción masiva hasta el deshielo del permafrost del Ártico, pasando por el agotamiento de la materia orgánica del suelo —crucial para la producción de alimentos—, los enormes cambios en la temperatura y la acidez de los océanos y el cambio climático (a una escala que antes tardaba más de un millón de años en producirse y que ahora se dio en apenas medio siglo), refleja las consecuencias de cinco siglos de desvío de recursos y explotación del trabajo en beneficio de una élite reducida.

Esta secuela ecológica es lo que la académica Farhana Sultana ha denominado en 2022 «colonialidad climática». Si somos capaces de imaginar 500 años de una conquista colonial que se alimentó de la vitalidad a los cuerpos humanos explotados como mano de obra y a la tierra como recursos extraíbles que se transfieren a unos pocos privilegiados dejando solo tierra estéril, huesos y miembros esparcidos por los páramos generados, también podemos imaginar el cambio climático como una lluvia (o vómito quizá) ultraconcentrada en tiempos geológicos de estas consecuencias, que queman, inundan y asfixian esas mismas tierras y personas cuya vitalidad este proceso chupó desde un principio.

Aunque pudiera parecer que la llamada élite «progresista» dentro de la clase dominante está en desacuerdo con la ultraderecha envalentonada sobre cómo gestionar esta lluvia vomitiva de policrisis, ambas son mucho más cercanas en actitudes y enfoque de lo que pudiera parecer. La clase dominante defiende los intereses del capital y del colonialismo de asentamiento, independientemente de que la consecuencia sea el fascismo autoritario o el fascismo light. No le importa. Desde la perspectiva de sostener la estructura del orden imperialista estadounidense, tanto los liberales moderados de centro como la extrema derecha desmantelaron sistemáticamente la toma de decisiones y la planificación democráticas mediante la financiarización, fomentaron el militarismo y el belicismo internacional y empoderaron a multimillonarios sociópatas para que dirijan la sociedad.

Solo se diferencian en la marca o el empaque político que le venden al público a través del circo de la política electoral. La derrota de la candidata demócrata Kamala Harris en las elecciones estadounidenses es resultado de un orden liberal engreído y decrépito que se jacta de tener una fuerza militar «letal», encarcelar a niños negros e inmigrantes y decirle a la gente que se limite a aceptar el equivalente a sesiones de mindfulness mientras es despojada de comida y vivienda asequibles en este planeta en colapso ecológico, todo ello mientras afirma ser el asesino moralmente íntegro de niñas y niños palestinos. La hipocresía se ha vuelto demasiado difícil de digerir.

Tanto el centro como la extrema derecha prometen a su población tener la capacidad de evitar lo peor de las consecuencias que ellos mismos han generado, en tanto perpetradores y progenie del proyecto civilizatorio que provocó volúmenes de violencia incalificable. Algo crucial, sin embargo, es que estas promesas solo están aseguradas para la élite, independientemente del partido en cuestión. Para que el público acepte la idea de que los beneficios serán para toda la ciudadanía, se le dice que debe aceptar ciertos sacrificios (como la supresión de libertades civiles, el envío de inmigrantes a otros países, la extracción de más petróleo, el control de los cuerpos de las mujeres, el control de los precios de los alimentos, la inflación de los costos inmobiliarios o la acumulación de deuda para apoyar los mercados de futuros y otras formas de especulación que generan más rondas de deuda). En cambio, los ultrarricos no padecen nada de ello.

Para la clase dominante, la energía renovable es la oportunidad de mantener sus principales operaciones de negocios. La élite convence constantemente al público de que las nuevas soluciones energéticas son bienvenidas porque brindan una especie de complemento de nicho de mercado a la extracción de petróleo y gas en constante expansión y porque crean nuevos bienes y servicios comercializables (es decir, falsas soluciones climáticas), como los bonos de resiliencia climática, las compensaciones de carbono y las tecnologías de geoingeniería.

En nombre de la eficiencia económica se le da carta blanca a un aprendizaje automático con un consumo enormemente intensivo en agua y energía, a pesar de sus riesgos existenciales para los últimos salvavidas de la democracia, los derechos humanos y los sistemas de soporte vital. Del mismo modo, el público tiene que aceptar que miles de millones de dólares de inversión en militarización son necesarios para «luchar contra el terrorismo», mientras que la seguridad privada y más fondos para la Policía son necesarios para «eliminar a los agentes criminales», una categoría que puede extenderse a cualquiera que se oponga al asesinato de poblaciones sobrantes y que se interponga en el camino de los centros turísticos ecológicos, los aeropuertos internacionales y las propiedades frente al mar.

Una de las respuestas más perversas a las policrisis que enfrenta el planeta es la intersección entre el discurso «verde» y de «sostenibilidad» y la expansión del colonialismo de asentamiento y del imperialismo de recursos en todo el mundo. Al disfrazar la supresión genocida de poblaciones mediante el empleo de paneles solares, complejos de ecoturismo, turbinas eólicas y edificios «climáticamente inteligentes» (que, en esencia, son experimentos de vigilancia), quienes tienen las manos manchadas de sangre consiguen presentarse como amables protectores del mundo natural. En realidad, sus «ecologías» asépticas son aspiraciones reales, solo que no están pensadas para la gente corriente. De hecho, a la gente corriente hay que sacarla a la fuerza, dejarla lidiar con huracanes cada vez más feroces, sequías atroces y malas cosechas, quemarla en incendios forestales u obligarla a trabajar a la intemperie con temperaturas pocas veces experimentadas en el planeta.

Las «ecologías» depuradas que descartan a las personas y la naturaleza indeseadas no son nada nuevo. Los espacios fortificados para blancos en ciudades a lo largo de Estados Unidos se construyeron a costa de la mano de obra urbana negra, marrón e indígena, al tiempo que se negaba sistemáticamente a esos trabajadores salarios dignos, voz en los asuntos públicos y el control de la tierra. Como escriben los académicos abolicionistas negros Ashanté Reese y Symone Johnson, los recursos que podrían haber brindado servicios públicos, escuelas dignas, alimentos, transporte y viviendas a estas personas se desviaron hacia presupuestos policiales inflados y prisiones diseñadas institucionalmente para vigilar y oprimir a los cuerpos negros (Reese y Johnson, 2022).

En otros lugares, como describe The Red Nation (una alianza de activistas, educadores, estudiantes y organizadores comunitarios indígenas y no indígenas), se crearon países enteros, como Canadá, mediante la invasión y ocupación de la tierra de naciones indígenas, a las que se obligó a renunciar a sus lenguas y conocimientos mediante internados brutales, hasta que el «indio» racializado que había en ellos fue suprimido y se hizo aceptable para el colonizador euroestadounidense, con efectos desastrosos (The Red Nation, 2021). El apartheid en Estados Unidos, Sudáfrica, Israel y otros lugares creó y reproduce un orden institucional de segregación legalizada que privilegia a determinadas personas según criterios raciales o de otra índole (étnica, religiosa o de pureza percibida) frente a otras que son sometidas deliberadamente a opresión física, psicológica, violación y explotación.

El apartheid ecológico aprovecha imaginarios como la «sostenibilidad» y el «respeto ambiental» para apuntalar el futuro de una minoría al tiempo que institucionaliza una estructura jurídica, política y económica construida en torno a la idea de la «seguridad nacional». Lo hace ante el colapso de los sistemas que sustentan la vida en el planeta con el objetivo de expulsar deliberadamente a las personas y la naturaleza indeseadas o ponerlas directamente en peligro. Como escribe el ecologista político Kai Heron, el apartheid ecológico hace permisible que determinadas personas mueran «para que el capitalismo pueda vivir» (Heron, 2024). Finge inocencia al adoptar medidas que se presentan discursivamente como «decisiones difíciles» que deben tomarse para proteger a la sociedad de amenazas que ella misma ha creado.

El apartheid ecológico imita el encierro de las personas indeseadas en guetos, townships[2], plantaciones o reservas que reflejan el legado del colonialismo, el capitalismo racial y el genocidio de los pueblos indígenas. Sin embargo, lo que distingue al apartheid ecológico es que aprovecha los imaginarios de la «naturaleza» (como la conservación, la plantación de árboles, la energía solar y eólica, y la electrificación) como símbolos de estatus para desviar los alimentos, el agua, el transporte y otros recursos restantes hacia unos pocos, mientras depende de los desastres climáticos y ecológicos y de la guerra para gestionar a las poblaciones sobrantes.

En conjunto, esta forma de apartheid, que separa a la clase dominante que reside en enclaves de élite de la gran mayoría de la población, se presenta en términos de intereses de seguridad nacional ante las crecientes dislocaciones climáticas: se dice que es en «interés de todos». Gaza, como lugar de lucha anticolonial que ha atravesado y expuesto la violencia perdurable del capitalismo racial, pone de manifiesto hasta qué punto los llamados progresistas occidentales, que defienden conceptos como equidad, derechos humanos, sostenibilidad y diversidad, normalizan las matanzas masivas cuando los sistemas que mantienen sus privilegios corren peligro. No hay límites para la violencia cuando el lenguaje y los desplazamientos culturales hacia la inocencia no logran garantizar los intereses geopolíticos estratégicos.

Lavado de imagen verde, manipulación psicológica y represión

A medida que las formas nuevas de fragmentación de clases separan a los dignos de los indignos, las personas de clase media tendrán que conseguir un acceso suficiente al capital (tanto financiero como social) para evitar caer en la categoría de los desechables: por ejemplo, los trabajadores blancos de clase obrera, y especialmente los trabajadores inmigrantes marrones y negros, cuyo principal «valor» para el capital es su mano de obra barata. En un mundo de crecientes desigualdades y secuelas ecológicas, el mantenimiento del statu quo exigirá ilusiones cada vez más fantásticas de «sostenibilidad» para justificar el nexo entre genocidio y ecocidio. Estas ilusiones seguirán manteniendo la tranquilidad de quienes viven en condominios «resistentes al clima» en zonas de lujo, con una exuberante vegetación, establecimientos comerciales y seguridad privada las 24 horas del día. La brecha entre estas fantasiosas distopías de estilos de vida «sostenibles» y la desgraciada experiencia que vive la inmensa mayoría de la humanidad requerirá niveles absurdos de mitificación sobre el planeta en el que todos vivimos.

El anfitrión de la Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP29) en Azerbaiyán, por ejemplo, permite que las delegaciones y el sector privado recorran su territorio «liberado» en la región de Nagorno-Karabaj, que sufrió una reciente limpieza étnica en favor de proyectos especulativos de energías renovables. Es un ejemplo del nexo que se está desarrollando entre ecocidio y genocidio, en el que el discurso «verde» y ambientalista se coopta a partir de los cuerpos de personas indeseables y sus medio ambientes naturales se consideran inadecuados para la inversión de capital en la exploración de petróleo y gas (con lavado de imagen verde).

Si los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de las Naciones Unidas pueden alcanzarse mediante limpiezas étnicas compensadas por atractivas inversiones en parques de paneles solares y centros de ecoturismo, hay algo que huele a podrido en el núcleo de lo que la sostenibilidad ha llegado a significar. Otro ejemplo de estos mitos absurdos de la sostenibilidad es la visión que Netanyahu tiene para Gaza, expuesta en un plan de tres pasos que debería cumplirse para el año 2035. El plan pretende «reverdecer» la muerte y la destrucción con lo que Ognian Kassabov llama una «distopía urbana construida sobre fosas comunes»: una zona franca futurista con relaciones públicas centradas en la sostenibilidad y la civilización moderna.

Mientras más de mil millones de personas se enfrentan a catástrofes climáticas, hambrunas, tormentas crecientes y olas de calor letales que tornan inhabitables vastas zonas del planeta, estos proyectos, caracterizados por una flagrante negligencia con respecto al resto de la humanidad, así como por evidentes contradicciones, seguirán aplastando la tierra hasta convertirla en polvo con total impunidad. Desaparecidas todas las posibilidades de aspiración y movilidad social, estas distopías construidas sobre fosas comunes seguirán siendo defendidas con violencia y mediante muros fronterizos militarizados cuya función es mantener afuera a los indeseados y preservar los intereses de los ultrarricos.

La clase dominante no cree que la farsa que mantiene y aumenta su poder en medio del colapso ecológico vaya a terminar pronto. Su objetivo es maximizar las ganancias aun mientras el planeta arde. Pero en el contexto actual de caída de las tasas de natalidad, crecimiento de la migración y graves efectos climáticos que generan cuellos de botella en las cadenas de suministro, a la clase dominante le siguen preocupando ciertos imponderables: la escasez creciente de mano de obra, la disminución de la productividad laboral y el cierre de vías para invertir su capital líquido. Para compensar, se apresuran a acaparar vastas extensiones de potenciales tierras agrícolas, yacimientos minerales, combustibles fósiles y otros de los llamados recursos críticos.

Mientras continúa la erosión de los suelos, la destrucción de tierras agrícolas de primera calidad por incendios e inundaciones y el desplazamiento de población a causa de las guerras y los desastres climáticos, se avecinan más rondas de imperialismo por recursos. Las clases dominantes necesitan «excusas» para justificar estas incursiones por los recursos. Estas excusas se encuentran con frecuencia en los discursos geopolíticos de seguridad —seguridad frente a quienes se resisten a las continuas incursiones— y en la normalización estratégica, en la que la «paz» se define como la obediencia al capital. Los Estados árabes del Golfo son un ejemplo de esto en su relación con Israel. Así, en un futuro de apartheid ecológico, las nociones de «seguridad nacional» y «emergencia climática» se emplearán para justificar la carrera a la baja, en un loco frenesí por acumular poder geopolítico a través de la extracción de minerales «verdes» destinados a tecnologías bajas en carbono.

Una de las víctimas de esta utilización de amenazas a la seguridad nacional serán los restos de espacios democráticos en la sociedad. A medida que los indeseados (solicitantes de asilo, pueblos indígenas, comunidades de pastores, pequeños agricultores, comunidades que habitan en los bosques y miles de millones de personas de la clase trabajadora) sean recluidos en guetos, desplazados o simplemente asesinados, los que aún queden para criticar este espectáculo violento también se les tratará como un riesgo para la seguridad. Y mientras sigan protestando, los espacios para la disidencia serán depurados mediante «diálogos inclusivos» que no toman en cuenta la dinámica de poder entre opresores y oprimidos. Los autores de los crímenes seguirán siendo presentados como víctimas o, en el mejor de los casos, como «partes interesadas».

La segunda Nakba que estamos presenciando en Gaza demuestra lo extrema que puede ser la manipulación psicológica: las clases dirigentes ignoran a los periodistas y defensores de derechos humanos que documentan minuciosamente la impensable violencia que se está produciendo, o se les atribuye ser parte del problema y hasta son asesinados. La estrategia es la de «matar al mensajero»: cientos de miles de ciudadanos de a pie que se levantan contra el flagrante desprecio de Israel por la ley y el orden internacionales son tachados de antinacionales o terroristas, y acusados de crear entornos «inseguros» en los campus universitarios, mientras sus administraciones siguen invirtiendo en el asesinato de inocentes y en la contratación de guardias de seguridad privados para que empuñen cachiporras y ataquen a los estudiantes con gases lacrimógenos. En el mundo del apartheid ecológico en ciernes, la «libertad de expresión» solo se reserva a quienes defienden el imperio, no a quienes expresan su desacuerdo con él.

En resumen, en el mundo del apartheid ecológico no hay lugar para la moralidad. Implica justificaciones grotescas de la deshumanización de vastas porciones de la humanidad para que las clases dominantes puedan proclamar que cumplen con el interés público al defenderse contra las amenazas a la seguridad nacional de las que son totalmente responsables de generar. La seguridad y la creación de «espacios seguros» públicos son las excusas que utilizan para justificar sus horrendos crímenes, mientras redoblan los esfuerzos para garantizar que el mundo solo sea habitable para una minoría privilegiada.

La estrategia ecológica del apartheid

El genocidio televisado en Gaza pretende ser una lección subconsciente de las clases dominantes dirigida a todos los oprimidos del mundo, con la advertencia de que su resistencia al apartheid ecológico será respondida con una embestida militar que ha estado en preparación durante muchos años. Este alejamiento de toda política de conciliación tiene consecuencias enormes que los movimientos sociales aún no han comprendido. Sin embargo, una cosa está clara: solo debería reforzar nuestra determinación de preparar una resistencia estratégica y expansiva. Esto significa que, al tiempo que reforzamos los frentes anticoloniales que luchan contra el imperialismo militar y económico en el Sur global, y las solidaridades Sur-Sur que están surgiendo en nuestro mundo cada vez más multipolar, también debemos fortalecer la capacidad de resistencia de la gente sobre el terreno. También tenemos que librar una batalla importante en el núcleo imperial contra el imperialismo capitalista, a través de nuestros movimientos y organizaciones sociales. Estos ya se pusieron en marcha; necesitamos reforzarlos y establecer conexiones entre ellos.

En medio de este genocidio, y a medida que se acumulan los cadáveres de los mártires palestinos, el movimiento climático occidental mantuvo el foco de su activismo en el impacto que causa la agresión israelí al mundo natural: la pérdida de olivos en Palestina, las emisiones de carbono de las bombas, la alteración de la vida no humana. Incluso cuando extiende su solidaridad a las luchas anticoloniales, el movimiento climático tiende a considerar la violencia contra el mundo natural como algo separado de la violencia contra la humanidad. Esto es reduccionismo climático, porque considera la crisis como la pérdida de vida natural en sí misma y no como una crisis provocada por la pérdida del tejido socioecológico que sostiene la vida humana y no humana en Palestina y en otros lugares, y que equivale tanto a ecocidio como a genocidio.

¿Qué debería cambiar el movimiento por el clima? En primer lugar, debe abandonar por completo los enfoques reduccionistas que limitan la crisis ecológica a las emisiones de carbono y los impactos sobre el mundo natural. El reduccionismo climático se manifiesta a menudo en la jerarquización de las luchas urgentes con el cambio climático a la cabeza. Este enfoque no solo separa la crisis ecológica de sus factores político-históricos, sino que también sugiere que los fenómenos meteorológicos extremos provocados por el cambio climático se experimentarán puramente en un sentido medioambiental, sin relación con las estratificaciones de género, raciales y de clase, o con la manera en que los grupos de extrema derecha aprovecharán las consecuencias del cambio climático para victimizarse y promulgar formas nuevas de violencia contra grupos de por sí marginados (Seymour, 2024).

Con demasiada frecuencia, las organizaciones por la «justicia climática» solo se identifican con un reducido segmento de luchas relacionadas con cuestiones que tienen que ver con el mundo natural. La falsa distinción que se hace entre la «naturaleza» y las «personas» es una continuación del ecologismo colonial y de asentamiento, en el que las personas y las naturalezas indeseadas son sometidas y subyugadas con fines de embellecimiento, recreación y, en definitiva, actividad económica. Como escribe la conservacionista Fiore Longo, en este enfoque, la «naturaleza» se considera separada de las sociedades humanas vitales y diversas que ha producido y que han seguido protegiéndola desde tiempos inmemoriales (Longo, 2023).

Una clase de reduccionismo climático que separa la protección o restauración de un medio ambiente abstracto de las personas y sus consecuencias violentas es el creciente interés por los proyectos de plantación de árboles a gran escala con el presunto fin de responder a la pérdida de hábitats, aumentar el secuestro de carbono o proteger los suelos. En algunos casos, la plantación de árboles encaja perfectamente en la intersección de las consecuencias ecocidas y genocidas del apartheid ecológico. Un ejemplo es el uso de «árboles como soldados» para facilitar la limpieza étnica, en referencia a la plantación de árboles por parte de Israel en Cisjordania. Rania Masri, de la Red de Justicia Ambiental de Carolina del Norte, sostiene que Israel planta árboles para disimular sus crímenes y despojar violentamente a las y los palestinos de sus parcelas que tienen generaciones de antigüedad, presentándose como un salvador «verde» aun cuando las plantaciones homogéneas de árboles que genera se convierten en forraje para los incendios forestales inducidos por el clima.

Durante décadas, las iniciativas del Fondo Nacional Judío (JNF) consistieron en plantar árboles en lo alto de aldeas palestinas despobladas y utilizarlos como arma para anexionar y cercar más tierras en Cisjordania y el desierto de Néguev. Esta campaña de forestación penaliza a los residentes palestinos y sus diversas ecologías de algarrobos, olivos y otros árboles frutales, sustituyéndolos por pinos europeos exóticos que requieren una cantidad importante de agua subterránea, aumentan la acidez del suelo (lo que imposibilita el cultivo agrícola) e inmovilizan al territorio y lo cercan para impedir el retorno de las comunidades desposeídas. De hecho, el presidente del JNF entre 2020 y 2022, Avraham Duvdevani, declaró expresamente que el objetivo de la plantación de árboles del JNF es «apoderarse de los espacios abiertos cercanos a los asentamientos beduinos mediante la forestación, diseñada para bloquear la toma de tierras». Rania subraya que «el propio modelo ecológico del proyecto sionista se basa en la homogeneidad, tanto para el mismo árbol como en su modelo de Estado y de política: una política, una nación y suprimiremos a todos los demás».

Para Nadya Tannous, codirectora de Honor the Earth y dirigente del Movimiento Juvenil Palestino, la respuesta «no es descartar los movimientos ecologistas», que en muchos casos han sido una poderosa fuerza progresista en Occidente y un punto de ingreso para los jóvenes con sentimientos antisistema. Nadya sostiene que si no logramos que el movimiento climático adopte corrientes más antimperialistas e internacionalistas, corremos el riesgo de entregárselo a instituciones ideológicamente liberales que lo utilizarán para reforzar aún más su normalización del statu quo, inclusive a través de sus efectos sobre la psiquis y la conciencia de la juventud.

La corriente ecologista dominante adopta una política progresista que simplemente amplía la diversidad del orden ecocida y genocida y aumenta su aceptación en lugar de hacer algo para cambiarlo. Cuando se simula públicamente la preocupación y empatía por las personas y la ecología cual elevados principios morales mientras se refuerza la violencia del complejo militar industrial, surge una forma de fascismo particularmente taimada y engañosa, que solo difiere del fascismo puro y duro por el hecho de que no anuncia abierta y expresamente su retórica racista, misógina y violenta. Por lo tanto, es de vital importancia presentar un marco liberador sólido que supere los mitos del ecologismo liberal y del reduccionismo climático.

Mientras las narrativas dominantes siguen presionando para aislar las cuestiones climáticas y excepcionalizar la crisis climática como si fuera un horror singular, debemos hacer hincapié en el hecho de que la dimensión ecológica siempre fue una parte constitutiva de los movimientos de liberación nacional, y que el antimperialismo debe ser la brújula que guíe nuestra lucha. El fin del sistema capitalista imperialista traerá justicia, y eso incluye a la justicia de la tierra y la transición hacia formas de vida más ecológicamente sostenibles dentro de los límites planetarios.

Sobre este punto, Nadya Tannous, de Honor the Earth, pone el ejemplo de los ecologistas de izquierda que condenan el extractivismo de Evo Morales en Bolivia sin tener en cuenta las necesidades internas de desarrollo del país y la protección de su proyecto nacional socialista frente al imperialismo militar y económico de Estados Unidos. Tannous subraya que «la liberación nacional de las naciones del Sur global debe ser la estrella polar» de nuestros movimientos actuales. Esto no implica la defensa del Estado-nación, sino la liberación del yugo de la extracción, la opresión y la violencia coloniales como primer paso hacia la construcción de un mundo «en el que quepan muchos mundos».

También es deber de los movimientos sociales del núcleo imperial —entre ellos el movimiento palestino— comprender que su propia lucha constituye una resistencia ecológica y es un hilo más en el tapiz de la construcción de la libertad y la liberación del ecocidio y el genocidio. Esto no implica reinventar la rueda. El antimperialismo ecológico es una tradición rica y generadora que debemos llevar a la vanguardia de nuestros movimientos y aprovechar para poner de relieve las limitaciones y contradicciones del ecologismo liberal.

Thomas Sankara, líder revolucionario de Burkina Faso en la década de 1980 que fuera asesinado en un golpe de Estado con apoyo extranjero, era un defensor de la ecología política. Durante sus cuatro años en el poder, puso en marcha un programa de desarrollo feminista y socialista que liberó a millones de personas del analfabetismo, las costumbres patriarcales y el subdesarrollo médico. En un apasionado discurso que dio en la Primera Conferencia Internacional Silva sobre Árboles y Bosques, celebrada en París en 1986, Sankara ubicó las raíces de la crisis ecológica en el imperialismo y afirmó: «La lucha por la defensa de los árboles y los bosques es ante todo una lucha contra el imperialismo. Porque el imperialismo es el pirómano que prende fuego a nuestros bosques y sabanas». A diferencia de la plantación de árboles con el fin de desposeer a otros de sus tierras o compensar las emisiones de carbono que se producen en otros lugares, los planes de plantación de árboles de Sankara pretendían proteger la tierra del imperialismo de recursos y del capital racial mediante la aplicación del conocimiento cultural incorporado del territorio en cuestión.

Existen otros ejemplos de ecologías de la liberación. Uno es el de las prácticas de los cimarrones, exesclavos de las plantaciones coloniales que cultivaban alimentos y mantenían a sus comunidades gracias a la íntima relación que tenían con la tierra (Stennett, 2020). Otra es la guerra de guerrillas, pilar de muchas guerras de liberación anticoloniales. En la guerra de guerrillas, los habitantes locales luchan en terreno ecológico utilizando su conocimiento del territorio para burlar a un colono que solo es capaz de relacionarse con la tierra como si fuera otro sustrato cosificado que hay que gestionar, manipular o conquistar.

En Palestina, la tenacidad colectiva implica mantener la conexión con la tierra, no solo por motivos sentimentales, sino para afirmar la propia presencia o existencia (wujud) en la tierra, como una forma de resistencia en sí misma (Taher, 2024). Aun en las entrañas del imperio, la creación de economías sociales y solidarias que escapan al control del mercado y del Estado ofrece otras posibilidades de creación medioambiental. En todos estos casos, la práctica de construir la libertad colectivamente y fuera de los sistemas coloniales e imperialistas de opresión genera relaciones ecológicas nuevas que reponen y restauran las condiciones para la vida.

Mientras que los actos de resistencia colectiva pueden generar ecologías alternativas que liberen a la humanidad y a nuestras relaciones no humanas de la violencia de las soluciones de «sostenibilidad» que nos venden, una política antimperialista también debe exigir el renacimiento de un movimiento unido contra la guerra. El imperialismo no es nada sin el militarismo, como teorizó el fallecido marxista árabe Samir Amin (2017), cuando dijo que el imperialismo tiene dos patas: la económica (a través de una política neoliberal globalizada que se impone a los países del mundo) y la política (incluidas las intervenciones militares contra aquellos que se resisten).

Del mismo modo, el complejo militar industrial es uno de los mayores emisores, contaminantes e impulsores del cambio climático: una industria del derroche que no produce ningún valor en relación con la vida humana. El Pentágono es la institución más intensiva en carbono del mundo, responsable de más emisiones anuales que la mayoría de los países (Crawford, 2022). Como subraya Ali Kadri (2023), la guerra no es un subproducto involuntario del capitalismo; más bien, el derroche y la destrucción que produce la guerra estimulan la economía capitalista y, del mismo modo, la degradación ambiental es el «derroche estructural» del imperialismo capitalista.

El imperio estadounidense necesita un estado de guerra constante para reproducirse e imponer sus intereses a las poblaciones del Sur global. Por lo tanto, el complejo militar-industrial sencillamente no tiene cabida en un futuro sin apartheid ecológico. Comprender esto es de crucial importancia en medio del colapso climático y ecológico porque la transición verde capitalista es también una guerra de extracción. Esto es así no solo en el Sur global, sino también en el Norte, donde se generan zonas de sacrificio para la extracción de litio en territorios donde viven poblaciones indígenas y racializadas.

Paralelamente, añadiríamos que uno de los mayores riesgos ecológicos se produce cuando las personas racializadas e indígenas se ponen del lado del opresor para convertirse en embajadores del imaginario colonizador euroestadounidense y se someten a las ideologías culturales dominantes del individualismo, la meritocracia y la actitud nihilista hacia la transformación social. La supremacía blanca, necesaria para que el apartheid ecológico planetario tome forma, está siendo representada cada vez más por diversos rostros multiculturales. Quienes participan en este proceso están abandonando a los integrantes de sus propias comunidades para «lograrlo» y aparecer positivamente ante la aprobación de la mirada blanca. Sus acciones también envalentonan a la centro derecha y la extrema derecha por igual, al atraer más rostros diversos a sus filas, precipitando una caída cada vez más rápida hacia el abismo. Para frenar esto es necesario un movimiento antibelicista y antimperialista que aproveche la diversidad cultural con el fin de empoderar una humanidad compartida contra los estragos ecocidas y genocidas del capitalismo racial. En esta coyuntura, ante la inminente catástrofe, el «pensar ecológicamente» no puede permitirse nada menos.

Aunque se instalen paneles solares y turbinas eólicas a una escala sin precedentes, es probable que sea demasiado tarde para detener las catástrofes que desencadenará el cambio climático descontrolado. Como demostró la pandemia de COVID-19, las crisis siempre se experimentarán a través de los mismos procesos sociales que concentran el daño en los pueblos pobres e indígenas que necesitan con desesperación una justicia reparadora en lugar de ser una vez más los chivos expiatorios de los daños colaterales. Como afirma el académico potawatomi Kyle Powys Whyte, el cambio climático no hace sino intensificar las consecuencias del colonialismo, al expandir su violencia a poblaciones de todo el planeta (Whyte, 2020).

Si no se aborda el poder colonial, nunca se podrá hacer frente al cambio climático. Esto merece ser repetido una y otra vez, en tanto tiene relación directa con la destrucción de Gaza, que cuenta con el apoyo de los mismos gobiernos que se encargan de lidiar con el cambio climático y que siguen proponiendo soluciones «verdes» que les llenan los bolsillos a las empresas petroleras y las gigantes tecnológicas, que a su vez financian los envíos de armas a la entidad sionista. Si los bombardeos constantes, los ataques con fósforo blanco, la supresión cultural y la destrucción de Gaza refinada con la ayuda de la inteligencia artificial son «espejos» de un inmediato futuro arraigado en el apartheid ecológico, la liberación de Palestina es la estrella polar para imaginar modos de vida reparadores y ecológicos.

¿Por qué? En primer lugar, el reclamo por una Palestina libre reivindica la humanidad de miles de millones de personas en la resistencia, no solo en Palestina, el Líbano y Yemen, sino también en otros lugares del Sur global. Las vidas de estas personas, como seres humanos reales con valores y sueños, imaginación, miedos, alegrías y defectos, cuentan igual que las de cualquier persona de Europa Occidental, América del Norte, Israel, Australia y el resto del mundo occidental. Reivindicar la humanidad de este enorme porcentaje de la población mundial es una exigencia mínima para un mundo justo y habitable. Las palabras y, sobre todo, las (in)acciones de quienes todavía hay que convencer de esta verdad básica de nuestra humanidad compartida —y que siguen privilegiando a unas vidas humanas sobre otras— serán siempre antiecológicas, más allá de la naturaleza de su análisis climático. Solo acabando con la deshumanización de las personas y su sometimiento a décadas de represión y violencia manifiesta podrán restaurarse, fomentarse y prosperar las relaciones ecológicas de reciprocidad y respeto.

Aunque el ascenso de las solidaridades entre los movimientos que sitúan la liberación de Palestina en el cuerpo y alma de sus esfuerzos recién comienza, se trata de un primer paso crucial que es absolutamente necesario para evitar un futuro de apartheid ecológico. A pesar de los intentos de ignorar sus recomendaciones, el caso de Sudáfrica contra Israel en la CIJ causó conmoción en todo el mundo, forjando solidaridades globales entre la clase trabajadora y los esfuerzos de base en lugares a veces inesperados, y a través de la división Norte / Sur. Entre estas solidaridades se incluyen los trabajadores portuarios de Bélgica, Italia, Grecia e India que se niegan a enviar armas a Israel; los consumidores de Malasia e Indonesia que participan en boicots que les generaron importantes pérdidas económicas a empresas occidentales vinculadas a Israel; y los estudiantes de campus universitarios de todo el mundo que se niegan a ceder un ápice en sus esfuerzos por denunciar la hipocresía de sus centros de enseñanza hasta que se cumplan sus demandas.

Más allá de estos frentes, nuestro desafío radica en vincular las luchas de las y los trabajadores maltratados de todo el mundo con la resistencia del pueblo palestino en contra de los sistemas comunes que desprecian la vida en todas partes. Nuestro desafío radica en organizar a las y los trabajadores de todos los ámbitos para que se declaren en huelga por Palestina, para impedir que más envíos de armas y dinero de impuestos ganado con mucho trabajo se destinen a asesinar a personas inocentes. Es esta ecología de la resistencia la que liberará a las y los trabajadores de todo el mundo.

Como todos los pueblos autóctonos que sufren a manos de sus opresores coloniales, el pueblo palestino y todos los pueblos colonizados seguirán resistiendo la demolición de sus hogares, la ocupación de sus tierras, el desvío de los ríos, el envenenamiento de los suelos, la matanza de sus allegados no humanos, la supresión de su cultura y el genocidio de sus comunidades. Esto representa una verdad existencial: hay algo profundamente arraigado en el espíritu humano que se niega a ser dominado perpetuamente.

Enfrentar la realidad de nuestras condiciones apocalípticas no significa que hayamos perdido; más bien, nos da la visión que necesitamos para contraatacar. No nos equivoquemos. La resistencia contra el imperialismo y su apoderado sionista representa la fuerza ecológica más poderosa de nuestro tiempo. Construir un movimiento de masas antibélico, antimperialista y ecológico es nuestro deber para extender la resistencia de las y los palestinos a todos los rincones del mundo. El colonizador cree que con la brutalidad suficiente puede encerrarnos en un estado indefinido de represión, pero la historia siempre se ha inclinado hacia la justicia, no por casualidad, sino como resultado de la inevitable e implacable resistencia de los pueblos contra las fuerzas del genocidio, por la dignidad para todos en el planeta. La liberación de Palestina representa el eje de nuestra supervivencia colectiva frente al colapso ecológico, que extrae una luz brillante del agujero negro que sería el futuro del apartheid ecológico que se avecina.

 

Notas:

[1] En marzo de 2024, el yerno del recientemente electo presidente de los Estados Unidos, Jared Kushner, promotor inmobiliario, declaró que Israel debería aprovechar la «muy valiosa» costa de la Franja de Gaza, a la que se refirió como una lucrativa «propiedad frente al mar», agregando que Israel debería expulsar a los palestinos mientras «limpia» la Franja.

[2] N. del T.: En la Sudáfrica del apartheid, un suburbio o ciudad designada oficialmente para la ocupación de población negra.

 

Referencias:

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